Paseé con fray Humberto no pocas veces más por los alrededores de la Vera Cruz: Segovia al frente, sobre el valle del Eresma, en todo su esplendor de ciudad armoniosa. Y en el paseo de una de aquellas tardes —mirándonos a veces en silencio— se empeñó el fraile en contarme los líos en que se había visto inmerso Gracián antes de encontrarse con Teresa en Beas cuando él ostentaba ya el cargo de visitador provincial de Andalucía.
—Si quiere hablamos de esos líos, padre. Aunque lo que menos me gustaría es contar en mi novela la contienda que se traían entre ellos el nuncio Ormaneto y el padre general Rubeo —dije, aplicando ya mis lecturas al repaso histórico que había hecho, ante el asombro del fraile—, por mucho que Gracián y Teresa se dieran a hablar de todo eso en Beas de Segura.
—¿No? ¿Y por qué?
—A mi diablillo parece importarle poco.
—Una razón de peso —se burló.
No obstante me explicó, bien que lo hizo con cierta retranca y una débil risilla, que en el origen de aquel nombramiento de Gracián como visitador provincial estaba un tal Baltasar Nieto, mujeriego y mundano hasta decir basta, de cuyas veleidades lujuriosas y no pocas trampas se sabía mucho en Andalucía y que acabó en el convento de Pastrana buscando otra reputación, aunque sin abandonar sus vicios, sino tapándolos según le convenía.
—Esas cosas sí son del gusto de mi diablillo.
—Pues me alegro. Porque Teresa, que no desconocía las debilidades de aquel bicho de Baltasar, lo acogió quizá porque necesitaba hombres para su causa y le convenía, y a fray Francisco de Vargas, un dominico a quien el papa por medio del rey nombró visitador apostólico para la provincia de Andalucía, no se le ocurrió otra cosa que tratar de nombrar bombero al pirómano, es decir, intentar mandar a Baltasar Nieto a poner orden donde él mismo había sido el puro desorden. Dicen que el padre Vargas lo hizo por desidia o por cansancio, como una manera de quitarse el muerto de encima, pero Nieto, que tenía otras diversiones en la corte, donde iba de catre en catre, y se ausentaba de Pastrana con frecuencia y poca justificación, porque a lo que se dedicaba no era precisamente a cultivar la santidad sino los pecados de la carne, pidió que lo libraran de aquel cáliz y le endosó la encomienda a Gracián, que acababa de profesar. Además —siguió explicándose fray Humberto— las complicaciones entre los frailes y las monjas y entre los calzados y los descalzos no cesaban, y cuando no era por una cosa era por la otra; que si el nuncio le dice al padre general, que si el padre general le dice al nuncio, que si el nuncio es más del rey que del papa, que si el general es más del papa que del rey… El caso es que Gracián no ganaba para disgustos en el empeño de la reforma, y Teresa, con la que ya se comunicaba por escrito, compartía la satisfacción por lo que él y el padre Mariano intentaban lograr en Andalucía: acabar con el disgusto del padre general de los carmelitas, al que tenían afectado de los nervios, muy ofendido, porque se estuviera fundando en Andalucía sin su permiso. Los calzados, en cambio, no dejaban en paz a su general y este les hacía mucho caso cuando le malmetían. Me adelanto a contarle esto —me advirtió el fraile— por si lo que usted quiere recordarme es que el nuncio Ormaneto deseaba acabar con la depravación frailuna de Andalucía y le faltaba información de lo que allí pasaba, y que porque le faltaba esa información mandó en misión secreta a un jesuita virtuoso, que ya ni me acuerdo de cómo se llamaba, y que llevaba un memorial suyo, pero que el jesuita volvió asustado porque lo descubrieron los frailes y casi lo matan… Si me va a contar eso, como si yo fuera un lector de su probable novela, métase con buenas artes en lo que quede de aquellos conventos y que le diga el diablillo con sus malas intenciones cómo eran los rostros renegridos de los monstruos con hábitos.
Me había quedado sin palabras, mudo; como si, de pronto, no entendiera a fray Humberto, como si él se me hubiera convertido, de repente, en un aliado de los calzados, que eran los malos de la película; como si Gracián empezara a hartarme. Porque el diablillo, encima, más que situarme en las celdas donde se masturbaban los frailes sevillanos juntos o por separado y donde establecían las estrategias para las peleas que acababan a navajazos, me contaba ahora, como si se propusiera una trampa desde un lado bueno, la excelente persona que era el nuncio Niccoló Ormaneto, lo generoso con los pobres y el mucho arreglo que había hecho en los conventos de Italia. Pero con Sevilla no podía. Además, a pesar de la riqueza y el esplendor que se daba en aquella ciudad, abundaban más los hambrientos que los hartos. La gran riqueza y la pobreza extrema convivían. Los menesterosos de Sevilla llegaron a padecer seis hambrunas a lo largo de un siglo y seis hambrunas con miles de muertos. Eso sí, los pobres obligados a la verdura buscaban también la carne y lo mismo se zampaban a un perro errante y sin dueño que a un gato que, bien despellejado y descabezado, pasaba por liebre.
Fue fray Francisco de Vargas, al que Felipe II, de acuerdo con el papa, había mandado a arreglar aquello, el que como no podía con los del paño, contra la opinión del padre Rubeo, que tenía buen enfado por lo que se hacía sin contar con él —fundar conventos reformados, es decir, de descalzos—, se propuso acabar con los de los calzados y la degeneración de la orden en la que se afanaban en contra del criterio del padre general Rubeo.
—Y eso —le dije a fray Humberto—, es decir, traer descalzos buenos, que eran los de usted, los de Teresa y Gracián, y eliminar calzados malos, los del paño, y que todos los carmelitas siguieran siendo lo mismo, pero otros, o sea, descalzos todos, fue lo que le pareció a Gracián que iba a ser una gran trifulca. Y tanto debió sospecharlo igualmente el propio Vargas que cuando le dieron pronto nuevo cargo en su orden dominicana se quitó con ese pretexto de en medio y renunció a aquella operación de limpieza. ¿No es así?
—Así puede que fuera. Pero si los descalzos de Sevilla se proponían acabar con un convento de calzados, los calzados no se iban a privar de hacer lo mismo con ellos y, además, con furia.
—Claro. Por eso, queriendo apaciguar sin conseguirlo, les devolvió Gracián los zapatos a los calzados del convento de San Juan del Puerto, recogió a los novicios descalzos que tenía allí y se los llevó a Sevilla, animándolos mucho. Estaban hechos ya una pura piltrafa al llegar, miedosos, desnudos y sin nada que echarse a la boca.
—Sí, señor. Y a Sevilla llegaron, y por más paces que se hubiera dado Gracián con los calzados, en el Carmen de Sevilla no encontraron camas ni celdas para ellos, con lo que tuvieron que tenderse, muertos de frío porque empezaba el invierno, en un pasillo o un lugar entre pasillos por donde se pasaba del coro a la celda prioral. Fíjese cómo sería la situación de entonces —me contó el fraile, entrando en las miserias del Carmelo en aquel tiempo, y para que entendiera bien cuál era el panorama antes de que Teresa y Gracián se encontraran en Beas— que la puñalada en el muslo que había recibido un novicio muy bueno de Sevilla, querido por todos y muy parecido al padre Gracián en la figura, no iba dirigida al pobre muchacho, que poco importaba a los frailes calzados de Sevilla aquel joven.
—El puñal buscaba en la oscuridad al padre Gracián —dije, que de aquella anécdota ya había leído yo algo— y el arma estaba dispuesta para clavársela en sus propias carnes; para darle muerte en la oscuridad.
—Así fue. Aquella noche el padre se indispuso, no acudió al coro y tuvo suerte; al novicio le tocó recibir el estoque que hubiera sido de muerte para él si a tiempo no se hubieran dado cuenta los asesinos con hábito de que no era aquel frailecillo al que buscaban para apuñalarle con odio, que buscaban a Gracián y no lo tuvieron a mano.
Coincidimos los dos en preguntarnos para qué buscaba a Dios en los conventos una gente tan perversa como aquellos frailes calzados, y de qué les servía a ellos sino para lucrarse en su nombre, que de servirles, le decía yo al fraile en defensa del demonio, ni el demonio les era útil para semejante maldad.
—No tenía Satanás tan malas intenciones —comenté— como aquellos que iban con navajas por las clausuras persiguiendo los muslos del enemigo o partes más sensibles del cuerpo de los virtuosos, aunque ellos las tuvieran por deshonrosas, para hacerles derramar sangre.
Fray Humberto, con quien ya había hablado yo de sobra del desbarajuste sevillano, rio entonces de mi ingenuidad cuando lo comentamos; rio de que no hubiera aprendido ya que los hábitos también sirven para guardar cuchillas en la faltriquera o para desnudarse de ellos en los burdeles, como le ocurrió, me recordaba, a aquel subprior de Sevilla que en los tiempos de Gracián frecuentaba a las prostitutas y se gozaba con ellas, como un experto en oficios de catre y con fama de abundancia en los atributos de macho, y que cuando su superior andaluz lo echó de allí y lo dejó sin oficio, viajó a Roma, donde su padre general bien parecía que le hubiera agradecido las insistencias en el vicio. Lo bendijo en la sede generalicia y lo mandó de nuevo al convento sevillano para escándalo del arzobispo y de toda la ciudad, que bien sabía de sus aficiones a la lujuria desmadrada y el uso desmedido que hacía de su poblada entrepierna; igual que lo hacían, eso sí, otros frailes con atributos más mínimos.
Con todo, le había dicho yo que no me parecía lo peor la carne débil, y menos si Dios dota a alguien con prodigiosos dones para debilitarla, que para fray Humberto y para mí era de todos los pecados el de la carne el más difícil de contener y el menos agresivo. Peor nos parecían, recordamos algo divertidos, los bofetones que se propinaban unos a otros en aquel convento sevillano de depravados y del que hizo historia el puñetazo con que uno de los novicios respondió a un maestro en teología cuando este le afeó no pocas cosas. Siendo el novicio sólo eso, un novicio, ya había aprendido lo peor de sus mayores, una gente perdida, como algunos frailes borrachos que andaban lanzando grandes insultos por las calles de Sevilla, ya fuera de día o de noche, a los que la justicia tuvo que recluir.
Gracián y sus frailes no tenían comida que llevarse a la boca ni lumbre que encender, la comida era pan y, a veces, ni pan suficiente tenían, unas sardinillas asadas de vez en cuando, y pargo salado o mal pescado, el peor que da la mar, cuando tenían medio real para comprarlo o lo recibían como limosna.
—Ya lo sé. Por no tener no tenían ni platos. Menos mal que, buscando y buscando donde alojarse Gracián con sus novicios, fue el arzobispo de Sevilla, a quien había conmovido el miedo que vio en Gracián y los suyos a los frailes calzados y a sus malas intenciones, el que los metió en una ermita, la de Nuestra Señora de los Remedios, a la vera del río, por Triana, para que fundaran allí convento.
Pero sacar a los descalzos del convento de los calzados y fundar en Triana supuso que los calzados fueran a por Gracián y le preguntaran por qué había hecho eso, con qué autoridad. Gracián les respondió que la autoridad que tenía le venía de unos papeles que quedaron en manos del arzobispo, don Cristóbal de Rojas, que no sólo estaba de su lado sino que hacía llegar trigo y comida para los frailes enfermos y encima dio trabajo a Gracián en la catedral.
Cuanto más trabajo tuvo Gracián con los sermones, que dejaban en Sevilla a los fieles con la boca abierta, las cosas fueron cambiando y hasta llegaron a tener ollas de verdura de la huerta que compartir con los pobres que se acercaban a las puertas del convento de aquellos desgraciados para pedir comida a semejantes hambrientos.
—Vaya panorama —dije a fray Humberto, deslumbrado yo no sólo por lo que pasaba sino por el modo de contármelo él.
—Vaya panorama —repitió el fraile.
—¿Y cree usted que para hablar de eso fue el padre Gracián a ver a Teresa en Beas?
—Bueno —bromeó—, a lo mejor le contó sólo lo del muslo del novicio.
Y los dos concluimos lo mismo: nada de particular tenía que el padre Gracián se agobiara con aquel infierno. Ni que, advertido ya por el cuchillo que por equivocación tocó un cuerpo ajeno, temiera al peligro de muerte que corría. Y no sólo por lo que él imaginara, sino por lo que los demás le advertían: el padre Mariano, por ejemplo, que estaba siempre a su lado al principio y le ayudaba con su sentido exacerbado de la realidad, percibiendo el peligro por todas partes. Era aquel fraile muy dado al pesimismo y a la desconfianza, aunque Gracián le pidiera que no le metiera más miedo en el cuerpo. Hacía lo mismo que otras almas virtuosas, como una abadesa de por allí que estaba al tanto del peligro y quedó mucho más convencida de lo que pasaba o podía pasar al elevarse la sagrada forma en la misa, que fue cuando según ella quedó del todo segura de que la muerte acechaba a Gracián por la espalda en cualquier cuchillo llevado por fraile calzado con demonio dentro.
—Pues vaya si pasaba con los calzados —rememoró fray Humberto—. Además de contar los priores con ricas haciendas, se daban a la simonía y eran frecuentes las «conversaciones» entre frailes y jovencitas a la puerta del convento, las salidas nocturnas, los juegos de naipes y la entrada de mujeres en las celdas. Estaban los conventos llenos de novicios que huían de trabajar y buscaban la vida regalada. Todo eso tenía que atormentar forzosamente a los dos, a Gracián y a Teresa, empeñados de veras en la reforma.
—Y además, en aquellas horas de Beas de Segura —recordé yo— todavía sufrían los resultados de la semilla que plantara en Pastrana la que llamaban «la buena mujer», y no era otra cosa aquella mujer pequeña que el hombre que aparentaba en su cuerpo escaso, con rostro oscurecido y arrugado.
Me había aconsejado fray Humberto que no tratara de aplaudir a mi diablillo la visión de aquella mujer que contemplaba como criatura de sí mismo. No me atreví a decirle yo que el diablo es más pícaro que una endiablada de ese jaez y que lo que ella tuviera de él es lo que más divertía al diablillo. Por ejemplo: el espectáculo de la que gustaba vestir de hombre y de hombre parecer, que poca cosa quería con las mujeres y lo que demandó fue un hábito de fraile y hábito de fraile le dieron.
Mi diablillo oía hablar por entonces a Gracián y a la madre Teresa de la diabólica Cardona entre risas. Veía estremecerse a Teresa si le nombraban a la bruja de la princesa de Éboli, que tantos disgustos le propinó.
Pero fray Humberto ni caso: no quería hablar de la Éboli.
—Sea como fuere —dije, insistiendo en poner orden yo a mi propio relato—, Gracián no salió de Sevilla para dirigirse a Beas y arreglar con Teresa lo que estaba complicado, sino que, por lo complicadas que estaban las cosas de la orden, tuvo que viajar a Madrid y se detuvo en Beas.
—La reforma de Teresa —añadió él, sin importarle que fuera o no de mi interés el asunto— acababa con la ostentosa propiedad privada de los frailes calzados, que ella llamaba «los del paño», y fijaba el número de frailes en cuarenta por convento, creaba bibliotecas para darles entendederas y sustituía en el noviciado la sala común por celdas separadas en las que los novicios debían entregarse a la meditación, tan descuidada, dos veces al día. Pero volver a las costumbres austeras de antaño no les gustaba nada a aquellos bandoleros.
—No me extraña —dije.
—Lo cierto es que en Beas se detuvo —continuó fray Humberto— y que desde que ella puso los ojos en Gracián todo fue distinto.
—Distinto, sí, y de eso se nutrirá mi libro, sin duda, pero déjeme recordarle, mi querido padre, que Gracián se había quedado antes en Sevilla, muy tranquilo y cómodo, sin querer hacer valer las provisiones y cartas del rey que poseía, esperando a ver si se calmaban los nerviosos, predicando mientras tanto sustanciosos sermones en aquella cuaresma de 1575, y que quizá esa paciencia, esa pereza o ese modo de esperar a que llegara más claridad a un tiempo de nubarrones fue lo que le hizo tener menos prisa en llegar a Madrid y detenerse antes en Beas de Segura.
—Quedarse allí como se quedó más tiempo del que quizá tenía previsto —argumentó fray Humberto.
—Y salir de allí con más fuerzas para defenderse.