—Cansada llegó la madre Teresa a Beas —le comenté de un modo apresurado a la priora, nada más apareció ella tras las rejas del locutorio, sin haberle dado aún los buenos días ni permitir que ella me los diera con aquella alegría suya, tan de agradecer, aunque para mí algo desmesurada.
—Cansada llegó la madre, sí, después de un largo viaje, pero en bendita hora vino —suspiró.
—En bendita hora —repetí como en jaculatoria—, bendita hora. —Y añadí—: Llamó deleitosa a esta ciudad.
—Sí, deleitosa. Lo era más que ahora.
Aunque no tan deleitosa le parecía a Teresa la beata que la llamó para fundar aquí, me recordó el diablillo mientras yo volvía a callar, a pesar de mi poca costumbre de silencio.
El diablillo se ocupó entonces de contarme que a la santa madre no se le pasó por alto que era una locura responder a la invitación a fundar de doña Catalina Godínez de Sandoval y sus amigas beatas, tan estrafalarias. La misma Catalina se empeñó en profundizar su vida de beata, beata, muy beata, y renunció al matrimonio e hizo lo posible y lo imposible por afearse hasta parecer un poco repugnante. Le tocó a Teresa ponerle freno a tanto deterioro voluntario y convencerla de que no se hiciera monja lega atormentada o monja de velo negro, que saliera de aquella tristeza y amargura, y que se dejara de manías y tomara sin más el hábito, tal y como haría finalmente aquella atolondrada, después de renegar, para pasar a llamarse desde entonces Catalina de Jesús.
Pero para qué recordarle a aquella priora la mala gana con que nació su convento si de la mujer ensimismada que llamó a Teresa a fundarlo no había dicho ella una sola palabra, sino de las malas condiciones en que llegó la fundadora hasta allí. Porque cansada estaba Teresa, la andariega, levantando conventos aquí y allá, y con muchos tropiezos, dejando de escribir muchas veces, con el placer que la escritura le traía, para hacer tratos y dirigir albañiles y metida de nuevo a escribir para dar gusto al alma, escuchar a Dios en su oración mental y emprender los vuelos que emprendía imaginando. Y todo eso era lo que en los conservadores hacía crecer la desconfianza hacia ella.
Lo que sí le recordé fue que Teresa no sólo llegó cansada del viaje y con no pocas preocupaciones en su cabeza. Iba camino de Calatrava para fundar, con verdaderas ganas de hacerlo y terminó fundando en Calatrava por medio de otras, sin estar ella presente. Y lo peor fue que no supiera siquiera en dónde estaba; había hecho poco caso de los que la advirtieron que Beas no era territorio de Castilla a efectos eclesiásticos, sino de Andalucía, y sólo de Castilla lo era para cosa de seglares. Así que de empeñarse en fundar aquí se lo afearía su padre general. Y por si fueran pocos sus quebrantos ya se enfrentaba a un nuevo conflicto con él, su muy amado padre Juan Bautista Rubeo, el superior general de los carmelitas, que desde Roma tanta confianza había puesto en ella y la tuvo por amiga.
No dio a Beas por andaluza, sin embargo, hasta que Gracián la hizo caer en la cuenta, que también a él le había costado llegar a saberlo; como si por testaruda, que lo era, sólo Gracián consiguiera bajarla del carro.
Claro que no hay mal que por bien no venga, debió decirse a sí misma Teresa o escuchar la voz que se lo decía, porque ahora era ya súbdita de Gracián, me recordó a mí la priora, sin que fuera necesario el recordatorio.
Fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios no sólo era fraile de grandes atractivos, sino ya en ese momento, cuando se vieron, el mismísimo visitador de la Orden del Carmen en Andalucía. Dicho con palabras de este siglo: el gran jefe del Carmelo en tierras andaluzas. Contento quedó de que estando Teresa en Andalucía pudiera ya tenerla por súbdita suya sin quebrantar la norma.
Y si antes de encontrarse los dos por primera vez había tenido buenas noticias de él, también las tuvo malas: en muchas tribulaciones la metió la misión de él en Sevilla, antes de los días de Beas, que, tal como habíamos comentado ya fray Humberto y yo, fue dificultosa. Y, por supuesto, los líos de Pastrana.
Y una vez había pensado lo que pensé, intenté transmitírselo a Juliana de la Inmaculada.
—¿Va a seguir usted contándome lo que ya sé bien? —dijo jactanciosa la priora, interrumpiéndome, acaso algo molesta e ignorando el respeto que debía al sacerdote de su orden que, al fin y al cabo, yo no era (aunque como llevara hábito ella me tuviera por tal), sino un humilde lego.
Razón tendría quizá para faltarme al respeto de aquella manera si por mi manía de hablar y hablar estaba insistiendo sobre lo que quería yo rememorar por mis adentros. Para oír a Gracián quejarse de que acabando de profesar lo cargaran con la dura misión de reformar a los carmelitas calzados de Andalucía, cuyos conventos eran jaulas de locos, animales y matones, algo de lo que mucho teníamos hablado fray Humberto y yo a aquellas alturas.
—Nadie duda, digo —recobró la priora la conversación—, de que el padre Gracián le contara a la madre sus propias penurias y miserias en Sevilla antes de que recibiera ayuda del buen arzobispo. Así que no sé lo que le diría, pero yo que usted contaría en esa novela que se propone escribir que en los meses que pasaron en el convento del Carmen de Sevilla a Gracián y a sus frailes, antes de que él le propusiera a la madre Teresa ir allí como le propuso, les pasó de todo y nada bueno.
—Ya lo sé y lo tengo escrito. Se animarían mucho el uno al otro.
—Teresa lo necesitaba para su reforma.
—Eso es lo que parece más claro.
—Y tanto… No olvide además que ella admiraba el poder y se acercaba a él de un modo interesado —le advertí a la monja—. Y Gracián tenía cerca el poder: su padre era hijo del secretario del emperador Carlos V y de la hija del embajador polaco, pero sobre todo, de no mala casta venía y de muy buena situación, y en el tiempo en el que se vieron, el hermano de Gracián era secretario de Felipe II y estaba a cada rato a la vera del rey, lo cual a Teresa le venía de perlas para los líos de sus fundaciones y hasta para el alivio de los temores que la acechaban porque la Inquisición perseguía sus escritos.
Fue nombrar la Inquisición y me confesó la priora que se le ponían los pelos de punta por los muchos temores que la madre tenía en aquellos días de Beas. Y aún en otros.
—Hay una bruja en esa historia —evocó, refiriéndose esta vez a la princesa de Éboli, de la que no sé por qué fray Humberto no había querido que habláramos— que me hace pedirle a Dios paciencia al recordarla. Ella fue la que entregó al Santo Oficio el manuscrito del Libro de la vida y ella misma la que la acusó de visionaria porque nuestra santa madre no había accedido a sus gustos. Rio bastante del libro y lo dio a las criadas para la mofa que ella propiciaba; comparaban a la madre con la visionaria Magdalena de la Cruz y sus embelecos, y hasta Madrid llegaron las burlas y al inquisidor general las denuncias en medio de las risotadas que aquella maldita profería.
Ni siquiera dijo el nombre de la mala mujer de la que hablaba, pero lanzaba improperios contra ella al tiempo que pedía a Dios perdón para sí misma por poco misericordiosa.
Teresa no vio con menos coraje a aquella zorra de Ana de Mendoza, mujer endemoniada donde las hubiera, que después de haberle sido infiel al marido, tomando por amante al secretario del rey, el truhan de Antonio Pérez, un golfo de relumbrón, gran intrigante, y una vez muerto el marido, le entró a la muy pecadora la repentina gana de ingresar en el Carmelo casi rompiendo la puerta del convento de Pastrana, y con una barriga de cinco meses se metió allí con su madre en cómoda celda. La priora de Pastrana, que la vio llegar preñada, dio por recibido al mismísimo demonio y por acabado el convento. Y aquella demente, que cambió la carroza por un carro para ir a Pastrana a hacerse monja y le pidió al fraile que la acompañaba el andrajoso hábito que vestía para ponérselo ella, que de tantos lujos y brillos había sido siempre, nada más llegar al convento empezó a tratar a las monjas como criadas, a dar órdenes con gran señorío, a pedirles a las religiosas que le hablaran de rodillas y a solicitar hábitos para dos doncellas que llevaba con ella y las quería monjas. Todo en una noche. Le mudaron el hábito asqueroso que traía y, ya con uno limpio, como si de siempre hubiera estado allí, quiso llamarse sor Ana de la Madre de Dios. Así se llamó porque así quiso. Recibía a sus amistades en el convento, violaba la clausura, por allí se paseaban los criados sin que fueran posibles ni el silencio ni la oración para las monjas…
—Un capítulo más de las locuras que tuvo que sufrir la santa madre —me dijo la priora.
—Hasta el punto de que se vio obligada a escribir al rey y al Consejo de Castilla para implorarles que pidieran cordura a aquella insensata que, vengativa y malvada hasta el extremo, acabó retirándose con su preñez, su madre y sus doncellas a una ermita en la huerta del convento y le abrió puerta para entrar y salir a la calle a su gusto.
—Mala bruja aquella y hasta asesina —me dijo muy bajito la priora, casi murmurando, para pedir después a Dios que la perdonara.
—Y tanto, que por asesina de Juan de Austria —puse de mi parte—, ayudada por su amante el siniestro Antonio Pérez, acabó en durísima prisión en la torre de Pinto, amargada, sin ver luego la luz en la fortaleza de Santorcaz, prisionera más tarde en Pastrana, muerta de frío, emparedada, casi sin respirar. Así murió al fin.
—De tal modo lo cuenta que parece usted vengativo, fray Casto. Me olvidaba de que está novelando. Y menos mal, porque quizá no sea cristiano que un fraile hable con tanto placer de la tortura de una mujer por vil que fuera.
—En Pastrana murió, como le he dicho, hecha un adefesio —recordé yo. Y le pregunté a la priora—: ¿Cómo no iban a hablar de aquello Gracián y Teresa en los veinte días de Beas? ¿Cómo no iban a hacerlo si Gracián no se vio libre de aquella desmesura?
—De la muerte de la princesa poco pudieron hablar aquí porque aún vivía ella en ese momento y seguía ejerciendo su poder y su maldad —precisó la priora.
—Hablaron de Éboli en ese tiempo, sin embargo, porque, como usted dice, aún tenía poder y lo ejercía con las más torcidas intenciones. Y Gracián tampoco le hacía ascos al poder —le dije a la madre con no poco retintín.
—La santa supo hacerle frente al poder o supo muy bien cómo entrar en tratos con él —dijo ella.
—La santa, sí o no, según le conviniera, que del poder nunca estuvo lejos; Gracián, no. Gracián se había agarrado en Pastrana a su compañero, el padre Mariano, para preguntarse los dos qué hacían ante aquello: la irrupción diabólica de la princesa en el convento.
El diablillo no me dijo si fue la propia Teresa la que por carta le había aconsejado encomendar a Dios el negocio de la princesa y las monjas, que parecía imposible que terminara bien, y cogiera un nuevo camino. Lo cierto fue que Gracián y Mariano tomaron el hatillo y de Pastrana partieron para Andalucía. Tampoco me dijo el diablillo cómo justificó Gracián esa cobardía ante Teresa, a la que por entonces no había visto aún y por cartas se hablaban.
—Tal vez nuestra madre le preguntó al padre Gracián por qué lo hizo —apuntó la priora de Beas—. ¿Sabe usted acaso, fray Casto, qué le contestó el padre?
Retuve mi contestación durante un rato, de tal modo transpuesto que pareciera que esperara a que mi voz interior me dictara la respuesta. Luego dije:
—Mire, madre, lo que quizá le contestara fuera que, ante el dilema de que poniéndose de parte de la priora, favoreciéndola, quedara mal él con la de Éboli, es decir, con el poder, o poniéndose de parte de la princesa hiciera mal a la perfección y la observancia, que era virtud a la que estaba obligado, lo mejor era desaparecer de allí y, ni con una ni con la otra, terminar en Andalucía. Y porque acabó en Andalucía aquí estaba ahora, en Beas, de comisario apostólico y visitador. Y con Teresa a sus órdenes. O a sus pies.
—No lo dude. Y seguramente eso tuvo algo que ver con lo que ocurrió cuando a punto estaba Gracián de partir para Madrid.
Soñaba la santa madre con fundar en la capital de la corte y quiso él romperle el sueño con el argumento de que no interesaba a la orden hacerse notar donde tanta gente había, y, además, notoria, y exponerse a la vista de negociantes que acabaran con la fortaleza que dan el silencio y la esperanza, como se decía en la regla.
—Tenía un piquito de oro el padre.
—Lo tenía —sonrió la priora.
En los últimos días de Beas estaba Teresa, más que preocupada, confundida: Gracián no sólo trataba de disuadirla de que fundara en Madrid sino que quería que, olvidando a Rubeo, su tan amado padre general, y con la protección del nuncio y el rey, que eran los que le daban apoyo a él, fundara en Sevilla.
Conociéndola como la conocía ya, después de veinte días sin dejarse el uno al otro, le pidió que consultara con el Señor antes de tomar la determinación que él le aconsejaba, si no imponía, que no sé si se lo dijo con alguna sorna, y la dejó entregarse a la oración.
Teresa, después de haber orado, regresó al huerto donde se hallaba Gracián.
—¿Y dónde está ese huerto? —pregunté a la priora.
—Que se lo cuente su imaginación… A los huertos también se les acaba la vida.
—Bueno, pues regresó al huerto con la respuesta que el padre Gracián no esperaba ni quería, tal vez porque confiara en que el Señor le iba a dar a ella la contestación que le convenía a él. Y recibió por respuesta la contraria: fundaría en Madrid.
A mí el diablillo me sopló enseguida que la cara de enfado de Gracián no pudo pasarle inadvertida.
Los dos quedaron en ese instante en silencio, y ella, mirando a Gracián, pensó otra vez que el Señor había visto bien la necesidad que tenía su obra de persona semejante a él, al que no quería disgustar.
—Ella le había prometido obediencia.
—Claro, además del voto de religión hizo un particular voto de obedecerle a él toda la vida. ¿Qué le parece?
Se encogió de hombros la priora como preguntándose: ¿Qué me va a parecer?
Unos días después, Jerónimo Gracián tomaría sus bártulos y se encaminaría a Madrid sin saber lo que le esperaba.
Lo mismo que hice yo, unos siglos más tarde, emulándolo, después de aquella visita.
Y cuando ya me iba, la priora de Beas me recordó a Teresa con afabilidad en nuestra despedida:
—Él es cabal en mis ojos… —impuso la satisfacción de la que presumía otra vez de buena memoria al citar a la santa—. Él es cabal en mis ojos —repitió muy sonriente—, que perfección con tanta suavidad yo no la he visto —completó la cita lentamente, como si quisiera alargar las palabras, altanera ella. Y la repitió otras dos veces.
—¿Se llama amor a eso o no se llama amor, madre?
La priora guardó silencio y me miró frunciendo el ceño esta vez, como la que se interroga.
—Nadie duda de ese enamoramiento de Beas que usted se propone relatar —comentó—. Si dice él que nada de su interior dejó de depositar en ella y ella dice otro tanto, qué voy a decir yo…
—Le dijo todo lo que de ella se podía decir, ya fuera de su cuerpo o de su alma, que es lo que el amor ha de procurar siempre, complicidades.
Me acompañó luego la priora hasta la puerta del convento y, a modo de despedida, después de un Dios lo bendiga, como si ella también se hubiera mudado al siglo XVI en sus imaginaciones, me pidió:
—Dígale al padre Gracián que no abandone a su monja.