Iba siendo para mí cada vez más difícil escribir la novela que me proponía, y no porque me faltaran los desvelos de Teresa por Gracián, que ella no paraba de llorar por él, sino porque abandoné los últimos papeles escritos en mi celda para bajar a la colación y al rezo y al volver no había rastro de ellos en aquel cubículo. No sabía si repetir o no lo ya escrito, pero seguir hablando de esta historia con fray Humberto, dejándome llevar de su mano, no sólo me permitía distraer con él mi soledad sino que, compartiendo con Teresa los tormentos y las figuraciones, vivía con ella otra vida. O la vivía con el fraile y mi tío, que los dos eran, cada cual en su estilo, hombres que gustaban de los viejos tiempos más que de los nuevos como buenos eruditos o estaban convencidos de que la condición humana, con las monjas y los frailes metidos en el mismo saco, seguía siendo igual y así seguiría.
Lo mío era ahora, otra vez, lo que mi diablillo me pedía por su cuenta aquella tarde: que añadiera a mi novela el listado de vicios y deshonestidades de Gracián que los calzados enviaban a Roma, pero no caí en su trampa, porque de los homenajes festivos que fray Jerónimo se daba supuestamente con las monjas no hicieron memorial para el papa, sino para Felipe II, que conocía bien a aquellos frailes y tenía por entonces en buena estima a Gracián.
—Ya le conté a usted, para que viera desde el principio cómo se las gastaban los calzados —me dijo fray Humberto—, lo que sucedió en la prisión de Juan de la Cruz.
Y, en efecto, de la prisión de Juan de la Cruz y de la aflicción de Teresa y sus súplicas al rey a favor del que tenía por santo y sabio ya había contado algo en mi novela. De lo que no habíamos hablado, y nos urgía Ronald a hacerlo, era de la presunta indiferencia de Gracián ante el destino de Juan de la Cruz en aquellos malos momentos.
Ahora, sin embargo, las acechanzas —entró mi diablillo en acción para ponerme al tanto, crecido en mi interior por la sorpresa que me inquietaba— no venían sólo de los malditos calzados, sino también de los propios descalzos.
Di pues por recibida la amenaza de mi prior, y no sé si la amenaza fue un impulso, un estímulo del miedo, para decidir en aquel instante ver con toda claridad la hosca figura de fray Jerónimo Tostado. Felipe II no le había dado tregua y eso le impedía su visita a Castilla. Él sostenía, sin embargo, que no había otra jurisdicción sobre los carmelitas de España que no fuera la suya y que mal la podía tener fray Jerónimo Gracián cuando, como todos los descalzos, estaba excomulgado desde Vicenza. Así que ninguna protección mejor podían haber logrado de los calzados dos descalzos traidores que, entregados a la infamia, enviaron al rey todo un compendio de desmanes, que la de Jerónimo Tostado. El propio Tostado había ayudado por su parte a fray Baltasar Nieto y a fray Miguel de la Columna, los traidores descalzos, a redactar las calumnias groseras y las abominaciones que llegarían al rey para vergüenza de Gracián. Y a los dos les dio cobijo Tostado en el Carmen de Madrid. A Baltasar, que no cesaba de dar escándalos por sus desvergüenzas y vida de brabucón y al que por esa razón había confinado Gracián en Pastrana (y había huido del convento), y a Miguel, un albañil ignorante y tonto acreditado, que se dejaba llevar por imprecisos intereses y hacía de criado de cualquiera sin que se lo pidieran.
Los dos prestaron obediencia a Jerónimo Tostado y cambiaron sus hábitos de descalzos por los de los calzados para ayudar con sus lenguas a toda una retahíla de maledicencias.
—Sí, descalzos eran —aportó su información mi tío Ronald— los que pusieron sobre la mesa de Felipe II la denuncia de que Gracián comía y comía, como si fuera un obispo, las mejores carnes. Y consumía gallinas, gallos y perdices —hacía alardes de gozo en el paladar un Ronald burlón—. Y que en Sevilla esas comidas eran amenizadas por monjas que le cantaban y le bailaban y se regocijaban con él —se partía de risa mi tío—. Y que en uno de esos conventos le quitó el velo a la priora y se lo dio a una novicia para que fuese priora a su gusto durante unos días, hay que ver qué caprichos. Y que en Beas, una monja, más ramera que monja, vestida como fulana, moza y muy hermosa, había bailado para su gusto. Todavía más: que en Toledo se había ido a la reja del coro y después de levantar un andamio de bancos y poner la silla encima se dedicaba a contemplar desde allí a las monjas que le cantaban y bailaban. Estaría ágil y sin temor a darse un costalazo —añadía Ronald, divertido—. Pero tanto canto y baile de monjas no lo era todo, que cada vez que entraba en los monasterios —seguía mi tío— abundaban los grandes abrazos entre él y las monjas. Y besos de pies, que no eran poca cosa. Besos de pies… —se relamía impropiamente Ronald—. Encima vestía unas buenas camisas de lino y se acostaba en sábanas de lienzo que le regalaban las descalzas de Sevilla, y se regocijaba con las telas el buen padre Gracián. No le faltó de nada, porque para colmo se le acusaba de alumbrado por si la Inquisición se decidía a meterle mano.
El relato no era precisamente un cuento divertido, pero la manera de narrarlo Ronald, sí. Hasta fray Humberto rompió en carcajadas. No obstante, daba miedo lo que había descrito Ronald y a mi diablillo parecían divertirle tanto aquellas escenas de cantos y bailes y buen comer, cambiar de destino un velo de priora y verlo en una silla sobre un andamio, que sólo me incitaba a preguntarle qué pensaría Felipe II de aquellas extravagancias.
Gracián tenía a su favor de todos modos que su hermano Tomás, secretario del rey, ya muerto su otro hermano que desempeñara el mismo oficio, pidió al monarca protección para Jerónimo y puso en solfa a los calzados y sus deplorables estrategias.
Y Teresa también había acudido al rey para defender la inocencia de Gracián ante el memorial de agravios contra él que le habían hecho llegar aquellos malnacidos de los descalzos traidores conchabados con los calzados sin escrúpulos.
Y para defender a sus monjas.