I

EL ELEGIDO

Aunque es verdad que la gloria consiste en el entendimiento, el fin del alma es amar.

JUAN DE LA CRUZ

Mi empeño en escribir una historia de amor entre una monja y un fraile, Jerónimo y Teresa en este caso, había empezado la tarde en que bajé de Segovia a su paraje de la Fuencisla, poblado de álamos, y entré en el convento por el que tanto anduvo Juan de la Cruz. Buscaba a fray Humberto de San Luis, que era el religioso carmelita que mi tío Ronald me había aconsejado consultar para escribir una novela sobre el santo. Me gustaba de san Juan su manera de salirse de sí mismo, o de entrar tanto en sí mismo, que encontraba en su interior las respuestas a cualquier pregunta. Y eso es lo que me pasaba a mí con frecuencia, pero sin exagerar: yo soy de natural más ligero, más superficial que el bueno de Juan de la Cruz, y mis iluminaciones, mucho más escasas.

Fray Humberto lo advirtió enseguida, a poco de ponernos a hablar, y en contra de lo que yo esperaba trató de disuadirme de mi proyecto literario. Pensó que de empeñarme yo en una novela querría que fuera una novela de acción, un relato en el que pasaran muchas cosas. Y no andaba equivocado; de ser de otra manera me habría puesto a escribir un libro de meditaciones si mi talento diera para eso.

Al fraile no le faltaba admiración por Juan de la Cruz, lo tenía por el miembro más excelso de su orden. Me dijo sin embargo, con cierta ironía, que para una novela, por poca acción que se exigiera al protagonista, el menos indicado era Juan de la Cruz, siempre tan metido para dentro y más del espíritu que de la calle. Y añadió con sorna que el movimiento más apreciable en él fue el esfuerzo que hizo para escapar con éxito de la prisión de Toledo en la que lo martirizaron los malditos carmelitas calzados.

—Ya lo veo a usted, si sigue en ese empeño —me dijo—, describiendo a san Juan en aquel cuchitril en el que lo recluyeron, donde para leer los oficios o escribir cualquier cosa tenía que subirse a un banco hasta alcanzar la poca luz que entraba por una aspillera que medía dos dedos. Pero eso no es nada, que sin escribir o leer puede uno seguir viviendo —añadió—, aunque a duras penas podría vivir así Juan de la Cruz, porque con el frío terrible que se filtraba por los muros, o el calor que no dejaba respirar en verano, y el hecho de que durmiera en una tabla en el suelo, con apenas dos mantas, nos dan idea de la tremenda crueldad de aquellas bestias que sin escrúpulos tomaban la comunión y rezaban con aparente piedad. Los piojos invadían el cuerpo de la víctima. Ni una muda de ropa le dieron en nueve meses al pobre fraile. De comer sólo le ofrecían unos mendrugos de pan y unas sardinas.

—No ignoro nada de eso. Además —dije—, no le faltaban los ayunos, lo sé: le imponían dos o tres a la semana hasta que lo limitaron a los viernes.

—¿Y sabe qué le hacían en esos días de ayunos?

—Ya, ya —le dije raudo—. Lo llevaban al refectorio, donde los frailes se alimentaban a gusto, lo hacían disponerse de rodillas en el centro y le arrojaban pan seco y agua.

—Y eso por no envenenarlo, que todos los que lo cuentan coinciden en que el bueno de san Juan pasó todo ese tiempo pensando que lo envenenarían.

—Envenenarlo hubiera supuesto para ellos abandonar la crueldad que tanto placer les daba, padre.

—Tampoco faltaba entre aquellos frailes quien propusiera empozarlo; así, como lo oye, meterlo en un pozo para que no quedara rastro de él. Estaban convencidos de que lo mejor era hacerlo sufrir hasta que saliera de allí para ser enterrado.

—En fin… Para un episodio largo de cualquier novela sí que valdrían estas barbaridades.

—Por supuesto —admitió fray Humberto—. Y que no se le escape a usted una cosa si toma esta historia como un episodio más de esa novela que pretende: la espalda desnuda del santo y cada fraile golpeándolo con una vara mientras entonaban piadosamente el miserere. ¿Qué le parece?

—Que se queda usted corto. No hemos hablado del odio con que lo miraban. Ni le hablaban. Abrían la puerta de la celda y le tiraban la poca comida al suelo. Además, no le vaciaban el balde durante días y días y el hedor lo obligaba a vomitar sin que aquello pudiera soportarlo un ser humano.

Fray Humberto se sorprendía además de la indignación con que yo recontaba las desvergüenzas de los carmelitas calzados de Toledo y de Sevilla y sus crueldades en una relación de ellas que me llevaba muy aprendida.

Me dijo enseguida que si yo siguiera optando por hacer la novela sobre Juan de la Cruz que él me desaconsejaba le habría dedicado páginas enteras a esas bellaquerías de los calzados que metieron a san Juan, como ya habíamos hablado, en aquel retrete de una de las habitaciones de la prisión ordinaria del convento de Toledo.

—No se pierda —añadí— lo que dijo Teresa de Jesús en medio del disgusto que tenía por la desaparición de fray Juan; no sabía ella dónde estaba su Séneca —así lo llamaba con cariño y aprecio—, ni le extrañaba que lo hubieran hecho desaparecer tan sólo porque trabajaba en la reforma del Carmelo.

—Sí, llegó a decir no sólo que lo hubiera preferido mejor en manos de moros que de calzados; aseveró también que Dios trata a sus amigos de una manera terrible, aunque estos no podían tener queja porque Dios había hecho lo mismo con su propio hijo. —Me miró fijamente y añadió—: Un poco tremendo lo que dijo, ¿no?

—Un poco tremendo, sí; sobre todo, dicho por una santa.

—Si es para no acabar nunca —siguió fray Humberto—, porque tendría que contar también que la túnica, llena de sangre, de la sangre cuajada por los azotes que le propinaban, se le pudría pegada a la espalda, con lo que imagínese usted a las legiones de gusanos apoderándose del cuerpo de aquel hombre que ya no podía esperar otra cosa que la muerte. Y aquellos palanquines —se detuvo a explicarme—, frailes de baja estofa, que creían creer en Dios sin que Dios creyera en ellos, sí que tienen una novela, la novela oscura de los impostores —siguió contándome—, que podría revelar cómo en nombre de Dios unos demonios pudieron instalar el infierno en la tierra.

—¿Me está proponiendo escribir una novela de frailes? —le pregunté.

—No exactamente, aunque de frailes sería si de san Juan se tratara, como usted pretende. Pero supongo —me miró preguntándome— que puedo aconsejarle que para esa novela cuente con un hombre de acción, que era el tipo de hombres que le gustaba a Teresa de Jesús, los que se buscaba para fundar el Carmelo descalzo, el Carmelo nuevo, que en realidad era el más viejo, el recuperado, y que lo quería para acabar, entre otras cosas, con el vicio que hacía de los conventos de calzados espacios malolientes y empezar otros modos de conducta y de vivencia espiritual.

—Ya lo sé —dije—. No es ese un tema de mi interés.

—Teresa —siguió hablando fray Humberto con mucho énfasis, ajeno a lo que a mí pudiera interesarme y empeñado por lo que parecía en que escribiera la novela que le interesaba a él— prefería a los hombres metidos en el mundo.

Yo, que aún no había pedido el hábito de carmelita para mí, como ahora lo llevo al fin, ni pensaba que tuviera vocación para eso, dicho sea de paso, no quería hacer una novela de frailes. Me invadió, sin embargo, la frustración de no poder escribir una novela sobre un soñador como Juan de la Cruz, a pesar de que de un fraile se tratara. Fray Humberto no negaba que tuviera alguna vez los pies en la tierra, pero sentía no poco desdén por los que, como la misma Teresa, eran más administradores de lo humano que gozadores de lo divino. O al menos no tanto de lo divino como él.

Insistió mucho fray Humberto en la clase de hombres que gustaban a la santa:

—Hombres recios, decididos y embaucadores. Y hasta podía llegar a ser muy indulgente con los que tuvieran flaquezas en cosas de la carne —me contó—. En todo caso siempre estaba necesitada de hombres que la ayudaran y la comprendieran y pusieran todo su impulso en lo que ella pretendía hacer, y no como muchos de los confesores que tuvo a lo largo de su vida con los que encontró diferencias y discutió mucho.

—¿Con todos?

—Con todos. Menos con Gracián.

Cuando mentó por primera vez al personaje por su nombre completo, fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, fue cuando me recomendó seguir la huella de aquel fraile para él aventurero, de los más aseados de la orden, bromeó, cuya belleza de facciones, riqueza intelectual, habilidades para convencer y mucha elegancia pueden darle, al menos —me explicó—, para escribir un buen retrato.

—Un hombre bien parecido, muy guapo, muy vivarachos sus ojos azules —repitió el carmelita esas cualidades, regodeándose un poco en ellas, debo decirlo—. Era además predicador elocuente, empeñado en cultivar sus dotes de palabra para conciliar y convencer. A las letras llegó temprano de la mano de sus padres y en ese camino anduvo con mucha brillantez. Con un enorme poder de seducción y con no pocas habilidades para atraer, sí. Sin perder la prudencia en la conversación ni los agradables modales que le venían de casta y mantenían su capacidad para cautivar a mujeres y hombres. Su candor, su encanto y su entusiasmo —insistía fray Humberto en el panegírico con cierto tono de predicador— le granjearon, además, amigos en todas partes y consiguió ascender rápidamente en nuestra Orden del Carmelo en la que, a falta de hombres de cultura y buen juicio, fue fácil que reluciera su talento.

—¿Comparable con el talento de Juan de la Cruz?

—No compare en este caso, eran personalidades bien distintas. Aunque la verdad es que Jerónimo era un asceta con buena disposición para la mística. Pero no iba en principio para fraile, y no sólo porque su padre lo quisiera más para las leyes que para el altar, para el servicio del rey y no para el de la Iglesia, por más que con frecuencia los servicios de la Iglesia y los del rey fueran los mismos, sino que una vez hecho cura, y cura bien formado en Alcalá, donde llegó a ser maestro en arte, tentado estuvo de hacerse jesuita, con los que anduvo mucho y de los que aprendió bastante, gente más aseada y de más saberes y prestigio que la que se suele encontrar uno en los conventos.

Por la manera de venderme a Gracián como protagonista de mi novela, sonriendo mucho él, y con lo que no supe si era o no una fina guasa que se le dibujaba en el rostro, advertí que para el fraile, que también era un hombre de buen ver y vestía el hábito con prestancia, un hombre guapo no era nunca lo de menos, y no sé por qué intuí que también él había descubierto que seguirle la pista a un hombre fascinante podría ser para mí un regalo. Si lo había resuelto así, y no sólo por mi manera de desenvolverme, quizá también por mi gestualidad en exceso delicada, descartaba que pudiera atribuirlo a mi predilección por Juan de la Cruz, una hechura de hombre tan llena de talento como escasa de donosura, tan bajito que a santa Teresa, dada a la broma, le parecía medio hombre.

—Lo que nunca he acabado de creerme —dijo fray Humberto, tan versado, siguiendo con Gracián— es que Jerónimo se hiciera carmelita, en contra de la opinión de su familia, por una repentina llamada de la Virgen, que al fin y al cabo no es más de unos que de otros la Señora, y menos por lo que hablara con unas monjas del proyecto de reforma del Carmelo que se proponía la famosa madre Teresa. O porque harto de las comodidades de la casa del conde de Chinchón, donde vivía como un marajá, un arrebato de humildad lo llevara a descalzarse y hacerse daño en los pies con las chinitas. De un hombre tan joven y culto cabría sospechar que el cambio se debía a alguna aspiración de gobierno allí donde faltaba, y no sólo por la gloria de Dios sino por interés propio, que no hay que hacerle tanto asco a la ambición por el mando, tratándose de un hombre nuevo, ni se propone uno por lo común ser santo tan temprano.

—¿Le pone usted reparos a su virtud?

—Tengo por costumbre observar a los virtuosos con cierta desconfianza —me respondió el fraile. Para añadir—: Esas cualidades de Gracián le permitieron en toda hora ganarse el favor de las carmelitas.

Fray Humberto se extendió mucho más de lo que yo cuento en su relato de los atractivos del padre.

—Le doblaba la edad, sí. Pero ¿quién le ha dicho a usted —me preguntó— que la diferencia de edades es un impedimento para el amor? Y en todo caso, y si lo fuera, ¿por qué ha de ser siempre más joven la mujer y más viejo el varón? Y no crea usted —precisó— que Teresa puso al Señor al margen de aquel amor, si es que de amor podemos hablar con toda propiedad, que a lo mejor me excedo yo hablándole de lo que no debería hablar, con lo que al no tener al Señor al margen, sino implicándolo, vea cómo el amor terreno no está reñido con el divino y a veces se encuentran.

—El amor no siempre es cosa de dos, puede haber amor a tres bandas —bromeé, con cierto temor a que el religioso me pusiera sus reparos. Pero no, estaba de acuerdo.

—Así lo entendió ella —dijo—, que no dejaba quieta la imaginación ni a sol ni a sombra y para explicarse esa entrega tuvo que contar que estaba almorzando un día tan tranquila cuando, en la misma mesa en la que comía, entró en trance, un trance rápido, como un relámpago, y de pronto, junto a ella, se sentó el mismo Jesucristo como lo solía ver, de un modo muy natural, con el padre Gracián a la derecha y ella a la izquierda, les cogió las manos a los dos, las juntó fuertemente, como seguramente ella deseaba, y le dijo a Teresa que pusiera a Gracián en su lugar mientras viviera y se conformaran en todo porque así convenía. Teresa se enamoró de él —declaró sin reparo.

—Era al parecer un hombre para enamorarse —dije.

—Ya sé lo que puede estar pensando usted —sospechó el dicharachero fray Humberto, con una complicidad que revelaban lo mismo tanto los movimientos de sus labios como los cambios de su mirada; tan dicharachero y espontáneo que me parecía un fraile raro—. Puede estar pensando que le estoy proponiendo escribir una novela de amor.

No era exactamente lo que yo pensaba escribir; acepté, sin embargo, la propuesta del fraile —eso sí, sin admitírselo de inmediato—, con tanta sorpresa de mí mismo como súbito entusiasmo.

—Toda una boda y Dios el oficiante.

—Véalo así si quiere —rio.

—Todo un deslumbramiento.

—También. Tardó la santa en encontrar a Gracián, sí, pero cuando lo tuvo enfrente puso sus ojos en él y ya no se los quitó de encima hasta su muerte.

—Bueno… Pues no me diga que lo de Gracián y Teresa no le parece a usted un matrimonio en toda regla —le dije.

El fraile me miró esta vez severamente, como si yo me hubiera tomado una licencia mayor de las muchas que él ya se había permitido, y sin saber qué contestarme. No ignoraba que yo estaba diciendo la verdad porque era evidente que ya lo había leído él en Cuentas de Conciencia, que es el libro donde lo relata Teresa.

—También dijo de Cristo que era un casamentero que había anudado tan estrechamente el lazo que los unía a ella y a Gracián que ni siquiera la muerte podría romperlo. Así se lo dijo en una de sus cartas, sí. Y de ese matrimonio en Beas —se atrevió a añadir, riendo esta vez— no salió al fin mala familia.

Se refería a la familia del Carmelo.

—¿Que no salió mala familia? No les faltaron sufrimientos, mezquindades y enredos de los suyos. Sus mayores enemigos eran los parientes de aquella familia.

—Como hoy —se lamentó, encogiéndose de hombros—. Pero el amor —me advirtió, más como un conspirador que como un experto— tiene además muchas máscaras, y se vuelve unas veces dulce y otras amargo, lúcido en ocasiones y ciego muchas veces, divino si se quiere y diabólico cuando uno menos lo espera o cuando sí lo desea.

—También muy ambiguo y hasta inexplicable.

—También —replicó—. Lo cierto es que con el amor nunca puede uno estar seguro de nada porque lo mismo parece que te arregla la vida que te la desarregla y, además, provoca igual la entrega total, que es lo que a mi parecer le pasó a Teresa con Gracián, que nada hizo ella que a él no pudiera parecerle bien, que te abandona. Y fue esta la impresión que la santa tuvo cuando le faltaban cartas de él o sus palabras de orientación y consuelo.

—El desasosiego del amor —comenté con sarcasmo.

—Pues sí, algo de eso. Y escrito dejó en días de depresión que mucho fue su tormento al verse ella sin él, con gran soledad, sin tener a quien acudir, sin nadie que le diese el alivio que le daba él. Y además están los celos —dijo—, y a lo mejor va usted y encuentra a los celos enredando en los conventos, si se empeña en investigar si los hubo, que no seré yo quien le hable de ellos. Y le digo lo mismo de la envidia, prima hermana de los celos.

—¿Un premio o una condena?

—¿Qué es el amor?

—Una cosa y otra.

—Y más, que el amor tiene sus caprichos, y sus caminos suelen ser tortuosos.