Un estrambote de terror
A las pocas horas de ocurrir los atentados terroristas de Nueva York y Washington, González y Cebrián hablaron por teléfono para intercambiar impresiones. Comentaron la imposibilidad de publicar su conversación del verano sin un estrambote en el que, al menos, realizaran un análisis de urgencia de algo que, en opinión de ambos, va a afectar profundamente al curso de la historia. Éste es el resumen de sus primeras reflexiones, en momentos en los que todavía resonaba en los oídos de todos el estruendo del derrumbamiento del World Trade Center.
Juan Luis Cebrián: —Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono marcan el inicio del siglo XXI. La contemplación de los sucesos, en directo, por millones de espectadores de todo el mundo puso de relieve que la globalización de la información consigue efectos formidables en las reacciones de la opinión pública. Yo llevo casi cuarenta años ejerciendo el periodismo, me ha tocado vivir profesionalmente noticias tan importantes como la crisis de los misiles, el asesinato de Kennedy o, en el plano doméstico, el atentado contra Carrero y el golpe del 23-F. Sin embargo, en lo que se refiere a las consecuencias que ha de tener para el futuro de la humanidad, ésta de ahora me parece más decisiva que ninguna otra.
Felipe González: —Desde luego, éste es un rompeaguas, se trata del acontecimiento más grave que he vivido, en mi vida política y en la personal, y lo más significativo que ha ocurrido desde la II Guerra Mundial. Pone de manifiesto, en términos dramáticos, que las consecuencias de la caída del Muro de Berlín no han sido asumidas y no se han resuelto los problemas que se derivaron de ese hecho.
J. L. C.: —No sé si los terroristas buscaban efectos tan destructivos como los que han provocado, porque me llama la atención que no exista reivindicación fiable del hecho, cuando todo acto terrorista busca precisamente la propaganda. Pero creo entender los motivos de Bush para definir que éste es un acto de guerra. Naturalmente, esa declaración tiene consecuencias precisas. Un acto terrorista es un hecho criminal que, en un Estado democrático, compete investigar y castigar a los fiscales, la policía y los jueces. Un acto de guerra demanda una respuesta militar, no sólo como represalia, sino, sobre todo, y esto es lo delicado, como acción preventiva de nuevas aventuras de ese género.
F. G.: —Existe la tentación lógica de ponernos a discutir ahora sobre lo inmediato, acerca de la necesidad de responder a las demandas de la opinión pública en el sentido de que haya una represalia rápida, diente por diente y ojo por ojo. Algo comprensible debido al estado de ánimo de la población americana, primero, y de la occidental después, aunque no debemos incurrir en falsas generalizaciones. Sin embargo, yo trataría de salir un poco de ese análisis, en el que lo que aparece, de forma más inmediata, es el dolor por las víctimas de los atentados, que en el momento de esta conversación ni siquiera sabemos cuántas han sido, como también desconocemos en qué consistirán las acciones armadas americanas, ni si participarán en ellas, o no, los aliados.
J. L. C.: —Desde luego es pronto para verter opiniones, nos faltan muchos datos, y también es verdad que no todo el mundo apoya a los americanos, aunque ahora se multipliquen las declaraciones a su favor, muchas de ellas guiadas por el miedo. Existe una gran preocupación en los países árabes, y aun en sectores de la población occidental que, aunque condenen los atentados, no están dispuestos a endosar una venganza que ellos consideren indiscriminada. De todas formas, podemos analizar cuáles son las consecuencias probables de lo sucedido, y por qué tenemos ambos esa misma percepción de que se trata del hecho más crucial de cuantos nos ha tocado vivir.
F. G.: —Hay factores interesantes a los que responder, unas cuantas preguntas. Pero no se trata de contestarlas declarativamente, como hacen los ministros de Exteriores, sino de hacer propuestas que sirvan para algo. Ahora se reclama lo que tantas veces se había despreciado: liderazgo político para enfrentar un desafío complejo. El problema, en primer lugar, es de seguridad. Este mazazo criminal ha generado el sentimiento de un riesgo incontrolado. Pero también es un reto económico, financiero y social. Si hacía falta un catalizador para que todo el mundo dejara de decir que la crisis económica se iba a remontar dentro de tres meses y que esto va bien, o que no va tan mal, y no sé qué y no sé cuántos, un catalizador elevado a la enésima potencia… ya está aquí. Y tenemos, además, para nuestro confort, un culpable de esa crisis, a pesar de que la misma había comenzado mucho antes de la ofensiva terrorista, pero este drama hará que se agudice. Por último, todo esto supondrá un incremento cualitativo de las tensiones mundiales. Frente al supuesto orden internacional creado después de la caída del Muro de Berlín, nos encontramos ante el desorden de la sociedad de un mundo globalizado, sin reglas ni controles.
J. L. C.: —El sentimiento de inseguridad, que es lógico, ha golpeado seriamente a la población norteamericana, parece que no habrá límite a la hora de apoyar a Bush en sus demandas de dinero, gente y equipamiento, y ahora su programa del escudo antimisiles va a pasar mucho más fácilmente en el Congreso.
F. G.: —Pero cualquiera ve claramente que el desarrollo del escudo antimisiles parece poco útil para defenderse de estas amenazas, de ataques terroristas con semejantes armas. Einstein predijo que la tercera gran guerra sería de destrucción masiva —sin duda porque pensaba en la capacidad nuclear de los contendientes—, pero probablemente comportará, si es que se produce, implosiones de terrorismo a nivel regional, y aun de forma generalizada. La guerra que siga a esta tercera —añadía el propio Einstein— se hará, sin embargo, de nuevo, a base de palos y piedras, porque la capacidad de destrucción que hoy tenemos es demasiado grande. Las armas nucleares de los pobres son las químicas y las bacteriológicas. Los terroristas podían haber empleado armas de ese género, ocultándolas en sus cuerpos, como hacen los traficantes de cocaína.
J. L. C.: —El famoso equilibrio mundial era un lenguaje de guerra fría y generó los programas de destrucción mutua asegurada, en caso de ataque atómico por parte de cualquier superpotencia. Tras la caída del comunismo en Europa y la desmembración de la Unión Soviética, hemos pasado del antiguo mundo bipolar a un unilateralismo creciente en el que Estados Unidos se erige en gendarme del mundo. Si hay una crisis de seguridad lo importante es definir, primero, en qué consiste, y establecer los medios para conjurarla. La consideración del terrorismo como fenómeno bélico, y no como una enfermedad de las relaciones políticas, reclama, desde luego, algo más que declaraciones compungidas o arrogantes.
F. G.: —La caída del Muro de Berlín no produjo una sensación de crisis tan grande como la que estamos viviendo, antes bien, fue una explosión de júbilo y esperanza, pero nuestros problemas de hoy se derivan de los acontecimientos posteriores, tras el fracaso del comunismo. La actual crisis de seguridad no depende de que Estados Unidos esté amenazado por una potencia como Rusia, ni como China o Pakistán. Éste tiene sus armas nucleares, igual que la India, pero para defenderse y amenazarse mutuamente en eventuales conflictos regionales, porque no tienen vectores ni capacidad nuclear suficientes como para imaginar una confrontación mayor. La crisis de seguridad es la perfectamente definida por los sucesos de Nueva York y Washington, no hace falta más literatura. La amenaza se llama terrorismo, acciones violentas que no sólo destruyen sino que pretenden crear un pánico generalizado, y cuyos autores no son identificables, a priori, con un Estado contra el que se puedan tomar represalias. El enemigo es difuso, lábil, utiliza su talento para el mal y su principal arma es la información y la estrategia que de ella pueda concluir.
J. L. C.: —En lo que todo el mundo parece estar de acuerdo es en que los sistemas de seguridad actuales no son suficientes para conjurar la amenaza. Pero nadie nos dice qué es preciso hacer, cuáles son las decisiones a tomar. Hemos visto al FBI dar una buena cantidad de palos de ciego y eso genera intranquilidad entre la población.
F. G.: —Desgraciadamente, he vivido la experiencia de tener que enfrentarme a hechos de este género cientos de veces, aunque de dimensión mucho menor. ¿Cuál es el fallo normalmente en los sistemas de seguridad? La condición humana. En el caso que nos ocupa, probablemente los terroristas decidieron actuar en el momento de mayor debilidad de los controles por razones meramente humanas, cuando se cambian los turnos, y los que se van están rendidos de sueño o los que llegan no se han despertado del todo todavía, cosas así. En ese momento se produce un vacío de seguridad, que es aprovechado por los criminales, que tienen información, y que la pueden obtener fácilmente porque hay demasiados individuos dispuestos a hacer de mercenarios para recolectarla. Mi opinión personal es que si los países de la OTAN ponen en común la información de que disponen en materia de terrorismo, disminuirá enormemente la amenaza, y mucho más aún si Israel se une a esa decisión. Pero ese proceso, tan fácil de explicar, es muy complicado a la hora de su implementación. Aquí nadie quiere compartir nada como no sea en acuerdos bilaterales.
J. L. C.: —Eso supone una visión multilateral de las soluciones, pero la prensa americana, y la opinión pública, contemplan lo sucedido en términos prácticamente unilaterales. Hablan de lo que tú dices, de poner en común la información disponible, sólo a efectos internos: se trata de coordinar a todas las agencias de inteligencia del país que, además de ser muchas, campan cada una por sus respetos. Si esto es así en Estados Unidos, si la coordinación entre sus propios organismos es prácticamente inexistente, cumplir lo que propones será mucho más complejo, parece casi utópico.
F. G.: —No es utópico en absoluto, y resultará posible si de verdad pensamos que esto es una amenaza contra todos. El peligro es que los europeos reaccionemos ahora suponiendo que se trata de algo lejano, que no nos concierne. Como los palestinos no nos golpeaban a nosotros, aunque la OLP haga lo que hizo en Viena, seguían viniendo aquí con toda tranquilidad. Y el atentado contra el número dos de Arafat en el sur de Portugal se preparó en un hotel de Madrid. Cuando estalló la bomba en el metro de París[19], yo llamé a Chirac para solidarizarme, lo normal. No pude hablar con él, porque estaba de viaje, pero sí con el primer ministro. Como había visto que las agencias de prensa barajaban muchas hipótesis sobre la autoría del atentado, la kurda, la de Serbia, la islámica, la argelina… y todas las líneas de investigación estaban abiertas, le recordé que, hacía veinte o veinticinco días, los servicios españoles habían advertido a los galos de que integristas argelinos preparaban un atentado en el metro parisino. Él no estaba personalmente al tanto, pero la pista que les dimos era positiva y, por lo que yo sé, hasta ahora ese tipo de información nunca nos ha fallado. Hasta tal punto era buena la fuente, que hicimos quinientos kilómetros de gaseoducto en Argelia y otros quinientos en Marruecos sin ningún incidente, mientras estallaron dos bombas en el ya construido para Italia. O sea, que es posible coordinar los servicios, y si la OTAN estaba preparada para un ataque de la Unión Soviética, ¿cómo no va a poder estarlo para defenderse de esta nueva insidiosa amenaza? Lo que pasa es que los métodos tienen que ser diferentes. Yo he vivido la experiencia de la Guerra del Golfo, y estoy convencido de que lo primero que hay que hacer es crear un mecanismo que ponga en común la información disponible, aunque no soy optimista al respecto. En la lucha contra la criminalidad organizada, de la que el terrorismo es una manifestación, la más dura, la más cruel, el 85 por ciento de la tarea es información, y el resto operatividad, derivada de una buena información. La mayoría de la información necesaria está disponible, pero dispersa. La nueva articulación en materia de seguridad del orden internacional pasa por la definición de la amenaza y de los instrumentos para combatirla. Y no estoy hablando todavía de las causas profundas de este mal, sino del mal en sí y de la manera de reducirlo. Todo lo demás, por importante que sea, permanece en segundo plano.
J. L. C.: —El terrorismo internacional busca apoyos entre las masas de desheredados de la tierra, los países del tercer mundo, las naciones árabes, muchas de las cuales agonizan bajo regímenes tiránicos que, en nombre de Alá, manipulan los sentimientos del pueblo y lanzan a sus individuos a aventuras suicidas. Yo estoy seguro de que por mucho que se consiga militar o policialmente contra el terrorismo, éste prevalecerá mientras no hagamos frente a lo que he definido como la política del odio, a la propaganda, desde la escuela, desde el púlpito, de determinadas ideologías excluyentes que tratan siempre de identificar un enemigo como justificación de la propia existencia. El terrorismo fundamentalista islámico, como el terrorismo vasco, constituye un ataque contra la democracia y la libertad, contra formas de vida en las que creemos y por las que ha luchado y muerto muchísima gente a lo largo de la historia. Ahora el peligro es que, en los países democráticos, al hilo de la seguridad, crezcan los impulsos reaccionarios, aumente el racismo y se evidencien las tendencias a construir un nuevo tipo de estado policial.
F. G.: —Para conjurar esas amenazas, que son ciertas, es para lo que hace falta dar una respuesta como la que digo. Si se consigue establecer una red de información entre las democracias avanzadas, podrá empezarse a generar confianza en que existe un liderazgo en condiciones de controlar la situación, al margen de las declaraciones. No hay nada más inquietante que ver al presidente de Estados Unidos, después de que no ha podido ir durante todo el día a la Casa Blanca, salir en televisión y decirle al pueblo americano que puede estar tranquilo. Han caído las Torres Gemelas y han destruido el Pentágono, estamos en alerta máxima y no sabemos de dónde nos viene el golpe, pero tenemos la situación controlada. Menos mal. Bush no pudo explicar por qué tenía la situación controlada, porque no sabía lo que había pasado. Las medidas que tomó fueron las únicas a su alcance, medidas de catálogo. Alerta máxima general, como si hubiera un ataque masivo de la antigua Unión Soviética. El espacio aéreo cerrado, todo el que se mueve es enemigo, a derribarlo…
J. L. C.: —Yo de todas formas creo que no lo hizo tan mal, mantuvo cierta dignidad y desde luego estuvo mucho más sobrio que nuestros propios gobernantes a la hora de expresar su dolor y su indignación. El caso es que, junto a la catástrofe en términos de pérdida de vidas humanas y bienes materiales, la situación ha agudizado enormemente, también, las tensiones financieras, y se debilitan las esperanzas respecto a una temprana mejora de la economía.
F. G.: —La recuperación del liderazgo tiene mucho que ver con la creación de un cierto clima de confianza en materia económico-financiera, y con la necesidad de remediar o aliviar las consecuencias sociales de la crisis que estamos viviendo. El segundo esfuerzo necesario —después del de información— es actuar para restablecer esa confianza en medio de una crisis que se agravará, porque no ha sido provocada por los atentados, que son sólo, repito, un catalizador gigantesco del problema. Pero, paradójicamente, debido a que ese catalizador existe, a que hay un parón brusco y dramático originado por el terror, quizás ahora podamos construir una reacción más ordenada. Obviamente es preciso, entre otras cosas, disminuir los tipos de interés y mantenerlos en ese nivel de forma perdurable, inyectar liquidez al sistema, y tomar medidas específicas que animen a los sectores más amenazados y eviten una recesión en cadena, que podría acabar destruyendo millones de empleos en Occidente. Por tanto, con gran dolor de corazón para los profetas de la nueva economía, creo que habrá que reeditar a Keynes, aunque sea en variables adaptables a las nuevas circunstancias. Pero ninguna de esas medicinas servirá si no vienen precedidas de las actitudes políticas. Porque ahora lo que reclaman los mercados financieros es saber quién manda, dónde está el poder en la globalización.
J. L. C.: —Algunos han evocado el conflicto entre civilizaciones de Huntington como la teoría más plausible de lo que nos aguarda. Junto a los peligros de que el equilibrio entre seguridad y libertad se vea perjudicado a favor de la primera, en las democracias, está el aumento de la tensión en las relaciones internacionales. Me parece que tanto como la seguridad sigue siendo importante la solidaridad, aunque no sea el mejor momento para recordarlo.
F. G.: —Es evidente que hay un incremento de la tensión mundial. Occidente se muestra aterrorizado. No sólo Estados Unidos, sino todos los países desarrollados, que coinciden con la civilización, llamémosla occidental, más o menos cristiana, que por lo demás puede ser tan salvaje como cualquier otra, según enseña la historia. Esa área del planeta pide medidas de seguridad a cualquier precio. Pero hay un mundo no occidental, el tercer mundo, el de los países islámicos pobres, que tiene igualmente miedo, aunque está acostumbrado al sufrimiento y disfruta con los problemas de Occidente, al que considera su enemigo directo. Por eso siente que los atentados pueden ser una especie de reparación, de compensación. Dos estados de ánimo diferentes, en los que el común denominador del miedo va a multiplicar la tensión. Para evitar esto, la obligación de los dirigentes políticos es distender lo más rápidamente posible, ser muy selectivos en la respuesta armada, no confundir a los asesinos concretos con todo el Islam, con los árabes, con los que tienen otro color… Es preciso hacer un enorme esfuerzo por disminuir las tensiones regionales, las que sean, y comprender que el conflicto palestino-israelí tiene una capacidad potencial de expansión infinitamente mayor que casi cualquier otro de los que ahora existen. Por eso es tan urgente su resolución.
J. L. C.: —Creo que en eso estará de acuerdo todo el mundo, pero lo difícil es concretar las medidas precisas que permitan rebajar las tiranteces, en un momento de confrontación bélica como el que se avecina.
F. G.: —No hay una técnica, un procedimiento conocido para acabar con las tensiones mundiales que se están desatando. Por tanto, hay que hacer un esfuerzo coordinado entre actores fundamentales: la Unión Europea es uno de ellos, y dentro de la Unión Europea recuerdo que lo que funcionaba antes, y ya no, eran cuatro personas, cuatro líderes, coordinados para hacerse cargo del guión, equivocado o acertado, pero definido y concreto. Junto a ella, Estados Unidos y Japón, en lo que pueda. China es un caso aparte, un mundo diferente. Estarán dispuestos a ayudar, pero la resolución del conflicto, por el momento, no les compete. El caso es que hay que crear un clima distinto que evite ese choque de civilizaciones al que te referías.
J. L. C.: —Podríamos convenir en que las respuestas urgentes que la sociedad mundial espera y desea, en medio de esta crisis, son: mayor seguridad, creando redes de información más eficientes; medidas que generen confianza en el futuro de la economía, y un esfuerzo de distensión en las relaciones internacionales, pese a las inevitables acciones bélicas que puedan darse.
F. G.: —Finalmente, hay una cuarta respuesta, a partir del reconocimiento de que los dividendos de la paz, de los que hablaba ya el viejo Bush, parecen retrasarse y no sólo no hay un nuevo orden, sino que tenemos ante nosotros un nuevo y auténtico desorden internacional. Este desorden de la globalización, que sustituyó al equilibrio del terror del orden bipolar, ha de organizarse para ser gobernable, para que disminuyan las injusticias que sus efectos produce, globalizando también el progreso y el bienestar. Hace tiempo que se veía venir el estallido de los movimientos antiglobalización. A pesar de que incurren en el error de confundir el fenómeno de una nueva realidad con una alternativa, están cargados de razón cuando denuncian los efectos injustos de la nueva economía. Está, además, el problema de los grupos violentos, que no se puede resolver a base de que los líderes mundiales se reúnan en un barco o en las montañas canadienses, para que no haya líos callejeros y no les molesten. Es como si cerraran todo un campo de fútbol porque hay un uno por ciento de gamberros entre los espectadores. Ésa es la renuncia a defender principios generales básicos del ejercicio del poder político. Y para colmo, los perjudicados son los antiglobalizadores no violentos, los que denuncian unas injusticias que eran previsibles, porque no se pusieron en marcha los mecanismos para evitarlas. Traté de explicarlo así, hace tres o cuatro años, a los dirigentes de la Internacional Socialista, pero los representantes de Blair y Jospin me pidieron que rebajara el nivel de la denuncia en el documento que presenté a la organización. Según algunos expertos, no había que exagerar, era preciso hablar de la exclusión, pero no de la pobreza, que es el único término que entienden los pobres.
J. L. C.: —Siento que en este punto retomamos de nuevo los temas generales que nuclearon nuestra conversación en El Obispo. Es como si la masacre indiscriminada de las Torres Gemelas hubiera puesto de relieve, una vez más, la fragilidad y la incertidumbre en que se desenvuelven las democracias. Habíamos decidido, desde el principio, titular este libro con esa frase robada a Sanguinetti sobre el futuro, y qué verdad es que éste se muestra cada día más diferente, confuso e indefinido. Parece que todos los principios y valores en los que creíamos se ven amenazados de derrumbe, como las propias torres neoyorquinas, al menor impacto de cualquier objeto volante sin identificar. No nos vale casi nada de lo que, en su día, aprendimos, y la imprevisibilidad de nuestras vidas es hoy mayor que nunca. Lo importante es no considerar esta característica como una amenaza sino como una oportunidad, y aventurarse en el riesgo del mañana, sabiendo que, si nos lo proponemos, nos ha de deparar una humanidad mejor.