LA MONARQUÍA DE LOS CIUDADANOS

J. L. C.: —En todo este tiempo de conversación hemos recorrido una especie de círculo virtuoso en el que la recuperación del consenso, roto por la política del rencor, lleva a la necesidad de la reforma de la Constitución. Ésta no es un vademécum que se aplica cuando uno está en apuros. ¿Por qué no se puede reformar, entonces, cuanto antes?

F. G.: —Sin duda se puede aunque, incluso sin reformarla, permitiría resolver la cuestión del consenso roto, y de la lealtad constitucional. En política se puede todo, si se actúa, de verdad, con seriedad y con altura de miras. Se pudo hacer una constitución pese a que las elecciones de 1977 no fueron convocadas para ello, con lo que habría cabido la posibilidad de cuestionar la legitimidad de la representación parlamentaria para esa tarea, de acuerdo con la legalidad de la época. Casi veinticinco años después, ¿en qué ha cambiado esta sociedad respecto de los cuatro grandes desafíos históricos que tratábamos de resolver? Algunos parecen retornar, sobre todo el territorial. Pero se abren brechas en el religioso, y hasta el militar se puede complicar con la profesionalización de las Fuerzas Armadas. El interés que tiene seguir ese esquema clásico es que nos lleva a la historia, y nos plantea todo el paquete del consenso constitucional, incluida la forma de Estado, que me parece la menos cuestionada.

J. L. C.: —Pero lo fue mucho en su día. Al fin y al cabo, el Rey estaba puesto por Franco y la oposición democrática, en su conjunto, era republicana.

F. G.: —El franquismo, la Falange, también lo eran.

J. L. C.: —Cantaban eso de «no queremos reyes idiotas que nos quieran gobernar». Éste no era un país monárquico. Me atrevería a decir que no es un país monárquico todavía, sólo es juancarlista.

F. G.: —Ésa es una forma de ser monárquico, o de no serlo y aceptar a Juan Carlos y su papel.

J. L. C.: —Estoy sorprendido, por cierto, casi maravillado, con la aventura de Simeón de Bulgaria presentándose a las elecciones, ganándolas y coronándose luego como primer ministro. Una cosa bien rara. A veces descubro en esa peripecia un reflejo de lo que ha pasado con el juancarlismo en este país, aunque se trate de un proceso completamente diferente, porque aquí se han mantenido las formas monárquicas, y fue necesaria la renuncia al «España, mañana, será republicana», que era el eslogan clásico de la izquierda, de comunistas y socialistas. Decía Carrillo del Rey que sería Juan Carlos el Breve. Para conjurar tal profecía, el monarca necesitaba desprenderse de su origen franquista. Yo le acompañé cuando era príncipe de España, en su viaje a Japón, en 1973, y ya entonces hablaba, casi extasiado, del hecho de que los gobiernos de izquierda de los países nórdicos respetaran la monarquía y sus diputados la vitorearan. O sea que, con Franco vivo, él tenía ya ese sentimiento.

F. G: —Lo que cuentas casa con la famosa anécdota de sus declaraciones al New York Times —creo— durante una visita a Estados Unidos, siendo príncipe. A su vuelta, le advirtieron de que el Generalísimo había leído la entrevista, en la que dejaba entrever por dónde iba a ir la cosa después de la muerte del dictador. Total, que cuando se encontró con Franco, éste le recibió con el periódico sobre la mesa de su despacho y le dijo: «Tenga usted en cuenta que uno es dueño de lo que calla y prisionero de lo que dice». Ésa fue toda la conversación, y todo lo que pasó en lo que parecía iba a ser un complicado encuentro.

J. L. C.: —Buena frase. Franco hacía bien las frases.

F. G.: —Que el Rey era heredero de Franco resultaba obvio, y Franco se muere en la cama. Nuestra transición está marcada por ese hecho. La muerte del Caudillo abrió un espacio de oportunidad y otro de riesgo. Oportunidad, acompañada de riesgo, que hacen la transición peligrosa para los demócratas, y también para los vinculados al franquismo. En su autobiografía, Contra el olvido[7], Alberto Oliart explica que su familia no luchaba por los privilegios, no era franquista por eso, sino por la defensa del estatus, que creían amenazado. He reflexionado mucho sobre ello y lo encontré magníficamente expuesto en ese libro. La izquierda ha tenido la tendencia a confundir privilegio y estatus, pero la Guardia Civil y los militares —por ejemplo— no defendían privilegios porque no los tenían. En el franquismo estaban peor tratados que en la democracia, desde el punto de vista profesional o retributivo. Sin embargo, en la transición, se sentían en peligro por ese cambio que, para nosotros, representaba una oportunidad. Bueno, pues quien moderaba la parte de riesgo para unos y para otros era el Rey. Juan Carlos aparecía como el garante de que los estatus no iban a ser brutalmente alterados, y a esto se aferró todo el mundo.

J. L. C.: —Pero era el Rey, no la monarquía. Era este Rey, sobre todo en su condición de jefe de las Fuerzas Armadas. Cuando el Generalísimo redacta de su puño y letra un testamento, se lo da a su hija Carmencita, que lo lleva siempre en el bolso durante los días de la agonía del dictador. Una vez que ella va a ver a su padre a la clínica, éste le pide que se lo lea y en el momento en que dice «os pido a las Fuerzas Armadas que apoyéis al Rey», o algo así, porque cito de memoria, el propio Franco matiza: «pon al rey Juan Carlos».

F. G.: —Fantástico, se dio cuenta de que podía ser otro que no fuera de su gusto. Por cierto, yo conocí a don Juan no en las excursiones erótico-políticas de la Junta Democrática a Estoril, en las que no creí jamás, sino después, cuando ya se habían producido las elecciones de 1977. Pedro Sainz Rodríguez preparó el encuentro en un almuerzo. Don Juan, que estaba con su cáncer ya avanzado, me dijo: «Mire usted, en realidad la gran fortuna de la monarquía hoy es que no hay monárquicos que la defiendan». Una descripción perfecta de por qué iba a sobrevivir la corona. Yo le seguí la frase y contesté: «Sí, porque si hubiera veinte mil como Anson la habrían destruido». Ésta es la clave de bóveda de toda la comprensión del problema. Lo menos que se podía despachar en rey, en monarquía, en el sentido tradicional, era Juan Carlos, lo cual era una garantía para la izquierda o los republicanos. Era el rey republicano, para entendernos, como rezaba el cartel que tenía delante en una visita a Venezuela: «Juan Carlos I. Rey de la República Española». Y lo máximo que se podía pedir como garantía de defensa del estatus, en una dinámica de cambio, era el rey Juan Carlos. La coincidencia de esos dos factores lo hacen imprescindible para la transición, con una condición añadida, que nunca se le ha reconocido suficientemente: el Rey tuvo todo el poder en sus manos, y en términos absolutos, pero no lo ejerció ni siquiera antes de la aprobación de la Constitución. Prefirió hacer uso de su poder moral o arbitral, sin invadir el espacio de gobierno.

J. L. C.: —Yo tengo una explicación añadida para eso. Pienso que la convivencia con su cuñado le hizo aprender la lección. Constantino entregó el poder a los generales en Grecia y los coroneles lo pusieron en la calle. Supongo que eso le ayudó a entender lo que no había que hacer para mantener el trono: apoyarse en el Ejército. Era un certificado seguro de que lo perdería. Por lo mismo se da cuenta de que él, aun siendo el jefe formal de las Fuerzas Armadas, tiene una autoridad moral, pero no puede encabezar un golpe de Estado ni nada parecido.

F. G.: —No tenía, ni siquiera, necesidad de hacerlo, podía haber continuado con el poder absoluto, que había recibido de Franco, e irlo modificando, como le recomendaban algunos de los teóricos del régimen, cediendo parcelas de libertad poco a poco.

J. L. C.: —Al mismo tiempo tenía el ejemplo de Margarita de Dinamarca. O sea, que mientras los socialistas vitoreaban la monarquía en el norte, los militares la destruían en Grecia.

F. G.: —La primera vez que hablé con el Rey me preguntó: «Bueno y ¿por qué tiene que ser necesariamente republicano un socialista?», y me puso el ejemplo de las monarquías nórdicas. Yo me reí un tanto desconcertado, porque no me esperaba que me planteara eso en el primer contacto, y le conté la famosa anécdota de la llegada de los socialistas suecos al poder en los años treinta. El rey les recibió y les dijo: «Ustedes han vencido con un programa republicano, tienen por tanto derecho a aplicarlo, pero les sugiero que por lo menos durante un tiempo prueben a seguir conmigo». Cuando terminó la razonada conversación sobre la sugerencia, y salía del despacho el primer ministro sueco, el rey le espetó: «Ah, además le aseguro que es más barato»[8].

J. L. C.: —Lo mismo se puede decir de Juan Carlos en la transición: fue más barato como motor del cambio, aunque creo que también se ha sublimado eso.

F. G.: —Más que motor del cambio fue el referente tranquilizador para que el cambio fuera posible. Sólo en un aspecto clave hizo de motor del cambio: tenía el poder absoluto y no lo ejerció.

J. L. C.: —De todas formas, ¿por qué es tan difícil, y tan raro, criticar al Rey o a la familia real? Aparte de la inviolabilidad constitucional parecen tener otro tipo de bula. En este país hay libertad de expresión sobre casi todo, menos sobre el Rey y la institución. Las mofas que hay acerca de la monarquía en Inglaterra o en Holanda no se producen aquí, y yo, lejos de creer que eso sea necesariamente beneficioso, pienso que sólo demuestra que la institución es tan endeble que, si se hicieran burlas o chistes, se crearía un problema mayor que no nos conviene tener. El papel de Juan Carlos no está sustentado sobre un valor reconocido de la monarquía. Por un lado es un rey sin corte y los monárquicos no cuentan casi nada, eso está bien. Por otro, no ha habido una teorización suficiente de la corona como elemento aglutinador de la convivencia democrática, lo que genera ahora interrogantes sobre si el príncipe Felipe reinará o no, en función de cómo sea su novia. El Rey no tiene ya el poder moderador sobre las Fuerzas Armadas que ejercía en la transición, y el príncipe mucho menos. Además, las propias Fuerzas Armadas no son ya determinantes. El caso es que a la gente le intriga el futuro de la monarquía en España pero no se habla mucho, salvo en la crónica frívola, porque es mejor no hacerlo. Esta norma comienza a romperse ahora, en parte, con la polémica sobre Eva Sannum, aunque se hace en un contexto enrarecido y bastante oportunista.

F. G.: —Me parece una reflexión interesante. Hay que empezar a hablar en serio, primero, sobre si es o no criticable la monarquía, que lo es, y si conviene o no criticarla como se hace con otras instituciones. Yo tengo más dudas sobre eso. Siendo éste un país tan discutidor y habiéndole llevado ese talante a tantos desastres históricos, la gente se siente tranquila de que haya algo que no se someta constantemente a un escrutinio crítico, como solemos hacer. El papel de Juan Carlos no ha sido institucional monárquico en el sentido tradicional español, sino juancarlista, monárquico republicano. No sabemos si este país ha aceptado o no la monarquía, lo único que sabemos es que hasta ahora ha aceptado de buena gana a Juan Carlos, que goza del mayor consenso imaginable. El papel que yo he hecho, sin ser monárquico, ha sido de fortalecimiento de la institución de una manera permanente y consciente. Me habrá salido mejor o peor, pero he querido transformar el papel de Juan Carlos en la transición en el de rey moderador y estabilizador de las relaciones complejas (sociales, políticas, territoriales) de este país. Fui muy criticado cuando el actual presidente del Gobierno hizo una visita oficial al País Vasco al comienzo de su mandato. Me dijeron: «lo que no ha hecho Felipe en catorce años, este hombre, a los tres meses de llegar, ya lo hace: una visita oficial a Euskadi». Me callé, pero sabía que no habría ninguna visita oficial más de ésas, ni al País Vasco ni a ningún otro sitio. Porque el respeto al papel institucional de la monarquía exige algunas actitudes. Ese papel yo lo estimulé a tope y cuando me fui se acabó el estímulo. Yo no creía que tuviera que visitar oficialmente el territorio de mi país, era el jefe del Estado quien tenía que hacerlo.

J. L. C.: —O sea que nosotros decimos que somos republicanos, pero creemos que el rey Juan Carlos ha rendido servicios inmensos a la democracia y a la convivencia entre españoles. Somos republicanos, pero apoyamos a Juan Carlos.

F. G.: —No, apoyamos a esta monarquía, para ser más coherentes.

J. L. C.: —Entonces, ¿qué dificultad tenemos para reconocer que, en realidad, somos monárquicos? De esta monarquía, pero monárquicos. ¿Qué vergüenza intelectual, o cultural, o moral, tenemos de decir que somos monárquicos?

F. G.: —Yo no tengo ninguna vergüenza de decirlo. Probablemente tengo un atavismo cultural, con el que no me siento incómodo, a pesar de la aparente contradicción.

J. L. C.: —Es decir, ¿cómo vas a ser tú, o cómo puedo ser yo, monárquico, si hemos sido republicanos toda la vida?

F. G.: —Es una minusvalía, o quizás lo contrario, una plusvalía cultural: creo que es más razonable la república, pero al final es mentira que lo crea y me considero accidentalista, como decían los clásicos. Si asistiéramos en la próxima legislatura, o en la siguiente, a la confrontación de un sistema electoral directo respecto de la república, probablemente no resolveríamos los problemas de los que venimos hablando, sino que los agravaríamos.

J. L. C.: —A propósito, el papel de la monarquía en la resolución del conflicto territorial es algo que habría que investigar… Estoy seguro de que, antes o después, el Rey jugará algún rol en la resolución del conflicto vasco. Bueno, aceptemos que somos monárquicos, pero no de cualquier monarquía. ¿Por qué no se plantea entonces que el entorno de trabajo del Rey, de trabajo profesional, no el entorno familiar, esté sometido a control parlamentario?

F. G.: —No estoy seguro de que eso no deba ser una responsabilidad que, como otras, asuma el Ejecutivo. Éste, a su vez, responde ante el Parlamento. Me parece más correcto y operativo. El rey reina, pero no gobierna.

J. L. C.: —No existe tal control.

F. G.: —Existe.

J. L. C.: —Pues no se ejerce.

F. G.: —Lo que ocurre en la casa real, nombramientos, financiación, funciones de representación, etcétera, se hace con el conocimiento y consentimiento del Ejecutivo.

J. L. C.: —Da la sensación de que ése es un lugar acotado.

F. G.: —Lo acotado no es significativo, de todas maneras, en su dimensión política.

J. L. C.: —Pero sí lo son sus consecuencias. Estoy sorprendido por el cambio de paisaje en muchos actos oficiales organizados por la casa real. Durante la transición, el consenso político estaba representado en toda su diversidad.

F. G.: —Ahora, cada vez menos.

J. L. C.: —Ahora sólo va la derecha, un tipo de derecha, y la representación mínima institucional: los grupos parlamentarios y quizás, alguna vez, algún sindicato. Pero esa representación de la España plural, en todos sus sentidos, que había antes en las recepciones en el Pardo, y que además las hacía divertidas, eso se ha perdido, me atrevo a decir que casi por completo. No hay un esfuerzo por incorporar un amplio consenso social al mundo del jefe del Estado.

F. G.: —Mientras ejercí mi responsabilidad en el Gobierno quise que la monarquía consolidara una relación con la España diversa y plural, en todos los sentidos, en el territorial, en el social, en el cultural, dentro de España y en nuestra representación en el exterior. Nunca quise hacer sombra, sino lo contrario, a la figura del Rey. Y ahora vienen jefes de Gobierno que no pasan por la Zarzuela, jefes de Estado en visitas de trabajo que se elude que acudan a ella o que pisan sólo tangencialmente el palacio. Todo el protagonismo se desplaza hacia el Ejecutivo. Parece que la voluntad del Gobierno actual es minimizar la presencia de la monarquía para maximizar la suya.

J. L. C.: —A mis amigos republicanos, cuando protestan por la monarquía, yo les digo: ¿os fijáis que si España fuera una república, Aznar a lo mejor era ahora el presidente ejecutivo de la misma? Entonces se vuelven monárquicos, monárquicos republicanos.

F. G.: —A mí lo que me da miedo del debilitamiento de la monarquía no es sólo la ausencia de ese contacto que dices, sino la percepción popular de la relativa y creciente inutilidad de la institución.

J. L. C.: —Y el no uso de los medios de comunicación para crear una imagen adecuada. Al principio de la transición insistí mucho en que en TVE se hablara de la historia de la monarquía en España, de forma dramática y polémica, con una intención didáctica; y ahora se está contando una historia de vino y rosas, romántica, de una monarquía que nunca existió. Nada de eso sirve para reforzar la imagen de la institución. Apoyamos, sin matices, a personajes tan controvertidos como Felipe II, de los que es difícil sentirse orgulloso.

F. G.: —Lo sientas o no, lo que es una estupidez es pretender que se lo traguen en Iberoámerica, olvidando que lo hispano es para nosotros un espacio de oportunidad que hay que cuidar seriamente. Este país se está quedando sin elementos de cohesión y la monarquía es un intangible que sirve para cubrirlos. Si no es así, se debilitará. Responsablemente he querido que juegue con plenitud su papel integrador de esta sociedad, y de representación a nivel internacional, y particularmente iberoamericano. Como nunca me he sentido tapado por la figura del Rey, no lo he mirado como a un competidor. Eso es lo que ha desaparecido. ¿Es posible que ese papel se recupere con otro presidente del Gobierno, incluso de la derecha? En mi opinión sí, por tanto esto no es un problema ideológico, es un problema de personalidad. Lo que pasa es que se está debilitando el papel de la monarquía y ésta será una cuestión difícil para el próximo presidente, sea de izquierdas o no.

J. L. C.: —Las casas reales parecen preocupadas por la unidad de Europa. Si tiene que haber algún tipo de Gobierno o de Parlamento europeos, con mayor soberanía, si hay un presidente de la Unión, o un primer ejecutivo, o como queramos llamarlo, ¿qué papel juegan los monarcas? Porque los presidentes de las repúblicas se pueden acomodar y además pueden ser ellos mismos presidentes de la UE.

F. G.: —La cuestión plantearía la misma incompatibilidad con los presidentes de las repúblicas que con las monarquías, porque no tiene que ver con la forma de Estado. La visita oficial más interesante a ese respecto que yo recuerdo fue a Gran Bretaña, incluida una audiencia con la reina. Eran los tiempos de la discusión sobre Maastricht, cuando debatíamos sobre el futuro de Europa. Le pregunté al embajador español si tenía que saber previamente algo de lo que podría interesar a la reina en la conversación. «Ah, no, no —me contestó—, como el verano pasado han estado los príncipes en Mallorca pues hablará de eso, y del tiempo. Va a ser una conversación corta y cordial, es una mujer culta, cualquier comentario en ese sentido, pero de ninguna manera un diálogo político». Llego al palacio de Buckingham y me dice la reina: «Oiga, usted habla francés ¿no? ¿Le importa que conversemos en esa lengua? Va a ser más cómodo sin intérpretes, pase usted a esta salita». Nos sentamos los dos solos, y me hizo dos preguntas, una que viene al caso: «¿Usted cree que en este debate sobre la federalización europea, y un Gobierno de Europa, tiene algún papel la monarquía como institución o tenderá a desaparecer?». Primera pregunta. Segunda cuestión: «¿Qué piensa usted de la señora Thatcher y cómo se lleva con ella?». ¡Ésa fue la conversación, sin contenido político!

J. L. C.: —¿Y cuál tu respuesta?

F. G.: —Le dije que en el horizonte en que uno puede hacer previsiones políticas responsablemente, no creía que hubiera ninguna probabilidad de cuestionar la representación institucional de los países europeos, monárquicos o republicanos. Un posible Gobierno de una Europa unida, en la que cada Estado apareciera como una región o como uno de los estados americanos, con un gobernador al frente, no lo contemplaba ningún responsable de Europa. «Claro —añadí—, si me pregunta usted lo que va a pasar dentro de un siglo, no sabría qué decirle». Nadie se atrevería a realizar una previsión a ese plazo, salvo los chinos.

J. L. C.: —Es que ellos sí lo saben.

F. G.: —A ellos sí les preocupa, no sé si lo saben, pero les preocupa, y son capaces de hablar en esos términos.

J. L. C.: —En realidad todo eso depende de cómo se organice el poder en Europa, de qué atribuciones tengan la Unión, los poderes locales y, finalmente, los Estados.

F. G.: —El reparto funcional transferirá algunas competencias al centro y detraerá algunas del centro hacia la periferia. La gran eficacia del modelo americano es que de verdad es subsidiario, por su origen, porque no tuvo en cuenta la diversidad, que era constitutiva. Era un pueblo de inmigrantes, su ciudadanía se basaba en esa misma condición para todos. Por eso allí se aplicó la subsidiariedad pura y se creó algo muy apropiado para la época en que vivimos: una democracia local y un poder global, con el 20 por ciento del Producto Interior Bruto en el presupuesto federal. Nosotros tenemos poco más del uno por ciento en el presupuesto europeo. En Europa no van a desaparecer las estructuras territoriales diferenciadas de cada uno de los Estados por problemas de identidad, de historia. Además, no creo que se necesite. O sea, lo que salva a las monarquías, como a otras instituciones, es la identidad, no la subsidiariedad.

J. L. C.: —La monarquía juega un papel en eso, incluso para los republicanos.

F. G.: —No sólo la monarquía, en Francia es la república, el pacto republicano. ¿Cuál es nuestra desgracia histórica? Que nuestros elementos identitarios no son ni republicanos ni monárquicos, nunca hubo ni un pacto republicano ni un consenso monárquico hasta ahora. Por eso España, que es un Estado-nación antiguo, resulta muy moderno desde el punto de vista del pacto republicano, incluida la monarquía. Es una España novísima, y su novedad consiste en que por primera vez ha habido un acuerdo constitutivo del Estado-nación libremente aceptado por las partes. El problema en la construcción europea es que la doctrina jurídico-política no tiene términos para definir el modelo resultante, el sistema que creamos. Así como la doctrina económica es adaptable a las transferencias de poder más allá de las fronteras, es capaz de ser flexible para asumir los fenómenos que estamos viviendo, la política, por definición, es más conservadora y sólo explica las cosas desde la concepción doctrinal a la que dio lugar el Estado-nación en sus diferentes variantes conocidas: unitaria, federal, confederal.

J. L. C.: —Hay cuestiones un poco folclóricas de la monarquía que tienen que ver con todo esto, y fueron relativamente importantes en la transición. Me refiero a los aspectos del protocolo. El hecho de que éste sea un Rey sin corte, sin maneras monárquicas, no evitó cierta polémica sobre las formas externas del vestir en los actos oficiales, discusión que tú mismo encabezaste. Ni siquiera querías ponerte corbata, parecía una traición a tus convicciones.

F. G.: —Me costó vestir el esmoquin y ahora me niego a usarlo.

J. L. C.: —No sé si sabes que, cuando estabais en la oposición, siendo presidente Suárez, me llamó Paco Ordóñez[9] para pedirme, por favor, que en las recepciones oficiales yo no fuera de esmoquin, contra lo que demandaba el protocolo. Como los socialistas no os lo poníais y los comunistas tampoco, no querían que os sintierais desplazados.

F. G.: —Jamás me enteré, es la primera noticia que tengo de eso, y me parece simpática.

J. L. C.: —No querían discriminaros ni por el color de la camisa. Es un dato interesante.

F. G.: —O por el frac, lo que correspondiera.

J. L. C.: —Lo del frac vino más tarde, en las cenas de palacio, que en aquella época todavía no se hacían. Bueno, esto es anecdótico, pero pone de relieve hasta qué punto el debate político afecta, aún hoy, a las formas externas. Yo me río cuando voy ahora a las grandes empresas norteamericanas, en donde, debido a la moda impuesta por Silicon Valley, la moda Internet, los únicos que llevan corbata son los conserjes. Los demás, de presidentes a empleados, visten todos a lo progre, como si fueran arquitectos catalanes. Llevar corbata es un signo de la clase social baja en este momento. ¡Y tú te resistías a ponértela! Hay otras cuestiones, en cambio, que parecen frívolas pero no lo son tanto, como con quién ha de casarse el heredero del trono.

F. G.: —¡O sea, que fui un precursor del «sincorbatismo» como elemento de distinción! El tema del matrimonio del príncipe es delicado, porque además lleva implícito el problema sobre la sucesión al trono de las mujeres, que está mal resuelto en la Constitución. No se puede de ninguna manera mantener una discriminación de esa naturaleza. Cuando me preguntaron por la boda de don Felipe, traté de aliviar la posible tensión diciendo que si tenemos que confiar en el príncipe para que sea jefe de Estado, deberíamos poder hacerlo para que elija pareja. Éste es un principio republicano y por tanto no directamente aplicable a la monarquía, aunque es también de sentido común. Pero como la lógica no es todo lo que de verdad cuenta, y menos en este terreno, creo que, desde el punto de vista institucional, puede crear problemas ese matrimonio. Parece una contradicción, y seguramente lo es, pero la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles entiende lo que digo: estarían de acuerdo en que tenemos que confiar en su elección, y tendrían dificultades en verse representados institucionalmente por una persona que, con todo el derecho del mundo, ejerce la profesión de modelo, con la imagen que proyecta.

J. L. C.: —Vuelvo a lo que hemos hablado antes, ¿no sería razonable que existiera un sistema, un método, igual para elegir al secretario de la casa del Rey, a los ayudantes, la gente que le rodea, que para decidir esto? El principio republicano es que cada cual se casa con quien quiere, pero los monárquicos, y hasta los republicanos monárquicos, tienden a decir: «sí, eso es verdad, salvo en el caso de alguien que va a ser jefe del Estado, lo que tiene sus ventajas y sus limitaciones».

F. G.: —Si no hubiera exhibido modelos de ropa interior, ¿sería aceptable?

J. L. C.: —Ésa es mi pregunta, también, porque todo esto sucede porque la chica es modelo. Si fuera licenciada en románicas e…

F. G.: —… igual de bonita…

J. L. C.: —… o fea, da lo mismo, entonces probablemente no se plantearía nada de esto, ni diríamos lo que estamos diciendo.

F. G.: —¿Lo diríamos o no?

J. L. C.: —Yo, honestamente, creo que no. Hay un gran cinismo en este debate. Existen otras cuestiones, de las que no se habla, como que la aspirante es hija de madre divorciada, vuelta a casar o conviviendo con un personaje que se acomoda mal a la alcurnia de la jefatura del Estado. Por eso creo que hay que mantener el principio de que cada cual se casa con quien quiere.

F. G.: —Pero como va a ser jefe del Estado, la gente tiene derecho a pensar si elige bien o no según su criterio…

J. L. C.: —Allá él.

F. G.: —No, allá él, no: allá nosotros. Elige esposa y reina en el mismo paquete.

J. L. C.: —Allá él. Vamos a ver, esto conecta con la inefabilidad acerca de la familia real, tan sorprendente. En Londres se venden pósteres de la reina Isabel en el retrete. La gran duquesa de Luxemburgo es una plebeya cubana y Grace Kelly fue actriz, antes que princesa, para no citar los casos actuales de la mujer del heredero noruego, o la novia del holandés. El caso es que nosotros tememos que la monarquía no esté suficientemente asentada y que cualquier cosa acabe con ella. Eso lo temen los reyes y muchos líderes políticos o de opinión, monárquicos y republicanos monárquicos. No puede ser un valor republicano suponer que es indecente, inadmisible, o poco conveniente, el tener una reina que ha ejercido una profesión, no sólo legal, sino legítima y honesta, loable, y además satisfactoria, como modelo. Eso es una forma de discriminación en función de unos principios que no sabemos muy bien cuáles son. ¿Aceptaríamos que estuviera divorciada, que se casara con una divorciada?

F. G.: —Yo lo aceptaría y de buena gana. Ahora, ¿votaríamos en cualquier circunstancia sin tener en cuenta eso? No, la gente tiene en cuenta, a la hora de votar, lo que quiere, lo que le da la gana, incluidos esos temas. Pero al príncipe no le votamos, y la contradicción es que como no tenemos libertad de elegir, sí guardamos, por lo menos, la capacidad de tener un juicio, digamos… más exigente.

J. L. C.: —Habría que aplicar criterios más objetivos. ¿Es un valor negativo para una profesional de la pasarela haber pasado ropa interior en un acto público?

F. G.: —No. En absoluto.

J. L. C.: —Pues entonces, ¿por qué sí lo es para alguien que va a representar a un Estado? ¿Qué tipo de puritanismo es ése? Reagan posó en calzoncillos cuando era actor ¡y mira que fue reaccionario! Luego la gente lo eligió, divorciado como estaba, y vuelto a casar.

F. G.: —Pero, como tú dices, la gente lo eligió. El problema, si lo tenía, lo resolvió con su voto. Y aquí al ciudadano le viene dado, sea quien sea la futura esposa, y sea cual sea su profesión o su origen.

J. L. C.: —Le viene dado, ¿y qué? Si se casa con una mujer del Opus, contraria al aborto, al divorcio…

F. G.: —Tienes razón, tendría menos pegas, siempre que sus convicciones no interfirieran. En Bélgica se planteó el tema con Balduino y Fabiola por sus credos religiosos.

J. L. C.: —Tendría menos pegas depende de para quién, para mí tendría más.

F. G.: —Eso es. Para mí también.

J. L. C.: —Yo me he encontrado, sin embargo, con gente de izquierdas, liberales, demócratas, que dicen: «si quieren acabar con la monarquía, lo mejor es que se case con esta chica». Y lo piensan quienes están interesados en que todo eso suceda y quienes prefieren no sacudir mucho el árbol de este debate. Son personas de criterio, intelectuales, incluso progresistas, que piensan que la liturgia es importante. Por lo demás, el problema, se case o no se case con Eva, va a seguir ahí, porque con alguien se casará.

F. G.: —Sólo tengo la respuesta que hice pública como posición personal, y me he arrepentido de formularla porque he sido presidente mucho tiempo y he visto crecer al príncipe. Lo conozco desde que era adolescente.

J. L. C.: —Sigamos jugando el juego. Si fuera negra, judía… ¿Tenemos que tener una reina blanca y católica? ¿No puede ser de color? ¿No puede ser una reina con una profesión no homologable por los usos sociales de la alta burguesía?

F. G.: —O bastarda, o sin pureza de sangre, como tantas veces en la historia.

J. L. C.: —¿No puede ser bastarda? ¿No puede ser divorciada?

F. G.: —Sí, sí para mí. Y para otros no. Por eso no tiene solución, no hay procedimiento para resolver la discrepancia, lo que fortalece las convenciones aunque no te gusten o te parezcan absurdas.

J. L. C.: —O hay otra solución distinta, de la que tampoco se habla, porque esto tiene que ver con la educación del príncipe.

F. G.: —Me siento responsable de una parte de esa educación, que se me consultaba.

J. L. C.: —La elección de esposa depende de qué ambientes se frecuenten, uno encuentra novia en los sitios en los que se desenvuelve.

F. G.: —No, no, decir eso no es justo. ¿Por qué educas tú de la misma manera y en el mismo ambiente a seis hijos, o a cinco o a cuatro, y te salen diferentes, con opciones radicalmente distintas? Digamos que facilita el que haya un tipo de relación u otra, eso es cierto, pero don Felipe también se ha educado en el ambiente de todas las princesas imaginables y posibles. Yo estoy de acuerdo en que se case con quien le venga en gana, punto. Ése me parece el principio, la única limitación es que si elige mal, a juicio de la gente, o de una parte importante de la opinión, habrá problemas. No en el sentido de que se case con una modelo, sino de que se case con una persona que resulte o no aceptable a la gente, que tiene derecho a opinar sobre quién le caerá como reina. Si no gusta su elección, como la gente no tiene derecho a elegir la jefatura del Estado, se distancia. Ése es el problema, y no le vamos a dar ninguna solución porque no es racional. ¿Por qué un demócrata acepta la monarquía? Desde el punto de vista de la lógica representativa, no hay ninguna razón. Ahora, razones muchas: porque te sirve, porque es útil, porque es un elemento de moderación, estabilizador, por mil cosas. Pero eso no pertenece a la lógica democrática.

J. L. C.: —La contradicción es que aceptamos, desde valores republicanos y democráticos, la existencia de la monarquía por su utilidad como instrumento de cohesión y, sin embargo, queremos aplicar principios literal y exclusivamente monárquicos al comportamiento de ese rey. Insisto, por eso, en que es precisa una regla. ¿Hay que decirle al heredero, o a la heredera, de la corona, que una de las limitaciones que conlleva el ejercicio del trono es que no puede elegir consorte, como los demás mortales?

F. G.: —No me hagas mucho caso, pero probablemente esa regla existe, más o menos explícita. Y la hemos asumido con todo el paquete de la monarquía.

J. L. C.: —¿Quién la establece? ¿El Rey? ¿La establece la familia real o la establece el poder político?

F. G.: —La regla de que no hay elección a la jefatura del Estado forma parte de un paquete, que tú legitimas de una sola vez en la Constitución, para el Rey y sus herederos. Claro, lo puedes volver a cambiar y establecer la república. Pero el paquete tiene reglas escritas y no escritas, y dentro de las reglas no escritas que son, como siempre, interpretables, yo prefiero que el príncipe sea libre para optar en su matrimonio y otros preferirán que lo haga dentro de unas limitaciones, que encajen con su visión de lo que es la monarquía, o la institución. Por eso no tiene solución. Y la única, que no es posible, sería someterlo a votación, por lo que estamos en un callejón sin salida. La primera vez que sometas a votación una de las reglas de comportamiento de la monarquía en estas materias, has empezado su cuestionamiento.

J. L. C.: —La única solución que tiene es que exista un cierto consenso básico en la sociedad —volvemos a lo mismo— sobre qué valores tienen que determinar eso. Y el principio republicano sigue siendo el válido.

F. G.: —¿Tú crees que habría acuerdo sobre esto que estás diciendo?

J. L. C.: —Debería de haberlo.

F. G.: —¿Y si el consenso es lo contrario? ¿Si la gente no piensa lo mismo?

J. L. C.: —Sería muy mala señal, porque ésa es de las cosas —por nimia que parezca— que van a determinar la modernidad de nuestro país.

F. G.: —La conclusión es que no hay conclusión razonable. Tú dices que la modernidad depende de eso. No, es un indicador, pero nada más. La gente, ¿qué dice, qué defiende? Que sea normal su reina o su rey. Pero el concepto de normalidad ya no existe, porque no hay normas para elegir a una mujer, o a un hombre.

J. L. C.: —Somos presa de convenciones. Hay un problema de opinión pública en todo esto, el mismo que el del esmoquin en las fiestas reales u otros aspectos del protocolo. Yo no soporto el cabezazo y la reverencia ante el Rey. Creo que no tienen ningún sentido.

F. G.: —No lo tienen, no. Carmen Romero no la ha hecho, y a la mayoría no le extraña, sino lo contrario.

J. L. C.: —Sin embargo, el que no lo hace se significa, o el que lo hace, según se mire. Normalmente la derecha da cabezazo y la izquierda no.

F. G.: —A mí me parece bien esa distinción, que no siempre se produce. Porque teniendo el mismo grado de respeto, unos están indicando una forma de ver la institución, y los demás, otra diferente. La forma de quien no se inclina indica respeto cívico, la de quien se arrodilla es respeto de súbdito. Que en España haya gente que acepte con naturalidad una y otra posición me parece una diferencia interesante, aunque normalmente son más críticos los que se inclinan con los que no lo hacen.

J. L. C.: —Al Rey y a la casa real les gustan más los súbditos, ésa es su gran debilidad. Deberían darse cuenta de que esto ya no funciona así.

F. G.: —Pueden creer que de eso depende la institucionalización de la monarquía. Al Rey, me consta, le preocupa que haya juancarlismo, aunque le guste, y que no haya monarquismo. Su entorno le dice que la manera de que haya monarquismo institucional es la reverencia a la institución, lo cual es un error reduccionista a las formas.

J. L. C.: —Como nosotros hemos llegado al convencimiento de que somos monárquicos por conveniencia, hay que explicar que la única manera de que sobreviva esto es aceptar su funcionalidad a cambio de un compromiso cívico por parte de la familia real.

F. G.: —Definamos la monarquía que queremos: la monarquía institucional de los ciudadanos. Ese criterio debe ser la base para establecer las formas de relación y de comunicación entre la monarquía y los españoles.

J. L. C.: —Eso nos lleva inevitablemente a que el comportamiento del príncipe en su vida privada se tenga que atener a las convenciones de los ciudadanos en general y no sólo a las de los monárquicos. En Davos me invitaron, en enero de 2000, a una cena con los reyes de Jordania, en la que estaba también Steve Case, presidente de AOL-Time Warner. ¿Quién tiene más poder —me cuestionaba yo— y cuánta más gente se ve afectada por sus comportamientos y decisiones, Steve Case o el rey de Jordania? Evidentemente, era Case, aunque a mí ese monarca me cae bien, mejor que el padre, y pienso que puede ayudar a la pacificación del Cercano Oriente. A la salida de la cena, cuando el rey abandonaba el lugar, se presentaron media docena de limusinas, veintiocho guardaespaldas con metralletas, un séquito con aparataje terrible, toda una corte.

F. G.: —Y el otro, con las manos en los bolsillos.

J. L. C.: —Él solo, sin escolta, por la acera buscando su coche, pues no sabía bien dónde lo había aparcado. Y volví a hacerme la misma reflexión: ¿quién tiene más poder? El que va con las manos en los bolsillos.

F. G.: —El problema es definir lo que significa una monarquía de ciudadanos. No hay tradición suficiente como para describirlo, no hay perspectiva histórica. Nos resulta incomprensible, por ejemplo, ver a la reina de Inglaterra haciendo cada cuatro años un discurso de la corona que puede ser contradictorio con el anterior, porque es de un primer ministro diferente. Y sigue siendo la misma reina. Esto que no era necesario aquí, está empezando a pasar y es un error. Aunque en el caso inglés no se toma como tal, porque la gente lo acepta. En España no gusta que el Rey diga hoy una cosa y mañana la opuesta, por eso debe sobrevolar sobre la contingencia de las alternativas partidarias.

J. L. C.: —Algunas meteduras de pata le han hecho cometer, como la tontería de decir que el español no ha sido lengua impuesta, o cosas de ese género.

F. G.: —Ha hecho determinados pronunciamientos inoportunos, que no nacen de su voluntad. Pero volvamos al problema: ¿cómo se define una monarquía de ciudadanos que mantenga los elementos de cohesión, frente a una monarquía de súbditos, por muy ilustrada y cohesiva que fuera? La cuestión de fondo es que en la transición inauguramos históricamente un pacto por la res publica, por primera vez en la historia, y la gente no lo sabe.

J. L. C.: —Paradójicamente, aquí, las convenciones republicanas se hacen estables en torno a la monarquía. Por primera vez, el concepto de ciudadanía moderna se edifica en torno al trono, igual que la construcción del capitalismo avanzado se hizo con un gobierno socialista: el tuyo. ¡Notable!

F. G.: —Son aparentes paradojas, coherentes con nuestras necesidades históricas. Carecíamos de un pacto republicano que resolviera el problema de la pluralidad ideológica y de la diversidad de identidades, para convivir voluntariamente dentro de un espacio. Eso ha sido posible con la monarquía actual y no lo fue antes, ni con la monarquía ni con la república. No digo a consecuencia de, sino con la monarquía. Es el pacto constitutivo que se produjo en la república francesa. Por otro lado, la modernización de España llevaba aparejada la incorporación del pensamiento liberal, nunca practicado por los españoles porque la derecha fue, y sigue siendo, antiliberal, y la izquierda tenía que asumir la modernización, la liberalización de la economía y de los hábitos del país. Esto era evidente, incluso en la relación con los sindicatos, en la superación de un cierto nacionalsindicalismo. Lo que se ha producido después del gobierno socialista es una regresión antiliberal en todos los sentidos: económico, político y de costumbres, aunque el discurso oficial diga lo contrario.

J. L. C.: —Esto enlaza con la cuestión de la socialdemocracia, de la que luego hablaremos.

F. G.: —Pero yo anticipo que lo tenía meridianamente claro. Por eso me comunicaba con el partido a través de la sociedad, más que lo contrario. Parte de la crisis que atravesamos desde la salida del Gobierno proviene de que el partido intentó volver a ser lo que era, pero como ya no tenía memoria de qué era, se despistó, incluso con gente tan próxima a mí como Almunia o Borrell. Todo lo que el partido asumió dentro del proceso de modernización lo había hecho influido por la envoltura social. El partido pensaba que estábamos haciendo lo que había que hacer, aunque no lo identificaba como propiamente socialista.

J. L. C.: —Incluyendo el tema de la monarquía. Pero si tenemos la corona como elemento de cohesión, de identidad, cara al pacto republicano, tendremos que generar una cultura de esa monarquía de los ciudadanos, quitarnos un poco las vergüenzas, abrir el bicho en canal, y contarnos las cosas como son.

F. G.: —Se está perdiendo el consenso de la monarquía más rápidamente de lo que creemos.

J. L. C.: —Mayor razón para ponerse a hablar de ello y no mirar hacia otro lado.

F. G.: —Y resolverlo. Pero el primero que tiene que estar de acuerdo es el Rey, o la institución, para saber que se hace consistentemente, porque desde el poder se está quitando legitimidad a la monarquía de forma sistemática. En eso el cambio de Gobierno, que tú consideras generacional, se está convirtiendo en un revival de la generación anterior a la nuestra, que no creía en la monarquía. Pero ya he dicho que yo no lo veo como generacional.

J. L. C.: —En la primavera de 2001 estuve en Suecia, en las reuniones de Bildeberg. Vino la reina, porque esa conferencia es un acto que le gusta: disfruta intelectualmente y, durante tres días, no es reina, hace cola para servirse la comida, se sienta donde buenamente puede, no tiene tratamiento especial. Tres días conviviendo como una más. Al volver, volábamos en línea regular, e hicimos escala en Copenhague, con lo que tuvimos que aguardar un par de horas en la sala de autoridades. Estábamos con el embajador, los ayudantes, y alguno más. De repente, se abre la puerta y aparece el rey de Dinamarca vestido tan deportivo que iba lo más parecido a un pordiosero, le acompañaba un perro, y se abalanzan el can y él sobre la reina, abrazándola más que efusivamente ante quienes estábamos allí. Nos quedamos un poco atónitos, después de tanta historia de protocolo, reverencias y cabezazos como comentábamos, al ver aquella escena de tintes a la vez íntimos y callejeros. Fíjate que el rey Juan Carlos es campechano, castizo, incluso a veces se pasa de eso, pero yo vi tal diferencia de…

F. G.: —… el rey es campechano y distante, y tú verías proximidad.

J. L. C.: —Sí, y sobre todo vi, como dicen los franceses, que el rey danés estaba décontracté, iba en traje de baño porque pensaba navegar, casi sucio, y en su comportamiento se descubría el sentir de un ciudadano más, un ciudadano ordinario —y hasta admito el doble sentido de la palabra— al que le había tocado en suerte ser rey consorte.

F. G.: —¿Sabes dónde está descrito maravillosamente algo parecido a eso? En una semblanza que hace Indro Montanelli del viejo rey de Noruega.

J. L. C.: —Cosas así también distinguen, definen, a la monarquía de los ciudadanos.

F. G.: —La que necesitamos. Si tú ves la descripción que hace Indro Montanelli… dice lo que tú dices, exactamente lo que tú dices, sin pretender conceptualizarlo.

J. L. C.: —Un ciudadano que es rey.

F. G.: —Eso don Juan Carlos no lo ha vivido. Es espontáneo, simpático, pero eso no lo tiene.

J. L. C.: —Existe la oportunidad de que lo tenga el príncipe.

F. G.: —Pero exige un entrenamiento, una comunicación que no es fácil que se produzca, con gente que sea capaz de tratarlo en esa dimensión de ciudadanía. Con Hassan II tuve una conversación, poco tiempo antes de su muerte, que explica lo que trato de expresar. Me preguntó sobre el conflicto del Sáhara, por primera vez, debo añadir. Le dije que si quería la versión diplomática o que le respondiera como lo haría al propio rey Juan Carlos. Sabía que era lo contrario de la costumbre, pero reaccionó pidiéndome que lo hiciera con toda claridad. A esto me refiero.

J. L. C.: —Incidentalmente, ¡qué útil es la monarquía alauí para los intereses de este país! Sería horrible para nosotros la existencia de una república islámica en Marruecos. Y para los marroquíes también.

F. G.: —¡Imagínate! Aunque todavía no está claro el futuro, ni existe conciencia en España de esa realidad decisiva para nosotros.