IGLESIA Y RELIGIONES

J. L. C.: —Cuando murió Franco, considerábamos a los llamados poderes fácticos (el Ejército, la Iglesia y la oligarquía financiera) como fuerzas reales que, de hecho, suponían un freno a la instauración de la democracia.

F. G.: —Cosa que no era verdad en el caso de la Iglesia del momento. Estaba más bien basculando ella misma hacia la democracia. Tampoco se puede afirmar del sistema financiero como tal, aunque siempre viva pegado al poder y tuviera elementos profundamente reaccionarios en su seno.

J. L. C.: —Pero de alguna manera los tres se identificaban, en el imaginario popular, con la derecha. Curas, militares y banqueros eran el corazón del franquismo. ¿Podemos decir que el actual Ejército ya no es una fuerza de la derecha?

F. G.: —No es una fuerza al servicio de la derecha, aun teniendo una composición humana mayoritariamente conservadora.

J. L. C.: —No es un poder fáctico ya.

F. G.: —No. Prueba de ello es lo que está pasando con el reclutamiento. Si fuera un poder fáctico, en el sentido tradicional, se habrían creado unas tensiones que nos mantendrían en un nivel de angustia como los que conocimos hace dos décadas.

J. L. C.: —Digamos que lo mejor del balance de tu período de gobierno es que el Ejército se ha democratizado. Las nuevas generaciones no lo saben, no saben lo que eran la mili y el Ejército para nosotros, algo verdaderamente terrorífico.

F. G.: —Eso es lo que nos condiciona en todo. Más que la apreciación sobre la mili de nuestra época, el conocimiento de lo que suponía vivir en una dictadura militar.

J. L. C.: —¡Hemos democratizado el Ejército!

F. G.: —No es una buena definición. Prefiero hablar de aceptación de la democracia por las Fuerzas Armadas, y de la supremacía del poder civil que se deriva de ello.

J. L. C.: —Bien, no constituye un poder fáctico, y aunque los militares sean de derechas por estructura mental, no son aliados del partido de la derecha. En cambio, la Iglesia ha hecho el viaje al revés: era mucho menos un poder fáctico en el momento de la transición que ahora, era una Iglesia muchísimo más cercana a las fuerzas democráticas en el momento de la muerte de Franco, y ha sufrido después una involución. La iglesia no apoyó a un partido democratacristiano durante la transición, no lo apoyó Tarancón, aunque yo creo que si Wojtyla hubiera sido papa en ese momento todo habría sido diferente. La Iglesia fue beligerante en cuestiones como el divorcio, desde luego, pero hubo un esfuerzo de concordia. En la única entrevista que le hice a Adolfo Suárez, como presidente del Gobierno, todavía no había ley del divorcio, y le pregunté por el proyecto. Me dio una respuesta de carril, la única que me podía dar. Luego le envié el texto del reportaje para que lo corrigiera, me recibió y me dijo: «te voy a pedir un favor, no me plantees el tema del divorcio. Ya sé que las preguntas son tuyas y las contestaciones mías, tú únicamente me pasas la entrevista para que corrija éstas, pero te pido que no me hables de la ley del divorcio. Porque si lo haces yo sólo tengo una contestación negativa, dada la terrible presión del Opus sobre este tema, y prefiero que no salga». Al margen de anécdotas como ésa, te decía que la Iglesia ha hecho un viaje de regreso en el peor de los sentidos. De modo que no sabemos ya cómo se llaman los capitanes generales, pero conocemos los nombres de los obispos, no hemos dejado de hacerlo nunca. Hay una presión de la jerarquía y del aparato católico mucho mayor desde que está Wojtyla.

F. G.: —Vamos a ver cómo evolucionan los acontecimientos. La Iglesia, por un sentido de la historia, de la oportunidad, empezó a separarse de la dictadura durante todo el tardofranquismo, y en el momento mismo de la muerte del general. Desde Juan XXIII se había producido una puesta al día en el Vaticano.

J. L. C.: —Pero había un cardenal en el Consejo de Regencia, ¿eh? Es decir, aunque en algo se separaron, hasta el último minuto estuvieron con el régimen.

F. G.: —Nunca la Iglesia va a tener una militancia en bloque, clara, contra ningún sistema, ni siquiera contra los regímenes comunistas. El hecho de que exista desde hace dos mil años demuestra hasta qué punto ha sido capaz de repartir huevos en cestos diferentes. En el momento de la muerte de Franco, la imagen pública de la Iglesia era la de favorecer la democratización. La llegada de Wojtyla lo que hace es reforzar una respuesta que ya venía protagonizando el Opus Dei, que trata de abrirse un espacio para controlar el poder del Vaticano. El Opus, al que se refería Suárez con el tema del divorcio, se convierte en el grupo que diseña la estrategia tras la llegada de Wojtyla para recuperar, no sólo en España, el valor de la jerarquía y la disciplina, que estaban debilitándose a su juicio. La Iglesia trata de evitar la apertura de costumbres, la progresión de la izquierda, como en los temas de la ley del divorcio, que se promulgó en tiempos de Adolfo Suárez, o la regulación del aborto, aprobada en nuestra etapa. Pero, además, combate la teología de la liberación, que contempla como rebelión anárquica de sus bases, solidarizadas con la pobreza. Lo curioso es que Wojtyla es exponente de la rebelión contra el comunismo como sistema totalitario pero no es socialmente capitalista, sólo anticomunista.

J. L. C.: —Eso dice él.

F. G.: —Creo que es bastante verdad. Tiene sensibilidad social, le molesta el capitalismo salvaje y, sin embargo, representa una regresión copernicana en materia de costumbres. Está en contra de todo lo que sea un cuestionamiento de la autoridad jerárquica o la doctrina eclesiástica más rancia en materia de costumbres (divorcio, aborto, relaciones prematrimoniales, anticonceptivos, etcétera).

J. L. C.: —Ésa es una discusión interna de los curas. A mí lo que piense Wojtyla de todo eso me importa una higa. Lo grave es que intentan también una ocupación del espacio político.

F. G.: —A mí lo que piense Wojtyla, y lo que se piense en el Vaticano, me interesa, y mucho. Su llegada al papado fue el gran momento del Opus, que aprovecha para recuperar espacios de poder. Como no podía ser el representativo, como te comenté, trata de cubrir el resto. Las relaciones de poder, incluso en una democracia representativa, y no consolidada, no pasan todas ellas por encima de la línea de flotación. Lo que se ve de la lucha de poder es lo que se ve del iceberg, cuyas cuatro quintas partes están bajo el agua. Hay poderes importantes que no son ni tienen por qué ser representativos: los mediáticos, el de la Iglesia, el de la banca, el económico-financiero, etcétera. Pero pesan decisivamente en el destino de los pueblos.

J. L. C.: —Los medios de comunicación son un poder fáctico de la democracia, pero no lo eran en el comienzo de la transición. Sin embargo, no nos desviemos, déjame elucubrar un poco. Tu primer acto como jefe de Gobierno fue asistir a una misa en la División Acorazada. Algunos pensamos entonces que era demasiado para el cuerpo, para el nuestro, claro.

F. G.: —No es verdad que fuera a una misa. Quise ir a la División Acorazada Brunete el día de su patrona, el 8 de diciembre.

J. L. C.: —Y había una misa.

F. G.: —La celebración incluía una misa, que fue el momento estelar, más dramático. ¿Sabías que era la primera vez que un jefe de Gobierno visitaba la División Acorazada?

J. L. C.: —Es obvio que no fue un acto casual.

F. G.: —Acabábamos de llegar al Gobierno seis días antes, por tanto tampoco era muy premeditado. Pero no era casual, desde luego, me lo propusieron tres fechas antes. Valorando todas sus implicaciones, el acto estuvo cargado de simbolismo, en una mezcla inexplicable de tensión y cordialidad. Un general en la reserva me saludó muy serio, casi descompuesto, y me dio las gracias por ser el primer presidente que les visitaba. Por eso me enteré de ese dato. Pero pocos días después, el lunes siguiente, creo recordar, se reunió el Consejo Supremo de Justicia Militar y se produjo un incidente del que no podemos dejar de hacer mención. Narcís Serra me llamó, como ministro de Defensa —debió ser el domingo— y me dijo que iba en el orden del día una propuesta para poner en libertad a los responsables del 23-F, que estaban en prisión. Después de haber estado en la Brunete, el jueves anterior, se nos planteó ese problema, sin advertencia. Era una situación delicada, de la que nos alertó Manglano.

J. L. C.: —Tu presencia allí tenía aspectos contradictorios. Por un lado, parecía la afirmación del poder civil democrático frente a los militares y al otro poder fáctico, el religioso, pero por otro tenía la lectura de una aceptación o una sumisión. Yo no te critico necesariamente aquello, lo podría hacer pero no te lo critico. Ahora bien, si estamos diciendo que hay que reformar la Constitución por el tema territorial, de alguna manera habría que hacer algún esfuerzo, también, por hacer más laico este Estado, evitar que haya misas obligatorias en los cuarteles —oficialmente ya no lo son, pero la realidad es muy distinta— o que las autoridades públicas participen como tales en ceremonias estrictamente religiosas. En los EE UU está prohibido rezar en las escuelas y actos oficiales.

F. G.: —Sí, el viejo Bush sólo me invitó a rezar en las cenas privadas, no en las oficiales.

J. L. C.: —¿Tiene sentido en un país que proclama la libertad religiosa que en la procesión del Corpus estén el presidente de la autonomía o el alcalde?

F. G.: —No tiene sentido, por eso no he estado yo nunca en esas ceremonias, pero no lo veo como tú.

J. L. C.: —¿Aceptaría este pueblo que en las procesiones de Semana Santa no estuvieran presentes las autoridades civiles?

F. G.: —Que no estuvieran los curas lo aceptaría más fácilmente. Las hermandades han tenido muchos problemas históricos con ellos. Pero no creo que los ciudadanos vean negativamente la asistencia de las autoridades a esos actos. Ni lo contrario.

J. L. C.: —¿No nos queda por hacer ahí una parte de la transición, de la primera, de la de verdad?

F. G.: —Sin duda. Después de la experiencia de Tarancón, la Iglesia trató de recuperar el control, la influencia efectiva, cosa que por otra parte no me sorprende, porque tras conseguir que en Polonia desapareciera el comunismo, la gran frustración de Wojtyla es que también en ese país las leyes no se someten a los criterios de la moral católica. Se ha producido una regresión en los comportamientos de la Iglesia, que ayuda consistente y sistemáticamente a la recuperación del poder de la derecha. La gran paradoja en España es que esa política no está llevando a una relación más fácil con el Gobierno actual. En unos aspectos están ganando, como en el ámbito educativo, pero en otros no: la relación con el poder es tormentosa en temas tan delicados y sensibles como el País Vasco, la cuestión territorial, incluso el terrorismo.

J. L. C.: —Si es tormentosa la relación con el poder es precisamente porque todavía ellos son un poder. Lo que ha sucedido en el Ejército, su modernización e integración en la democracia, no se ha producido todavía en la Iglesia, al menos en igual medida.

F. G.: —Ni se producirá tal como tú lo ves.

J. L. C.: —No se producirá si no lo producimos.

F. G.: —No se arregla por decreto. No, no se producirá porque la diferencia entre el Ejército y la Iglesia es que ésta sigue teniendo fieles, sigue poseyendo un «ejército» jerárquicamente organizado, de acuerdo con un sistema de valores morales y de obediencias, más o menos debidas.

J. L. C.: —Éste es un problema serio, lo que caracteriza a la democracia, lo que separa en realidad los regímenes occidentales de los islámicos, es la laicización del Estado. Lo propio de una sociedad moderna es la existencia de unas costumbres, de unos hábitos vitales, de una ética civil, que no tienen que coincidir con los dictados morales de ninguna religión.

F. G.: —Pero no es lineal. Es un planteamiento más teórico que real. Incluso en EE UU ha habido una regresión seria con Reagan y vuelve a haberla con Bush hijo, en esta materia. Una de las cosas que tuvo que exhibir el propio Clinton, cuando sustituyó al poder republicano, fue su religiosidad, real o no, no me meto en eso. Hablo de su exhibición al respecto, como en otros casos: Blair, Guterres.

J. L. C.: —Ya, pero una cosa es la religiosidad personal y otra la formación de un aparato de poder en torno a las creencias de las gentes. En la medida en que hay una burocracia jerárquica de una religión que es predominante sobre las otras, cualquier declaración constitucional de libertad religiosa es papel mojado.

F. G.: —La libertad religiosa no supone de verdad una igualdad de trato en nuestra Constitución, entre otras cosas porque la religión católica merece en ella una mención específica, que probablemente resultaba innecesaria teóricamente, pero reconoce una situación de hecho. En nuestro país el catolicismo sigue siendo no ya hegemónico, sino algo que condiciona la práctica alternativa de cualquier otro tipo de hecho religioso, como en otros medios de Occidente.

J. L. C.: —Lo que me estás diciendo es que la Iglesia continúa siendo un poder fáctico.

F. G.: —Y lo seguirá siendo, pero no sólo aquí.

J. L. C.: —En la medida en que los poderes civiles lo permitan.

F. G.: —Yo no digo que no se pueda limitar su influencia en la invasión de la vida civil, lo que no va a desaparecer es su carácter de poder fáctico con importancia decisiva en el comportamiento de la sociedad española. Lo curioso es que cuando la Iglesia percibe que va perdiendo capacidad en los aspectos que más atañen a la moral católica, como la opción o la preferencia sexual, no se preocupa tanto como cuando pierde poder en el sistema educativo.

J. L. C.: —La religión es hoy una enseñanza optativa en el sistema oficial. Creo más razonable que existiera, como asignatura oficial, una historia de las religiones, no un adoctrinamiento en una creencia concreta. Mucha gente no quiere que sus hijos den clase de religión, pero sí que sepan quién era Jesucristo. De otro modo, no entenderán nada de lo que pasa a su alrededor, no podrán interpretar casi nada de la vida real.

F. G.: —No es incompatible con un adoctrinamiento en cualquier tipo de religión si el carácter de la enseñanza es optativo.

J. L. C.: —No, eso no lo tiene que garantizar el Estado, ni de forma optativa.

F. G.: —Quizá tienes razón, pero yo soy capaz de ser más tolerante en ese punto.

J. L. C.: —Hay en España doscientos mil islámicos o los que tengamos (cinco millones en Francia), y van a ser más. Yo no creo que el Estado deba enseñarles la ley de Mahoma, el Corán, como tampoco pienso que haya que garantizar una educación católica a los católicos. A lo que sí tienen derecho nuestros niños es a que en la escuela pública se les hable de la religión islámica en relación con la identidad del pueblo en el que viven: el papel que jugaron, desde la mezquita de Córdoba hasta los reinos de taifas, o lo que se quiera. Pero no deberíamos enseñar religión en las escuelas del Estado, ni de manera optativa. Si fuera así, nos evitaríamos de paso conflictos como los que se han producido a cuenta de los despidos de algunos profesores, porque su vida privada desdecía del testimonio de la fe.

F. G.: —Creo que una parte de la formación puede ser la enseñanza de la religión que uno elija. No estoy en el fundamentalismo laico.

J. L. C.: —¿Me estás llamando fundamentalista?

F. G.: —Laico, sí. Es lo único en lo que eres fundamentalista.

J. L. C.: —Yo respeto el sentimiento religioso e incluso puedo tenerlo, de hecho lo tengo muchas veces. Sólo que pienso que eso pertenece al ámbito privado de las personas.

F. G.: —Yo también lo creo ¿y qué? Uno de los problemas de la paz y de la guerra, hoy, vuelve a ser cómo se resuelve esto que estamos planteando ahora, en nuestras sociedades y en la comunidad internacional.

J. L. C.: —La religión es motivo permanente de conflictos armados.

F. G.: —No sólo la religión, también la interpretación excluyente laica respecto a la religión es motivo de enfrentamiento; acicatea la misma actitud. Lo he discutido mucho con mis amigos laicos militantes israelíes, que nunca llegaron a comprender ni a aceptar hasta qué punto los grupos religiosos, por minoritarios que fueran, iban a influir decisivamente en el funcionamiento del Estado. Hemos empleado el término fundamentalismo… no es correcto, pero da lo mismo, el incremento del fundamentalismo tiene causas que casi siempre se relacionan con luchas de poder. Volviendo a lo que decías, si para un millón de padres de familia, o los que sean, es importante que sus hijos reciban una clase de moral religiosa A, B o C, no tengo ningún inconveniente, si los medios disponibles son bastantes, en que se les facilite una asignatura optativa de ese tipo, sin discriminaciones. El límite es la disponibilidad de medios. Yo, como tú, creo que la religión es una opción privada, pero no tengo que imponer esa convicción mía a los otros.

J. L. C.: —Todo eso es muy discutible porque la igualdad ante la ley es laica.

F. G.: —Cierto, ¿y cuál es el conflicto francés, por ejemplo? Que con el chador no se puede ir a la escuela pero con la quipa sí.

J. L. C.: —¿Podemos prohibir el chador y no los pelos teñidos de rojo? ¿Por qué? ¿Y tenemos que dar a la vez «clases de chador», si me lo piden no sé cuántos ciudadanos? ¿Qué cantidad de individuos determinan ese derecho?

F. G.: —Dentro de la propia escuela se puede dar clase de religión, la que sea, si hay disponibilidad económica, y de todo tipo, y si no existen discriminaciones.

J. L. C.: —Yo no sería de una beligerancia absoluta contra eso dentro de lo que es la práctica política, pero es bastante incoherente, porque repito que pertenece al ámbito privado de las personas.

F. G.: —Ésa es tu concepción. Pero creo que si se mantiene una actitud de comprensión hacia las convicciones religiosas del otro, se limitan las tentaciones fundamentalistas.

J. L. C.: —La que expongo es la concepción del Estado laico, no la mía personal. Por lo tanto debo ser consecuente, como con la premisa de que la democracia es un hombre, un voto. Todo eso forma parte de la estructura laica del Estado, no es sólo, ni primordialmente, una convicción mía.

F. G.: —Hay un problema aquí complejo que es la tercera generación de derechos chocando con la primera (los derechos de ciudadanía) y ahí está la clave de toda la conflictividad. Los nacionalismos, por ejemplo, estaban aplastados por una realidad aparente, una construcción puramente ideológica, casi un monstruo de la razón, y se muestran ahora tal como eran, cuando entra en crisis el sistema de bloques ideológicos que los ocultaban. Lo que ocurre es que lo hacen mezclados con exigencias de democratización casi incompatibles. Igual pasa con las reclamaciones de grupos étnicos o religiosos. El conflicto de Chiapas, ¿cómo se resuelve más allá de cualquier consideración? La respuesta es: respetando los derechos originales, colectivos, identitarios, de la cultura indígena, maya, azteca… o croata, o albanesa, o… Sí, claro, siempre que sean compatibles con los derechos individuales reconocidos en la Constitución. Siempre que no choquen con ellos, produciendo desigualdades de los individuos ante la ley por razones de tradición o cultura.

J. L. C.: —Dudo de que haya derechos colectivos como tales. Si alguien utiliza el tema de los derechos colectivos hasta la saciedad es precisamente la Iglesia católica, y los nacionalismos. Hablan de los derechos de los pueblos, cuando toda la clave del arco de la democracia está basada en las libertades individuales de los ciudadanos, considerados uno a uno. ¿Hay una protección jurídica de los derechos colectivos no contemplada como suma de derechos individuales, sino como patrimonio intangible de una comunidad?

F. G.: —Puede haberla. La que llamo primera oleada de derechos son los derechos individuales, fundamento de la democracia liberal, la única que existe como tal democracia. Esta primera oleada de derechos tiene el problema de que la igualdad formal ante la ley no garantiza ni de lejos la igualdad «real», por tanto hay una segunda oleada de derechos, los de carácter social, como la educación o la asistencia sanitaria.

J. L. C.: —La sociedad del bienestar los desarrolla, pero esos derechos ya existen en el origen de la primera oleada. Por eso los liberales del XIX defienden la escuela pública, porque los derechos sociales tienden a garantizar la igualdad de los derechos individuales. Por tanto, esa segunda oleada forma parte de la primera. El paso cualitativo es lo que tú llamas la tercera oleada, los derechos colectivos.

F. G.: —Pero unos derechos y otros no han sido incompatibles sino complementarios, salvo para los liberales puros.

J. L. C.: —De acuerdo, es que son los mismos.

F. G.: —Es el derecho a la igualdad real, que sólo existe cuando los desiguales, desde el punto de vista social, son estimulados por unas garantías públicas de carácter colectivo.

J. L. C.: —Los americanos tienen un sistema de educación pública de muy mala calidad, como todo el mundo sabe. A pesar de ello, ese sistema ha permitido cohesionar a un país tan vasto como Estados Unidos. Es desastroso, pero abarca a todos.

F. G.: —Claro, y el medicare, por cierto, tan denostado y tan mediocre, es también un elemento de cohesión.

J. L. C.: —Vamos con la tercera oleada de derechos.

F. G.: —Cuando desaparece la política de bloques, el enfrentamiento entre sistemas totalizadores omnicomprensivos, se plantea la emergencia de los derechos culturales identitarios, los de las minorías oprimidas. No los que son minoría, en la tradición liberal clásica, porque pierden las elecciones. Me refiero a las minorías identitarias que componen la diversidad y que en España —por ejemplo— no sólo no desaparecieron, sino que renacen ahora con más fuerza porque nunca hubo un pacto republicano, como lo hubo en Francia, superador de la diversidad identitaria. En el pacto republicano, el tercer estamento obtiene la ventaja de que todos sean iguales ante la ley, frente a los que ostentaban los poderes, la representación y los privilegios: la nobleza. Del gran pacto de la burguesía con el Estado llano nace el Estado-nación francés. El pacto republicano francés renuncia a la diversidad identitaria con la compensación de la igualdad ante la ley —la ciudadanía universal—, complementada más tarde con los derechos sociales. Sin embargo, ahora el problema en muchos países lo constituyen las minorías identitarias. Cuando intervine en la primera fase del asunto yugoslavo, mantuve discusiones bien interesantes, con daneses, canadienses, teóricos de los derechos de las minorías culturales, que nunca habían vivido en un sistema que no fuera democrático. Yo les preguntaba: ¿por qué creen ustedes que en Yugoslavia se van a respetar los derechos de las minorías, si no se respetan los de la mayoría? El problema de Yugoslavia no era —o no sólo— la opresión de los no serbios por parte de los serbios, sino la opresión de todos los que no estaban de acuerdo con Milosevic, fueran serbios o no. La única manera de encajar, y es muy difícil hacerlo, la convivencia de las minorías étnico-culturales en un sistema político democrático es, primero, que sea democrático en el sentido del pluralismo, y después, dar una respuesta a los derechos identitarios, todos respetables en la medida en que sean compatibles con los individuales, con los que definen la ciudadanía básica.

J. L. C.: —Yo puedo estar de acuerdo con eso. Pero la cuestión es si hay unos derechos colectivos, como tales, en cuyo nombre se puede ejercer un poder coactivo, ejerciendo una especie de representación colectiva.

F. G.: —Se puede, salvo que la ley te lo prohíba. Uno puede expresarse pública y colectivamente en tanto que católico, o en representación de un credo religioso o étnico cultural.

J. L. C.: —Pero el Estado laico tiene que adoptar una neutralidad absoluta respecto a eso. Tomemos el ejemplo vasco. Sus derechos identitarios sólo son aceptables si respetan la primera oleada de derechos individuales.

F. G.: —Es que los que definen la civitas son los primeros, los derechos de los ciudadanos. ¿Sabes cuál es nuestra trampa?, la racionalidad. Queremos que la explicación de nuestro comportamiento sea racional, y es también emotiva, por acción o por reacción. Por eso hay que buscar una fórmula de regulación de los derechos identitarios. La realidad catalana es como es, el catalanismo como identidad cubre al 85 por ciento de la población, y la solidaridad de ese género es más fuerte que la de clase, y más fuerte que la que genera la ciudadanía en el Estado-nación.

J. L. C.: —La democracia lo que hace es garantizar al 15 por ciento que está fuera de esa identidad exactamente los mismos derechos que al 85 por ciento restante. Mi preocupación es que quienes hablan de los derechos colectivos son normalmente todos aquellos que quieren imponer a los otros signos de identidad propios de ellos, que los demás no quieren compartir.

F. G.: —En términos dramáticos: ¿quién tiene el sello para decidir quién es o no español, vasco o catalán? Ése es el fondo del problema que planteas. Como ves, una forma de sentir, no una racionalización que pueda objetivarse.

J. L. C.: —A mí no me interesa tener derechos como español, sino como ciudadano del Estado español. Yo soy español como me da la gana, como quiero, lo mismo que vasco o catalán. O sea que a partir de ahí el pueblo español no tiene derechos colectivos, ninguno, ni el pueblo vasco. Los derechos los tienen los ciudadanos.

F. G.: —No hay derechos del pueblo como tal, a pesar de que la autodeterminación se atribuye a los pueblos.

J. L. C.: —Y cada día, en los periódicos, aparecen gentes que hablan de los derechos colectivos de los islámicos, de los vascos, de los católicos…

F. G.: —Porque esos derechos colectivos existen en la medida en que alguien los siente como tal y, si respetan los derechos individuales, establecidos en la ley, se pueden y deben respetar también.

J. L. C.: —Una respuesta de un pragmatismo absoluto.

F. G.: —Es que soy un pragmático, de los que tan fácilmente se ven descalificados por serlo en nuestra cultura política. Porque mi obligación es ayudar a organizar la convivencia. Cuando me hablas de pragmatismo pareces identificarlo con la búsqueda de una solución, que sólo puede ser pragmática.

J. L. C.: —No lo descalifico, lo que digo es que si eso es así no se puede legislar sobre derechos colectivos. ¿Cómo voy a hacerlo sobre algo que vale en cuanto valga?

F. G.: —Sí, se puede legislar. A algunos todo eso les parecerá irrelevante pero si a otros les parece importante, yo lo respeto. Que un vasco se identifique con y por la Ertzaintza y no con la policía nacional, a ti, como ciudadano del Estado español, te parecerá poco interesante, porque tú no te identificas en la policía del Estado.

J. L. C.: —Me da lo mismo, tampoco me molesta, en la medida en que yo no vea atacados mis derechos.

F. G.: —Pues sobre cosas tan aparentemente irracionales descansa la teoría de la democracia del siglo XXI, y la convivencia internacional. Es el conflicto de civilizaciones de Huntington llevado a una dimensión diferente, el conflicto entre identidades culturales que pueden tener tendencia a excluirse, a liquidarse entre sí. La organización de la convivencia en el espacio de los Balcanes, por ejemplo, o entre Pakistán y la India, depende de que seamos capaces de entender el problema de las identidades culturales y encontrar una respuesta democrática.