La conversación de El Obispo, por Juan Luis Cebrián

Conocí a Felipe González en las postrimerías del franquismo, cuando él desempeñaba las responsabilidades de secretario general del Partido Socialista Obrero Español en la clandestinidad, bajo el nombre de guerra de Isidoro, y yo andaba empeñado en los preparativos de la aparición de El País. En aquella época, la política ocupaba un papel central en las preocupaciones domésticas de los españoles. Hacía poco más de un año que ETA había asesinado al almirante Carrero Blanco, presidente del Gobierno de la dictadura, y desde entonces ésta se debatía entre estertores de supervivencia casi idénticos a los que marcaron la agonía del Generalísimo.

Felipe González y yo pertenecemos a una misma generación: la de la década de los sesenta, que se formó intelectualmente al socaire del desarrollo económico español, en un momento de grandes transformaciones culturales de las sociedades de Occidente. El decenio se inauguró con la victoria de Fidel Castro en Cuba, el Concilio Vaticano II, la eclosión del proceso descolonizador en África, la primera intervención americana en Vietnam y, al poco, el asesinato del presidente John F. Kennedy en Dallas. Fueron años de enorme efervescencia ideológica, en los que la escena política mundial estaba dominada por personalidades tan potentes como las citadas, a las que sería preciso añadir otras de semejante o mayor talla, como el papa Juan XXIII, el primer secretario del PCUS, Nikita Jruschof, Mao en China, o el general De Gaulle en Francia, para no mencionar el valor mítico, e iconográfico, del Che Guevara, cuya efigie se encaramó a la cabecera de la cama de millones de jóvenes en todo el mundo. En la cultura brillaban todavía las estrellas de Sartre y Russell, junto a luceros fugaces cuya importancia fue excepcional en la época (Marcuse); eran también los años del boom latinoamericano en la literatura hispánica, mientras se inauguraban los movimientos beatnik y hippie y los Beatles arrasaban en el mercado con un nuevo concepto de música popular. El régimen castrista había suscitado enormes esperanzas de renovación en la izquierda europea, que acabaron por derrumbarse con la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968, pero la actitud decidida del buen papa Juan y de su sucesor, Pablo VI, impulsaron el diálogo cristiano-marxista, en un intento de deshielo de la guerra fría y en medio de sucesos como las protestas por la escalada estadounidense en el sureste asiático, las revoluciones estudiantiles en Berlín, Berkeley o la Sorbona, la invención de la píldora anticonceptiva, y la popularización de la minifalda. En el escenario español, estas convulsiones históricas llegaban amortiguadas por la censura y el temor de los ciudadanos a la represión del régimen, más dulcificado gracias al turismo, a la prosperidad económica y a sus demandas para integrarse en el Mercado Común Europeo, pero todavía lo suficientemente rígido y autoritario como para fusilar al líder comunista Julián Grimau, enviar a la cárcel a cientos de sindicalistas afiliados a Comisiones Obreras, o decretar penas de destierro, con alguna periodicidad, contra intelectuales, periodistas y profesionales que hacían pública su disidencia. Éste es el ambiente en el que se educó la gran parte de quienes, quince o veinte años más tarde, protagonizaron las transformaciones sociales y políticas que permitieron construir en España una democracia estable de corte occidental y que constituyen, por así decirlo, la generación de la transición, en la que nos incluimos, desde luego, los protagonistas del diálogo que recoge este libro.

Pongo de relieve semejantes circunstancias porque entiendo que la comprensión cabal de nuestras opiniones, nuestras decepciones y nuestras esperanzas, sólo puede hacerse desde la interpretación de nuestra condición de miembros de una generación puente que ha ocupado, durante mucho tiempo, la escena y que, por razones biológicas, se resiste a una jubilación temprana. Los jóvenes de los sesenta éramos los hijos de quienes hicieron la guerra civil, en cuya memoria persistente fuimos ilustrados por la dictadura. Ésta había practicado, tras la contienda, una persecución inhumana e infame contra quienes la perdieron («una auténtica limpieza étnica», según la describe Felipe González), de modo que la democracia llegaba como la oportunidad histórica de reconciliación entre vencedores y vencidos. La muerte de Franco abrió unos espacios de oportunidad y miedo que fueron aprovechados por los españoles para incorporarse al tren de las naciones avanzadas y para restañar las heridas históricas de su enfrentamiento fratricida. Todo eso se hizo bajo el amparo de la corona en un país que había abominado, por la derecha y por la izquierda, de los Borbones, y al hilo de un debate permanente y temperado que avalaba el consenso en la toma de decisiones.

La llegada al poder de Felipe González y el partido socialista constituyó, en su día, la culminación de las esperanzas de la generación de los sesenta, después de que el camino reformista intentado por Suárez desembocara en contradicciones insoportables para la derecha, heredera del franquismo, y en la intentona frustrada del golpe militar del 23 de febrero de 1981. Los millones de votos que el PSOE recogió, en su primera victoria electoral, respondían no tanto al programa de la izquierda como al decidido propósito de la población de cerrar el paso a los militares en sus incursiones políticas y consolidar el todavía frágil proceso democrático. Los casi catorce años que estuvo González en el poder —al margen de cualquier otra consideración— constituyen una etapa de normalización en la que desaparece el problema militar, se consigue la incorporación de España a las instituciones europeas, se moderniza el aparato productivo y se reconduce al país por la senda del desarrollo.

Había una coincidencia objetiva entre la andadura de los votantes socialistas y muchos lectores de El País: era primordialmente generacional, y bebía con abundancia de la tradición cultural de la década de los sesenta. Estas afinidades no se referían sólo a mi periódico, sino a otros medios de comunicación y a distintos círculos de influencia ilusionados con el cambio que los socialistas prometían, al que el propio González había definido con una expresión absolutamente pragmática. «El cambio —dijo en Televisión Española— es que España funcione». El PSOE ya había tenido una experiencia de ocupación de poder político en la transición, gracias al pacto de los partidos de izquierda para los municipios, pero su llegada a las responsabilidades del Estado cambiaron, sustancialmente, la actitud psicológica de muchos de sus dirigentes y las relaciones con lo que podríamos definir como su entorno natural. Gran parte de la culpa la tuvo el asunto de la permanencia de España en la OTAN, sobre la que el propio González dijo una cosa y la contraria en el transcurso de pocos meses. Sin embargo, el fenómeno del GAL, cuando se produjo, apenas levantó protestas en los medios de comunicación ni en la sociedad, que veía entonces con buenos ojos la aplicación del ojo por ojo a los terroristas etarras. Sin duda eso se debía, también, al contexto en que se desarrollaban los acontecimientos, lo mismo que ahora hay tantas voces que reclaman venganza contra la ofensiva de terror del fundamentalismo islámico. Pero, de hecho, el único diario nacional que protestó abiertamente, con contundente insistencia, por las prácticas de la guerra sucia y la política antiterrorista de José Barrionuevo fue El País, lo que entre otras cosas me valió un sonado proceso incoado por el propio ministro del Interior. No fue hasta la aparición de los primeros síntomas de corrupción, encarnados por un personaje tan pintoresco como el hermano de Alfonso Guerra, cuando comenzó a observarse un divorcio considerable entre las bases electorales y los dirigentes del Gobierno. La derecha, que después de la destrucción de UCD se había reagrupado en torno al partido conservador de Manuel Fraga, vio una magnífica oportunidad para tratar de desalojar del poder a los socialistas. Ejerció una virulenta oposición cuya única estrategia consistía en la destrucción de la imagen de González, a base de acusarle de la comisión de crímenes de Estado y de favorecer, o permitir, la corrupción política y administrativa. En la campaña, el PP contó con la inestimable alianza de algunos jueces y fiscales, de medios de comunicación reaccionarios o con proclive tendencia al amarillismo, y de otros cuyos directivos mantenían discrepancias personales con González o avizoraban el cumplimiento de sus ambiciones si ayudaban a un relevo del poder. Delincuentes de alto copete, que habían visto laminadas sus organizaciones delictivas, se sumaron entusiastas a la operación que, por lo demás, tenía también a su favor la objetividad de los hechos: veinticuatro víctimas mortales del GAL y trapacerías tan asombrosas como la del primer director civil de la Benemérita no eran invenciones de la oposición, sino pruebas irrefutables del cansancio y la pérdida de horizontes del Gobierno. Aquélla fue la etapa del «váyase, señor González», que erosionó de manera considerable el prestigio del presidente y las perspectivas de futuro del partido socialista.

El final de la historia —por el momento— es conocido. El PP obtuvo una pírrica victoria en los comicios de 1996 y una resonante mayoría absoluta en los del año 2000. El precio a pagar por todos fue una creciente fractura social y la recreación, en cierta medida, del mito de las dos Españas. Desde entonces, se ha instalado en el país una nueva forma de gobernar que coincide en mucho con las tendencias de lo que yo mismo he bautizado como «fundamentalismo democrático», consistentes en convertir la democracia en una ideología, desfigurando su condición de método. El fundamentalismo democrático encubre torpemente pulsiones autocráticas y talantes totalitarios, muy del gusto, por lo demás, de amplios sectores de la sociedad española, que se vio beneficiada de un periodo excepcional de prosperidad económica durante el primer mandato de José María Aznar. Éste culminó con un nuevo relevo generacional, también en el partido de la oposición, y con una pérdida de memoria colectiva respecto a hechos tan cruciales para el entendimiento de España como fueron la guerra civil, la dictadura y los años de la transición. Anécdotas reveladoras como que se haya condecorado a un torturador de la España franquista, o que el partido del Gobierno se niegue a condenar en el Parlamento el golpe de Estado de los generales rebeldes que se alzaron en 1936 contra la legalidad republicana, ponen de manifiesto que el espíritu de reconciliación, del que la derecha había hecho gala a la muerte del dictador, ha perdido vigencia. Y aunque es cierto que la victoria de José María Aznar se debe, en gran medida, a su ocupación del centro político, al mismo tiempo que ha sabido retener en sus filas a los sectores más reaccionarios del electorado, no lo es menos que ese centro político se ha desplazado considerablemente hacia la derecha.

Pero la historia no es unidimensional. Mientras estas cosas sucedían, España comenzaba a vivir los primeros efectos de la llamada revolución digital, descubría su nuevo protagonismo en la globalización, y mostraba su perplejidad ante el hecho de que los cambios generacionales no fueran significativos sólo, ni primordialmente, en la política, sino también, y sobre todo, en la economía, la cultura, la tecnología y la comunicación. Yo me aficioné a las cuestiones de la sociedad digital gracias a una iniciativa de Ricardo Diez Hochtleiner que me encargó, desde el Club de Roma, un informe sobre la misma. En un encuentro con Felipe González, ya fuera del Gobierno, descubrí que él se había encaminado por parecidos derroteros a partir de un estudio que sobre el futuro de la izquierda le había solicitado la Internacional Socialista. Mis relaciones con el antiguo líder del PSOE habían sido muy conflictivas, y más bien crispadas, durante la mayor parte de su etapa de gobierno, especialmente hasta la salida del mismo de Alfonso Guerra. Hubo años de incomunicación y de recelo, y situaciones enormemente difíciles. Las posiciones que El País mantuvo en el debate sobre la OTAN y nuestra continuada crítica de la política antiterrorista habían cristalizado en un absoluto distanciamiento personal entre González y yo y en una confrontación soterrada entre el Gobierno y el diario, pese a que uno y otro pretendían representar el ánimo de los españoles progresistas. O quizá, precisamente, por eso. Pero el ascenso en nuestro país del fundamentalismo democrático, que ambos consideramos un peligro para la estabilidad y fortaleza del régimen de libertades, y las innovaciones de la revolución digital, han contribuido durante los últimos meses, me atrevo a decir años, a restaurar una relación que venía de antiguo y que es más fluida ahora que nunca. Sin duda, también se debe a que ni él es presidente del Gobierno —o aspirante a serlo— ni yo director de ningún periódico —o añorante de serlo. Nuestros diálogos en torno al impacto de la sociedad digital en el futuro económico y político de los países, nuestras discusiones sobre la globalización y el significado actual de la solidaridad, y nuestro común diagnóstico sobre la acuciante desmemoria histórica de los jóvenes españoles motivaron el proyecto de este libro. Por una parte, reconocemos que la irrupción de la sociedad digital va a transformar por completo las perspectivas clásicas de la política, la economía, y las relaciones sociales. Por decirlo en feliz frase del ex presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti, inspirada quizá en la de Paul Valéry, el futuro ya no es lo que era. Por otra, será imposible para los más jóvenes avizorar las líneas maestras de ese futuro, e incluso hacerse un juicio crítico sobre el presente, si no revisan el pasado histórico, la experiencia vital de sus mayores, que constituyó el cambio político y social más determinante de la historia de España en los últimos cien años. No todos los días se inicia un proceso de construcción de la democracia en un país de la tradición del nuestro, pero se puede, en cambio, destruir y erosionar a diario si no velamos por su permanencia.

Con este bagaje de preocupaciones, decidimos encerrarnos durante dos días en la finca El Obispo, un predio que, como tantos otros, tiene su origen en la desamortización de Mendizábal. En un entorno de tan rancia estirpe, con connotaciones que atañen a la España profunda y a los tempranos intentos de la Ilustración por modernizarla, a lo largo de un par de intensas jornadas mantuvimos un diálogo, recogido en más de catorce horas de grabación, sin guión previo, salvo unos apuntes tomados por mí a vuelapluma, y sin otro objetivo que el establecer una vívida discusión sobre las cuestiones propuestas. Apenas interrumpimos el intercambio como no fuera para comer y descansar, incluidos los excursos culinarios de González, al que recomendé muy sinceramente hacer un libro de cocina, habida cuenta de su habilidad para los guisos. «Sí —puntualizó—, pero han de ser recetas que se puedan cumplimentar en treinta y cinco minutos, el tiempo máximo que un profesional o un trabajador puede emplear en los pucheros después de su jornada laboral».

Encontré un Felipe pletórico de actividad y de ideas, un personaje humano infinitamente más afinado que en su etapa del Gobierno, un intelectual reflexivo, de proteica verbosidad, y un animal político que todavía guarda considerables alientos. Minucioso hasta la extenuación en sus descripciones y en sus matices, era capaz de hablar durante horas sin cometer un error, resbalar en un desliz, o incurrir en una mala interpretación. Durante la conversación se fueron poniendo de manifiesto discrepancias y acuerdos con una fluidez pasmosa, sin inhibiciones ni trucos, pero también sin que en ningún momento hubiera la más mínima pérdida de control por su parte. Era un Felipe González feliz por poder expresarse con una libertad a la que no estaba acostumbrado en las últimas dos décadas, pero sin abandonar por eso su extremado y, a veces, casi paranoico sentido de la responsabilidad. Salí de la partida más amigo de él que lo que entré, y con la secreta satisfacción de saber que el contenido de nuestra entrevista suscitaría algún escándalo, no pocas invectivas y el rechinar de dientes de los mediocres. Provocar es parte de la profesión de un autor.

La transcripción ha sido una y otra vez revisada por ambos, y yo me he encargado de algunas clarificaciones, aligerando el texto, redondeándolo, evitando reiteraciones abusivas, pero manteniendo su espíritu y su forma desde el principio al fin. La inicial edición del libro, que realicé durante el periodo estival, combinándola con un viaje casi iniciático a la Grecia clásica, me evocaba los ejercicios de mayéutica de los primeros filósofos. Los diálogos tienen una enorme tradición en la historia de la literatura y el pensamiento, desde que Platón los utilizara para transmitir la herencia intelectual de Sócrates, y yo me veía como un escribano de las reflexiones del otro, un incitador de su memoria y de su inventiva, y un observador entre dubitante y escéptico. Algunas de las correcciones que hemos incluido en el texto tratan sólo de precisar conceptos que coloquialmente se daban por sobreentendidos, otras pretenden prestar un tono más literario a la conversación y, en parte, matizar o maquillar algunos excesos verbales, verdaderas perlas que guardo como oro en paño en el desván de mis recuerdos. Pero la distribución en capítulos y apartados respeta escrupulosamente la secuencia real de nuestro encuentro y puede decirse que, en su conjunto, estas páginas son un muy fiel reflejo del mismo. En la redacción final, revisada también por González, hemos preferido mantener el tono relativamente informal de la charla, sus idas y venidas, los meandros por los que discurre, para retornar una y otra vez a temas fundamentales de lo que es una auténtica meditación en común. Creo que, gracias a ello, el texto descubre mucho más que conceptos, porque nos revela actitudes, estados de ánimo, pasiones y sentimientos de quien ha sido el gobernante democrático de más largo aliento en la historia de España. De cualquier forma que ésta se escriba, Felipe González ocupará en ella un enorme espacio y un lugar destacado. No sólo, ni primordialmente, por lo controvertido de su figura, sino más que nada por el positivo legado que dejó a los españoles, y a muchos europeos y latinoamericanos, beneficiados gracias a los frutos de su apasionada lucidez y su incansable activismo. Me complace especialmente poder decir esto de él, ahora que no está en la cima, ni parece que se apreste a escalarla de nuevo. Si bien lo miro, mis relaciones con los tres primeros jefes de Gobierno de la democracia mejoraron sustancialmente a partir de que abandonaran el cargo. Algo que, me barrunto, no ha de suceder con el actual titular.

Las páginas que siguen son, en definitiva, la expresión puntual y exacta de un debate entre dos personas que hemos vivido una misma experiencia vital desde diferentes puntos de vista. Constituyen un esfuerzo por la recuperación de la memoria y la reflexión sobre el porvenir. Naturalmente, sólo cubren aspectos parciales de nuestra historia y no pretenden ser ninguna aportación sistemática al pensamiento de nuestro tiempo. Pero, a la postre, discurren sobre temas de enorme interés para la opinión pública, en un tono distendido y coloquial que, al menos, espero no aburra al lector. Cuando ya estaba listo el libro para ser enviado a la imprenta, sucedió el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono, y nos pareció que no tenía sentido publicar una obra como ésta sin incluir un apéndice de urgencia que recogiera lo esencial de nuestra reacción ante semejante monstruosidad. Los dos entendemos que el ataque terrorista constituye el hecho más importante que nos ha tocado vivir, aunque personal y profesionalmente nos hayamos visto envueltos en situaciones más dramáticas para nosotros. Ese martes negro en Estados Unidos marcará un antes y un después en la historia de la humanidad. De cómo ésta sea capaz de salir de la enorme crisis de confianza que se ha abierto entre nuestros pueblos dependerá, en gran parte, la confirmación de ese futuro que tratamos de escudriñar en estas páginas. Ojalá este esfuerzo por descubrir nuevas claves e incitar a los lectores a la interrogación no haya sido del todo vano.

Madrid, septiembre de 2001