EL FUTURO NO ES LO QUE ERA

J. L. C.: —Estas cuestiones nos adentran de lleno en el concepto de la nueva economía, por la que había un gran entusiasmo hasta principios de 2000, pero ahora cada vez son más numerosos los artículos y los libros que explican que la nueva economía es igual que la vieja, que los criterios de rentabilidad no han variado, y que, por lo tanto, todo era el fruto de la burbuja de los mercados financieros y las cotizaciones bursátiles. Yo creo que es una visión equivocada, y sí pienso que hay un cambio esencial. En la vieja economía, el capitalismo industrial, la suma del capital y el trabajo generaba las plusvalías de las que se apoderaba el primero. La economía industrial avanzada es, después, capital, más trabajo, más información. Todavía estamos en eso. En la nueva economía, la información sustituye al capital, el capital en sí mismo es información, por así decirlo, y en gran medida ésta sustituye igualmente al trabajo. Algunos otros mitos de la economía tradicional, como el de que la acumulación viene con el tiempo, quedan obsoletos, no es ya el tiempo un factor básico en la acumulación de capitales, porque el tiempo mismo desaparece como noción en el mundo digital. En meses, en pocos años, se producen concentraciones financieras ingentes de dinero que se han creado virtualmente.

F. G.: —Incluso hay excedente de ahorro disponible.

J. L. C.: —Otro mito, el de que la fuerza de trabajo genera la plusvalía por la que se acumula capital, tampoco es verdad en la nueva circunstancia. Y si vamos a ver lo que pasa en el comercio, hoy Europa es autosuficiente en alimentación, por lo que los países emergentes no tienen casi nada que ofrecer. La materia prima fundamental de la nueva economía es la información. Por eso, cuando hablamos de abrir el comercio mundial, es porque queremos venderles a ellos, pero ellos no tienen prácticamente nada que vendernos a los desarrollados. El mito de la organización mundial del trabajo, según el cual los países emergentes producen materias primas, las exportan a los países industriales, éstos las transforman y son devueltas en forma de productos manufacturados y con alta plusvalía a los países pobres, esa teoría marxista clásica, ya no vale. En algunos aspectos se ha invertido el ciclo, son las fábricas de China, Taiwan o la India, con condiciones laborales inadmisibles, las que añaden valor a los productos diseñados y distribuidos en Occidente. Pero los países avanzados tienen, hoy, la principal materia prima, que es la información, la transforman, la distribuyen y la consumen ellos mismos. Ése es el paradigma de la nueva economía, que sólo en esto se parece bastante a la vieja: es un mundo en el que los ricos son cada vez más ricos y los pobres se ven descolgados del proceso productivo y abocados a la perpetua miseria.

F. G.: —No es el paradigma, puesto que está entrando en crisis. El paradigma sería la regla que le daría sostenibilidad. Pero estoy de acuerdo en el análisis de los efectos y en parte de las causas.

J. L. C.: —¿Cuál es esa regla?

F. G.: —Sería, creo, una economía incluyente de un número creciente de actores. Si a partir de la primera unidad de producto, que puede ser muy costosa en investigación, en cantidad de conocimiento, en la nueva economía el coste marginal se aproxima a cero, porque la materia prima, como tú dices, fundamental, es la información, el límite de su expansión es la accesibilidad, en términos de capacidad económica y educativa. Creo, a pesar de la crisis, que sí hay una nueva economía, hay una nueva civilización producto de una revolución tecnológica y el factor desencadenante del crecimiento exponencial del cambio ha sido la revolución de la información. La competitividad, te decía antes, empieza a ser cooperativa porque, cuando trabajas en red y tienes cien cabezas pensando y conectadas en tiempo real, estás produciendo un efecto multiplicador extraordinario. La materia prima básica es el conocimiento. Los fisiócratas defendían que lo único que de verdad generaba riqueza era la tierra. Para ellos la economía industrial era una ficción. Llegaron los industrialistas y dijeron que una economía basada en los servicios no podría desarrollarse, que sólo la industria tenía solidez. Sin embargo, los países más avanzados empezaron a desplazar hacia eso que llamamos el sector servicios la mayor parte de la actividad y de generación del producto. Ahora, nuevamente se da un salto con la economía informacional. Es una economía específica del conocimiento, una nueva manera de producir que atraviesa a todos los sectores, a los servicios, a la agricultura, a la industria. Eso no es reversible. Lo que puede haber son dientes de sierra en la evolución, que es lo que está ocurriendo ahora. Se pensaba que se habían acabado los ciclos del capitalismo y que el crecimiento iba a ser inmensamente duradero. Cuando la gente recibe la bofetada de una crisis económica, como la que vivimos, piensa que se habrán acabado o no los ciclos, pero para ellos es igual.

J. L. C.: —Los ciclos no se han acabado, lo que sucede es que son más cortos. Antes duraban cinco años, quizás porque tenían que ver con el clima, los siete años secos, los siete húmedos… Ahora duran mucho menos tiempo, aunque nunca tan poco que sea inferior a la impaciencia de la gente. Pero lo verdaderamente esencial en la nueva economía, que tiene que ver mucho con la civilización del conocimiento, es que es, en primer lugar, verdaderamente global. Lo más llamativo de los últimos siete años de crecimiento de Estados Unidos es que hemos vivido años de crecimiento también continuado en Europa. Y la crisis de ahora es también global. Éste es un fenómeno que escapa al control de las instituciones existentes. El segundo aspecto es que es convergente, los productores son los propios consumidores y, además, son también los intermediarios en la distribución de los propios productos y servicios, la división del trabajo no es la misma que cuando había alguien que producía, otro distribuía y un tercero vendía. Globalidad y convergencia son elementos básicos del nuevo paradigma. Por otra parte, el edificio jurídico y político de nuestra civilización está basado sobre el derecho de propiedad, inicialmente el de la tierra; o, en todo caso, contra ese derecho. Incluso la teoría de la plusvalía marxista se define como una apropiación indebida del trabajo ajeno o de su fruto, es una expoliación. Pero en la nueva circunstancia, el derecho de propiedad, una de las claves del arco jurídico del capitalismo, se desvanece, o se oscurece, precisamente porque la propiedad del conocimiento, que es hoy la fundamental, está en redes compartidas.

F. G.: —No sólo por eso, sino porque no puedes garantizarlo. La más sagrada de las propiedades, la que más relación tiene con la condición del ser humano como tal, es la propiedad intelectual.

J. L. C.: —Y siendo la menos garantizable en la red, es también la que más tiene que ver con la formación del capital humano. La cuestión fundamental, repito, es que quien tiene el software tiene la norma, y por eso es el verdadero propietario de la nueva economía, la del conocimiento.

F. G.: —Es el diseñador de la arquitectura que te permite circular por el nuevo edificio.

J. L. C.: —Y el que la puede cambiar.

F. G.: —El software no tiene ni siquiera por qué ser la idea, y normalmente no lo es. Los ingenieros de software no producen directamente la idea, sino que la traducen al lenguaje adecuado, la codifican para transformarla en producto de consumo o de relación. Son como los productores en materia cultural, que en realidad lo que hacen es llevar la creación al público, no estrictamente producirla.

J. L. C.: —O como los legisladores y los técnicos legislativos en las democracias, todo eso se basa, por lo demás, en la conectividad de la gente, no vale para nada si no hay una gran participación, si no hay diálogo entre los individuos, es un fenómeno relativamente comunitario a la vez que, paradójicamente, muy individualista. Es comunitario en el sentido de que la comunicación es la base de generación de la propia riqueza.

F. G.: —Por eso te hablaba de la competitividad cooperativa. Ésa es la otra cosa que sorprende a la mayor parte de los actores de la economía clásica. No se dan cuenta de que, en la nueva economía, aumentar un 10 por ciento el número de clientes no produce el mismo efecto que cuando crecía el número de compradores de algo. Un 10 por ciento de gente conectada al resto produce un efecto multiplicador. Ésa es la magia: el que está conectado no es cliente de un solo producto, sino de una nueva realidad que lo lleva, potencialmente, a consumir una diversidad inmensa…

J. L. C.: —Y a ser proveedor también. Pero las instituciones políticas y jurídicas continúan basadas en las relaciones industriales y comerciales de antaño, con unos sindicatos y unas patronales clásicas, pese a que éste es un mundo en el que la fuerza laboral, la masa, es cada vez menos significativa en las áreas de la producción y creación de riqueza y es relevante sólo en determinadas parcelas de los servicios públicos. ¿Qué pasará el día que los pocos que poseen o manejan los servidores informáticos y las redes, que son los verdaderos controladores del sistema del futuro, decidan boicotearlos o condicionarlos?

F. G.: —El problema de los sindicatos es la obsolescencia de una estructura que está pensada para la sociedad industrial en la que se produce, fundamentalmente, mediante el trabajo dependiente en cadena. La solidaridad de clase que se deriva de ese trabajo en cadena, la solidaridad de los proletarios, en origen, genera esa experiencia vital compartida de la que te hablaba, y que está desapareciendo. El hombre, antes de la producción en cadena, está menos alienado, porque es artesano y el fruto completo de su trabajo creativo no le es ajeno, es suyo y lo pone a disposición de otro, es dueño del proceso de producción y no parte de la cadena. El paradigma de lo que digo, en sentido figurativo, está maravillosamente explicado por Charlot en Tiempos modernos: el hombre como parte de la máquina de producción y el mito de la productividad. El «fordismo» es, realmente, la filosofía de la revolución industrial, y la justificación del asociacionismo sindical como asociación de intereses. El hombre había pasado de ser pastor de animales a ser parte de la cadena de producción, una pieza en el engranaje del trabajo repetitivo. Ahora, al liberarse de ésta, pasa a ser de nuevo pastor, pero de máquinas, es dueño de la máquina, tiene un nuevo poder, su solidaridad ya no se basa en la solidaridad de una experiencia colectiva compartida en el trabajo en cadena, pero puede basarse en el dominio de la competitividad cooperativa.

J. L. C.: —¿Ahora no tiene una nueva alienación?

F. G.: —Puede tenerla pero no sé cuál. La ajenidad en el fruto de su trabajo le es menos clara. En cualquiera de las actividades más representativas de lo que venimos llamando nueva economía, la característica fundamental es la propiedad del fruto del trabajo, y la versatilidad de las formas de contratación que produce. Las stock options, para entendernos, significan el compromiso con el fruto del trabajo, en el sentido clásico del término, como destino de la empresa, del proyecto. El sueldo es lo menos significativo. Ahora hay una especie de repunte, en Silicon Valley, de un cierto sindicalismo de otra naturaleza, pero es difícil imaginarse al sindicalismo clásico en un trabajo que se puede hacer perfectamente desde casa, separado físicamente de los demás. El trabajo en red crea una relación humana mucho más autónoma, pero, sobre todo, de naturaleza distinta, sobre la que no tenemos perspectiva histórica.

J. L. C.: —No obstante, la relación con la máquina produce alienaciones diferentes. No está claro que la red te haga más dueño del fruto de tu trabajo, antes bien experimentas una sensación de pérdida de control, de ajenidad, de formar parte de un universo que te trasciende. Y mientras tanto, se destruye el tejido productivo tradicional. Las telecomunicaciones, que están directamente ligadas a la nueva economía, son el primer sector laboral de la Unión Europea, con más de un millón de puestos de trabajo. Los nuevos empleos creados por la política de liberalización no llegan a cien o ciento cincuenta mil, y la capacidad de destrucción de puestos de trabajo de las nuevas tecnologías está por encima de los trescientos mil o cuatrocientos mil, en el corto plazo. Los gobiernos europeos, preocupados por esta situación, se empeñan en proteger los antiguos monopolios, impidiendo la competitividad y dificultando, o retrasando, la implantación de las tecnologías avanzadas.

F. G.: —Es el concepto de destrucción creativa —en frase de Schumpeter—, el proceso permanente de renovación. El impacto de las nuevas tecnologías hace crecer exponencialmente, como nunca se había visto, lo que llamamos productividad por persona ocupada, pero abre espacios para la ocupación, también imprevisibles hasta ahora.

J. L. C.: —En Estados Unidos es sólo un 1 por ciento, quizá menos, el impacto en la productividad global.

F. G.: —No es poco. Eso significa que el efecto de difusión de la tecnología está haciendo crecer la productividad general, por persona ocupada, un punto cada año. En los sectores afectados, en telecomunicaciones, cuando realmente hay competitividad, la productividad ha podido crecer seis, siete u ocho puntos porcentuales cada año. Yo creo que, por primera vez en la historia, y eso me hace ser optimista respecto a las utopías de la izquierda, el trabajo, la ocupación, no el trabajo por cuenta ajena, es todo lo que queda por hacer, no sólo para satisfacer necesidades humanas, sino desde el punto de vista de la imaginación creativa, y eso es inagotable.

J. L. C.: —A condición de que ese ser humano esté educado y tenga las habilidades necesarias para incorporarse al proceso.

F. G.: —Digamos que tenga el conocimiento y el entrenamiento suficiente como para saber, o para ser consciente, de qué oferta supone como individuo, como grupo, como comunidad, que añada valor a los demás.

J. L. C.: —Un concepto de civismo añadido al de creación.

F. G.: —Añadirse valor a sí mismo sólo lo consigue el ser humano a través de la relación con el otro. Por tanto, yo no creo que haya límites desde el punto de vista de la ocupabilidad, ahora menos que nunca, menos límites que en la sociedad industrial, y, desde luego, muchísimos menos que en la agraria. Lo único que crece, y que puede crecer sin límite, es aquello a lo que se le aplica la inteligencia, el conocimiento. Los récords olímpicos que caen consistentemente son los relacionados con el esfuerzo humano. Lo que no ocurre con los caballos, por ejemplo.

J. L. C.: —No sé si el índice de récords olímpicos tiene que ver con el desarrollo del conocimiento personal o con los descubrimientos de la química aplicada. En cualquier caso, esa utopía posible que describes sólo es válida para el primer mundo, al menos mientras estén las cosas como están. Yo comprendo, por eso, a los manifestantes antiglobalización, comprendo sus pasiones, sus emociones, y participo de ellas, no de sus argumentos, porque es mentira que la globalización sólo afecte a una parte del mundo, la globalización afecta a todos, todo el planeta, incluida el África subsahariana, está dentro de la globalización. Lo que sucede es que unos son las víctimas y otros los verdugos, unos son globalizados y otros globalizadores. Ahora aquéllos están de alguna manera invadiendo el mundo de estos últimos y generan esa nueva multiculturalidad, ese mundo de migraciones para el que en Europa no estábamos preparados. Fundamentalmente porque se produce a una velocidad enorme y con una exigencia de integración de las minorías étnicas en las nuevas sociedades que no sabemos cómo atender.

F. G.: —Aunque coincido con ese análisis, hay algunas líneas de fractura, algunas nuevas fronteras de lo que podríamos llamar parámetros del desarrollo, sorprendentemente diferentes de las que hubo en la sociedad industrial. Hay países, como la India, que están pasando, aunque sea a niveles de elite, por la nueva frontera del desarrollo que llamamos sociedad del conocimiento.

J. L. C.: —O Malasia, o Singapur o Corea.

F. G.: —Y dentro de algunos países, nuevas realidades emergen desde ese punto de vista. Irlanda es también un ejemplo a esos efectos, o Finlandia. No es posible generalizar la simplificación de que hay globalizadores y globalizados salvo en el sentido de que siempre ha habido explotadores y explotados. Y uno no puede mantener a la gente condenada en su propio territorio cuando, a través de los sistemas globales de información, está viendo físicamente diferencias de veinte a uno en la renta disponible, sólo a unos pasos de su casa, porque el mundo se ha hecho pequeño desde el punto de vista de las comunicaciones. Pero hay un elemento de esperanza, en el que debería estar la izquierda y no lo está. La revolución tecnológica y la globalización resultante abren un inmenso espacio de oportunidad, que es aprovechado por unos y no por otros. Los que se dedican sólo a protestar contra ese efecto perverso no están ocupando dicho espacio, salvo para la propia protesta. Yo le pediría a la izquierda, y a los antiglobalización, que, además de discutir y protestar sobre los efectos perversos que está produciendo la globalización, utilicen ese espacio para lanzar sus propias ideas, sus propios valores, sus propios «proyectos transformadores» hacia la sociedad en su conjunto. Y lo mismo que decía antes del empleo digo ahora del conocimiento. A través de las nuevas tecnologías, de las computadoras y la red, todo eso no sólo es más factible desde el punto de vista del coste o la rapidez, sino desde la propia accesibilidad. La alfabetización de Internet tiene un nivel de abstracción infinitamente menor que la clásica. De modo que el 89 por ciento de las mujeres de Mozambique, que no tienen acceso a la educación o no tienen sistema de salud, pueden experimentar un salto cualitativo importantísimo en sus vidas a través del uso de Internet, para la mejora de su capital humano, utilizando servicios de enseñanza y sanidad que hoy no poseen.

J. L. C.: —Lo que pasa es que alguien tiene que encargarse de la responsabilidad de que eso suceda.

F. G.: —Las fuerzas políticas y, dentro de ellas, lo que llamamos la izquierda.

J. L. C.: —Las fuerzas políticas no sólo son los partidos, y si lo son es preciso contar con otras instancias como las ONG, según antes comentábamos. Luego están los aparatos burocráticos de poder, con enorme capacidad de decisión.

F. G.: —Las fuerzas políticas son las primeras responsables, no las únicas. Lo desesperante es que los instrumentos tecnológicos disponibles permitirían enfrentarse al desafío con una velocidad que los métodos antiguos de aplicación de los procedimientos no son capaces de realizar. El gran esfuerzo que tenemos que hacer en la revolución tecnológica es llevarla de las musas al teatro en veinticuatro horas, no en veinticuatro años. Hay que crear los mecanismos de toma de decisiones adecuados a la velocidad de los tiempos. Cuando digo que las fuerzas políticas son las responsables de eso, me refiero a la gente que cree que es mejorable la condición humana, a los que apuestan por la solidaridad, los que dicen que son de izquierdas porque creen en la igualdad de oportunidades, en la liberación de los seres humanos. Éstos son los responsables, y no deben limitarse sólo a protestar ante la Organización Mundial de Comercio, El Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial —por cierto, utilizando Internet para coordinarse—. No digo que no tengan mil razones para hacerlo, pero eso no va a parar el proceso. Está bien porque puede crear una conciencia de que algo falla, de que la redistribución es profundamente injusta, pero no va a dar respuesta al problema.

J. L. C.: —Nos fijamos muchos en los manifestantes, que pertenecen, casi todos, al primer mundo. Son los globalizadores, o hijos de los globalizadores. Pero es preciso atender sobre todo a esa manifestación gigante, permanente, estruendosamente silenciosa, de la inmigración clandestina. Los países que están fuera de este sistema invaden, pacífica y humilladamente, a los que lo gobiernan. Y la falta de respuesta a esta cuestión, que está cambiando la faz del planeta, es irracional. Repito que me escandalizo cuando veo a los gobiernos del mundo desarrollado gastándose el dinero en expulsar inmigrantes ilegales, y regatearlo en las ayudas al desarrollo y en la condonación de la deuda.

F. G.: —Tienes razón. En los trabajos que he hecho sobre la globalización, el desafío de las migraciones aparece, con el de la incorporación de la mujer —ligado a éste—, el del medio ambiente y el de los problemas de la identidad cultural, como uno de los cuatro grandes retos que afectan a todos en este mundo global.