EL ESTADO, LA SOBERANÍA Y LA PATRIA

Felipe González: —Quiero destacar lo que significa que nadie fuera capaz de prever la caída del Muro de Berlín, ni siquiera una semana antes. Tampoco hay acuerdo sobre las causas profundas de este hecho y de sus consecuencias para el comunismo, para la historia de Europa y del mundo. A mi juicio, la revolución tecnológica, y la mundialización que impulsa, están en la base del hundimiento de la Unión Soviética como un castillo de naipes.

Juan Luis Cebrián: —Pero la globalización es previa a la revolución tecnológica. El descubrimiento de América, los viajes de Marco Polo, las conquistas de Darío y Alejandro, respondían todas al deseo y la necesidad de ampliar el comercio y unificar el mundo. Carlomagno, Napoleón, Hitler, son también ejemplos de «globalizaciones», al menos a escala europea. Más modernamente McDonald’s, Coca-Cola, Mickey Mouse o Armani juegan, también, su papel a la hora de imponer una cultura planetaria.

F. G.: —Es verdad, hubo ya una especie de conciencia global con el descubrimiento de América, pero la revolución informacional, la de la comunicación entre los seres humanos, produce una aceleración del proceso tan intensa y profunda que cambia el modo de producción, el sistema financiero, las funciones de la política, etcétera. La globalización del comercio, de las finanzas… se produce porque hay una revolución tecnológica en el terreno de la información. El crecimiento exponencial de la biotecnología, de la bioquímica, de la biogenética, tiene lugar porque es posible trabajar en red y multiplicar la eficacia gracias a una especie de competitividad cooperativa (una idea que trato de definir con precisión, después de haberla empleado en varias ocasiones, al observar las implicaciones del trabajo en red de los científicos). Por eso creo que el factor desencadenante de la aceleración del proceso es la revolución tecnológica. Lo que produjo un gap, una distancia no recuperable, entre la Unión Soviética y Estados Unidos, fue justamente que la primera volvió la espalda al cambio. Y ese abismo —que les creó una gran angustia— se puso de manifiesto de manera dramática en ocasión de la Guerra del Golfo. Pero bueno, no había ningún elemento que hiciera previsible la caída del Muro de Berlín, y la liquidación tan rápida de un sistema que llegó a controlar medio mundo.

J. L. C.: —Pocos meses antes del derrumbe del Muro tuve un encuentro con Narcís Serra, entonces ministro de Defensa, y me contó unas reuniones que había celebrado con su colega soviético. Éste predecía un plazo de diez años para la reunificación de Alemania. También me acuerdo ahora, vagamente, de un discurso de Kohl anunciando un calendario preciso y un plan de varios puntos a este respecto. Semanas después, el Muro cayó por sí mismo, por presión popular… sin responder a planes ni previsiones de ningún género.

F. G.: —Ninguno de los analistas expertos en países del Este, de los sovietólogos, previó el acontecimiento y, cuando sucedió, las reacciones fueron tan variadas como interesantes. Dentro de Alemania, estaban aquellos que veían pasar al galope el caballo de la historia y fueron capaces de comprender que había que montarlo a pelo. Kohl, Schmidt, Genscher y Willy Brandt pensaron: bueno, esto sucede una sola vez en la historia, ni siquiera lo hemos provocado, no somos los dueños del proceso, pero si pasa al galope el caballo, montémoslo, es la oportunidad y la responsabilidad que nos toca. Sin embargo, la reacción mayoritaria de los líderes, toda la generación de Schröder y Lafontaine, que controlaba ya entonces el SPD, estuvo en contra de precipitarse en lo que tocaba a la unificación. En el resto de los países europeos, estas cautelas fueron mayores. El holandés Lubbers tuvo que confrontarse con una historia dramática, la de su propia familia, víctima de la ocupación alemana, y el desencuentro con Kohl fue absoluto. Andreotti afirmó, con la gracia que le caracteriza, en la cumbre de Estrasburgo, en diciembre de 1989, que quería tanto a Alemania que prefería que hubiera dos. Nunca le perdonaron su posición de reticencia y resistencia. El propio Mitterrand trataba de retrasar el proceso lo más posible… y la que, definitivamente, se mostró más dura en su oposición fue Margaret Thatcher, que esgrimía sin empacho su carácter de dirigente de una potencia vencedora, con derecho a decidir. Bush —el padre del actual, claro— comprendió, en cambio, que el proceso era irreversible. De todas maneras, todavía hoy nadie ha hecho un análisis que permita comprender cómo se produce con tal estrépito la liquidación del poder imperial soviético. Y estoy seguro, vuelvo a repetir, de que el factor desencadenante es la revolución informacional y tecnológica. Gorbachov creyó que tenía que hacer un proceso de reforma, la perestroika, para intentar recuperar las distancias con Estados Unidos, y como la gerontocracia no le permitía avanzar en un camino que estimaban peligroso, acudió a una especie de alianza con la opinión pública, que era su política de glásnost.

J. L. C.: —La perestroika era la reconstrucción con cambio, una especie de apertura controlada. La glásnost intentó la transparencia informativa, permitió actitudes críticas y la creación de algo parecido a una opinión pública. Ambas cosas acabaron con él. No es la primera vez en la historia que los impulsores de la democracia son sus propias víctimas. Desde la Grecia de Pericles, existen numerosos ejemplos.

F. G.: —Esa transparencia informativa la necesitaba para vencer, mediante una alianza con los ciudadanos, las resistencias del aparato de poder, pero puso a la opinión pública rusa frente al espejo de una realidad catastrófica. La imagen aumentada del desastre se volvió contra quien les enfrentaba a esa realidad, sin una salida que mejorara sus condiciones de vida. El hundimiento de Gorbachov se debe a que cometió el «error» de explicarle a los soviéticos la verdad sobre su país. Era como reconocer que todo lo que les habían contado durante setenta años constituía una quimera, y el que así lo enseñaba se encontraba entre los responsables del engaño, sin solución alternativa. En fin, la velocidad de la caída del imperio soviético tiene mucho que ver con la profundidad y la velocidad del cambio tecnológico. Lo he hablado con frecuencia con Gorbachov.

J. L. C.: —Diez años después de aquellos hechos, el imperio soviético ha desaparecido, pero también se ha debilitado Japón y ha perdido fuerza, o consistencia, el proyecto de Europa. Curiosamente, la reunificación alemana ha producido una potenciación del poder central, unilateral, de EE UU.

F. G.: —Pero no porque EE UU se organice mejor para dominar ese mundo unipolar, sino por exclusión, porque el resto de los poderes regionales compensatorios se debilita. Antonio Garrigues me espetaba el año pasado, durante un almuerzo-debate: «no me discutirás que EE UU manda en la globalización», y yo le contesté: «no lo discuto, mi única duda es quién manda en EE UU».

J. L. C.: —A mí no me cabe ninguna duda de que globalización es igual a americanización.

F. G.: —No está muy claro lo que significa eso, porque hace una década se daba por perdida la capacidad de EE UU frente a un Japón imparable. Hoy nadie lo diría, ni reconocería haberlo creído así. De todas maneras, sigue siendo una preocupación sustancial saber quién manda en Washington. Si un presidente puede ser sometido a una crisis por un caso como el de Lewinsky, es evidente que el poder no está en la presidencia. Tampoco lo veo, a estos efectos, en el Congreso.

J. L. C.: —Cuando digo que EE UU manda en la globalización no señalo al poder representativo, sino a muchos otros: las empresas, las instituciones culturales… Pero nos hemos desviado del tema. Hablábamos de la revolución tecnológica y su impacto en la política, en la economía y en las finanzas. Todo ello ha puesto patas arriba el modelo clásico de desarrollo, y las instituciones políticas tradicionales no se bastan para hacer frente al fenómeno.

F. G.: —Nosotros tuvimos la fortuna, y un cierto riesgo, de empezar la transición a la democracia en un momento especial. Los síntomas de agotamiento de la economía industrial desarrollada se estaban produciendo desde la primera crisis del petróleo pero, al mismo tiempo, todavía había margen para hacer política socialdemócrata en el sentido de construir un Estado del bienestar. Era un camino relativamente fácil si había voluntad de recorrerlo. Pero si la transición española se hubiera producido quince años después, hubiéramos estado ante un desafío como el polaco, el húngaro o el checo, que iniciaron su proceso democrático cuando los modelos clásicos de Estado del bienestar ya estaban cuestionados y había aparecido una nueva economía. En el actual sistema financiero, se globalizan los movimientos de capital, el comercio también, aunque éste no crece tan espectacularmente como lo hacen los flujos de capital. Y, desde luego, se globaliza la información como base de todo lo demás. Ese fenómeno está produciendo un impacto de magnitudes hasta ahora impensables sobre el Estado-nación como ámbito de realización de la soberanía, la identidad y la democracia, en definitiva: de la política.

J. L. C.: —El Estado-nación ya estaba en crisis. Lo único que hace la revolución tecnológica es acelerarla o ponerla más de manifiesto. Pero las fuerzas centrífugas del poder, las aspiraciones locales y las reclamaciones de las minorías habían minado, ya con anterioridad, el papel tradicional del Estado.

F. G.: —No, no estaba en crisis en el sentido en que lo está ahora. Antes de la década de los setenta, nadie cuestionaba su idoneidad. El Estado-nación es la fórmula de organización política de la sociedad industrial. Se corresponde con un modelo económico, que es el propio de esa etapa, y entra en crisis con el comienzo de la revolución informacional. Salvo en EE UU y, probablemente, en China, lo que se produce es una crisis estructural en cuanto a la dimensión del Estado. Éste se muestra insuficiente para afrontar los nuevos desafíos de la globalización, y es demasiado distante y complejo para responder a las necesidades inmediatas de los ciudadanos, por eso descentraliza el poder, hacia fuera y hacia dentro de sus fronteras.

J. L. C.: —Participo plenamente de ese análisis aunque, si miramos a nuestro alrededor, podemos constatar la creación reciente de casi dos decenas de Estados-nación nuevos en Europa, como corolario, o a consecuencia, de la caída del Muro de Berlín. Y están las aspiraciones de otras regiones europeas, o sus ensoñaciones, de convertirse en Estados, aunque quizá sin el poder tradicional, sin la soberanía clásica. En resumen, hay ya una multiplicación de estaditos en el centro y este de Europa. Es paradójico en un momento en el que parece que es más débil o está menos justificada la institución.

F. G.: —Es una paradoja pero quizás no una contradicción. Podríamos tomar como ejemplo a Checoslovaquia: se fractura para unirse en una entidad superior. Chequia y Eslovaquia dividen el territorio, los patrimonios públicos, la moneda, los bancos centrales y la defensa —y lo tienen difícil con los hijos de los matrimonios checoslovacos— pero la aspiración de checos y eslovacos es integrarse en la UE plenamente, con una sola moneda, con una sola OTAN como sistema defensivo. No quieren ser Estados-nación que gocen de plena soberanía de acuerdo con los parámetros clásicos, ni siquiera los vascos nacionalistas creo que quieran eso…

J. L. C.: —Ése sería el sueño de Arzalluz.

F. G.: —… de Arzalluz y de la mayoría de los pequeños estaditos…

J. L. C.: —¿Qué de malo tiene ese sueño?

F. G.: —Yo no digo que tenga nada malo o bueno. Depende de para qué, para quién, con qué consecuencias…

J. L. C.: —Entonces, ¿por qué no seguimos ese camino para resolver el problema de Euskadi?

F. G.: —Los ensayos, con gaseosa, como decía Fraga. No existe ninguna hipótesis de realización pacífica de un experimento así, en los términos de soberanismo, ámbito territorial y autodeterminación que se plantean, de manera más o menos confusa.

J. L. C.: —En Chequia el proceso ha sido pacífico.

F. G.: —Porque están respondiendo a un modelo radicalmente distinto, en términos históricos, territoriales, etcétera. El caso checo es el único que excepcionalmente se produce mediante una ruptura no dolorosa, aunque no haya reportado ventaja alguna para nadie, y sus consecuencias no hayan hecho más que empezar. No nos sirve de ejemplo para el País Vasco desde ningún punto de vista. ¿Qué significa una Euskadi independiente en Europa? ¿Que se organiza un Estado de las tres provincias vascongadas, o de las tres provincias vascongadas más Navarra, o incluso más el País Vasco francés, o también hay que restar Álava o Vizcaya si no quieren? ¿Qué significaría eso en nuestra relación con Francia, que le transferimos directamente un problema que no han tenido, ni tienen? Integrar a un País Vasco independiente en la UE, con el apoyo de España y de Francia, incluidos los problemas que te digo, es una quimera —además de no servir para nada, salvo para dejar en manos de unos fanáticos asesinos el destino de los que quedaran en ese barco.

J. L. C.: —Pero entonces ¿por qué no bilateralizamos el problema vasco con Francia? ¿Por qué sigue siendo un problema exclusivamente español y no un problema hispanofrancés?

F. G.: —Porque Francia no lo tiene, reitero. Ni creo que lo vaya a tener, salvo que se produzcan acontecimientos extraños.

J. L. C.: —No lo tiene en la medida que nos lo han exportado. No digo que ellos sean responsables de la situación española, pero sí que una manera de no tener el problema en su casa ha sido mantener una posición ambigua en el conflicto.

F. G.: —Nada ambigua, de santuario durante mucho tiempo. Pero no han sido nunca ni el origen del problema, ni los responsables. Durante un tiempo, su consideración de España estaba condicionada por la dictadura.

J. L. C.: —Y conectaba con el apoyo a los refugiados de la guerra civil, aprovechaba el pretexto de la protección al exilio. Por eso no comprendo por qué si ETA ha querido sentar a Francia, repetidas veces, en la mesa de juego, nosotros no hemos aprovechado eso.

F. G.: —Es fácil de explicar: Francia no se siente concernida y, plantear algo así supondría una regresión en el proceso de construcción europea, probablemente irrecuperable. París no aceptaría nunca, y tendría toda la razón, que un Estado integrado dentro de la UE le transfiriera directamente un problema que no es suyo. Históricamente, Francia resolvió su diversidad mediante la revolución y el pacto republicano, que aceptaron también los vascos franceses. Hecho que en España nunca se produjo.

J. L. C.: —Siempre volvemos al mismo rondó, Francia es un Estado-nación que surge de un pacto republicano, mientras que España es un Estado-nación que nace de un ejercicio despótico del poder.

F. G.: —Eso es. Incluso cuando este despotismo era ilustrado. No es imaginable que vaya a haber en Europa un acuerdo que permita un País Vasco independiente. Y ¿por qué no Cataluña, en ese caso?; ¿por qué no la Cataluña francesa, la Bretaña, la Padania? Éste es un camino absolutamente imposible de ensayar.

J. L. C.: —De todas maneras el Estado-nación sigue en crisis hasta para reconocer su propia crisis. Es, desde luego, impensable, al menos a corto plazo, un proceso en el que Córcega, Bretaña, las Baleares, Sicilia, Padania, etcétera, se independicen. Es impensable, digo, aunque más pensable hoy que hace treinta años, o hace veinticinco. Al mismo tiempo, para dificultar todo lo que se parezca a eso, estamos fortaleciendo artificialmente los Estados tradicionales, en pleno agotamiento de su fórmula. En una palabra, el Estado-nación de antes sirve, sobre todo, para impedir que se engendren otros de nuevo cuño.

F. G.: —No, no, no, el Estado-nación se está debilitando consistente y permanentemente, pero con reacciones nacionalistas que tienen cierta rentabilidad.

J. L. C.: —De todas maneras, manejamos cantidades que no son homogéneas. Francia es un Estado centralizado desde Napoleón, España está unificada desde hace quinientos años, mientras que Alemania, Italia, todo lo que ha sido Centroeuropa, realmente ha estado en convulsión continua hasta anteayer. ¿Por qué es tan impensable un cambio sustancial en las fronteras, si ya se está produciendo no lejos de aquí?

F. G.: —Por favor, no, no… Te equivocas. Cuando yo digo que es impensable, quiero decir que no es previsible en el horizonte en el que uno puede hacer cálculos políticos. Si lo que se me pide es una declaración de mis convicciones históricas, la forma en que conocemos el Estado desde el siglo XIX, la forma moderna en que se organiza de acuerdo con las exigencias de la nueva economía de entonces, de un nuevo sistema productivo conocido como industrialización…

J. L. C.: —… va a desaparecer…

F. G.: —Ya te digo que va a desaparecer como desapareció la forma anterior de organización política.

J. L. C.: —La cuestión es qué debemos construir como alternativa, cuál es el futuro de la organización política y administrativa de la democracia.

F. G.: —El problema está en qué capacidad tenemos de anticipar ese futuro, para encontrar nuevos paradigmas, nuevas respuestas que hagan menos angustiosa la dinámica del cambio. Éste es nuestro desafío. Por eso, cuando uno habla de semejante crisis se producen escalofríos en los países emergentes, que no han llegado todavía a tener la solidez de los Estados centrales a los que tratan de imitar. En México, que es una nación con fuerte identidad, por ejemplo, no están dispuestos a discutir eso, pero tampoco en Costa Rica, Lituania o Eslovenia.

J. L. C.: —No es cuestión de tamaño. Sucede lo mismo en Argentina que en Uruguay.

F. G.: —Muchos de esos países no han madurado su experiencia como Estados-nación, porque el proceso de industrialización se ha retrasado y la democratización no ha creado instituciones sólidas. En España, nuestro Estado-nación es maduro por antiguo, aunque desde el punto de vista democrático no se puede decir lo mismo.

J. L. C.: —El piélago de idiomas y la diversidad de culturas, de lo que antes hablábamos, tienen mucho que ver con todo el proceso. Antes de la existencia del Estado moderno, de alguna forma, las patrias, las naciones, eran las lenguas.

F. G.: —«Soy de nación sevillano» que diría Cervantes. Pero no es lineal. Si ves la evolución del continente americano en su lucha por la independencia, México, América Central y el Sur estaban ligados por un mismo idioma, mientras que el Norte era lingüísticamente plural. Sin embargo, los hechos y las decisiones políticas llevaron a la constitución de EE UU, mientras el sur incurría en la dispersión, frente al sueño bolivariano.

J. L. C.: —De todas formas, el concepto de nación como patria es relativamente tardío, y en principio mucho tenía que ver con la cultura: la lengua, la religión, eran identidades culturales, que luego devenían en políticas. La discusión sobre si Colón era genovés, balear, o lo que fuera, carece en gran parte de sentido para la sensibilidad de su tiempo. Colón era un ciudadano europeo que circulaba con toda libertad, podía haber nacido en Génova, vivir luego en Lisboa, mudarse a Sevilla o Córdoba… en su época la identidad no la garantizaba la autoridad competente mediante la expedición de un carné, se funcionaba sin pasaporte, no había que atravesar fronteras con barreras y aduaneros. Las lenguas y el vasallaje definían, mucho más que cualquier otra cosa, a las patrias.

F. G.: —Españoles eran aquellos que hablaban la lengua de Hispania, que da origen a la denominación del castellano como español.

J. L. C.: —Por eso, aunque nos cueste reconocerlo, en la definición de la identidad europea, cara a la ampliación de la UE, la homogeneidad cultural de alemanes, checos, parte de polacos, austríacos, incluso suizos, es algo que cuenta. En lo que se refiere a España, nuestros lazos comunitarios, de identidad, son más fuertes con América Latina, al margen de los intereses políticos o económicos, tenemos una mirada atlántica, bastante alejada de esa identidad europea, que proclamamos. Y existe, también, otra mirada mediterránea, fundamental en nuestra historia y en la de media Europa, independientemente de que ahora no se esté potenciando. ¿No disgrega eso el esfuerzo unitario europeo al mismo tiempo que se disuelve el Estado-nación? Los procesos de identidad cultural y lingüísticos son un obstáculo bastante más serio de lo que queremos reconocer para la consolidación de la UE. Cuando hablamos de que hay dos Europas, la occidental y la central o del este, yo pienso, como Luigi Barzini, que en realidad la línea divisoria del continente es, de nuevo, la que separa el norte del sur. Está la Europa septentrional, la de la mantequilla y la cerveza, y la meridional o mediterránea, basada en el vino y el aceite de oliva, y con lazos históricos profundos con el norte de África.

F. G.: —Hay una parte de verdad en eso, y otra que es una elucubración no consistente. También cuentan, y creo que con más peso, las líneas divisorias étnico-religiosas. Mira a los Balcanes, y percibirás al Oriente Próximo en las zonas musulmanas. Los problemas de identidad no son racionales. En el centenario de la Sociedad General de Autores, comenté públicamente este componente no racional de la identidad. «Si hablo con un alemán, sé que estoy hablando con un alemán, y somos diferentes. Si los dos, el alemán y yo, hablamos con un japonés, sé que dos europeos estamos hablando con un oriental, y sentimos la identidad europea, frente al otro, al que vemos diferente. Pero si el alemán y yo hablamos con un colombiano, o con un mexicano, mi identidad pasa a ser inmediatamente hispana y no europea porque, sin pensar en ello, me siento más próximo del latinoamericano que del alemán». Hay una parte de ficción en mi identidad europea, si la coloco sobre mi identidad iberoamericana, que es más fuerte, aunque mis intereses pueden no ser más importantes. Eso no es ningún obstáculo dentro de la globalización, antes bien, significa mi enriquecimiento añadido. La diversidad lingüística es sólo un obstáculo en la eficiencia del funcionamiento de Europa, pero sería una catástrofe si tratáramos de desconocer una realidad como ésa.

J. L. C.: —Identidades aparte, la crisis de los Estados desvirtúa también la definición de las residencias del poder. ¿Dónde está? ¿Quién lo tiene? ¿Sobre quién se ejerce? ¿Son los gobiernos nacionales, las empresas, las iglesias o sectas religiosas?

F. G.: —Esa pregunta se podía haber hecho perfectamente en tiempos de Carlos V o Felipe II, por no remontarme a Roma.

J. L. C.: —Entonces el poder lo tenían el emperador y el virrey, el poder lo tenían los ejércitos y la Iglesia. Era un poder flexible, según las circunstancias, y en lo que se refiere al Imperio, distante, lejano, tardío en la toma de decisiones…

F. G.: —Eso, un poder de una gran flexibilidad, con caciques locales, príncipes locales, socios locales, como los quieras llamar. La posesión del territorio era un factor fundamental de dominio, cosa que ya hoy no se produce…

J. L. C.: —Ahora hay una crisis del poder tradicional, una traslación de los centros de decisión de las instituciones políticas a las grandes multinacionales.

F. G.: —Eso era claro hace ya treinta años. La crisis de poder es la de la representatividad política. Hay que repartir poder hacia abajo. Tenemos que aceptar que la democracia sea local, relevante para la vida de los ciudadanos, y tener, al mismo tiempo, un poder global. Ésa es la organización deseable para Europa. El poder del Estado-nación será cada vez más un poder de coordinación, hacia abajo y hacia arriba.

J. L. C.: —Eso está muy bien, yo lo apoyo, pero naturalmente hay una resistencia profunda de las burocracias y de los sistemas del Estado-nación, que se niegan a que tal cosa suceda, tienen reflejos condicionados, y tratan de impedir el proceso. Un ejemplo: las telecomunicaciones. Decimos que la nueva economía y la nueva civilización tienen mucho que ver con ellas, ¿por qué entonces no creamos una autoridad común europea, como la comisión federal americana, para las telecomunicaciones? Hemos sido capaces de poner en pie la moneda común, el euro, y no lo somos, sin embargo, a la hora de organizar las tecnologías avanzadas en el plano europeo, pese a que todo el mundo dice que el futuro está directamente relacionado con ellas.

F. G.: —Eso digo yo. Seguro que en el nuevo reparto de competencias esto será mucho más relevante que las que se refieren a agricultura y pesca.

J. L. C.: —No es que exija responsabilidades, pero tú has gobernado un estado de la UE durante casi catorce años, y tampoco has hecho mucho en ese sentido, pese a que es un clamor de los usuarios, de la industria, porque es algo de sentido común. Lo mismo vale para la energía. ¡Hay que ver el maremágnum europeo en el sector! ¿Qué sentido tiene que nosotros no tengamos energía nuclear y la tenga Francia? ¿Y a qué criterios obedecen las trabas fronterizas que se están poniendo a las inversiones de unos países en otros?

F. G.: —A ninguno. Pero en relación con el tema europeo me cuesta aceptar el reproche. Ya te he dicho que viví la década de la galopada europea, y ayudé seriamente a que se produjera.

J. L. C.: —Pero hay una resistencia, incluso violenta…

F. G.: —… la resistencia que provoca la necesidad de mantener el chiringuito.

J. L. C.: —¡Qué cosa más notable! En medio de la revolución digital, en la que no existen fronteras para el flujo de capitales ni de informaciones, en casi todos los Estados del mundo existen fortísimas limitaciones a la inversión extranjera, precisamente, en medios de comunicación. A la CNN no se le permitiría tener más del 25 por ciento de una licencia de televisión en España. ¿No te parece risible? ¿Es menos global el poder de la CNN, por eso? Todo esto constituye un contrasentido absoluto, y es también un reflejo de las defensas atávicas del Estado-nación… Porque, al final, la realidad desborda esos límites y se provocan concentraciones peores que las que quieren evitarse.

F. G.: —Es peor. Es la consecuencia de una clase dirigente que no vive en tiempo real el cambio civilizatorio en curso y que no quiere enterarse de lo que significa el impacto de la revolución tecnológica y la globalización sobre la realidad en la que operan. Es la renuncia a la principal función del liderazgo político, que constituye en anticipar lo que ocurre para darle a la gente la seguridad de que tiene un horizonte despejado. Por eso están sorprendidos por los movimientos antiglobalización, perfectamente previsibles hace más de un lustro.

J. L. C.: —Uno de los objetivos del Estado moderno, tal y como lo hemos conocido, era construir la sociedad del bienestar, pero en la medida en que se debilite aquél, se debilitará también su capacidad de generar esta última.

F. G.: —Depende…

J. L. C.: —¿De qué pende?, como dicen los castizos.

F. G.: —De la organización que lo sustituya y de la capacidad para comprender un cambio que exige nuevos paradigmas. Estoy hablando de dos transformaciones fundamentales. Una es estructural y, la otra, funcional. El cambio estructural significa descentralización hacia fuera y hacia dentro: por una parte, la Unión Europea, por la otra, el Estado de las autonomías. ¿En qué consiste, dentro de esa nueva situación, el papel del Estado-nación tal como lo conocemos? En algo insustituible: la coordinación entre esos nuevos centros de poder y la capacidad de tomar decisiones ejecutivas. Los Estados no pueden ser sustituidos por la participación de las regiones en el proceso de toma de decisiones ejecutivas, de otro modo el proceso se bloquearía. El problema es que, en la Europa ampliada, la posición de Estonia pesará más que la de Baviera, y eso será difícil de encajar.

J. L. C.: —Los Estados no serán sustituidos, pero sí compensados en cierta medida, o complementados, desde luego.

F. G.: —¡Perdóname! He dicho, con toda precisión, en el proceso de toma de decisiones ejecutivas. Si fueran sustituidos los Estados por unidades descentralizadas internas, la resultante de la Europa de veinticinco sería…

J. L. C.: —Ciento veinticinco…

F. G.: —… o doscientas treinta unidades descentralizadas, participando en un proceso de toma de decisiones.

J. L. C.: —Parece el retorno de las tribus.

F. G.: —Resultaría imposible. Un Ejecutivo así no estaría capacitado para coordinarse en tiempo real —ni siquiera ahora lo está— a fin de tomar decisiones. Entonces, ¿cuál es la función más clara, desde el punto de vista de la distribución territorial del poder, del Estado-nación? Por el momento, es el único ámbito de representación y coordinación al que estamos habituados, por la historia, por la identidad. Es el único que pesa en el subconsciente colectivo como poder político real, aunque no tenga las competencias decisivas que lo definen.

J. L. C.: —Eso lo entiende todo el mundo.

F. G.: —Es un ámbito de coordinación estructural de las competencias de acuerdo con principios de subsidiariedad, identidad y cohesión. ¿Es pura subsidiariedad? No, y reconocerlo sólo así sería practicar un culto a la razón que nos puede llevar al desastre. Es también identidad comprender que para los ingleses Westminster significa más que para los españoles la carrera de San Jerónimo. ¿Los Borbones forman parte de la identidad de un español? Desde luego, más que la república. Nunca la identidad española ha sido republicana, ha sido antimonárquica en todo caso, pero republicana, no. Y es, por último, cohesión. Cada conjunto de poder resultante tiene que mantener, dentro de la diversidad, elementos de cohesión, algo que se parece a la solidaridad, el Estado del bienestar o como se quiera llamar. No estoy haciendo definiciones apriorísticas ni congeladas en el tiempo. Como se está olvidando esto, estamos viviendo la paradoja de que el rechazo de los movimientos antiglobalización se dirige lo mismo contra la Unión Europea que contra el Fondo Monetario.

J. L. C.: —En todo este relato, que me parece muy brillante, me lo parece de verdad, ha desaparecido la palabra «soberanía», por la que se hacen las guerras y mueren las gentes.

F. G.: —¿No se hacían más por un sentimiento identitario, de cualquier tipo, aunque durante una época coincidiera con el de soberanía nacional? La soberanía, como moneda acuñada en los límites de la nación, con la cara de un señor que parece decir «éste es el territorio sobre el que meo», como el gato, y para definir ese territorio no sólo hace circular una moneda, sino que pone una frontera con un aduanero que no le permite pasar al extraño —extranjero— o salir al nacional…

J. L. C.: —… y unas Fuerzas Armadas que defienden esa frontera territorial.

F. G.: —Todo se corresponde, estrictamente, con un determinado modelo de organización política —recuperemos a Carlos Marx— derivado, de alguna manera, de las exigencias del sistema de producción que genera la sociedad industrial.

J. L. C.: —Yo me siento bastante contrario a la exaltación del concepto de soberanía.

F. G.: —Yo no, me parece un asunto serio, debo ser un nacionalista de mierda… (risas).

J. L. C.: —Disfrutamos con toda clase de manifestaciones al respecto: desde que la soberanía reside en el pueblo, que es, digamos, la base teórica de la democracia representativa, a toda la retahíla de Estados soberanos, etcétera. Pero el Estado ha perdido poder sobre sus propias decisiones y, en muchos aspectos, no ha sido sustituido por instituciones supranacionales. Al mismo tiempo, la globalización está generando formas de soberanía incontrolada, sea la de las multinacionales, sea la de cualquier otro tipo de instancia que no tiene que ver con la democracia. O sea que, en nuestros días, en muchos aspectos la soberanía ya no reside en el pueblo.

F. G.: —Te equivocas, en democracia sigue haciéndolo, pero lo que el pueblo soberanamente decide no es lo más relevante para su destino cuando ejerce su derecho al voto…

J. L. C.: —Pues si esa soberanía no sirve para las cosas más importantes que afectan a ese pueblo, no resuelve su felicidad, ni enfrenta su destino, si las grandes decisiones que afectan a sus vidas están siendo tomadas por instancias no representativas, fuera del ámbito tradicional del ejercicio de la soberanía, ¡vaya consuelo tengo al saber que el pueblo es soberano!

F. G.: —Un Estado-nación puede perder soberanía de dos maneras. Para compartirla, que no es perderla, en realidad, sino ejercerla de manera diferente, o porque la estructura del poder está cambiando y el poder político no responde a las nuevas necesidades. En realidad, están surgiendo nuevos actores en esta civilización de la red, que aún no han sido reconocidos ni han asumido su papel.

J. L. C.: —Tomemos como ejemplo la existencia del Banco Central Europeo, que supone una pérdida de soberanía de los gobiernos de los países. Los economistas liberales dicen que las autoridades monetarias tienen que ser autónomas del poder político; sin embargo, esto en EE UU no es exactamente así.

F. G.: —En ningún lado es así. Pero es un buen ejemplo de lo que llamo compartir soberanía, si se hace bien.

J. L. C.: —En Europa, aun si el Banco Central no es autónomo del poder político, se comporta como si lo fuera, porque lo que no se sabe es dónde está ese poder político europeo. ¿Con quién habla Düisenberg para tomar las decisiones sobre los tipos de interés, que acaban afectando a las hipotecas, a la economía doméstica de millones de ciudadanos? ¿Qué poder político hay en Europa?

F. G.: —Ninguno, en el sentido clásico. Y no se está siendo coherente con esa transferencia de soberanía. El proceso de la década 85-95 está frenado, abriendo brechas importantes en el modelo que se puso en marcha.

J. L. C.: —Entonces, ¿por qué nos sorprendemos de la debilidad del euro?

F. G.: —No sólo no me sorprendo sino que la explico justamente como el resultado de una crisis de funcionamiento estructural: política monetaria única, sin política económica de referencia. Ahora sucede que, en momentos de turbación económica mundial, el dólar es refugio, y en momentos de crecimiento, el dólar es también refugio. Si EE UU va mejor que Europa, el dólar es más fuerte, pero también lo es cuando el crecimiento europeo es mayor relativamente. La política monetaria americana funciona con una Reserva Federal y un Gobierno federal que tiene un presupuesto de más del 20 por ciento del PIB del país, y hace una política económica de acompañamiento a la monetaria, y a la inversa. El Banco Central Europeo no puede funcionar así en las actuales circunstancias, porque las situaciones relativas de los Estados miembros no le permiten una política de tipos coherente con todos.

J. L. C.: —Esto tiene que ver con la cuestión anterior acerca de dónde reside el poder, quién toma las decisiones que afectan a los ciudadanos y, en definitiva, para qué eligen éstos a sus representantes.

F. G.: —Pero no es una consecuencia que se deriva necesariamente de la globalización, si lo fuera estaría afectando por igual a EE UU que a Europa, y no es así. EE UU es una democracia local con un gobierno global, y ésa es la estructura más flexible y mejor imaginable para enfrentarse a los desafíos del momento. El modelo supone, entre otras cosas, que su Reserva Federal responde a necesidades, no sólo de estabilidad de precios, sino de una política económica representada por el gobierno federal, capaz de actuar contra el ciclo económico.

J. L. C.: —Vuelvo a mi ejemplo. El señor Greenspan habla con el señor Bush y se ponen de acuerdo, ¿con quién habla el señor Düisenberg?

F. G.: —Con nadie, y con todos, con el Ecofin, con el Grupo de los Once, no sabe con quién hablar para coordinar las políticas. En ese aspecto, Europa sufre las consecuencias de la falta de respuesta en su estructura política al desafío de la globalización. Pero EE UU y Europa padecen efectos comunes, como el desplazamiento de los poderes del ámbito político representativo a las empresas. Ya no es la multinacionalización de éstas, comprando mercado fuera de sus países. Ahora son verdaderas transnacionales, cuya identidad se diluye cada vez más, articulando sus centros de producción sin criterios nacionales. La información, las finanzas y la economía escapan rápidamente del ámbito del Estado que, en la visión de Marx, era la estructura jurídico-política adecuada para el desarrollo del capitalismo industrial. Y tenía razón, al menos en esa perspectiva. Pero la estructura industrial hoy es irrelevante; las toneladas de acero no definen el grado de desarrollo de un país sino más bien el de subdesarrollo, o su carácter de país emergente, agente de las actividades industriales clásicas que abandonan los países llamados centrales.

J. L. C.: —Me pregunto cuál es la función de la política en un mundo como el que describes. La política tiene hoy mala prensa y los políticos un problema de imagen. Si el poder se desplaza hacia otros sectores y vuestra funcionalidad desaparece, empeora la situación.

F. G.: —Esa función de la política puede estar cambiando sin que sus protagonistas, o la gente, tengan conciencia de la necesidad de adaptarse al cambio. Hay una obligación de responder a los derechos reconocidos en las democracias representativas como derechos de ciudadanía —educación o asistencia sanitaria, por ejemplo— y esa obligación corresponde al poder público. Se puede discutir cómo se hace efectivo su cumplimiento, si directa, o indirectamente, a través del sector privado.

J. L. C.: —Es el poder público quien tiene que garantizar que el derecho existe. El poder público representativo tiene la obligación de responder del cumplimiento de derechos que reconoce como universales.

F. G.: —Sí, pero ¿cuál es la gestión más eficiente y más barata para la prestación del servicio? ¿La pública o la privada? Por reducción, la principal función de la política es la generación de capital humano para que la sociedad pueda desarrollarse, mantener un buen grado de cohesión, incluso ser atractiva para la inversión. Esto es: salud y educación, más entrenamiento en la adaptación a los rápidos cambios que vivimos. He ahí la función básica de la política.

J. L. C.: —Bien dices que por reducción; a mi juicio es un concepto de la política estrictamente reduccionista, en el peor sentido de la palabra.

F. G.: —Pero fantásticamente adecuado a la realidad, si al tiempo es capaz de garantizar seguridad para el ejercicio de las libertades. No estoy seguro de que eso sea reduccionista. Además los servicios públicos de telecomunicaciones, comunicaciones, energía y agua, aun gestionados de forma privada, como es la tendencia actual, tienen que ser regulados para que no haya desigualdades lacerantes en el territorio.

J. L. C.: —Es que el Estado tampoco garantiza ya la seguridad en el sentido tradicional, todo lo más, se encarga de una especie de seguridad doméstica, por así decirlo, y lo hace muy poco eficientemente.

F. G.: —Si garantiza la seguridad interna y mejora el capital humano, en términos de salud y educación, está cumpliendo su función nuclear. De todas formas no es lo único que tiene que hacer. Si los servicios a los que me he referido sólo se guían por la optimización del beneficio —no digo que no lo tengan— será imposible la existencia de una igualdad de oportunidades. Si la optimización del beneficio fuera la única regla de conducta para el funcionamiento de esas empresas, asistiríamos a un proceso de desagregación social y de ingobernabilidad. Como la gente no soporta una situación donde no haya comunicaciones, telecomunicaciones o energía, abandonará el territorio para ir en su busca. Ya está sucediendo, y abordar ese problema es también una responsabilidad política, no sólo a nivel del Estado-nación, sino en los conjuntos regionales supranacionales. Las vías de comunicación, las telecomunicaciones, la energía y el agua son los cuatro factores que definen el futuro del Mercosur, por ejemplo, y nada de eso lo puede resolver aisladamente cada país del área. Desgraciadamente, la crisis actual está poniendo en peligro el proyecto mismo de integración.

J. L. C.: —Porque no siempre pasa así, como tú dices. En España, el Plan Hidrológico Nacional, sea bueno o malo, está diseñado, según dice el Gobierno y confirman sectores del partido socialista, como un proyecto de vertebración del país, de cohesión territorial española, sin tener en cuenta la visión europea o global.

F. G.: —Ése era nuestro plan, mejor o peor concebido, era un proyecto nacional integrador, al que se opuso con ferocidad demagógica el PP en la oposición.

J. L. C.: —Da lo mismo si era vuestro, el PP dice que es el suyo, y en realidad yo no quiero discutir sobre él, no lo conozco bien. Lo que pienso es que sería más razonable, a estas alturas, plantearlo como un proyecto de vertebración de Europa, de cohesión de Europa. ¿Por qué no transferimos agua del Ródano, si es una solución más barata que otras? ¿Tememos que eso nos haga dependientes de Francia? ¿Y qué? ¿No somos dependientes en tantas otras cosas? La construcción de Europa precisa un cambio de mentalidad profundo que choca con nuestros demonios familiares.

F. G.: —A mí esa reacción hipernacionalista me parece ridícula. Pero sí importa calificar el proyecto, aunque ahora no entremos en él, porque define la irresponsabilidad del PP en un aspecto importante. Ahora se limitan a sacar agua del Ebro, nada más.

J. L. C.: —Portugal, por ejemplo, no puede hacer un plan hidrológico sin España, porque todas sus cuencas nacen aquí. Por lo tanto, tampoco el Estado-nación portugués, él solo, puede garantizarle a sus ciudadanos acceso a un recurso como el agua, sin acudir a una institución supranacional.

F. G.: —También es ridículo combatir la fiebre aftosa poniendo alfombrillas en las fronteras y en los aeropuertos. No hay alfombras para las gaviotas, ni para los patos, los ánsares u otras aves migratorias, que, por cierto, son las que más están en contacto físico con los animales enfermos. La ordenación del territorio debe hacerse a nivel europeo, pero por el momento no es posible. Uno de los elementos que ha utilizado Haider para sustentar su política xenófoba y nacionalista antieuropea es que iba a haber trasvases de agua de Austria a España, de la Europa húmeda a la seca. Por eso, es paradójico que, cuando se plantea por la Generalitat traer agua del Ródano, la reacción nacionalista excluyente se produzca por parte de Madrid. Lo único razonable es ponerse de acuerdo con Portugal en la ordenación de las cuencas hidrográficas internas y con Francia en los excedentes de agua. Claro que, hablando de estas cosas, también los tecnólogos tendrían que explicar por qué la humanidad tiene escasez de agua, cuando vivimos en un continente cuyas cuatro quintas partes están compuestas, precisamente, del líquido elemento.

J. L. C.: —Sea como sea, misiones tradicionales del Estado en lo que se refiere a distribución de energía, agua, telecomunicaciones, y al mantenimiento de vías de comunicación aéreas o marítimas, exceden hoy las capacidades del Estado nacional. Una huelga de controladores de Francia paraliza el tráfico europeo.

F. G.: —Porque no se coordinan los Estados. Es absolutamente ridículo que el tráfico aéreo sea, en la Europa actual, una competencia nacional, lo cual no quiere decir que no dependa la responsabilidad regulatoria de quien la tiene. La cumbre de Niza debió poner solución a todo esto pero fue un fracaso, reconocido después.

J. L. C.: —Fue un paso atrás, más que un fracaso. No se consiguió lo que se pretendía e incluso hubo un retroceso, aunque la prensa no lo reflejara así. Pero parece que éste es un efecto que habéis generado también los impulsores de Europa: si los periódicos o los otros medios dicen que Europa está en crisis, Europa se pone en crisis. Es lo mismo que con la economía. Por eso lo correcto era decir que salió bien.

F. G.: —Como los políticos parecemos cada vez menos consistentes y mandamos menos en la agenda, quien manda es lo mediático. Y lo inmediático. Ése es un fenómeno que se retroalimenta. En todo caso, la estructura de Europa y sus funciones tienen que ser definidas, en una parte sustancial, no porque se haya caído el Muro de Berlín, sino por las razones por las que se ha caído, es decir, por un salto tecnológico cuyo impacto sobre la estructura política puede hacernos perder el tren de la historia. Hay que responder a ese desafío de la globalización con un nuevo reparto del poder y una concepción adecuada de las funciones de la política en relación con el fenómeno de la globalización.

J. L. C.: —Si el Estado-nación se hizo en torno a lo que se viene llamando el pacto republicano, pienso que se necesita un nuevo pacto a escala continental. Cuando hablas de la ciudadanía europea, o de la carta de los ciudadanos de Europa, a mí me parece una fuga, o una perífrasis, respecto a lo que efectivamente se está necesitando, que es una constitución europea.

F. G.: —Eso es una petición de principios.

J. L. C.: —No lo creo. Necesitamos una constitución, un pacto republicano en torno a la soberanía europea, ya que nos sigue gustando ese vocablo, en el que se delimiten derechos y deberes de los ciudadanos de Europa y se establezca dónde residen el poder y las formas de controlarlo. Como no se está pensando en una constitución europea, seguimos a base de tratados interestatales.

F. G.: —Esa constitución no se va a hacer, en el sentido que al concepto le da la doctrina clásica, porque, aunque es una necesidad que se puede racionalizar, no tiene en cuenta los elementos no racionales que la harán imposible. No veo en el horizonte la convocatoria de una asamblea constituyente de veinticinco Estados europeos.

J. L. C.: —No se va a dar porque nadie se pone a la tarea.

F. G.: —Como no va a haber un proceso constituyente europeo en el sentido tradicional, la única manera de resolver el problema, para un pragmático como yo, es la recuperación de un liderazgo que dé los pasos necesarios para que haya un proceso constitutivo de una nueva estructura y unas nuevas funciones de Europa, aun sin esa asamblea constituyente. Como no será constituyente, en la percepción doctrinal del término, por eso lo llamo constitutivo, y en éste hay que superar los elementos de crisis que hemos analizado. Por ejemplo: incoherencia entre política monetaria y política económica, entre responsabilidad central o centralizada, bruselense y periférica, en política comercial y exterior y en política de seguridad y libertad. ¿Cómo hacerlo de manera que aquellos europeístas que creen que el acervo comunitario —el famoso aquis communautaire— es intocable, no se pongan nerviosos, no piensen que nadie viene a traicionarlos para revisarlo? ¿Cómo, para que los antieuropeístas no aprovechen la revisión, liquidando los elementos de cohesión, a fin de reducirnos a la zona de libre cambio que cuestionan los antiglobalizadores? Ese acervo no es soportable ni desde el punto de vista reglamentario, ni desde el de las competencias de la Comisión en algunas materias, que eran importantes hace cincuenta años, pero que no son relevantes hoy, en plena globalización. Por ejemplo, las que se atribuían a Bruselas para garantizar que Europa no pasaría hambre, porque produciría la alimentación suficiente; algo normal después de la segunda gran guerra y de las experiencias migratorias europeas. Hoy tendría más lógica, sin embargo, que fueran de competencia central la ordenación del territorio, las telecomunicaciones, o la lucha contra la criminalidad organizada.

J. L. C.: —O la política energética. Pero eso no lo van a propiciar los Estados porque el único reducto de soberanía que les queda son los antiguos monopolios, protegidos por culpa de los reflejos casi condicionados de las burocracias. Ahí es donde afirman su poder.

F. G.: —Como en todas partes cuecen habas, imagínate qué consistencia puede seguir teniendo que Estados Unidos mantenga una diferenciación entre la telefonía de larga distancia y las llamadas locales. Es larga distancia hablar con la República Dominicana desde Miami, y no lo es llamar desde Miami a Los Ángeles.

J. L. C.: —La diferencia es que para que cambie eso, yo sé que tengo que hablar con el responsable de la Comisión Federal de Comunicaciones, nombrado por el Gobierno federal. Le convenceré o no, pero sé adónde dirigirme. ¿Dónde está el interlocutor en Europa? Hay uno por cada país.

F. G.: —La respuesta a tu inquietud es que las autoridades del Estado-nación, en una situación como la que estamos viviendo, tienen la tentación de manifestar su poder sólo interfiriendo, no resolviendo problemas. Por eso, el proceso europeo es cada vez más intergubernamental, y la Comisión pierde peso.

J. L. C.: —Es terrible, ¿no?

F. G.: —Totalmente. Durante un viaje con Vicente Fox a California, comenté el significado de lo que quiero decir sobre la política y su importancia. Entrar en un territorio que era México hace ciento cincuenta años, y ver lo que hoy es California o Texas, indica claramente la diferencia, en un plazo de tiempo largo, entre una buena organización institucional de la política y otra deficiente. El poder político es verdaderamente relevante cuando se proyecta en términos históricos. Y, en un momento como éste, sólo puede ayudar a cambiar el destino histórico de un pueblo si produce el mínimo de interferencias en el día a día, orientando las pautas de futuro. A lo que se dedica ahora es justamente a producir esas interferencias. Por eso, el poder, tal como se está ejerciendo, tiene mucha más capacidad de alterar las posibilidades de desarrollo, de crear confusión, que de resolver problemas de fondo. El sometimiento a lo inmediático agrava la situación y dificulta la salida.

J. L. C.: —¡Hay tantos ejemplos! Hoy nosotros protestamos porque en China o en Irán estén prohibidas las antenas parabólicas, pero en Occidente ha habido toda clase de intentos de regulación, por razones estéticas y medioambientales, para tratar de impedirlas, muchos países han frenado su instalación, y eso ha dificultado el desarrollo de tecnologías avanzadas. Es como si se hubieran evitado las farolas del alumbrado público porque destruían el medio ambiente. Cuando el poder político empieza a ejercer atribuciones que limitan el desarrollo tecnológico, lo único que puede hacer es dificultarlo, pero no pararlo.

F. G.: —Pararlo no, pero lo retrasa, y lo decisivo hoy no es si se va a llegar o no, sino si se va a llegar a tiempo. Antes de que otro llegue y ocupe el territorio.

J. L. C.: —Tus gobiernos son responsables de no pocos de esos retrasos, por ejemplo de la falta de desarrollo del cable en España.

F. G.: —Pero con una diferencia: que cuando nosotros gobernábamos era bastante explicable, dada la velocidad del proceso, que tuviéramos una percepción menor de lo que significaba el cambio tecnológico. Incluso Japón erró.

J. L. C.: —En la lectura de las memorias de Azaña, una de las cosas que más me llamaron la atención fue lo preocupado que andaba por Telefónica, hace setenta años. Era el monopolio de las telecomunicaciones y estaba, entonces, en manos de la ITT y de los americanos, como hoy está en manos de ellos esa tecnología avanzada que no dominamos. El caso es que condicionaba gran parte del tiempo de la gobernación de Azaña, dedicado, por lo demás, a escuchar todo lo que se hablara en el país.

F. G.: —Entonces tenía más explicación, porque la información, por su limitada difusión, era poder, y la comunicación subsiguiente era poder. Hoy no lo es, no somos capaces de comprender que ya la información en sí no es poder, sino la administración y la coordinación razonable de la información, para obtener resultados operativos.

J. L. C.: —La información es un bien mostrenco, un bien público, que está al servicio y al alcance de todos.

F. G.: —Luego ya no es poder en sí misma. Lo que tiene el poder político hoy es capacidad para impedir, durante cierto tiempo, que la gente se comunique, se relacione, acceda, es el único poder que tiene: retrasar el proceso. El liderazgo no se demuestra por disponer de información sino por la capacidad para producirla y utilizarla.

J. L. C.: —Yo comento esto, simplemente, para señalar la importancia social de las telecomunicaciones en las relaciones con el poder de los gobiernos.

F. G.: —Como decían los estrategas del Vaticano en los ochenta, las catedrales del siglo XXI son las telecomunicaciones, es la Red, no son las grandes construcciones en piedra. Lo que les interesa saber es cómo desde Roma se da una orden que llega hasta la última parroquia del mundo con rapidez y eficacia. La prioridad de las telecomunicaciones es superior incluso a la de la energía, porque es lo que expresa mejor la revolución que se ha producido, es la liquidación del tiempo y la distancia en la comunicación entre los seres humanos. Todas las revoluciones que en el mundo han sido dignas de ese nombre son, fundamentalmente, comunicacionales, y por eso cambian las pautas culturales, en el sentido profundo del término. Por eso producen cambios de civilización. Al fin y al cabo, una revolución de la comunicación fue lo que nos permite hoy comer patatas a los europeos.

J. L. C.: —En ese marco, la democracia representativa tiene por delante desafíos que no sabe cómo afrontar. En términos históricos, podemos estar asistiendo al comienzo de su agonía.

F. G.: —Hasta ahora preservemos la que existe, o la poca que va quedando, porque no tenemos ningún elemento sustitutivo. Las formas de representación política van a ser diferentes, pero mientras eso sucede, lo prudente es seguir con lo que hay. Espero que la democracia representativa sea flexible para asumir nuevos modos de realización. El ámbito de proyección del poder está cambiando, y, por ende, la estructura y las formas de representación cambiarán. Emerge una ciudadanía supranacional, que puede ser europea, por darle un ámbito regional comprensible, pero puede ser supranacional en el ámbito de lo hispano, o en el mundial. Algunas de las ONG sin fronteras están marcando esa tensión hacia una nueva ciudadanía.

J. L. C.: —Pero las ONG no son representativas y, además, hay toda clase de ellas. Pensamos habitualmente en Médicos sin Fronteras, o en Médicos del Mundo, organizaciones de signo solidario, pero también está el Comité Olímpico Internacional, tan ONG como cualquier otra, y tan discutible y censurable en sus métodos, como sabemos. Hay montones de chiringuitos que se dedican a defraudar en nombre de la solidaridad. ¿Quién nos garantiza a nosotros que es mejor una ONG que otra?

F. G.: —Nadie. Ni que son mejores, en su conjunto, que los partidos políticos. Lo cual no significa que no estén marcando una concepción, en algunos casos, de ciudadanía supranacional, no dependiente del ámbito del Estado, una ciudadanía que no está sometida al control clásico del Estado-nación. Hay, además, otro factor que está haciendo inadecuada la estructura representativa tradicional: el proceso de toma de decisiones se ha hecho tan vertiginoso, en materias muy relevantes para los intereses cívicos, que no sólo no es capaz de seguirlo el Parlamento, sino que el propio Ejecutivo se muestra excesivamente lento. No digamos ya cuando se trata del proceso decisorio de la Unión Europea.

J. L. C.: —Algo tienen que ver con esto los medios de comunicación. Pedimos a cada rato que comparezcan toda clase de políticos ante el Parlamento para responder de sus acciones y, cuando lo hacen, ya han dicho antes todo lo que tenían que decir: en la televisión, en la prensa. Es inimaginable que alguien vaya al Congreso a pronunciar una frase que ya no se sepa, que ya no haya expresado. Lo único diferente es que lo hace ante un auditorio que representa la soberanía nacional y que supuestamente tiene un poder de control de esa persona, pero igualmente ese auditorio acude a oír lo que ya sabe y a preguntar lo que ya cuestionó a través de los medios de comunicación. Todo el sistema de control de la democracia representativa está de alguna manera interferido, y ayudado a la vez, por los medios.

F. G.: —Siendo verdad lo que dices, hay problemas más relevantes que ésos. Tu descripción forma parte de la inadecuación en el ritmo de toma de decisiones. Mientras la crítica mediática crea un determinado ambiente, si funcionara la democracia representativa, el paso por el Parlamento sería un auténtico control del Ejecutivo. Pero está perdiendo relevancia. Cuando un ministro dice en el Congreso que no había participado en la decisión de condonar 8.500 millones de pesetas a Ercros[18], y se averigua, dos meses después, que sí lo había hecho, no se detrae ninguna responsabilidad. Ésta no es una crisis de la democracia representativa derivada de la revolución tecnológica, sino un problema de menosprecio del Parlamento y de sus funciones. En el partido socialista, los inventos de primarias, que tan contentos pusieron a todo el mundo, como un ensayo de democracia directa, trataban de sustituir una degradación perfectamente evitable de la democracia representativa. Fuimos a unas primarias porque los congresos del partido no tienen una representatividad razonablemente directa, pues el delegado es de tercer o cuarto nivel. De modo que cuando se decide el nombre de un representante en el congreso, las agrupaciones locales se han olvidado de por qué razón ha salido designado. Eso genera una grave insatisfacción y por lo mismo se pidió una especie de segunda vuelta, que son las primarias, para ajustar las cuentas de lo que no se hizo teóricamente bien en el proceso de selección de candidatos. Las primarias son una impostación de democracia directa por un fallo de la democracia representativa. En España hace falta una reforma electoral que obligue a los diputados y a los senadores a ganarse a sus electores, hacen falta listas abiertas. Por tanto, se están mezclando problemas derivados del cambio civilizatorio y problemas de degradación de la democracia representativa perfectamente evitables.

J. L. C.: —¿Tú no sentías esa carencia cuando estabas en el poder?

F. G.: —Y propuse cambiar el sistema, discretamente, para abrir el espacio, a principios de los noventa, con poco éxito.

J. L. C.: —Habría que cambiar también la provincia como distrito electoral.

F. G.: —Es menos significativo, aunque es cierto que produce distorsiones excesivas. Lo que habría que hacer es redistribuir el voto dentro de ellas de manera diferente, acercarlo más a los ciudadanos y menos a las hectáreas. Pero si hubiera una infrarrepresentación en zonas del país ya muy despobladas, y con tendencia a seguir despoblándose, surgiría un problema; hay que cuidar eso también. Sobre todo hay que pensar en el Senado y en la circunscripción adecuada.

J. L. C.: —Lo mismo habría que hacer en esa constitución europea, que tú dices no tiene que existir pero yo creo que sí. Habría que buscar un sistema mixto de representación de los ciudadanos y de los territorios, cosa que tampoco sucede en Europa. El Benelux tiene un peso completamente desproporcionado respecto a Alemania, Italia, Francia…

F. G.: —O a regiones como Cataluña o Baviera.

J. L. C.: —Un equilibrio entre población y territorio es siempre necesario en cualquier ejercicio de representación política.

F. G.: —La segunda cuestión es la mejora de la calidad de la democracia; el proceso decisorio parlamentario tiene que agilizarse exponencialmente, para lo que hacen falta leyes flexibles, leyes marco. Nos cuesta imaginar procesos legislativos que acompañen e incluso anticipen los cambios tan vertiginosos que estamos viviendo, pero es necesario.

J. L. C.: —También ahí los parlamentos muestran sus carencias, pues, en un mundo gobernado por la tecnología, la ley, el código, es el software. Esto es algo que no ha sido comprendido suficientemente aún. La norma es el software en la nueva sociedad y quien domine éste tendrá el poder, lo mismo que antes lo poseía quien dominaba las leyes.

F. G.: —Estoy seguro de que los parlamentos tienen que cambiar en su funcionamiento, y algo tiene que ver con eso el espectáculo que presencié en el Congreso de California donde cada escaño, cada mesita de diputado, tiene un ordenador personal. No hay un solo parlamentario delante de su mesa que no esté conectado.

J. L. C.: —Ha habido más de doscientas mil personas en 2001 que han hecho la declaración de la renta en España por Internet. ¿Por qué el Estado tiene que tardar meses en hacer las devoluciones del impuesto? ¿Por qué no hacerlo al día siguiente de la declaración? Basta con apretar un botón. ¿Por qué no sabemos, en un par de días, cuál ha sido exactamente la recaudación? En fin, éste es un ejemplo mínimo de lo que sucede en las burocracias, que tampoco son representativas, pero ostentan un enorme poder, y no son capaces de poner la tecnología al servicio de los administrados, sino sólo de utilizarla como arma de represión.

F. G.: —¿Cómo romper ese poder? ¿Cómo cambiarlo para que sirva a los ciudadanos y no se sirva de ellos? A base de que la información esté disponible para todo el mundo y que todo el mundo se comunique en red horizontalmente, con el mínimo posible de restricciones. Eso es mucho más participativo y mucho más democrático. Es mucho mejor un buen software de funcionamiento en red de un partido, que todas las propuestas de primarias y de secundarias. Y, sobre todo, más democrático. Lo inquietante, claro, es que entonces una buena idea se le puede ocurrir a quien no es el jefe, y todo el mundo lo sabrá.

J. L. C.: —Eso pasa en las organizaciones políticas y en las empresariales. Las resistencias de la burocracia política a perder el poder de mediación son iguales a las que tienen los ejecutivos en las empresas. En el fondo todo es lo mismo: temas de soberanía, de territorialidad, de poder, en la distribución de bienes y servicios, a escala global.

F. G.: —La diferencia que hay entre las empresas y las organizaciones políticas es que aquéllas tienen el riesgo de fracasar y ser desbordadas a muy corto plazo, y las políticas tienen mucho más tiempo. Afrontan el mismo riesgo, pero con más plazo por delante. El tiempo histórico de un empresario es el que dure en el mercado, que puede ser de dos meses o de un año. El de un político, los períodos entre elección y elección o más: es bastante largo. Lo interesante del debate con la empresa es que los empresarios, casi por obligación, tienen que estar atentos, con las orejas tiesas ante los cambios. Hablo de los empresarios y de algunos ejecutivos, otros son burócratas que defienden su parcela de poder, como se vio en la crisis de la IBM. Ese estado de alerta, esa competitividad, es lo que hace más divertida, intelectualmente, la discusión con el mundo emprendedor que con el de la política.

J. L. C.: —Es preciso profundizar las relaciones de empresa y política en el nuevo entorno, también con los intelectuales —o sea, entre el mundo del conocimiento, la producción de riqueza y la intervención pública sobre esos procesos—. Lo que dicen tantos empresarios de que es malo inmiscuirse en política, en función de que hay que garantizar los intereses de la empresa y eso les puede perjudicar, no es siempre verdad, y se corresponde con una actitud cínica. Lo que quieren decir es que no conviene alinearse con la oposición y prefieren estar siempre con el poder. Es una visión predemocrática de la política, porque la oposición de hoy es el poder de mañana, y viceversa. Me recuerda a esa famosa frase de «yo no soy ni de derechas ni de izquierdas», que siempre han dicho los de la derecha, y jamás los progresistas. Los empresarios que dicen ser políticamente neutrales se meten en política como cada quien, pero siempre en un tipo determinado de política. Si las empresas tienen más poder que los Estados en algunas cosas, es absurdo dar la espalda a esa realidad, que comporta responsabilidades muy definidas. Pero ése es un debate fatal en nuestro país, porque la izquierda no admite que el lucro, la creación de riqueza, sea un motor no sólo legítimo, sino altamente deseable de la actividad económica. Le parece moralmente inadmisible.

F. G.: —Como a los cristianos viejos. Es una postura reaccionaria que, afortunadamente, se está quedando en el pasado. Por eso me interesó el foro Iberia de América Latina, porque por primera vez se pueden encontrar empresarios, creadores culturales y políticos —faltan todavía los tecnólogos— no en un cóctel, no en un acto social y no en una relación oculta de intercambio de favores, sino en un debate operativo que consiga abrir espacios, con un nuevo reparto de roles y responsabilidades en la realidad de la globalización.

J. L. C.: —Sobre esto se habla poquísimo, hay una especie de doctrina en el mundo de la empresa, y también en el de la cultura, en el sentido de que no conviene contaminarse. Las partes sucias son para los políticos y, siguiendo el mismo razonamiento, las groseras para los empresarios. Los escritores y artistas tienden al olimpismo, en el sentido divino, aunque lo hacen nada menos que en nombre del compromiso con la sociedad. De acuerdo con esta teoría, los políticos llevan la policía, administran la cloaca, al servicio del lucro empresarial, mientras los intelectuales atraviesan el cristal sin romperlo ni mancharlo. Algunos de ellos, tan corruptos o más que cualquiera, van por la vida de ángeles de la democracia, cuando son sicarios de los que mandan. Virgilio o Leonardo no se avergonzaban de trabajar a sueldo, pero hoy el mundo está lleno de aprendices que engolan su independencia mientras pacen en el pesebre. La desestructuración entre el poder del conocimiento, el de la empresa y el político, que en la convergencia de la sociedad digital están absolutamente unidos, provoca el infradesarrollo de los países.

F. G.: —Por eso he hablado de la nueva responsabilidad de los empresarios emprendedores. Éstos tienen que conseguir beneficios, y están legitimados para defender sus intereses como clase empresarial, pero también tienen una responsabilidad de dimensión social en una economía en la que el Estado se retira de la producción directa de bienes y deja de ser un factor determinante de la generación de Producto Bruto. Sin embargo, muchas veces no son conscientes de esto último, porque ése era el papel que hasta ahora ejercía el Estado, y ahora se le niega y no se ve forma alguna de compartirlo.

J. L. C.: —Criticamos mucho el capitalismo salvaje y las deformaciones que sufre el sistema en EE UU, pero allí los empresarios, o muchos de ellos, tienen conciencia social. Yo recuerdo con cierta insistencia, en conferencias y seminarios públicos, que Adam Smith, aparte de escribir La riqueza de las naciones, fue autor de un interesante Tratado sobre los sentimientos morales, y que el capitalismo es una doctrina del egoísmo, pero del egoísmo como filosofía, no como desviación del comportamiento. Los primeros culpables de su mala fama son los empresarios, determinado tipo de ellos, entusiastas del capitalismo monopolista de Estado —como lo llamaba Santiago Carrillo—, defensores, y beneficiarios, del proteccionismo, especuladores y ventajistas. La izquierda cultural ha de hacer un esfuerzo por la recuperación de la imagen moral de la empresa como concepto, y abandonar el camino fácil de la crítica de la propiedad.

F. G.: —Con mi gobierno eso cambió mucho.

J. L. C.: —No hablo sólo de la izquierda política, sino de la intelectual… y cambió, sólo, hasta cierto punto. En España la gente se avergüenza, todavía, de defender el universo de los intereses, con lo que se refugia, muchas veces de manera cínica, en el de los ideales, todo el mundo persigue éstos y reniega de aquéllos. Como si los ideales pudieran estar al margen de los intereses. Quizá se debe a la tradición mística y católica del país, a la convicción de que, al fin y al cabo, la vida sólo es «una mala noche en una mala posada», en frase de Santa Teresa.

F. G.: —Ni siquiera se ha hecho esa discusión, que analiza con brillantez Marta de Sanguinetti en un reciente ensayo sobre pureza de sangre y oficios viles, como elementos de identidad que atravesaron, en parte, el Atlántico. Aquí el único debate respetable es sobre valores y, si se trata de valores morales, parece más respetable todavía. En cuanto que se mezclan intereses, el debate empieza a ser algo espurio y miserable, cuando lo único que podría diferenciar unas y otras actitudes es la dosificación de valores e intereses. Los intereses se encuentran mezclados en toda defensa de valores, porque en la vida son inseparables. Y eso es noble, necesario, justo. ¿Qué defienden los sindicatos de izquierda si abandonan los intereses de los trabajadores? E intereses tan puros y duros como que defienden a los ocupados y olvidan, con frecuencia, a los que no lo están.

J. L. C.: —Está tan deformado el diálogo que los sindicatos lo que proclaman, cara a la galería, es la justicia social, un concepto abstracto, válido para cualquiera, no intereses concretos que enfrentan a unos colectivos con otros. Sus verdaderos móviles se disfrazan, en demasiadas ocasiones, de un discurso completamente ajeno, que encubre la factualidad de las cosas. Los sindicalistas deberían comprender que la defensa de intereses concretos, frente a los pronunciamientos de principio que suelen hacer las autoridades, les da una oportunidad formidable de triunfar en sus reclamaciones. Naturalmente, esos intereses suponen también el compromiso con unos valores determinados.

F. G.: —¿Qué es lo que más me confunde de esto? El empresario, por definición, es una persona que quiere el cambio, que vive del cambio y de la apertura de nuevos espacios, salvo que la izquierda lo empuje en brazos de quien aparece comprensivo con su función, que suele ser la derecha. El empresario debería ser progresista, porque su función es contraria al statu quo. Su vocación estratégica es seguir ocupando espacio, renovarlo y ampliarlo. Lo fantástico es que la izquierda haya estado permanentemente en conflicto con quien quiere modificar las cosas y éste haya sido acogido por la derecha que, al menos ideológicamente, no quiere que cambien. Hay que resaltar la función progresista del empresario emprendedor, frente a la función regresiva o conservadora del rentista. En Andalucía deberíamos haber comprendido la importancia histórica de esa diferencia. Lo interesante es el fenómeno de cómo la izquierda puede llegar a ser contradictoria, por ser conservadora.

J. L. C.: —Eso se vio claramente al final de la Unión Soviética.

F. G.: —Se invirtió el sentido del concepto: conservador y comunista eran la misma cosa. Y se ve en la socialdemocracia, por cierto, que gobierna Europa con una actitud defensiva que conecta con el sentimiento de inseguridad de la gente, ante la dinámica de cambios vertiginosos. El mérito de Tony Blair es no haber sido defensivo. Su demérito es no haber formulado consistentemente lo que él ha llamado la «tercera vía», cuya ventaja respecto de otras es que, por lo menos, no es una vía muerta, trata de abrir un espacio de futuro, y no lo logra porque sucumbe a lo inmediato. No ha llegado a encarnar un proyecto alternativo, pero sí una actitud activa, ofensiva y no defensiva, ante los desafíos de la globalización.

J. L. C.: —También hay que reconocer que la gente tiene derecho a la seguridad. ¿Por qué triunfa la religión, por qué en momentos de crisis tiene un ascendiente mayor entre la gente, por qué el mismo Estado adquiere relevancia cuando crece la confusión social? Porque garantizan seguridad. En Europa no hemos sido educados en la noción del riesgo. EE UU es un país de pioneros, de gente que acude a ocupar tierras, para las que tomar riesgos es, por principio, una forma de vida.

F. G.: —Ésa es la diferencia, no es de cantidad ni de calidad de conocimiento, sino de actitud, de flexibilidad anticorporativa.

J. L. C.: —Por eso el tratamiento fiscal de las empresas de capital de riesgo en Europa es diferente al que tienen los americanos. Aquí no hay capital riesgo, ni espíritu de riesgo, porque no está primado. No hay cultura del riesgo, y el que la asume, en la sociedad europea, acaba siendo un marginal, un excéntrico.

F. G.: —Salvo en una cosa. Yo creo que ese cambio cultural empieza a producirse, y se va a acelerar, porque los jóvenes reciben mejor ese mensaje que el de una supuesta seguridad de empleo, para todos y para toda la vida. Claro que las mayorías sociales, en la política, dependen de la capacidad que se tenga para añadir al programa un plus de seguridad, en el sentido amplio. Thatcher ganó cuando el laborismo creó inseguridad. Blair hizo otro tanto cuando la política de los conservadores creó más incertidumbres que garantías.

J. L. C.: —Porque los pueblos son conservadores.

F. G.: —A pesar de eso que dices, que puede ser verdad, ponte en el papel de una persona con cuarenta y cinco o cincuenta años a la hora de ejercer su voto. ¿Cuál es su actitud psicológica? Vota por sus intereses, sus ilusiones, pero su horizonte vital está más hacia atrás que hacia delante, y vota también por un segundo factor: la expectativa de futuro de sus hijos. El PP nos ganó, además de por jugadas sucias, porque sus dirigentes aparecieron como más modernos que nosotros. Parecían representar más el futuro.

J. L. C.: —Hay un elemento generacional en eso.

F. G.: —No sólo generacional, que también, sino de percepción, de formas. Lo que nosotros habíamos representado quince años antes, y ya no sabíamos hacerlo, porque nos habíamos vuelto conservadores, y queríamos repetir la experiencia del 82, cuando entonces lo que habíamos hecho era conectar con una sociedad que aspiraba a cambiar, y lo hizo consistentemente durante catorce años. Esta gente, incluso en la impostación de la imagen, nos ganaron por ser, parecer, más modernos que nosotros, por aparecer como más garantes del futuro. Ahora están agotando este caudal. El liderazgo tiene un componente de anticipación de futuro, que da seguridad. Esto, unido a la sensibilidad ante los problemas que genera todo cambio histórico, para acompañar solidariamente a los que no pueden adaptarse, es el secreto de la confianza de los ciudadanos. En ese sentido, la globalización sigue siendo un fenómeno incomprendido para los dirigentes políticos, que se han dejado sorprender por las protestas que genera. Por eso la experiencia socialdemócrata en Europa va a ser corta si no cambian de comportamiento sus líderes, porque su actitud sólo es defensiva, y eso no sirve, no dura en una sociedad en cambio vertiginoso. Si no hay una respuesta a la construcción europea que anticipe el futuro, la socialdemocracia no permanecerá. El fracaso de la izquierda italiana, del Olivo frente a Berlusconi, es el de la burocratización del pensamiento político, aunque la sustitución plantee tantas dudas a mucha gente.

J. L. C.: —Cuando estabas en el Gobierno yo te hablaba de la sociedad civil, y te reías como diciendo: «qué aburrido éste, siempre con esas posmodernidades, con esos diletantismos».

F. G.: —No, no, a mí me interesa tanto el concepto, entonces y ahora, que lo único que me turba es que toda la sociedad civil que inventamos en Europa depende de los presupuestos del Estado en el 95 por ciento.

J. L. C.: —Eso no es sociedad civil. El poder político ha recelado de ella precisamente porque se escapa a las normas de la representación y no desea vivir de los presupuestos públicos, la sociedad civil necesita una noción de riesgo para desarrollarse. En ella reside gran parte de lo que se llama la gobernabilidad o la gobernanza, que tiene mucho que ver con el universo de los valores. Los que se relacionan con la solidaridad están siendo destruidos; antes hemos dicho que el capitalismo es una invención de la filosofía moral, del egoísmo, ¿dónde están los valores de solidaridad que lo compensen?

F. G.: —Yo no creo en la crisis de los valores, tal como se formula, generación tras generación, invariablemente. Las que están en crisis son nuestras convenciones sobre un modo de vida que cambia. Lo que llamamos valores son las convenciones que nos han permitido relacionarnos en una sociedad que ya hemos identificado como industrial, que es la nuestra y la de nuestros padres. Los valores que supuestamente estamos perdiendo, ¿a qué se refieren? ¿A la solidaridad? No lo creo. ¿Por qué hoy es menos solidario el mundo que hace cien o quinientos años? Mentira. Nada consistente lo muestra. Cosa diferente es que haya que cambiar las formas de expresar la solidaridad, porque nuestra manera de ver el mundo, de relacionarnos, nuestras convenciones, están cambiando, como está cambiando el sistema de producción. Ya ni siquiera hay un referente comunista como modelo alternativo. Está desapareciendo el trabajo en cadena que fundamentaba la solidaridad de clase, como experiencia vital compartida. Pero eso no significa que desaparezca la solidaridad como valor.

J. L. C.: —Esto es más polémico.

F. G.: —El fracaso de las respuestas no significa que las preguntas no sigan vigentes. Fue la aproximación de Octavio Paz ante la caída del comunismo. Me parece perfecta.

J. L. C.: —Algunas preguntas concretas que siguen vigentes son la ampliación de Europa hacia el Este, huérfano de democracia y menesteroso de bienestar, los flujos migratorios, que ponen de relieve las injusticias del mundo… Estamos dispuestos a gastarnos no sé cuánto dinero en guardia civil y radares para detectar pateras, por toda Europa se levantan barreras, se perfeccionan sistemas de seguridad al respecto, pero es difícil convencer a los gobiernos de que hay que invertir sólo un poco más que eso, o quién sabe si en ocasiones un poco menos, en llevar agua al norte de África y en impulsar el desarrollo de esa zona.

F. G.: —Éste, además, es un comportamiento a escala, como tuve ocasión de expresar a los dominicanos, que se quejaban, con razón, de sus problemas en España. Los marroquíes tienen su problema con los subsaharianos, los puertorriqueños con los dominicanos, éstos con los haitianos… De modo que sí hay una crisis de solidaridad, sobre todo en las nuevas formas de manifestarse la injusticia y la discriminación, y, por tanto, en las nuevas respuestas. El Estado no sabe cómo enfrentar desafíos tan descomunales como el de los flujos migratorios. Sobre todo en Europa, lo único que hace es defenderse, como puede, de la invasión. Es el problema del ser humano desde el comienzo de la historia hasta hoy. Lo que cambian son las convenciones.

J. L. C.: —Con una diferencia: la velocidad. Antes era impensable para un subsahariano suponer que su solución vital era llegar a España atravesando el desierto.

F. G.: —La revolución de la información le dice que eso es posible y no hay barrera que lo detenga.

J. L. C.: —Y acuciado por la necesidad tiene una noción del riesgo, le compensa el riesgo por lo que puede obtener. Los pioneros, como siempre ha ocurrido, son los pobres del mundo. Pero los pioneros de hoy son la burguesía de mañana.

F. G.: —No sólo le compensa el riesgo: es la parte más valiosa del capital humano de su país, porque justamente asume un peligro, y quien no lo hace es capaz de morirse de hambre en su tierra. Por tanto, es una doble sangría. Hace poco le preguntaba a Clinton, cuando vino a Madrid: «¿Te imaginas que el veinte por ciento de la población más pobre de América Latina estuviera en la media de renta del área? No estoy hablando de la media de renta de EE UU, sino de la propia América Latina. ¿Qué efecto hubiera tenido eso en la crisis de la economía americana en estos momentos?». La contestación fue que no habría habido crisis. Por eso hay que hablar del paradigma de sostenibilidad del nuevo modelo, incluidos los problemas migratorios. El paradigma de sostenibilidad de eso que llamas valores y que podemos llamar también intereses. Cuando voy a una reunión en Marruecos con presencia de europeos —políticos, empresarios o intelectuales— me gusta terminar la intervención diciendo que no les pido solidaridad con el Magreb, que me bastaría con un egoísmo inteligente. A eso me refiero. El paradigma de la economía industrial avanzada se formó por la combinación de tres factores: el keynesianismo, la presión o la reivindicación socialdemócrata y la amenaza comunista, dando como resultado la sociedad del bienestar. Esa combinación hizo que la economía llegara a un grado interesante de desarrollo, y de éxito duradero. El paradigma de la nueva economía tiene que estar en su capacidad de incluir a un mayor número de actores, de ciudadanos, no sólo como consumidores, y a un mayor número de territorios. Hay que superar la contradicción entre una revolución tecnológica que, al multiplicar exponencialmente la productividad por persona empleada, llevaría al desempleo masivo, y la necesidad de facilitar el acceso a los nuevos productos de un creciente número de ciudadanos en todos los lugares del mundo. Por otro lado, en la nueva economía, todo lo que los técnicos llaman los factores (capitales, mercancías, servicios) se mueve con creciente libertad, mientras los seres humanos, salvo para turismo o negocios, tienen que quedarse en su territorio. Esa contradicción va a hacer imposible el mantenimiento de esta situación explosiva que vivimos en lo que concierne a los flujos migratorios.