Conclusión
El triunfo de Fomá era absoluto e incuestionable. Por cierto, sin él nada se habría conseguido, y el hecho consumado acallaba toda duda y objeción. La gratitud de la pareja feliz no conocía límite. Mi tío y Nasteñka me obligaron a callar apenas insinué cómo habían logrado el beneplácito de Fomá para su boda. Sasheñka gritaba: «¡Magnífico, magnífico Fomá Fomich! Le bordaré un precioso cojín», y hasta me reprochó el haber sido tan duro.
El señor Bajchéiev, recién convertido a la causa de Fomá, me habría estrangulado si me hubiese atrevido a decir, delante de él, algo irrespetuoso sobre Fomá Fomich. Ahora lo seguía como un perrito, lo miraba con devoción y añadía a cada palabra suya: «¡Eres un ser nobilísimo, Fomá; eres un hombre sabio, Fomá!». Por lo que se refiere a Yezhévikin, rayaba el colmo del entusiasmo. Hacía mucho que se había dado cuenta de que Yégor Ílich había perdido la cabeza por Nasteñka, y desde entonces soñaba, despierto o dormido, con casar a su hija con él. Pensaba en ello continuamente y sólo renunció al ver que su ilusión no era posible; en una palabra, cuando fue evidente que Fomá Fomich se había entronizado en esa casa para siempre y que su tiranía, esta vez, no acabaría nunca. Es bien sabido que aun las personas más desagradables y caprichosas se dulcifican algún tiempo cuando sus deseos se ven satisfechos. No así Fomá Fomich, que se volvía más imbécil cuando conseguía sus propósitos y se envanecía cada vez más y más. Justo antes de comer, y después de cambiarse de ropa, tomó asiento en un sillón, llamó a mi tío y en presencia de toda la familia empezó a darle un nuevo sermón.
—Coronel —empezó diciendo—, está usted por contraer un matrimonio legítimo, ¿comprende usted la obligación que ello?…
Y así seguía y seguía. Imagínense diez páginas de un Journal des Débats de gran formato y tipografía microscópica, llenas de las más absurdas tonterías, en las que no se mencionan para nada las obligaciones sino los elogios más vergonzosos a la inteligencia, modestia, cordialidad, generosidad, valor y magnanimidad del propio Fomá Fomich. Todos tenían hambre, todos querían comer, pero nadie se atrevía a decirlo, escucharon con devoción hasta el final esos disparates. El mismo Bajchéiev, pese a su apetito descomunal, se mantuvo quieto, sin moverse, imbuido de respeto. Fomá Fomich, satisfecho de su propia elocuencia, recobrado el buen humor y animado por las frecuentes libaciones a la hora de comer, pronunciaba los brindis más extravagantes. Comenzó a bromear a costa de los desposados. Todos reían y aplaudían. Algunas de sus bromas eran tan soeces y directas que hasta Bajchéiev se sintió avergonzado. Finalmente, Nasteñka saltó de la mesa y huyó, lo que procuró a Fomá un deleite indescriptible, aunque inmediatamente se controló. Describió en cortas y brillantes frases las cualidades de Nasteñka y pronunció un brindis por la salud de la ausente. Mi tío, un minuto antes confuso y dolido, ahora estaba dispuesto a darle un abrazo a Fomá Fomich. En general, el novio y la novia parecían sentirse avergonzados de sí como de su felicidad; noté que desde su bendición no habían cruzado palabra y se habría dicho que evitaban mirarse uno al otro. Cuando se levantaron de la mesa, de pronto mi tío desapareció no se sabe dónde. Salí a la terraza en su busca. Allí, en un sillón ante una taza de café, encontré a Fomá Fomich en pleno uso de la palabra y muy achispado. Tenía a su lado a Yezhévikin, Bajchéiev y Mizínchikov. Me detuve a escuchar.
—¿Por qué? —Gritaba Fomá—, ¿por qué estoy dispuesto ahora mismo a quemarme en la hoguera por mis ideas? Y ¿por qué ninguno de vosotros es capaz de hacer lo mismo? ¿Por qué, eh, por qué?
—Estaría de más, Fomá Fomich —bromeó Yezhévikin—. ¿Qué sentido tiene? Primero le dolería, luego se quemaría y, ¿qué quedaría de usted?
—¿Qué quedaría? Nobles cenizas, eso quedaría. Pero tú no eres capaz de comprenderme ni de apreciarme. Para vosotros no hay grandes hombres, a excepción de unos pocos Césares o Alejandros de Macedonia. Pues bien, ¿qué han hecho tus Césares, a quiénes han hecho felices? ¿Qué hizo tu tan alabado Alejandro de Macedonia? ¿Conquistó toda la tierra? Dame una falange igual y también yo la conquistaré, y tú, y también él… En cambio mató al virtuoso Clito, y yo no, yo no maté al virtuoso Clito… ¡Pillín! Habrían debido azotarlo, no glorificarlo en la historia universal… y con él a César.
—Tenga piedad de César, Fomá Fomich.
—¡No tendré piedad de ese imbécil! —Gritaba Fomá.
—¡Y no la tengas! —Lo apoyó calurosamente Bajchéiev, también algo bebido—. No hay que tenerles lástima, son unos bribones. Unos saltimbanquis con tal de presumir. Unos ignorantes. Comedores de salchichas. Hace nada uno quiso fundar una beca. Qué significa eso, ni el diablo lo sabe. ¿Será una nueva porquería? Y ese otro que en una reunión de gente decente, incapaz de mantenerse en pie, aún pide ron. Nada de malo hay en beber, si apetece… Bebe, bebe, pero luego descansa y después podrás seguir bebiendo… Pero no hay que perdonarlos. ¡Son todos unos bribones! ¡Tan sólo tú, Fomá, eres un sabio!
Cuando Bajchéiev se entregaba, lo hacía por entero, sin condiciones, sin ninguna crítica.
Encontré a mi tío en el jardín, junto al estanque, en el lugar más solitario. Estaba con Nasteñka. Al verme, Nasteñka escapó, como si fuera culpable, y se refugió tras unos arbustos. Mi tío salió a mi encuentro con el rostro radiante: lágrimas de felicidad brillaban en sus ojos. Tomó mis manos y las apretó con fuerza.
—¡Amigo mío! —me dijo—, todavía no creo en mi felicidad… Nastia igual. No hacemos más que asombrarnos y bendecir al Todopoderoso. Estaba llorando, ella. ¿Me crees si te digo que aún no he vuelto en mí?, no sé si lo creo o no lo creo. ¿Por qué me ha tocado a mí esta suerte? ¿Por qué? ¿Qué he hecho para merecerlo?
—Si alguien merece algo, tiíto, es usted —dije con convicción—. Jamás he visto hombre tan honrado, tan magnífico, tan buenísimo como usted…
—No, Serguéi, no, eso es demasiado —me respondió con cierto pesar—; el mal radica en que somos buenos cuando estamos contentos, me refiero a mí, cuando las cosas nos van bien; pero cuando van mal, procura no acercarte. Precisamente de eso hablábamos Nasteñka y yo. A pesar de estar encandilado por Fomá, no sé si me creerás, hasta hoy mismo no confiaba del todo en él, aun cuando quise convencerte de que era perfecto; ayer mismo no lo creí, cuando me rechazó tamaño regalo. Con vergüenza lo digo. El recuerdo de esta mañana me oprime el corazón, pero no era dueño de mi persona… Cuando hace un momento habló de Nastia, fue como si me mordiera el corazón. No lo comprendí y me porté como un tigre…
—Y bien, tiíto, puede que no fuera sino natural.
De un gesto, el tío apartó la idea.
—No, no, hermano, no digas eso. Lo ocurrido se debe sencillamente a la perversidad de mi naturaleza, a que era, a que soy, un egoísta malhumorado y lujurioso que se deja llevar sin freno por sus pasiones. Así también lo dice Fomá. (¿Qué podía yo responder a eso?). Pero tú, Serguéi, no sabes —continuó profundamente emocionado— cuántas veces me comporté de manera irritada, injusta, orgullosa y cruel, y no sólo con Fomá. Ahora, de pronto, todo me vuelve a la memoria y siento vergüenza de nunca haber hecho nada mereciente de felicidad igual. También Nastia acaba de decirlo, aunque no sé qué pecado puede tener ella, no es un ser humano, es un ángel. Me dijo que nuestra deuda con Dios es inmensa, que ahora debemos procurar ser mejores, hacer buenas obras… ¡Si la hubieras oído, con qué fervor y belleza lo decía! ¡Dios mío, qué maravillosa mujer!
Se detuvo un momento. Después continuó diciendo:
—Decidimos, amigo mío, cuidar en primer lugar a Fomá, a mamaíta y a Tatiana Ivánovna. Tatiana Ivánovna, ¡qué nobilísima persona! ¡Oh, cuán culpable soy ante todos… y también ante ti!… Pero si alguien ahora se atreve a ofender a Tatiana Ivánovna, ¡ah!, entonces… bueno, no hablemos más de eso. También habría que hacer algo por Mizínchikov.
—Sí, tiíto, ahora mi opinión sobre Tatiana Ivánovna ha cambiado. Imposible no respetarla, compadecerse de ella.
—Cierto, cierto —me apoyó el tío calurosamente—, es imposible no respetarla. Fíjate por ejemplo en Korovkin; seguramente te ríes de él —añadió tímidamente, mirándome a la cara— y esta tarde todos nos reíamos viéndolo. Pero mira, tal vez sea imperdonable… Es un hombre excelente, buenísimo, pero el destino… Tuvo mala suerte… Quizá no lo creas pero es así.
—No, tiíto, ¿por qué no iba a creerlo?
Y con mucho fervor empecé a decir que aun la persona más miserable puede conservar los mejores sentimientos; que la profundidad del alma humana no puede medirse; que no debemos despreciar a los caídos, sino al contrario, buscarlos y ayudarlos a ponerse en pie; que la medida habitual del bien y de la moralidad es injusta, aunque todos la acepten, y muchas más cosas así. En una palabra, me entusiasmé y hasta me referí a la escuela de la naturaleza. Al final, cité unos versos: «Cuando de las tinieblas del error salimos»…
El tío se exaltó.
—¡Amigo mío, amigo mío! —dijo, emocionado—, tú me comprendes tal como soy, y has dicho mejor que yo lo que yo mismo quería expresar. Así es, así es. ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué el hombre es malvado? ¿Por qué yo mismo suelo ser malo cuando es tan grato, tan bello ser bueno? También Nastia lo decía… Mira qué bello es este lugar —añadió, mirando a su alrededor—. ¡Qué naturaleza! ¡Qué cuadro! ¡Mira ese árbol! ¡Qué savia! ¡Míralo! ¡Un hombre no alcanza a abrazarlo! ¡Las hojas! ¡Qué sol! Después de una tormenta todo parece lavado y alegre de estar limpio… Se diría que los árboles tienen conciencia de sí mismos, que sienten y gozan de la vida… ¿Es posible, eh?… ¿Tú qué piensas?
—Es muy posible, tiíto. A su manera, claro está…
—Claro que a su manera… ¡Qué maravilloso creador!… Serguéi, tú debes de acordarte de este jardín: cómo jugabas y corrías aquí cuando eras pequeño —añadió, mirándome con indefinible expresión de amor y felicidad—. Te estaba prohibido únicamente ir al estanque solo. ¿Y no recuerdas cómo Katia, mi difunta esposa, una tarde te llamó y se puso a acariciarte?… Habías estado jugando en el jardín y estabas sofocado, la tarde estaba avanzada; tenías el pelo rubio, ensortijado… Ella jugueteaba con tus rizos sin cansarse y me dijo: «Qué bien hiciste en adoptar a este huerfanito». ¿Lo recuerdas?
—Vagamente, tiíto.
—Estaba anocheciendo y el sol os alumbraba a los dos y yo, sentado en un rincón, fumaba mi pipa y os miraba… Cada mes visito su tumba en la ciudad —añadió conteniendo las lágrimas, en voz baja y temblorosa—. Hablaba ahora con Nastia de esto, me dijo que iremos juntos a visitarla… —El tío calló procurando reprimir su emoción.
En aquel instante se acercó a nosotros Vidopliásov.
—¡Vidopliásov! —exclamó el tío alarmado—. ¿Te envía Fomá Fomich?
—No, vengo por mis propios asuntos.
—Ah, espléndido. Ahora tendremos noticias de Korovkin. Había querido preguntar… Le ordené no perderlo de vista, Serguéi, a Korovkin quiero decir. ¿De qué se trata, Vidopliásov?
—Me atrevo a recordarle —dijo Vidopliásov— que ayer el señor tuvo la bondad de mencionar mi petición de ayuda y ofrecerme su noble amparo ante los constantes oprobios que sufro.
—¿Es posible que se trate de nuevo de tu apellido? —exclamó el tío asustado.
—¿Qué puedo hacer? Son continuas las ofensas…
—¡Ay, Vidopliásov, Vidopliásov! ¿Qué voy a hacer contigo? —dijo el tío afligido—. ¿De qué ofensas hablas? ¡Acabarás volviéndote loco y terminarás tus días en un manicomio!
—Yo creo que con mi inteligencia… —empezó a decir Vidopliásov.
—Bueno, bueno —lo interrumpió el tío—. Lo que te digo es por tu bien, mi buen amigo, no para ofenderte. ¿De qué ofensas hablas? Te apuesto lo que quieras que es una tontería.
—No me dejan pasar.
—¿Quién no te deja pasar?
—Todos, y sobre todo Matriona. Por su culpa mi vida es un sufrimiento. Sabido es que la gente distinguida, los que me han visto desde pequeño, siempre dijeron que parezco extranjero, sobre todo por mis rasgos faciales. Por eso mismo, ahora no me dejan tranquilo. Cuando paso delante de ellos, todos, cuando paso, me insultan, dicen palabrotas, y los niños pequeños, que son los que merecerían ser azotados, también me gritan… ahora, por ejemplo, cuando venía a verlo, gritaban… Ya no tengo fuerzas. Defiéndame, señor, protéjame.
—¡Ah, Vidopliásov!… ¿Qué es lo que gritan? Seguro que es una tontería de la que ni hay que hacer caso.
—Es indecente decirlo.
—¿Pero de qué se trata?
—Me avergüenza decirlo.
—¡Dilo ya de una vez!
—«¡Grishka el sajón nunca se quita el calzón!».
—¡Fu, vaya cosa! ¡Y yo me figuraba no sé qué! Pues tú escupe y pasa de largo.
—Así lo hice; pero gritaron todavía más.
—Escúcheme, tiíto —dije yo—, ya ve que se queja de no poder vivir en esta casa. Envíelo, aunque sea por un tiempo, a Moscú, a la casa del calígrafo donde usted dijo que había vivido.
—También él, hermano, acabó trágicamente.
—¿Qué le pasó?
—Tuvo, señor —me respondió Vidopliásov— la desgracia de apropiarse de unos bienes ajenos, por lo cual, pese a su talento, lo detuvieron y lo enviaron a Siberia, donde pereció irrevocablemente.
—Bueno, bueno, Vidopliásov, serénate, ahora analizaré los datos y lo arreglaré, te lo prometo —dijo el tío—. ¿Y qué hace Korovkin? ¿Duerme?
—Nada de eso, acaba de marcharse. De eso venía yo a informar al señor.
—¿Marcharse? ¿Estás loco? ¿Cómo lo dejaste ir? —gritó el tío.
—Por la bondad de mi corazón; daba pena verlo. En cuanto despertó y recordó lo ocurrido empezó a darse golpes en la cabeza y a chillar como un loco.
—¿Como un loco?
—Sería más respetuoso decir que se desahogó con múltiples lamentos. El señor gritaba: «¿Cómo podré ahora presentarme ante el bello sexo?» y a continuación agregaba: «Soy indigno del género humano». Todo dicho con gran dolor y escogiendo las palabras.
—Un hombre muy refinado, Serguéi, te lo había dicho… ¿Pero cómo pudiste dejarlo ir, Vidopliásov, cuando te encargué especialmente que no lo perdieras de vista? ¡Ay de mí, ay de mí!
—Fue por lástima, y me pidió que no se lo dijera. Su cochero dio pienso a los caballos y los unció. Y respecto al dinero que usted le dio hace tres días, me dijo que le diera respetuosamente las gracias y que lo devolvería en unos días por correo.
—¿Qué suma es ésa, tiíto?
—Mencionó veinticinco rublos en plata —dijo Vidopliásov.
—Así es, querido, se los presté el otro día en la posta. Él no llevaba lo suficiente. Claro que me los mandará con el primer correo. ¡Oh, Dios mío, qué lástima! ¿No deberíamos enviar a alguien en su búsqueda, Serguéi?
—No, querido tío, mejor no.
—También yo lo pienso. Sabes, Serguéi, no soy filósofo, pero creo que en cada hombre hay más bondad de lo que se ve a primera vista. Fíjate en Korovkin: no pudo soportar la vergüenza… Vámonos a la cita con Fomá, ya tenemos retraso: podría sentirse ofendido por haber sido poco atentos con él, desagradecidos… Vamos. ¡Ay, Korovkin, Korovkin!
La novela toca a su fin. Los amantes se han reunido y el genio del bien, en la persona de Fomá Fomich, se entronizó incondicionalmente en la casa. Cabría dar, llegados a este punto, muchas explicaciones atinentes, pero en realidad ahora sobran. Al menos es lo que pienso. En su lugar diré algunas palabras sobre el destino ulterior de todos los héroes de mi relato: sin ello, como se sabe, no puede darse por concluida una novela y así, por cierto, lo mandan los cánones.
La boda de los «felices enamorados» se celebró seis semanas después de los acontecimientos por mí narrados. Todo fue apacible, en familia, sin demasiada pompa ni invitados superfluos. Yo fui el padrino de Nasteñka; Mizínchikov, el de mi tío. Dicho esto, hubo, sin embargo, unos invitados. El héroe principal, el más importante, fue desde luego Fomá Fomich. Lo mimaban, lo cuidaban, pero en un momento no le sirvieron champán a tiempo. Inmediatamente hubo una escena, acompañada de reproches, gritos y sollozos. Fomá corrió a su habitación, se encerró con llave gritando que lo despreciaban, que ahora había «gente nueva» en la familia y que él ya no era nada, que no valía más que una astilla que había que tirar. El tío estaba desesperado; Nasteñka lloraba; la generala tuvo, como siempre, convulsiones… La fiesta de boda más parecía un entierro… Y el premio para mi pobre tío y la pobrecita Nasteñka fueron exactamente siete años de tal convivencia con el bienhechor Fomá Fomich. Hasta su muerte (Fomá Fomich murió el año pasado), mudaba constantemente de humor, tanto se enfadaba y renegaba, como presumía y bramaba. La veneración de los desposados hacia él, lejos de disminuir, se acrecentaba en proporción a sus caprichos. Yégor Ílich y Nasteñka eran tan felices juntos que hasta temían por su felicidad, creían que Dios había sido muy generoso con ellos, que no lo merecían y suponían que iban a deber expiar su felicidad con la cruz y el sufrimiento. Se comprende que en ese dócil hogar Fomá Fomich pudiera hacer todo lo que se le antojara. ¡Y qué no habrá hecho en esos siete años! Es imposible imaginar qué desenfrenadas fantasías alcanzaba a veces su alma vacía, inventando los más refinados caprichos morales, dignos de un Lúculo. Tres años después de la boda del tío, murió la generala. Fomá, huérfano, se sintió perdido y desesperado. Hasta hoy en la casa se sigue hablando con horror de la situación de Fomá en ese tiempo. Cuando cavaban la tumba de mi abuela, intentó lanzarse dentro, gritaba que lo enterrasen con la difunta. Durante un mes no se le confiaron cuchillos ni tenedores, y una vez cuatro personas se vieron obligados a abrirle la boca a la fuerza y sacarle de ella una aguja que intentaba tragarse. Uno de los testigos de la escena comentó que Fomá Fomich, durante la lucha, se la podría haber tragado mil veces y, sin embargo, no lo hizo. Todos rechazaron indignados semejante sospecha y acusaron a su autor de crueldad e indecencia. Únicamente Nasteñka guardó silencio y sonrió levemente, lo que hizo que el tío, señalémoslo, la mirase con cierta inquietud. Debo decir que, aunque Fomá, como antes, hacía en la casa lo que quería y era caprichoso, ya no se permitía aquellas filípicas despóticas y desvergonzadas que había infligido al tío. Se quejaba, se lamentaba, acusaba, avergonzaba, pero ya no reñía como antes, ya no existían escenas como aquella de «Su Excelencia»; y eso, creo yo, lo consiguió Nasteñka. Sin que nadie se diese cuenta, Nasteñka obligó a Fomá a hacer una que otra concesión y a suavizar su modo de ser. No quería ver a su marido humillado y se salió con la suya. Fomá veía claramente que Nasteñka casi lo comprendía. Digo «casi» porque Nasteñka también cuidaba a Fomá y llegó a secundar a su marido cuando alababa entusiasmado a su mentor. Quería que todos respetaran en todo a su marido, y por eso reiteraba en voz alta su afecto por Fomá Fomich. Estoy seguro de que el buen corazón de Nasteñka había olvidado ya las antiguas ofensas y había perdonado todo a Fomá en el preciso instante en que éste la unió con el tío; a mi parecer compartía plenamente la idea del tío de que a un desgraciado y antiguo bufón no se le podía exigir demasiado y que antes era preciso curarle el corazón. También la pobre Nasteñka había pertenecido a los «humillados», también ella había sufrido y lo recordaba. Pasado un mes de la boda, Fomá se calmó, se hizo apacible, cariñoso, pero aparecieron otros síntomas del todo inesperados; caía en un estado de sueño magnético que asustaba terriblemente a todos. De pronto, por ejemplo, decía algo, reía, pero en un segundo quedaba petrificado en la misma postura de antes del ataque. Si, por ejemplo, antes estaba sonriendo, la sonrisa se mantenía en sus labios; si tenía algo en la mano —un tenedor, por ejemplo—, el tenedor seguía en la mano sostenida en el aire. Después, claro está, la mano descendía, pero Fomá Fomich ya no sentía nada ni nada recordaba. Permanecía sentado mirando, sólo parpadeando, sin decir una palabra, sin oír nada, sin comprender nada. Una hora entera. Todos se mueren de miedo, temen respirar, andan de puntillas, lloran. Por fin Fomá despierta, se siente terriblemente decaído y asegura que nada había oído ni visto en todo ese tiempo. El hombre debía de ser muy perverso, muy jactancioso, para soportar horas enteras de tortura voluntaria con el único propósito de proclamar después: «Miradme, soy mejor que vosotros y siento lo que vosotros no sentís».
Al final, Fomá Fomich maldijo al tío por «continuas ofensas y faltas de respeto» y se trasladó a vivir en la casa del señor Bajchéiev. Después de la boda del tío, Bajchéiev se había enfadado muchas veces con Fomá Fomich, enfados por los que acababa siempre pidiéndole perdón. Esta vez tomó el asunto con gran calidez: recibió a Fomá con fervor, le ofreció una comida suculenta y decidió romper formalmente con el tío y hasta acudir a los tribunales. Había en disputa una parcela de tierra, que nunca había sido objeto de controversia porque el tío siempre se la cedía al señor Bajchéiev, sin discusión. Pero éste, sin decir nada a nadie, mandó enganchar el coche y corrió a la ciudad para presentar una demanda judicial contra el tío, pidiéndole que le devolviese la tierra usurpada, incluyendo los gastos habidos, para castigar la arbitrariedad y la rapiña.
Mientras tanto, al día siguiente, aburrido del señor Bajchéiev, Fomá perdonó al tío que había ido a verlo, confesó su culpa y regresó con él a Stepanchikovo. La ira del señor Bajchéiev, que al regresar de la ciudad no encontró a Fomá, fue terrible; no obstante, tres días después se presentó en Stepanchikovo, pidió perdón llorando por su error y retiró la demanda. Ese mismo día el tío lo reconcilió con Fomá Fomich y Bajchéiev siguió corriendo tras Fomá como un perrito, añadiendo a cada palabra suya: «¡Eres un hombre inteligente, Fomá! ¡Eres un hombre sabio!».
Fomá Fomich yace ahora en su tumba, al lado de la generala. Sobre ellos se alza un precioso monumento de mármol blanco todo grabado de citas y elogiosas inscripciones. A veces Yégor Ílich y Nasteñka, tras un paseo, entran en el atrio de la iglesia para honrar la memoria de Fomá. Todavía lo siguen recordando con emoción, recuerdan cada palabra suya, lo que comía, lo que le gustaba. Todas sus pertenencias se conservan como joyas. Sintiéndose completamente huérfanos, el tío y Nasteñka se unieron todavía más. Dios no les dio hijos y lo lamentan mucho, pero no se atreven a quejarse. Sasheñka se casó ya hace tiempo con un joven magnífico y es muy feliz. Iliusha prosigue sus estudios en Moscú. Así pues el tío y Nasteñka viven solos y no se cansan de amarse. La preocupación que sienten el uno por el otro llega a ser enfermiza. Nastia reza constantemente. Creo que si uno de ellos muriese primero, el otro no tardaría una semana en seguirlo. ¡Ojalá vivan muchos años! Acogen cordialmente a todos y están siempre dispuestos a compartir lo que tienen con todo desafortunado. A Nasteñka le gusta leer la vida de los santos y suele decir con pena que deberían darlo todo a los pobres y ser felices en la pobreza. Si no tuviera la preocupación de Iliusha y Sasheñka, el tío lo habría hecho ya, porque siempre está de acuerdo con su mujer. Praskovia Ilínichna, que se encarga del cuidado de la casa, vive con ellos. El señor Bajchéiev, poco después de la boda del tío, pidió su mano, pero ella se negó categóricamente. Dedujeron que profesaría en algún monasterio, pero no fue así. Praskovia Ilínichna posee una cualidad notable: la de eclipsarse de quienes ama, cuando no se la necesita, y de mirarlos a los ojos, de someterse a todos sus caprichos, de ayudar y servir, cuando es necesaria. Ahora, habiendo perdido a su madre, la generala, considera que su obligación es no separarse de su hermano y complacer en todo a Nasteñka. El viejo Yezhévikin vive aún y últimamente visita cada vez con mayor frecuencia a su hija. Al principio tenía a mi tío desesperado, porque él y su «rapacería» (así se refería a sus hijos) permanecían alejados de Stepanchikovo. Todas las invitaciones de mi tío resultaban infructuosas. Antes que orgulloso, era receloso y susceptible. Su susceptibilidad rayaba a veces en lo patológico. Pensar que a él, un hombre pobre, lo iban a recibir por caridad en una casa rica donde se lo pudiera considerar inoportuno y pesado, lo desesperaba; a veces se negaba a recibir ayuda de su hija; sólo aceptaba lo mínimo esencial. De mi tío, nada de nada. Nasteñka se equivocaba por completo cuando me dijo en el jardín que su padre hacía de bufón por ella. Es verdad que entonces se moría por casar a su hija, pero se hacía el payaso por una necesidad interior, para dar salida a todo el odio acumulado. Lo llevaba en la sangre. Se caricaturizaba a sí mismo, por ejemplo, bajo el aspecto del adulador más hipócrita y obsequioso. A la vez, mostraba que lo hacía sólo pour la galerie, cuanto más humillantes sus adulaciones, más evidente y mordaz la burla. Él era así. Consiguieron colocar a todos sus hijos en los mejores colegios de Moscú y Petersburgo, cuando Nasteñka le demostró claramente que lo hacía a costa de los treinta mil rublos que le había regalado Tatiana Ivánovna. Es cierto, sin embargo, que nunca cogieron el dinero de Tatiana Ivánovna y le prometieron, para que estuviese tranquila y no herir su amor propio, que recurrirían a su ayuda en caso de necesidades familiares inesperadas. Así lo hicieron. Cargaron en esa cuenta dos préstamos bastante considerables, pero Tatiana Ivánovna había muerto hacía ya tres años y Nasteñka recibió finalmente los treinta mil rublos prometidos. La muerte de la pobre Tatiana Ivánovna fue repentina. Toda la familia se disponía a ir a un baile en casa de un terrateniente vecino y ella acababa de ponerse un vestido de baile y adornar su cabeza con una fascinante corona de rosas blancas, cuando de pronto se sintió mareada, se sentó en un sillón y murió. La enterraron con la corona de rosas. Nastia estaba desesperada. En la casa habían cuidado mucho a Tatiana Ivánovna, y con ternura, como a una niña. Asombró a todos la sensatez de su testamento; aparte de los treinta mil rublos regalados a Nastia, dejaba todo, unos trescientos mil rublos, para la educación de las huérfanas pobres, y dotar de dinero a cada una de ellas al acabar sus estudios. En ese mismo año se casó la señorita Perepelítsina, que se había quedado en casa del tío una vez muerta la generala, con la esperanza de ganarse los favores de Tatiana Ivánovna. A todo esto, el funcionario terrateniente dueño de Mishino, la pequeña y mísera aldea donde tuvo lugar la desagradable escena con Obnoskin y su mamaíta por Tatiana Ivánovna, enviudó. Ese funcionario era un conocido picapleitos y tenía seis hijos de su primera esposa. Imaginando que Perepelítsina tenía dinero, la pidió en matrimonio. Ella accedió de inmediato. Pero la Perepelítsina era pobre como una gallina y sólo tenía trescientos rublos en plata que le había regalado Nasteñka para su boda. Ahora, la mujer y el marido andan a la greña día y noche. A sus hijos les tira del pelo y les propina sus buenos cachetes; a él (según dicen) lo araña y le echa en cara constantemente que es hija de un teniente coronel. Mizínchikov vive bien. Abandonó toda esperanza de casarse por interés con Tatiana Ivánovna y empezó a interesarse por la agricultura. El tío lo recomendó a un conde rico, también terrateniente, dueño de tres mil siervos a unos veinte kilómetros de Stepanchikovo. El conde, que raras veces visitaba sus propiedades, al darse cuenta del interés de Mizínchikov por la agricultura, le ofreció encargarse de sus fincas, para lo que despidió al hombre que ocupaba antes el puesto, un alemán que, pese a la fama de probidad teutona, le robaba cuanto podía. Cinco años después, las haciendas del conde eran irreconocibles: los campesinos habían prosperado, todas las propiedades estaban registradas, algo imposible antes, las rentas se habían casi duplicado; en una palabra, en toda la región se hablaba del nuevo administrador, y su trabajo fue reconocido. Cuál no sería el disgusto y la sorpresa del conde cuando Mizínchikov, a los cinco años y pese a los ruegos y aumentos de sueldo, renunció al cargo y pidió su retiro. El conde supuso que lo habían seducido otros terratenientes vecinos, o de otras regiones. La gran sorpresa fue que, dos meses después de su retiro, Iván Ivánovich Mizínchikov poseía una excelente propiedad de cien siervos, a cuarenta kilómetros justos de la del conde, comprada a un húsar arruinado, antiguo amigo suyo. Empeñó inmediatamente esos siervos y un año después poseía en los alrededores sesenta siervos más. Ahora es un próspero terrateniente y su administración es excelente. Todos se preguntan de dónde consiguió repentinamente tanto dinero. Otros se limitan a mover la cabeza. Iván Ivánovich está completamente tranquilo y seguro de su derecho. Hizo venir de Moscú a su hermana, esa famosa hermana que le había dado sus últimos tres rublos para comprarse unas botas para ir a Stepanchikovo. Una mujer encantadora, no joven, pero amable, humilde, cariñosa y culta, aunque extremadamente tímida. Había vivido Dios sabe dónde en Moscú como dama de compañía de no sé qué bienhechora; ahora venera a su hermano, su voluntad es ley para ella, dirige la economía de la casa y se siente plenamente feliz. Su hermano no la mima demasiado y es severo con ella, pero ella no lo percibe. En Stepanchikovo le han tomado mucho cariño y dicen que el señor Bajchéiev no es indiferente a sus encantos, pero teme ser rechazado, aunque del señor Bajchéiev pensamos hablar en otra ocasión, en otro relato y con mayor detalle.
Creo que he mencionado a todos los personajes… ¡no!, he olvidado a Gávril: está muy envejecido y ha olvidado por completo el francés. Falaley se ha convertido en un buen cochero y el pobre Vidopliásov hace mucho tiempo que está en un manicomio y creo que allí murió. Uno de estos días iré a Stepanchikovo y sin falta preguntaré a mi tío qué fue de él.