Fomá Fomich hace felices a todos
—¿Adónde me habéis traído? —dijo por fin Fomá con voz de quien perece por una causa justa.
—¡Maldito calzonazos! —susurró Mizínchikov a mi lado—, como si no viera dónde lo han traído; menuda comedia nos va a representar ahora.
—Estás con nosotros, Fomá, rodeado de amigos —gritó mi tío—, ¡anímate, serénate! Pero en serio, debes cambiarte de ropa si no quieres enfermar… ¿No quieres una copita de algo, para calentarte un poco?…
—Me tomaría un poquito de málaga —gimió Fomá, cerrando de nuevo los ojos.
—Es poco probable que tengamos vino de Málaga —dijo el tío, mirando inquieto a Praskovia Ilínichna.
—¡Claro que sí! —afirmó Praskovia Ilínichna—. Nos quedan cuatro botellas enteras —y corrió en busca del; málaga haciendo tintinear las llaves, acompañada por los gritos de todas las damas que rodeaban a Fomá como las moscas en tomo a la confitura.
Bajchéiev estaba extremadamente indignado.
—¡Se le antoja málaga! —gruñó casi en voz alta—. Tuvo que pedir un vino que casi nadie bebe. ¿Quién bebe málaga hoy día, a no ser un canalla como él? ¡Malditos! ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué espero?
—¡Fomá! —empezó a decir mi tío deteniéndose en cada palabra—, ahora que ya has descansado y estás de nuevo con nosotros, es decir, Fomá, comprendo que, por decirlo de alguna manera, habiendo culpado a un ser inocente…
—¿Dónde, dónde está mi inocencia? —interrumpió Fomá, como afiebrado y en delirio—. ¿Dónde están los días cuando creía en el amor y amaba al ser humano? ¿Dónde están mis días dorados cuando, joven e inocente, corría por el campo tras una mariposa primaveral? ¿Dónde, dónde están esos felices tiempos? ¡Devolvedme mi inocencia, devolvédmela!…
Fomá, abriendo los brazos, se dirigía a cada uno de los presentes como si su inocencia estuviese en algún bolsillo nuestro. Bajchéiev estaba a punto de estallar de ira.
—¡Vaya, lo que quiere! —gruñó furioso—. ¡Que le devolvamos su inocencia! ¿Será para besarse con ella? ¡Quizá ya de pequeño fuera tan bandido como ahora! ¡Juraría que sí!
—¡Fomá! —empezó a decir mi tío de nuevo.
—¿Dónde, dónde están aquellos días en que amaba al ser humano —gritaba Fomá—, cuando lo abrazaba y lloraba en su pecho? Y ahora, ¿dónde estoy?, ¿dónde estoy?
—¡Estás con nosotros, tranquilízate! —gritó mi tío—; yo quería decirte, Fomá…
—¡Más le valiera callar ahora! —siseó Perepelítsina, y sus ojos de serpiente brillaron amenazadores.
—¿Dónde estoy? —prosiguió Fomá—. ¿Qué me rodea? Son búfalos y toros que me amenazan con sus cuernos. ¿Qué eres tú, vida? Vive, vive, sé deshonrado, avergonzado, apaleado, despreciado y, cuando cubran de arena tu tumba, los hombres recobrarán su juicio y aplastarán tus pobres huesos con un monumento.
—¡Santo cielo, habla de monumentos! —susurró Yezhévikin juntando las manos.
—¡Oh, no me erijáis monumentos! —Gritaba Fomá—. ¡No me los erijáis! No los necesito. Levantadlo en vuestros corazones y con eso me basta, me basta…
—Fomá —lo interrumpió el tío—, tranquilízate. No hay que hablar de monumentos. Escucha lo que voy a decir… sabes, Fomá, que comprendo que tú, tal vez, por así decir, ardiendo en un santo fuego al hacerme antes esos reproches, te dejaste llevar, Fomá, por querer ser bueno, te lo aseguro, pero te equivocaste, Fomá…
—¿Pero lo dejará usted tranquilo? —Pió de nuevo Perepelítsina—; No querrá usted matar a un desgraciado por tenerlo en sus manos.
Después de Perepelítsina, se agitó también la generala, y tras ella todo su séquito, todas se pusieron a hacerle grandes gestos al tío para que se callase.
—¡Anna Nilovna, cállese usted, sé muy bien lo que estoy diciendo! —respondió con firmeza mi tío—. Es una cuestión sagrada, de honor y justicia. Fomá, tú eres un hombre razonable y tu deber es pedir perdón inmediatamente a la nobilísima doncella que has ofendido.
—¿A qué doncella? ¿A qué doncella ofendí? —preguntó Fomá perplejo, mirando a todos como si hubiera olvidado lo ocurrido y no supiese de qué se trataba.
—Sí, Fomá, y ahora si reconoces que eres culpable y lo reconoces voluntariamente, te juro, Fomá, que caeré a tus pies y entonces…
—¿Pero a quién ofendí? —Vociferaba Fomá—. ¿A qué doncella? ¿Dónde está esa doncella? Recordadme algo de ella…
En ese instante, Nasteñka, confusa y atemorizada, se acercó a Yégor Ílich y le tiró de la manga.
—Déjelo, Yégor Ílich, no hace falta que pida perdón, déjelo —decía con voz suplicante—, déjelo…
—¡Ahora, ya recuerdo! —exclamo Fomá—. ¡Dios mío, lo entiendo! ¡Oh, ayúdenme a recordarlo! —Pedía, al parecer enormemente agitado—. ¿Decidme si es verdad que me echaron de aquí como un perro sarnoso? ¿Es verdad que fui alcanzado por un rayo? ¿Es verdad que me arrojaron desde una ventana? ¿Es verdad o no?
Los lamentos y gemidos de las mujeres fueron las respuestas más elocuentes a las preguntas de Fomá Fomich.
—¡Sí, sí! —Repetía—. Ya recuerdo… ahora recuerdo que después del trueno y mi caída corrí hacia aquí perseguido por los truenos para cumplir con mi deber y luego desaparecer para siempre. ¡Incorporadme! Por débil que esté, debo cumplir con mi deber.
Lo incorporaron inmediatamente en el sillón. Fomá tomó la postura de un orador y extendió los brazos.
—¡Coronel! —exclamó—. Ahora ya he vuelto por completo a mi ser, el trueno no acabó con mis facultades mentales, me queda, a decir verdad, alguna sordera en el oído derecho debida, tal vez, menos a los truenos que a la caída en la escalinata… no importa. ¡Y a quién puede importarle el oído derecho de Fomá Fomich!
Las últimas palabras de Fomá fueron pronunciadas con tan triste ironía y una sonrisa tan lastimera que suscitaron en las damas conmovidas nuevos gimoteos. Todas con ojos de reproche y algunas con verdadera furia, miraban al tío, que ya empezaba a sentirse afectado ante tan unánime opinión general. Mizínchikov escupió y se acercó a la ventana. Bajchéiev me daba cada vez más fuerte con el codo y apenas se mantenía en su sitio.
—¡Ahora escuchad todos mi confesión! —exclamó Fomá, mirando a su alrededor con ojos orgullosos y enérgicos—, y decidid el destino del desgraciado Opiskin. ¡Yégor Ílich! Ya hace mucho tiempo que lo observo, lo observo con el corazón angustiado, y he visto todo, mientras que usted ni sospechaba que yo lo observaba. Coronel, tal vez me equivocaba, pero conociendo su egoísmo, su ilimitada lujuria, su increíble voluptuosidad, ¿quién habría podido culparme de temer por el honor de la más digna de las doncellas?
—¡Fomá, Fomá!… no hace falta que digas más —exclamó el tío, inquieto al ver la torturada expresión de Nasteñka.
—Lo que más me preocupaba no era tanto la inocencia y la confianza de esa persona, sino su falta de experiencia —continuaba diciendo Fomá como si no hubiera oído las advertencias del tío—. Me daba cuenta de que en su corazón florecía el amor como una rosa tierna, e involuntariamente recordaba a Petrarca, quien dijo que «la inocencia está a veces muy próxima de la perdición». Yo sufría, gemía y aunque por esa joven pura como una perla estaba dispuesto a sacrificarme, dejando en garantía toda mi sangre, ¿quién podía avalarlo a usted, Yégor Ílich, conociendo su temperamento, sus pasiones lujuriosas, sabiéndolo capaz de sacrificarlo todo por un momento de placer? Se apoderó de mí el temor por el destino de la joven más pura del mundo.
—¡Fomá!, ¿es posible que hayas pensado eso? —gritó el tío.
—Con dolor de corazón, lo vigilaba. Si quiere saber cómo sufría, pregúnteselo a Shakespeare, él le contará en su Hamlet el estado en que se hallaba mi alma. Me convertí en un ser receloso y temible. Inquieto e indignado lo veía todo negro, pero no era ese «color negro» que se canta en el famoso romance, puede estar seguro. De ahí mi anhelo de alejarla de esta casa; quería salvarla; por ello me veía usted, durante este último tiempo, tan irritado, tan lleno de odio por la humanidad. ¡Oh! ¡Quién me reconciliará ahora con la humanidad! Me doy cuenta de que tal vez sea demasiado despótico e injusto con sus invitados, con su sobrino, con el señor Bajchéiev, al exigirle saber de astronomía… pero ¿quién puede acusarme de un estado anímico así? Volviendo a Shakespeare, le diré que veía el futuro como un sombrío abismo de insondable profundidad, en cuyo fondo se escondía un cocodrilo. Sentía que mi obligación era prever la desgracia, que ése era mi deber, que mi destino me obligaba a ello, pero usted no comprendió mis nobles deseos y me lo agradeció con ira, ingratitud, burlas y humillaciones…
—¡Fomá! Si es así… yo lo siento… —exclamó el tío presa de extrema emoción.
—Si de verdad lo siente, coronel, tenga la bondad de no interrumpirme y escucharme hasta el final. Continúo: mi culpa, por consiguiente, se debía a que me tomaba muy a pecho el destino y la dicha de esa niña, de hecho, comparada con usted no es sino una niña. Mi gran amor por la humanidad me convirtió entonces en una fiera recelosa y suspicaz. Estaba listo para lanzarme sobre la gente y martirizarla. Y, sabe usted, Yégor Ílich, todo cuanto usted hacía, como a propósito, confirmaba mis suposiciones. Ha de saber que ayer, cuando quiso cubrirme de oro para alejarme de usted, pensé: «En mi persona, está apartando de sí su propia conciencia, para llevar a cabo más fácilmente su crimen…».
—¡Fomá, Fomá! ¿Es posible que hayas pensado eso ayer? —exclamó el tío horrorizado—. ¡Oh, Dios mío! ¡Y yo tan ajeno!
—Fue el cielo quien despertó en mí esas sospechas —continuó Fomá—. Juzgue por sí mismo: ¿qué podía suponer cuando el azar me llevó esa misma tarde al fatal banco del jardín? ¿Qué iba a sentir en aquel momento, cuando constaté con mis propios ojos, ¡cielos!, de manera flagrante, que todas mis sospechas estaban justificadas? Me quedaba todavía una esperanza, débil, es cierto, mas esperanza al fin. Usted mismo se encargó de reducirla a cenizas: me envía una carta, me habla en ella de su propósito de casarse, me ruega que no divulgue su plan… sí, pero ¿por qué me escribe ahora, cuando lo sorprendo, y no antes? ¿Por qué no acudió feliz a decírmelo, dado que el amor embellece al que ama, por qué no me abrazó ni lloró en mis brazos y me lo contó todo, todo? ¿Acaso soy un cocodrilo que lo habría devorado sin darle un buen consejo? ¿O algún repulsivo insecto que se limita a morderlo sin asistir a su felicidad? «¿Soy su amigo o el más repugnante de los insectos?», ésa era la pregunta que me hacía esta mañana. ¿Por qué, me pregunté, hizo venir de la capital a su sobrino e intentó casarlo con esa joven, si no para engañamos a nosotros y a su propio «frívolo» sobrino y proseguir secretamente el más criminal de los designios? Si alguien me convenció de que su amor, el amor del uno por el otro, era criminal, fue usted y sólo usted. Le digo más, es usted culpable ante esa joven, ya que, por torpeza y desconfianza egoísta, la sometió a ella, joven modesta y de altos principios, a la calumnia y las sospechas insidiosas.
El tío callaba con la cabeza baja: la elocuencia de Fomá, claramente, superaba todas sus convicciones. Comenzaba a considerarse un perfecto criminal.
La generala y sus acompañantes escuchaban silenciosos y sobrecogidos a Fomá, y Perepelítsina miraba con ojos despectivos a la pobre Nasteñka.
—Atónito, irritado, casi muerto —continuó Fomá—, me encerré con llave en mi habitación y recé para que Dios me inspirase. Finalmente, decidí ponerlo a prueba, por última vez y públicamente. Puede que estuviera demasiado acalorado, o que mi indignación fuera excesiva, pero por mis nobles impulsos usted me arrojó por la ventana. Mientras caía pensé: «en el mundo, siempre se recompensa así la virtud». Fue entonces cuando me estrellé, y ya no recuerdo qué pasó después…
Chillidos y gemidos interrumpieron el trágico recuerdo de Fomá Fomich. La generala se precipitó hacia él con una botella de málaga que acababa de arrancarle a Praskovia Ilínichna, pero Fomá, majestuoso, rechazó de un ademán el vino y a la misma generala.
—¡Dejadme! —gritó—. Necesito terminar. No sé qué ocurrió después de mi caída. Lo único que sé ahora es que estoy calado hasta los huesos y expuesto a coger la fiebre para haceros felices. ¡Coronel! Según muchos indicios que por ahora no quiero explicar, me he convencido, finalmente, de que su amor era puro, rayano en lo sublime, aunque también poco fiable… Apaleado, humillado, sospechoso para muchos de haber ofendido el honor de la joven por la cual, como un caballero medieval, estaba dispuesto a verter toda mi sangre, quiero que vean cómo se venga de sus ofensas Fomá Opiskin. ¡Deme su mano, coronel!
—¡Con sumo placer, Fomá! —exclamó el tío—, y como has despejado de toda sospecha el honor de la nobilísima joven, pues… por supuesto… aquí tienes mi mano y con ella mi disculpa…
Y el tío le dio calurosamente la mano, sin sospechar para qué la quería.
—Deme usted ahora su manita —continuó Fomá con voz débil, abriéndose paso entre la gente que lo rodeaba y dirigiéndose a Nasteñka.
Nasteñka, confusa, asustada, miró tímidamente a Fomá.
—Acérquese, acérquese, mi dulce chiquilla. Es indispensable, para que seáis felices —añadió cariñosamente Fomá, aún con la mano del tío entre las suyas.
—¿Y ahora, qué pretende? —preguntó Mizínchikov.
Nastia, asustada y temblorosa, se acercó despacio hacia Fomá y le tendió tímidamente su manita.
Fomá puso la manita de Nastia en la mano del tío.
—¡Junto vuestras manos y os bendigo! —dijo con la voz más solemne—. Y si la bendición de un peregrino infeliz, castigado por el destino, puede serviros de ayuda, ¡sed felices! ¡Así es cómo se venga Fomá Opiskin! ¡Hurra!
Inmensa sorpresa general. El desenlace fue tan inesperado que todos quedaron sin habla. La generala se congeló tal como estaba, con la boca abierta y la botella de málaga en las manos. La Perepelítsina se puso pálida y temblaba de rabia. Las damas de compañía juntaron las manos y quedaron petrificadas en sus asientos. El tío, tembloroso, intentó decir algo, pero no pudo. Nastia palideció como si estuviera muerta y masculló «no puede ser…» pero ya era demasiado tarde. Bajchéiev fue el primero, hay que hacerle justicia, en repetir el «hurra» de Fomá Fomich. Lo seguí yo, después lo gritó la sonora vocecita de Sasheñka, que se lanzó a besar a su padre; después Iliusha, luego Yezhévikin y por último Mizínchikov.
—¡Hurra! —gritó otra vez Fomá—. ¡Hurra! Y de rodillas, hijos de mi alma, de rodillas ante la más tierna de las madrecitas. Pedid su bendición y, si es preciso, yo mismo hincaré mis rodillas junto con vosotros…
El tío y Nastia, sin haber intercambiado una mirada, asustados y sin comprender lo que les estaba pasando, cayeron de rodillas ante la generala. Todos los rodearon. La vieja, estupefacta, no sabía qué hacer. Fomá resolvió la situación: él mismo se puso de rodillas ante su protectora, lo que acabó con todas las dudas. Inundada en llanto, dijo finalmente que daba su consentimiento. El tío saltó y estrechó a Fomá en sus brazos.
—¡Fomá, Fomá!… —dijo, pero su voz se quebró y no pudo continuar.
—¡Champán! —rugió Stepán Aleksiéievich—. ¡Hurra!
—Nada de champán —replicó la Perepelítsina, que había tenido tiempo de recobrarse y darse cuenta de las circunstancias y las consecuencias—. Hay que encender un cirio ante la imagen sagrada, rezar ante ella y bendecir a todos, como han de hacer los creyentes…
Todos se precipitaron a cumplir el sensato consejo; se armó un alboroto monstruo. Había que encender un cirio. Bajchéiev se subió a una silla, que de inmediato se rompió, aunque logró saltar y no caerse. Sin enfadarse, cedió respetuosamente el puesto a la Perepelítsina, que por ser delgada cumplió sin esfuerzo la misión y el cirio se encendió. La monja y las invitadas se pusieron a rezar y a inclinarse hasta el suelo. Bajaron la imagen sagrada y se la ofrecieron a la generala. El tío y Nastia volvieron a ponerse de rodillas y la ceremonia se realizó según las reglas religiosas de la Perepelítsina, que no dejaba de repetir: «De rodillas ante la imagen, besad la imagen, besad la mano de la madrecita…».
Después de besar a los novios, el señor Bajchéiev se consideró obligado a besar la imagen sagrada, besando de paso la mano de la generala. Su exaltación no tenía límite.
—¡Hurra! —gritó de nuevo—: ¡Ahora es cuando beberemos champán!
Sobra decir que todos estaban encantados, la generala lloraba, pero ahora con lágrimas de alegría: para ella, la bendición de Fomá había hecho la boda decente y sagrada y, lo más importante, se daba cuenta de que Fomá Fomich se había distinguido y ahora se quedaría con ella por los siglos de los siglos. Todas las acompañantes, por lo menos en apariencia, compartían el entusiasmo general. El tío, tan pronto se arrodillaba ante su madre y besaba sus manos, como me abrazaba a mí, a Bajchéiev, a Mizínchikov o Yezhévikin. Estuvo a punto de ahogar a Iliusha, de tantos abrazos; Sasha abrazaba y besaba a Nasteñka, Praskovia Ilínichna estaba deshecha en lágrimas, y el señor Bajchéiev, viéndola, se acercó a besarle la mano. El viejo Yezhévikin lloraba emocionado en un rincón, secándose los ojos con su pañuelo a cuadros. En otro rincón gemía Gávril y miraba con devoción a Fomá Fomich. Falaley, sollozando ruidosamente, se acercaba a todos para besarles las manos. La emoción era general. Nadie hablaba, nadie daba explicaciones; era como si todo estuviera dicho; no se oían sino alegres exclamaciones. Nadie comprendía aún cómo las cosas se habían arreglado tan pronto, de manera tan simple. Sólo sabían que todo era obra de Fomá Fomich, un hecho real e indiscutible.
No habían pasado cinco minutos de felicidad común cuando apareció Tatiana Ivánovna. ¿Cómo había podido, sentada en su habitación, saber o intuir que se hablaba de amor y de boda? Llegó de repente, con el rostro radiante, los ojos inundados de alegría, con un elegante vestido (había tenido tiempo de cambiarse antes de bajar) y se lanzó directamente a besar a Nasteñka, exclamando alegremente:
—¡Nasteñka, Nasteñka! ¡Tú lo amabas y yo no lo sabía! ¡Dios mío, se amaban, sufrían secretamente, fueron perseguidos! ¡Qué maravillosa novela! Nastia, querida mía, dime toda la verdad, ¿de verdad amas a ese loco?
En vez de responder, Nastia la abrazó y la besó.
—¡Dios mío, qué maravillosa novela! —Y Tatiana Ivánovna aplaudió con entusiasmo—. Escucha, Nastia, ángel mío: todos estos hombres, sin excepción alguna, son unos monstruos ingratos y no merecen nuestro amor. Pero tal vez él sea el mejor de todos. Acércate, hombre loco —gritó, dirigiéndose al tío y sujetándolo por el brazo—. ¿De veras estás enamorado? ¿Es posible que seas capaz de amar? Mírame: quiero mirarte a los ojos, quiero ver si mienten o no. No, no, no mienten: en ellos brilla el amor. ¡Oh, qué feliz soy! Nasteñka, amiga mía, escucha: tú no eres rica, yo te regalo treinta mil rublos. ¡Acéptalos, por Dios te lo pido! Yo no los quiero, no los quiero. ¡Me queda aún mucho dinero! ¡No, no, no, no! —gritó y agitó la mano al percibir que Nastia se aprestaba a rechazarlo—. Cállese también usted, Yégor Ílich; no es asunto suyo. Óyeme, Nastia, lo tenía decidido hace mucho tiempo. Esperaba tu primer amor… Seré testigo de vuestra felicidad. Me ofenderás si no los aceptas, lloraré, Nastia… ¡No, no, no y no!
Por el momento Tatiana Ivánovna estaba tan entusiasmada que era imposible, si no cruel, oponérsele, así que decidieron aplazarlo hasta otra ocasión. Se lanzó a besar a la generala, a Perepelítsina, a todos cuantos allí estábamos.
Bajchéiev se abrió paso muy respetuosamente hacia ella y le pidió la mano para besársela.
—Querida palomita, perdona a este tonto por lo dicho esta mañana, no conocía tu corazón de oro.
—¡Loco! Yo hace mucho que te conozco —balbuceó Tatiana Ivánovna, risueña y juguetona, golpeando levemente con su guante la nariz de Bajchéiev. Rozándolo con su vaporoso vestido, se alejó, ligera como una brisa marina. El gordinflón se apartó cortésmente.
—Una doncella dignísima —dijo conmovido. Y me susurró en secreto, mirándome alegremente a los ojos—: Al alemán le han pegado la nariz.
—¿Qué alemán? ¿Qué nariz? —pregunté sorprendido.
—¿Como cuál? El que compré como regalo, el que besa la mano de su dama, también alemana, que se seca una lágrima con un pañuelo. Evdokin lo arregló ayer. Esta mañana, al volver de nuestra expedición, mandé a buscarlo… Lo traerán pronto, ¡un juguete magnífico!
—¡Fomá! —exclamó el tío exaltado—, ¡eres el artífice de nuestra dicha! ¿Cómo puedo corresponderte?
—Con nada, coronel —respondió Fomá con cara de mal humor—, continúe sin hacerme ningún caso y sea feliz sin Fomá.
Era evidente que se sentía ofendido: en medio de la exaltación general parecía olvidado.
—¡Todo se debe a la alegría, Fomá! —exclamo el tío—. Yo, hermano, ni sé ni recuerdo dónde estoy. Escucha, Fomá, yo te ofendí. Mi vida entera, mi sangre entera no bastarían para reparar el daño que te causé. Por eso callo, ni siquiera me disculpo. Pero si alguna vez necesitas mi cabeza, mi vida, si necesitas que alguien se tire por ti a un abismo, llámame y verás… No digo más, Fomá.
Y el tío agitó la mano, dándose cuenta de que no había nada que añadir para expresar con mayor fuerza su pensamiento. Sólo miraba a Fomá con ojos agradecidos y empañados.
—¡Eso sí que es un ángel! —Pió la joven Perepelítsina loando a Fomá.
—Sí, sí —la apoyó Sasheñka—. No sabía que fuera usted tan buena persona, Fomá Fomich, y me porté mal con usted. Perdóneme, Fomá Fomich, y tenga la seguridad de que lo querré con todo mi corazón. ¡Si supiera cuánto lo respeto ahora!
—Sí, Fomá —la apoyó Bajchéiev—. Perdona también a este tonto, no te conocía. Tú, Fomá, no sólo eres un sabio, sino también un héroe. Toda mi casa está a tu disposición. Pero mejor todavía, ven pasado mañana con la madrecita generala, con el novio y la novia y a qué andarse con pequeñeces: ¡con toda la casa! No quiero alabarme hablando de la comida; os diré: salvo leche de pájaros, allí habrá de todo para vosotros. ¡Palabra de honor!
En medio de tantas emotivas explicaciones, Nasteñka se acercó a Fomá Fomich y sin hablar lo abrazó con fuerza y lo besó.
—¡Fomá Fomich! —dijo—, es usted nuestro bienhechor; no sé cómo agradecérselo, no dude de que seré para usted una hermana cariñosa y atenta…
No pudo terminar de hablar: las lágrimas ahogaron sus palabras. Fomá la besó en la cabeza y sus ojos también se humedecieron.
—¡Hijos, hijos de mi corazón! —dijo—, os deseo vida y felicidad y en vuestros momentos de dicha recordad alguna vez al pobre desterrado. Por mi parte os diré que la desgracia es, tal vez, la madre de la virtud. Creo que lo dijo Gógol, escritor frívolo pero que tiene a veces opiniones certeras. La expulsión es una desgracia. Y ahora erraré por el mundo con mi cayada y, ¿quién sabe?, quizá mis padecimientos me hagan más misericordioso. ¡Este pensamiento es el único consuelo que me queda!
—Pero ¿adónde te irás, Fomá? —gritó el tío alarmado.
Todos se estremecieron y se precipitaron hacia Fomá.
—¿Supone usted que puedo permanecer en su casa después de su conducta, coronel? —preguntó Fomá con extraordinaria dignidad.
No lo dejaron terminar: los gritos de la compañía apagaban sus palabras. Lo sentaron en su sillón, le suplicaban, lloraban, no sé qué dejaron de hacerle. Claro que Fomá no tenía la mínima intención de salir de «esa casa», como tampoco la había tenido antes, ni siquiera cuando cavaba en el huerto. Sabía que ahora lo detendrían devotamente, se pegarían a él, puesto que había hecho felices a todos y que todos estaban dispuestos a mimarlo, a llevarlo en andas y a considerar el hecho como un honor y un privilegio. Es posible que la necesidad de volver a «esta casa», cuando se asustó de la tormenta, hiriera su vanidad y lo impulsara a intentar otra vez ser un héroe. Pero lo principal era que le ofrecía la posibilidad de hacerse valer de nuevo, de alabarse a sí mismo, de hablar con frases altisonantes, una tentación muy fuerte. Trataba de liberarse de toda presión, de abrirse paso entre quienes lo retenían, pedía que lo dejaran ir a donde él quisiera, que en «esta casa» había perdido el honor y había sido humillado; que había vuelto para hacer felices a todos, pero ¿podía, acaso, quedarse en la «casa de la ingratitud» y comer una sopa, por sabrosa que fuera, acompañada de vejaciones? Al fin dejó de querer liberarse y de nuevo lo sentaron en el sillón. Pero su elocuencia proseguía.
—¿Acaso no me ofendían aquí? —Gritaba—, ¿acaso no me hacían rabiar sacándome la lengua? ¿Acaso usted mismo, coronel, no me hacía constantemente muecas y cortes de mangas, igual que los hijos ignorantes de los trabajadores de nuestras calles urbanas? Sí, coronel, soy partidario de la comparación, porque esas muecas, si usted no me las mostraba físicamente, eran morales, en algunos casos más ofensivas que las físicas, y ni hablemos de otras humillaciones…
—¡Fomá, Fomá! —gritó el tío—, ¡no me mates con esos recuerdos! Ya te dije que toda mi sangre sería insuficiente para lavar esa ofensa. ¡Sé magnánimo! Olvida, perdona y déjanos contemplar nuestra felicidad. ¡Tu obra, Fomá!…
—… Yo quiero amar, amar al ser humano —gritaba Fomá—, ¡y no me dan al ser humano, me prohíben quererlo, hacen imposible que pueda quererlo! ¿Dónde está ese hombre? ¿Dónde se oculta? Como Diógenes con la linterna, lo vengo buscando toda la vida y no lo encuentro. Y no puedo amar a nadie mientras no lo encuentre. Malhaya aquel que me hizo odiarlo. Yo grito: dadme al ser humano para quererlo, y van y me traen a Falaley. ¿Cómo puedo querer a Falaley? ¿Acaso quiero amar a Falaley? ¿Podría amar a Falaley, aunque quisiera? No. ¿Por qué no? Porque él es Falaley. ¿Por qué no amo a la humanidad? Porque todo cuanto existe en el mundo es Falaley o se parece a Falaley. ¡No quiero a Falaley, odio a Falaley, escupo en Falaley, aplastaré a Falaley y si tuviera que elegir amaría antes a Asmodeo que a Falaley! ¡Ven, ven aquí, mi torturador constante, ven aquí! —gritó de pronto dirigiéndose a Falaley, que asomaba su inocente imagen de puntillas entre la multitud que rodeaba a Fomá Fomich—. ¡Ven aquí! Le demostraré, coronel —gritaba Fomá atrayendo con la mano a Falaley, aterrorizado—, le demostraré el acierto de mis palabras sobre las constantes burlas y «muecas». Dime, Falaley, y dime la verdad. ¿Qué has visto en sueños esta última noche? Ahora, coronel, verá los resultados de su educación. ¡Venga, Falaley, habla!
El pobre niño, temblando de miedo, miraba en derredor desesperado, buscando a alguien que lo salvara; pero todos también temblaban y esperaban horrorizados su respuesta.
—Y bien, Falaley, ¡estoy esperando!
En vez de responder, Falaley contrajo el rostro, abrió la boca y se echó a llorar como un ternero.
—Coronel, ¿ve usted esta terquedad? ¿Será posible que sea natural? Por última vez te pregunto, Falaley, dime, ¿con qué has soñado hoy?
—Con…
—Dile que soñaste conmigo —le apuntó Bajchéiev.
—Con sus bondades —le sopló en otro oído Yezhévikin.
Falaley no hacía más que mirar en tomo suyo.
—Con… sus… bon… ¡con el buey blanco! —Mugió por fin, llorando amargamente.
Todos gimieron. Pero Fomá Fomich padecía un ataque de extraordinaria magnanimidad.
—Veo al menos tu sinceridad, Falaley —dijo—, algo que no descubro en otros. Ojalá Dios esté contigo. Si por consejo de otros me haces rabiar adrede con ese sueño, Dios te lo hará pagar, a ti y a esos otros. Si me equivoco respeto tu sinceridad, ya que hasta en la última criatura humana, como tú, por ejemplo, estoy habituado a percibir la imagen y semejanza de Dios… ¡Te perdono, Falaley! ¡Hijos míos, abrazadme, me quedo!
—¡Se queda! —Exclamaron todos con entusiasmo.
—¡Me quedo y perdono! Coronel, recompense a Falaley con azúcar: que no llore en un día de felicidad general.
Se comprende que tanta magnanimidad fuera considerada asombrosa. Preocuparse así, en un momento así, ¿y de quién? De Falaley. El tío se precipitó a cumplir la orden del azúcar. Inmediatamente, en manos de Praskovia Ilínichna y quién sabe de dónde, apareció un azucarero de plata.
El tío sacó con mano temblorosa dos trocitos de azúcar, después tres, que se le cayeron y se dio cuenta de que, por la emoción, no conseguiría nada.
—¡Eh! —exclamó—. Por un día como hoy, ¡toma, Falaley! —Y le volcó todo el contenido del azucarero en la camisa—. ¡Eso es para ti, por ser sincero! —añadió en plan de moraleja.
—El señor Korovkin —anunció de pronto Vidopliásov desde la puerta.
Se produjo un pequeño revuelo. La visita de Korovkin era evidentemente inoportuna. Todos se volvieron al tío con mirada interrogante.
—¡Korovkin!… —exclamó el tío algo confuso—. Claro que estoy contento… —añadió, mirando tímidamente a Fomá—, pero no sé si recibirlo ahora, en un momento así. ¿Tú qué piensas, Fomá?
—¡No importa, no importa! —respondió benevolente Fomá—. Invite a Korovkin, que también él participe de la dicha de todos.
En una palabra, Fomá Fomich estaba de un humor angelical.
—Le informo con todo respeto —observó Vidopliásov— que el caballero no se encuentra del todo bien.
—¿No se encuentra del todo bien? ¿Cómo? ¿Qué dices? —gritó el tío.
—¡Así es! No está en condiciones sobrias…
Antes de que el tío tuviese tiempo de abrir la boca, ponerse colorado, asustarse y avergonzarse, el enigma quedó resuelto. Apareció en la puerta Korovkin en persona, apartó con la mano a Vidopliásov y quedó expuesto unte el sorprendido público. Era un hombre más bien bajo, grueso, de unos cuarenta años, cabellos oscuros, salpicados de canas, cortados cortos, rostro redondo y rojizo, ojos pequeños, sanguinolentos, vestido con un frac muy sucio, como si se hubiese revolcado por el heno, viejo y roto en la axila, con unos pantalones imposibles de describir y una gorra mugrienta echada hacia atrás. Este señor estaba completamente borracho. Se detuvo en el centro de la habitación, balanceándose, asintiendo con la cabeza como si, en su vacilante borrachera, picoteara con la nariz. Después mostró una risa de oreja a oreja.
—Perdonen, señores —dijo—, yo… —Aquí se llevó la mano a la nariz—… he cogido una buena…
La generala adoptó inmediatamente un aire de dignidad ofendida. Fomá, en su sillón, contemplaba irónicamente al excéntrico visitante. Bajchéiev lo miraba perplejo, aunque no sin cierta simpatía. La confusión del tío era increíble; sufría sinceramente por Korovkin.
—Korovkin —empezó a decir—. Escúcheme…
—Atandé —lo interrumpió Korovkin—. Me presentaré: soy un hijo de la naturaleza… ¿Pero qué veo? Aquí hay damas… ¿Y por qué, canalla, no me dijiste que aquí tenías damas? —añadió con una sonrisa pícara mirando al tío—. ¡No importa! No seas tímido… Me presentaré al bello sexo… ¡Encantadoras damas! —empezó, hablando con dificultad y atascándose en cada palabra— vean ustedes a un desgraciado que… bueno… ¿para qué seguir?… ¡Músicos! ¡Una polka!
—¿No le gustaría dormir un rato? —pregunto Mizínchikov, acercándose tranquilamente a Korovkin.
—¿Dormir? ¿Lo dice para ofenderme?
—Nada de eso. Es muy sano cuando se llega de un viaje…
—Jamás —respondió Korovkin indignado—. ¿Acaso crees que estoy borracho? Nada de eso… Aunque, ¿dónde se duerme en esta casa?
—Yo lo acompañaré ahora mismo.
—¿Adonde? A la cochera no, hermano, no me engañarás. Ya he pasado allí la noche… Aunque llévame…, ¿por qué no iría con una buena persona? La almohada no me hace falta, a un militar no le hace falta almohada. Agénciame un sofá, eso sí, un sofá. Pero tú, hermano, prepárame un traguito para exterminar el gusanillo… sólo para eso, es decir, apenas una copita…
—Bueno, bueno… —respondió Mizínchikov.
—Pero espera… debo despedirme. Adiú, medams y mesdemuasels, me habéis, como quien dice, calado… pero, ya hablaremos después… me despertaréis apenas empiece… incluso cinco minutos antes de que empiece, ¡no empecéis sin mí! ¿Me oís…? ¡No empecéis!…
Y el divertido visitante salió detrás de Mizínchikov. Todos callaban. No se reponían de su consternación. Finalmente Fomá empezó a reírse en silencio, y poco a poco su risa fue creciendo, cada vez más y más, hasta convertirse en carcajada. Viéndolo, también la generala se alegró, aunque conservaba su gesto de dignidad ofendida. Las risas fueron generalizándose. El tío, atónito, el rostro enrojecido, era incapaz de pronunciar una palabra.
—¡Oh, piedad divina! —dijo finalmente—. ¿Quién podía saberlo? Pero bueno, ¡a cualquiera le pasa! Te aseguro, Fomá, que es una persona honradísima y noble, y también muy culta. ¡Lo verás, Fomá!…
—Ya lo veo, ya lo veo —respondió Fomá, casi ahogado por la risa—, muy culto, muy leído… es la palabra.
—¡Cómo habla de los ferrocarriles! —observó a media voz Yezhévikin.
—¡Fomá!… —Comenzó el tío, pero la risa general ahogaba sus palabras. Fomá Fomich se partía de risa; viéndolo, también el tío se echó a reír.
—Bueno, sobran las palabras —dijo el tío—. Tú, Fomá, eres generoso, tienes buen corazón, a ti te debo mi felicidad… Perdonarás también a Korovkin.
Sólo Nasteñka no reía. Con ojos amorosos miraba a su novio y parecía decir: «¡Qué encantador eres, qué bueno, qué hombre tan noble y cómo te amo!».