—¡Creo, coronel, que me pregunta usted «qué significa eso»! —dijo Fomá en tono solemne, como disfrutando del estupor general—. ¡Me asombra su pregunta! Explíqueme más bien «usted» cómo tiene el coraje de mirarme a los ojos. ¡Explíqueme este último problema psicológico de la desvergüenza humana y marcharé entonces enriquecido al menos por un conocimiento nuevo de lo que puede la depravación en el ser humano!

Pero el tío no estaba en condiciones de responder: miraba a Fomá con temor, humillado, los ojos desorbitados y la boca semiabierta.

—¡Dios mío, qué pasiones! —gimió la señorita Perepelítsina.

—¿Comprende usted, coronel —prosiguió Fomá— que más vale que me deje marchar sin pedirme explicaciones? En su casa, hasta un hombre maduro y sensato como yo empieza a temer seriamente por sus principios morales: créame que sus preguntas no conducirían a nada, sino a cubrirlo a usted de deshonor.

—¡Fomá, Fomá!… —gritó el tío y un sudor frío le cubrió la frente.

—Así es que, permítame decirle algunas palabras de adiós y desearle buenos augurios: serán mis últimas palabras en su casa, Yégor Ílich. ¡Lo hecho, hecho está y no hay vuelta atrás! Confío en que comprenda de qué le estoy hablando: le suplico de rodillas, si queda en su corazón aunque más no sea una chispa de moral, que refrene el ímpetu de sus pasiones. Y si el fuego maligno no ha hecho presa aún de todo el edificio, intente, dentro de lo posible, que no se propague.

—¡Te aseguro Fomá que estás equivocado! —gritó el tío, recobrándose poco a poco y previendo horrorizado el desenlace.

—Modere sus pasiones —continuó diciendo Fomá con el mismo tono solemne, como si no hubiese oído la exclamación del tío—. Procure vencerse a sí mismo. «Si quieres vencer al mundo, ¡comienza por vencerte a ti mismo!». Ésta es mi regla constante de vida. Usted es terrateniente, debe brillar como un diamante en sus haciendas, pero ¡qué vil ejemplo es su dejadez para sus inferiores! He rezado por usted noches enteras, temblaba buscando ansioso su felicidad, pero no la encontré porque la felicidad radica en la virtud…

—¡Te equivocas, Fomá! —volvió a interrumpirlo el tío—. No me has comprendido y lo que estás diciendo no es cierto…

—Y no olvide que es un terrateniente —prosiguió Fomá, haciendo caso omiso de las exclamaciones de mi tío—. ¡No crea que el ocio y el placer son prerrogativa del terrateniente! ¡Funesto error! ¡No el ocio, sino el deber, la responsabilidad ante Dios, el zar y la patria! ¡El terrateniente debe trabajar y trabajar como el último de sus mujiks!

—¡Entonces —gruñó Bajchéiev—, siendo también yo terrateniente, debo ponerme a arar como un mujik!…

—Ahora me dirijo a vosotros, servidores de esta casa —continuó Fomá, dirigiéndose a Gávril y Falaley, que aparecieron junto a la puerta—. Amad a vuestros amos y cumplid su voluntad con pasión y humildad. Por ello vuestros amos os amarán. Y usted, coronel, sea justo con ellos y misericordioso. También ellos son hombres a imagen de Dios, le fueron entregados como niños por el zar y la patria. ¡Grande es el deber, pero mucho más grande el mérito!

—¡Fomá Fomich, querido mío! ¿Qué se te metió en la cabeza? —gritó la generala desesperada, a punto de desmayarse de espanto.

—Creo que ya basta, ¿verdad? —concluyó Fomá sin hacer caso siquiera de la generala—. Volvamos ahora a los detalles, triviales pero necesarios. Yégor Ílich, hasta hoy no han segado el heno en los campos de Jarinski, que no se retrase más, que lo sieguen, y pronto. Se lo aconsejo.

—¡Pero Fomá!…

—Supe que usted quería talar parte del bosque de Ziriansk; no lo haga, otro consejo mío. Conserve los bosques, los bosques conservan la humedad en la superficie de la tierra… Es una pena que haya descuidado tanto la siembra de primavera… ¡Un retraso asombroso!

—¡Pero Fomá!…

—¡Bueno, ya basta! No hay tiempo de decirlo todo. Os enviaré las instrucciones precisas aparte, en un cuadernito especial. Adiós, adiós a todos. Dios os bendiga y proteja. También a ti, pequeño mío —añadió mirando a Iliusha—, te bendigo y que Él te preserve del pernicioso veneno de las futuras pasiones. También a ti, Falaley, te bendigo, olvida el komarinski… Y a todos, a todos… Acordaos de Fomá… ¡Vámonos, Gávril! Me ayudarás a subir.

Y Fomá se encaminó a la puerta. La generala chilló y se lanzó tras él.

—¡No, Fomá! ¡No te dejaré marchar así! —exclamó el tío y, alcanzándolo, lo agarró por un brazo.

—Entonces, ¿quiere actuar por la fuerza? —preguntó Fomá, orgullosamente.

—¡Sí, Fomá… aun por la fuerza! —respondió el tío, temblando de excitación—. ¡Has dicho demasiado y debes explicarte! No has leído bien mi carta, Fomá…

—¡Su carta! —chilló Fomá enfureciéndose en un instante como si hubiera esperado ese momento preciso para estallar—, ¡su carta! ¡Aquí la tiene! ¡Rompo esa carta! ¡La escupo! ¡La pateo! ¡Y cumplo así el sagrado deber de la humanidad! ¡He aquí lo que hago, si me obliga por la fuerza a dar explicaciones! ¡Lo ve! ¡Lo ve! ¡Lo ve!…

Y los trozos de papel volaron por la habitación.

—¡Te repito, Fomá, que no has comprendido esa carta! —Gritaba el tío, cada vez más pálido—. Hablo de una petición de mano, Fomá, de mi felicidad…

—¡Petición de mano! Ha seducido a esa joven y quiere engañarme proponiéndole matrimonio. ¡Pero ayer yo los vi por la noche, en el jardín, bajo unos arbustos!

La generala lanzó un grito y se desplomó medio desmayada en un sillón. Se armó un jaleo terrible. La pobre Nasteñka estaba pálida, inerte. Sashurka, asustada, abrazaba a Iliusha y temblaba, como con fiebre.

—¡Fomá! —exclamó el tío fuera de sí—. ¡Si divulgas ese secreto cometerás la acción más vil que se pueda cometer!

—¡Divulgaré ese secreto —chillaba Fomá— y cometeré la más noble de las acciones! El propio Dios me ha enviado aquí para denunciar todo lo podrido que hay en el mundo y sus vilezas. Estoy dispuesto a subirme al techo de paja de algún mujik y desde allí gritar su infame conducta, para que la conozcan los terratenientes de los alrededores y todos los que por allí pasen… ¡Que lo sepan todos, todos, ayer por la noche lo encontré con esa joven, de aspecto tan inocente, en el jardín, entre unos arbustos!…

—¡Ah, qué ignominia! —Pió Perepelítsina.

—¡Fomá, no te juegues la vida! —Gritaba el tío con los puños apretados y los ojos relampagueantes.

—Pero él —chillaba Fomá—, asustado por haber sido descubierto, tuvo la audacia de enviarme una carta mentirosa para justificar su delito, sí, su delito, porque a una joven, hasta aquel momento inocente, usted la convirtió en…

—¡Una palabra ofensiva más para ella y te mato, Fomá, te lo juro!…

—¡Pues diré esa palabra, convirtió a una joven inocente hasta entonces, en la joven más depravada!…

Fomá pronunció esas palabras y el tío lo agarró por los hombros, lo hizo girar como una brizna de paja y lo arrojó con fuerza contra la puerta de cristal que comunicaba el gabinete con el patio de la casa. El golpe fue tan fuerte que las puertas medio cerradas se abrieron de par en par y Fomá cayó rodando por los siete escalones de piedra y quedó tendido en el patio. Los cristales rotos se dispersaron por los escalones.

—¡Gávril, recógelo! —gritó el tío, pálido como un muerto—, siéntalo en un carro y que en dos minutos no quede huella de él en Stepanchikovo.

Cualesquiera fueran los planes de Fomá, era indudable que no esperaba ese desenlace.

No intentaré describir lo que sucedió en los minutos siguientes a este episodio. El desgarrador gemido de la generala, derrumbada en el sillón, el estupor de Perepelítsina ante el inesperado arrebato de mi tío, siempre tan apacible; los ayes y ohes de las mantenidas; Nasteñka, a quien protegía su padre, asustada y a punto de desmayarse; Sasheñka, empavorecida; el tío, indescriptiblemente excitado, paseando por la habitación en espera de que su madre volviera en sí; por último, el llanto sonoro de Falaley lamentando la desazón de sus amos, todo ello constituía un cuadro imposible de reproducir. He de añadir, además, que en esos momentos se descargó el temporal de lluvia y truenos, y los goterones comenzaron a golpear las ventanas.

—¡Menuda fiesta! —farfulló el señor Bajchéiev inclinando la cabeza y abriendo los brazos.

—¡Mal van las cosas! —le susurré yo, también muy inquieto—, pero al menos han echado a Fomich y ya no volverá.

—Mamita, ¿se encuentra mejor? ¿Puede escucharme? —preguntó el tío deteniéndose ante el sillón de la vieja.

Ésta levantó la cabeza, juntó las manos y miró a su hijo con ojos suplicantes; jamás lo había visto tan enfurecido.

—¡Mamita! —Éste continuó diciendo—. Se colmó el vaso, usted misma lo vio: no habría querido tratar así el asunto, pero ha llegado la hora y no se debe aplazar. Usted ha oído la calumnia, escuche ahora la justificación. Mamita, yo amo a esa nobilísima y excelsa joven, la quiero hace mucho tiempo y jamás dejaré de amarla. Hará felices a mis hijos y será para usted la hija más respetuosa y por ello le pido ahora a ella, en presencia de mis parientes y amigos, le suplico que me honre infinitamente concediéndome el honor de ser mi esposa.

Nasteñka se estremeció, luego el rubor coloreó sus mejillas y saltó de su asiento. La generala se quedó mirando a su hijo como si no comprendiese lo que decía y, de pronto, con un estridente sollozo, se puso de rodillas ante él.

—¡Yégomshka, querido mío, haz que vuelva Fomá Fomich! —gritó—, ¡que vuelva de inmediato! Si no vuelve, moriré antes de que anochezca.

Viendo de rodillas ante él a su vieja madre, orgullosa y obstinada, el tío quedó petrificado. Un sentimiento de pesar se reflejó en su rostro; recobrándose, por fin, se apresuró a levantarla y la volvió a sentar en su sillón.

—¡Haz que vuelva Fomá Fomich, Yégorushka! —seguía clamando la vieja—, ¡que vuelva ahora mismo! —gritó—. ¡No puedo vivir sin él!

—¡Mamita! —exclamó apenado el tío—. ¿No ha oído usted lo que acabo de decir? No puedo hacer que vuelva Fomá, compréndalo. No puedo ni tengo derecho, después de su vil e infame calumnia sobre ese ángel de honor y virtud. ¿No comprende, mamita, que mi obligación, que mi honor me obligan a restituir la virtud? Usted me ha oído: pido la mano de esa joven y le ruego que bendiga nuestra unión.

La generala se levantó presurosa y se puso de rodillas ante Nasteñka.

—¡Madrecita, querida mía! —gimoteó—. No te cases con él, ¡pídele que haga volver a Fomá Fomich! Palomita mía, Nastasia Yevgrafovna, te lo daré todo, todo si no te casas. A mí, aunque vieja, me quedan aún ciertos bienes de cuando murió mi marido. ¡Todo será para ti y también Yégorushka te recompensará, pero no me arrojes viva a la tumba, pídele que traiga de vuelta a Fomá Fomich!…

Y habría seguido chillando y delirando si Perepelítsina y todas las mantenidas, llorando y lamentándose, no se hubieran arrojado a levantarla, indignadas viéndola de rodillas ante una simple niñera. Del susto, Nasteñka apenas si se mantenía en pie, mientras Perepelítsina literalmente se puso a llorar de rabia.

—Acabará matando a su madrecita —le gritaba al tío— ¡la matará! Y usted, Nastasia Yevgrafovna, no debía encizañar a la madre con su hijo; el mismo Dios lo prohíbe…

—¡Anna Nilovna, contenga su lengua! —exclamó el tío—. ¡Ya he soportado bastante!…

—También yo he soportado bastante de usted. ¿Por qué me reprocha mi orfandad? ¡Es fácil ofender a una huérfana! ¡Todavía no soy su esclava! ¡También mi padre fue teniente coronel! ¡No volveré a poner los pies en su casa!… ¡hoy mismo!…

Pero el tío no la oía: se acercó a Nasteñka y tomó respetuosamente su mano.

—Nastia Yevgrafovna ¿ha oído mi proposición de matrimonio? —le preguntó, mirándola con angustia, casi con desesperación.

—No, Yégor Ílich, no, más vale que lo dejemos —respondió Nasteñka completamente abatida a su vez—. Todo es en vano —continuó, apretando sus manos y llorando—. Eso lo dice por lo de ayer… Pero usted mismo se da cuenta de que es imposible. Nos hemos equivocado, Yégor Ílich… Siempre lo recordaré como mi bienhechor… ¡Y rezaré toda mi vida por usted!…

Las lágrimas le impidieron seguir hablando. El pobre tío había previsto, al parecer, esa respuesta; no pensaba siquiera oponerse, insistir, la escuchaba, inclinado hacia ella, sujetando su mano, silencioso y desesperado. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Ya le dije ayer —continuó diciendo Nastia— que no puedo ser su esposa. Ya ve que en su casa no me quieren… Yo ya lo sabía, su madrecita no bendecirá nuestro enlace… nadie lo hará. Y aunque usted no se arrepienta después, porque es el hombre más generoso, será, sin embargo, desgraciado por culpa mía… por su buen carácter…

—¡Precisamente, su buen carácter, ésa era la palabra que te faltaba, Nasteñka! —precisó su viejo padre al otro lado del sillón—. Ésas eran las palabras que debías haber dicho.

—No quiero sembrar la discordia en su casa —continuó diciendo Nasteñka—. Por mí no se preocupe, Yégor Ílich. Nadie se meterá conmigo, nadie me ofenderá… me voy con mi padre hoy mismo… Mejor que nos despidamos, Yégor Ílich…

Y la pobre Nasteñka volvió a llorar desesperada.

—Nastasia Yevgrafovna, ésta no puede ser su última palabra —dijo el tío mirándola con desesperación—. ¡Diga una sola palabra y lo sacrificaré todo por usted!…

—La última, la última, Yégor Ílich —volvió a interferir Yezhévikin—; ella se lo ha explicado tan bien que ni yo lo esperaba. Es usted, Yégor Ílich, un hombre de tan buen carácter, y mucho nos ha otorgado, tanto honor con su petición… Sin embargo, no es Nasteñka una pareja para usted, Yégor Ílich. Usted necesita una novia rica y noble, y además bellísima, que sepa cantar y esté ataviada con brillantes y plumas de avestruz y que así vestida se pasee por sus habitaciones… Tal vez entonces Fomá Fomich se ablande… ¡y los bendiga! ¡Debe hacer volver a Fomá Fomich! Fue en vano la ofensa, él lo hizo por su bondad… Usted, usted lo reconocerá después. Es un hombre dignísimo. Y ahora se estará mojando… Más le valdría hacerlo volver ahora… no tendrá más remedio que hacerlo…

—¡Hacedlo volver, hacedlo volver! —gritó la generala—; ¡él, querido, te está diciendo la verdad!…

—Sí —continúo Yezhévikin—. También su madrecita padece en vano… Hágalo volver y nosotros, mientras tanto, Nastia y yo, emprenderemos la marcha…

—¡Espera Yevgraf Lariónovich! —exclamó el tío—. ¡Te lo suplico! Una palabra más, Yevgraf, tan sólo una… —Después de haberlo dicho, tomó asiento en un sillón, bajó la cabeza y se tapó los ojos con las manos, como si meditase.

En aquel instante resonó casi sobre la misma casa el estallido de un trueno y todo el edificio tembló. La generala gritó, como también la joven Perepelítsina; las mantenidas se santiguaban idiotizadas por el susto y otro tanto hacía el señor Bajchéiev.

—¡Padrecito profeta Ilia! —Susurraron al unísono cinco o seis voces.

Tras el trueno, siguió una lluvia tan torrencial como si se volcase el lago entero sobre Stepanchikovo.

—¿Y qué será ahora de Fomá Fomich, en pleno campo? —gimió Perepelítsina.

—¡Yégorushka, haz que vuelva! —gritó desesperada la generala, y se lanzó como loca hacia la puerta. La sujetaron las mantenidas, la rodeaban, la consolaban, lloriqueaban, chillaban. Un desvarío terrible.

—¡No llevaba más que la chaqueta, si al menos tuviese el capote! —seguía diciendo Perepelítsina—. Tampoco llevó paraguas. ¡Ahora lo matará algún rayo!…

—¡Lo matará sin duda! —corroboró Bajchéiev—, y lo empapará después la lluvia.

—¿Pero usted por qué no se calla? —le susurré.

—¿Acaso no es un ser humano? —me respondió Bajchéiev airadamente—. No es un perro. Seguro que tú no saldrías a la calle con un tiempo así. A ver, sal a bañarte, hazlo por el gusto.

Presintiendo el desenlace y temiendo sus consecuencias, me acerqué al tío que permanecía clavado en el sillón.

—Tiíto —le dije inclinándome mucho hacia él—, ¿es posible que esté de acuerdo con admitir de nuevo a Fomá Fomich? Dese cuenta que sería el colmo de la indecencia, al menos mientras siga aquí Nastasia Yevgrafovna.

—Amigo mío —me respondió el tío, alzando con decisión la cabeza y mirándome a los ojos—. Me he juzgado ahora y ya sé lo que debo hacer. No te preocupes por Nastia, no será ofendida, lo arreglaré todo…

Se levantó del sillón y se acercó a su madre.

—Mamita —dijo— tranquilícese, traeré a Fomá Fomich, lo alcanzaré, no ha podido alejarse mucho. Pero, le juro que volverá con una sola condición: aquí, ante todos los testigos de la ofensa, deberá confesar su culpa y pedir solemnemente perdón a esta nobilísima joven. ¡Lo conseguiré, lo obligaré!… ¡De lo contrario no cruzará el umbral de esta casa! Le juro también solemnemente, mamita, que si él accede a ello voluntariamente, estoy dispuesto a arrodillarme a sus pies y darle todo lo que pueda darle, sin perjuicio para mis hijos. En cuanto a mí, a partir de este día me aparto de todo. Mi felicidad ha perdido su luz. Abandono Stepanchikovo. Vivid aquí tranquilos y felices. Me incorporo al ejército y pasaré el resto de mi vida en los campos de batalla, en medio de los combates. ¡Basta!, ¡me voy!

En aquel instante se abrió la puerta y Gávril, mojado de pies a cabeza, sucio a más no poder, surgió ante el emocionado público.

—¿Qué te sucede? ¿De dónde vienes? ¿Dónde está Fomá? —gritó el tío lanzándose hacia él.

Lo siguieron todos con ávida curiosidad, y rodearon al viejo, que chorreaba arroyos de agua y lodo. Chillidos, ayes, gritos, acompañaban cada palabra de Gávril.

—Lo dejé junto al bosque de abedules, a poco más de un kilómetro de aquí —empezó a decir con voz lacrimosa—. El caballo se asustó del relámpago y saltó a la cuneta.

—¿Cómo? —exclamó mi tío.

—El carro volcó en la zanja.

—¿Qué le pasó a Fomá?

—Cayó en la zanja.

—¿Qué más? Cuenta, no lo alargues.

—Se hizo daño en un costado y se echó a llorar. Yo desenganché el caballo, lo monté y vine aquí para informar.

—¿Y Fomá se quedó allí?

—No, se levantó y se fue caminando con el garrote —concluyó Gávril, tras lo cual suspiró y bajó la cabeza.

Las lágrimas y los sollozos del sexo femenino no admiten descripción.

—¡Polkan! —gritó el tío.

Trajeron a Polkan, el tío lo montó sin ensillar y un minuto después el golpeteo de los cascos de los caballos nos confirmó que había comenzado la persecución de Fomá Fomich. El tío olvidó ponerse gorro.

Las damas corrieron a las ventanas. Entre ayes y gemidos, se oyeron consejos, se habló de que precisaría en primer lugar un baño de agua tibia, una fricción con aguardiente, una tisana especial, ya que Fomá no había tomado ni un trocito de pan «desde la mañana y ahora está en ayunas». Perepelítsina había encontrado unas gafas con funda, olvidadas por él. El hallazgo produjo una conmoción extraordinaria: la generala se apoderó de ellas en medio de su llanto; sin soltarlas, se pegó a la ventana para vigilar el camino. La espera llegó al punto máximo de tensión… En otro rincón, Sasheñka intentaba consolar a Nastia, lloraban abrazadas. Nastia sujetaba a Iliusha y lo besaba constantemente, despidiéndose de su alumno. Iliusha lloraba desesperado sin conocer él mismo la causa de su llanto. Yezhévikin y Mizínchikov conversaban algo apartados. Daba la impresión de que Bajchéiev, mirando a las dos jóvenes, también se disponía a llorar. Me acerqué a él.

—No, amigo —me dijo—. Fomá Fomich tal vez accedería a irse, pero todavía no ha llegado el momento oportuno. ¡No le han conseguido aún bueyes de cuernos dorados para su carruaje! Pero, serénese, amigo, echará de la casa a los amos: él se quedará.

Había pasado la tormenta y el señor Bajchéiev, al parecer, había cambiado de opinión.

De pronto se oyó: «¡Lo traen! ¡Lo traen!» y las damas se precipitaron chillando hacia la puerta. Desde que el tío marchara no habían pasado ni diez minutos, parecía imposible que en tan poco tiempo hubieran encontrado a Fomá Fomich. El enigma se resolvió después con gran simplicidad: cuando Fomá Fomich, habiéndose despedido de Gávril, «se fue con el garrote», se sintió completamente solo, en medio de la lluvia, los truenos y la tormenta, y se encontró tan perdido que, sin pudor ni vergüenza algunas, volvió sobre sus pasos tras Gávril, hacia Stepanchikovo. El tío lo encontró ya en el pueblo. Detuvo inmediatamente un carro que pasaba por allí, acudieron los mujiks, sentaron dentro al apaciguado Fomá Fomich y lo llevaron directamente a los brazos abiertos de la generala, que a punto estuvo de perder el juicio al ver en qué estado lo traían, más sucio y calado que Gávril. Se armó un jaleo indescriptible; unas querían ya mismo llevarlo arriba para cambiarlo de ropa, hablaban de agua de saúco y otros remedios tonificantes. Se agitaban en todas direcciones sin saber qué hacer, pasaban de una solución a otra, hablaban todas al mismo tiempo…

Pero Fomá, al parecer, no reparaba en nada ni en nadie. Lo traían casi en brazos. Cuando llegó a su sillón, se dejó caer pesadamente y cerró los ojos. Alguien gritó que se moría. Se armó un gran revuelo, pero el que más lloraba era Falaley, tratando de abrirse paso en medio de las señoras para besarle la mano…