Segunda Parte
La persecución
Dormía profundamente, sin soñar. Sentí de pronto un gran peso sobre los pies. Lancé un grito y desperté. Ya era de día y el sol penetraba esplendoroso por la ventana. En mi cama, o mejor dicho, sobre mis pies, descansaba el señor Bajchéiev.
Dudarlo era imposible: era él; liberé como pude mis piernas, me incorporé en la cama y lo miré con la torpe perplejidad de quien acaba de despertar.
—¡Y aun mira a su alrededor! —gritó el gordinflón—. ¿Qué haces mirándome? ¡Levántate, padrecito, llevo media hora despertándote, restriégate los ojos!
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
—¡Todavía es temprano, pero nuestra Fevronia se largó cuando aún era de noche! Levántate, ¡vamos a perseguirlos!
—¿Qué Fevronia?
—La nuestra, la desquiciada, se largó antes de que amaneciera. Yo venía sólo a despertarlo y llevo perdiendo con usted casi dos horas. Levántese, amigo, su tío lo espera. ¡Vamos de fiesta! —añadió con malicia en la voz.
—Pero ¿de qué y de quién me habla? —pregunté yo con impaciencia, aunque ya empezaba a comprender—. No será de Tatiana Ivánovna, ¿no?
—¿Y de quién iba a ser? De ella misma. Yo lo había previsto, lo dije, no quisieron escucharme. Y ahora ella nos obsequia con una fiesta. El amor la saca de quicio, tiene el amor bien metido en la sesera. ¡Puaf! ¿Y qué le parece el otro, el de la barbita?
—¿Es posible que fuera Mizínchikov?
—¡Maldito sea! —respondió el gordinflón—. ¡Más vale, amigo, que te restriegues los ojos y te espabiles, aunque sólo sea por la fiesta, que parece que anoche bebiste más de la cuenta! ¿Cómo que con Mizínchikov? ¡Con Obnoskin, no con Mizínchikov! Iván Ivánovich Mizínchikov es una persona honesta y se dispone a perseguirlos con nosotros.
—¿Qué me dice? —exclamé yo, dando un salto en la cama—. ¿Es posible que con Obnoskin?
—¡Qué fastidio de hombre! —respondió el gordinflón, poniéndose de pie de un salto—. Vengo a informarlo, como persona culta que es, de una novedad ¡y él duda! ¡Y bien, si quieres venir con nosotros, levántate, ponte los pantaloncitos y no me tengas aquí dándole a la lengua y perdiendo tiempo contigo, que ya he perdido bastante!
Y salió extremadamente indignado.
Atónito, salté de la cama, me vestí deprisa y me lancé fuera en busca del tío. En la casa, al parecer, todos seguían durmiendo y nada sabían de lo ocurrido. Sin hacer ruido, me dirigí a la entrada principal y en la escalinata encontré a Nasteñka. Se veía claramente que acababa de levantarse, iba vestida con descuido, llevaba una bata casera, apenas recogido el pelo: por lo visto esperaba a alguien en la escalinata.
—Dígame, ¿es verdad que Tatiana Ivánovna se ha escapado con Obnoskin? —me preguntó, pálida e inquieta, con voz entrecortada.
—Dicen que es cierto. Estoy buscando al tío; vamos a perseguirlos.
—¡Oh, tráiganla, tráiganla pronto! Si no la rescatan está perdida.
—¿Pero dónde está el tío?
—Seguro que en las caballerizas; están preparando un coche. Yo lo aguardo aquí. Hágame el favor de decirle que he de partir hoy mismo; mi decisión es definitiva. Mi padre viene a buscarme. Si puedo, parto ya mismo. ¡Todo está perdido! ¡Todo!
Al hablar, me miraba como extraviada y de pronto se deshizo en lágrimas. Parecía al borde de un ataque de nervios.
—Tranquilícese —le supliqué—. Todo será para bien… ya lo verá. ¿Qué le ocurre, Nastasia Yevgrafovna?
—No lo sé… no lo sé… es que… —dijo, sofocada y estrechándome la mano sin darse cuenta—. Dígale…
En ese mismo momento, se oyó un ruido tras la puerta de la derecha.
Soltó mi mano y, sin acabar la frase, presa del pánico, se echó escaleras arriba.
En el patio trasero, cerca de las caballerizas, me encontré con toda la compañía, es decir, mi tío, Bajchéiev y Mizínchikov. Habían uncido caballos frescos al carruaje de Bajchéiev. Todo estaba listo para la partida, sólo faltaba yo.
—¡Ahí llega! —gritó el tío al verme—. ¿Estás al corriente? —me preguntó con un gesto extraño en el rostro.
La esperanza, el terror, el extravío se leían en su mirada, en su voz, en sus ademanes: era consciente de que se había producido un cambio capital en su vida.
En el acto me pusieron al tanto de todos los detalles. El señor Bajchéiev, después de la peor de las noches, salió de su casa al amanecer para llegar a la primera misa del monasterio cercano a su propiedad. Al desviarse de la carretera principal hacia el monasterio, de pronto vio un coche a toda velocidad. Dentro iban Tatiana Ivánovna y Obnoskin. Tatiana Ivánovna, llorosa y, al parecer, asustada, lanzó un grito y tendió sus manos hacia el señor Bajchéiev, como suplicando protección; por lo menos esto es lo que se deducía de su relato. «Y el canalla de la barbita —añadía—, allí estaba, más muerto que vivo, y procuraba esconderse, pero, quiá, hermano, de mí no te escondes». Sin pensarlo, Stepán Aleksiéievich volvió a la carretera, se presentó en Stepanchikovo, despertó al tío, a Mizínchikov y, finalmente, a mí. Decidieron organizar inmediatamente la persecución.
—Obnoskin, Obnoskin… —Repetía el tío, mirándome fijamente, deseoso, al parecer, de decirme algo más—. Quién lo hubiera dicho…
—¡De ese hombre vil siempre cabe esperar alguna vileza! —exclamó Mizínchikov, presa de la más vigorosa indignación, y al instante apartó la vista, rehuyendo mi mirada.
—Y bien, ¿nos vamos o qué? ¿O tal vez nos quedamos aquí hasta la noche, contándonos cuentos? —lo interrumpió el señor Bajchéiev trepando al coche.
—¡Vamos, vamos! —Lo apoyó el tío.
—Todo va a mejor, querido tío —le susurré—. ¿Se da cuenta del buen giro que han tomado las cosas?
—No digas eso, hermano, no peques… ¡Ahora la echarán a «ella», en castigo por haber hecho fracasar sus planes!, ¿no lo comprendes? ¡Mis presentimientos son espantosos!
—Y bien, Yégor Ílich, ¿seguimos contándonos secretos o nos vamos? —exclamó de nuevo el señor Bajchéiev—. ¿O desenganchamos los caballos y pedimos un bocado?, ¿qué le parece? Y, de paso, ¿una copita de vodka?
Estas palabras fueron pronunciadas con tan feroz sarcasmo que no hubo posibilidad de no satisfacer en el acto al señor Bajchéiev. Sin pérdida de tiempo, nos sentamos en el carruaje y los caballos emprendieron el galope.
Durante cierto rato guardamos silencio. Mi tío me echaba miradas significativas, pero no quería hablarme delante de los demás. Se lo veía con frecuencia pensativo; después, como si despertase, se estremecía y miraba inquieto en torno suyo. A Mizínchikov, por su lado, se lo veía tranquilo, fumaba un cigarro y miraba con la dignidad de un hombre injustamente ofendido. Bajchéiev, en cambio, se acaloraba por todos. Refunfuñaba entre dientes, miraba a su alrededor con manifiesta indignación, y tan pronto enrojecía como bufaba, escupía sin cesar fuera, y no lograba sosegarse.
—¿Está usted seguro, Stepán Aleksiéievich, que se fueron a Mishino? —preguntó de repente mi tío—. Desde aquí son unos veinte kilómetros —añadió dirigiéndose a mí—. Es una pequeña aldeúcha, treinta siervos, adquirida hace poco a sus antiguos propietarios por un funcionario provincial, un picapleitos como pocos. Eso es al menos lo que se dice de él; tal vez se equivoquen. Stepán Aleksiéievich asegura que Obnoskin se dirigía allí y que ese funcionario ya estará en tratos con él.
—¡Claro que sí! —exclamó nervioso y alterado Bajchéiev—. Sólo que en el tal Mishino quizá al tal Obnoskin ya lo llamen Mitka, si no hubiéramos perdido tres horas de charla en vano.
—¡Los alcanzaremos —dijo Mizínchikov—, los alcanzaremos!
—¡Sí, seguro, los encontraremos! ¡Claro, como que te estarán esperando! Con el dinero en la mano, ¿para qué iban a esperar?
—Serénese, Stepán Aleksiéievich, serénese —dijo el tío—. Aún no han tenido tiempo de hacer nada. Ya verá como tengo razón.
—¡No han tenido tiempo! —repuso airado el señor Bajchéiev—. ¡Qué no habrá tenido tiempo de hacer, esa apacible y dulce criatura! —añadió con suave entonación, como si se burlase de alguien—. «Es muy juiciosa, la pobrecilla», dicen, «muy juiciosa». «Ha sufrido mucho, la pobrecilla». Esa «pobrecilla» se ha burlado de todos. Aquí nos tiene corriendo tras ella por caminos y carreteras, con la lengua fuera, de la mañana a la noche. ¡Ni rezar lo dejan a uno, en el día del Señor! ¡Puf!
—Sin embargo no es menor de edad —observé yo— y no está bajo ninguna tutela; si ella no quiere, no podemos obligarla a volver. ¿Qué haremos entonces?
—Es evidente —respondió el tío—, pero querrá, lo veréis. Lo ha hecho por… En cuanto nos vea volverá, os lo aseguro. No podemos dejarla así, amigos, abandonada a su suerte, ofrecida en sacrificio; se trata de un deber…
—¡No está bajo tutela! —exclamó Bajchéiev, atacándome directamente—. ¡Es una imbécil, una imbécil y lo de la tutela nada tiene que ver con ella! Ayer ni te quise hablar de ella, pero hace unos días me equivoqué de puerta y entré en su habitación… ¡y la veo bailando una escocesa sola ante el espejo, con las manos en las caderas! ¡Y vestida como un figurín! Escupí y me aparté. Entonces lo preví todo claramente, como escrito en un libro.
—¿Y por qué echarle toda la culpa, de ese modo? —observé con timidez—. Ya se sabe… Tatiana Ivánovna no goza de buena salud… mejor dicho… tiene esa manía… En mi opinión el culpable es Obnoskin, no ella.
—¡No goza de buena salud! ¡Anda, mira lo que dice! —exclamó el gordinflón, rojo de ira—. ¡Diríase que desde ayer juró sacarme de quicio! ¡Que es tonta, amigo mío, te lo repito, tonta de remate! Y no es que goce de mala salud; desde pequeña está desquiciada por Cupido. Y ahora Cupido la ha llevado al extremo. Al galán de la barbita más vale ni siquiera mencionarlo. Seguro que ya se lo está pasando muy bien, gozando de su dinerito, din, din, din, y riéndose a gusto.
—¿Cree usted de veras que la abandonará enseguida?
—¿Y por qué no? Va a andar él de aquí para allá con semejante tesoro… Y ella, ¿de qué le sirve? La sentará bajo un arbusto y si te he visto no me acuerdo, y ella lo esperará sentada oliendo florecitas.
—¡Te has dejado llevar demasiado por la imaginación, Stepán! —exclamó el tío— y, dicho sea de paso, ¿por qué estás tan enfadado? ¿A ti qué te importa?
—¿Acaso no soy un hombre? Me da rabia, aunque no me toque, a lo mejor lo digo por cariño hacia ella… ¡así se hunda todo en el mundo! Decidme, ¿para qué he venido? ¿Por qué cambié de ruta? ¿Qué tiene que ver conmigo? ¿Qué tiene que ver conmigo?
Así se quejaba el señor Bajchéiev; pero yo no lo oía y pensaba en la mujer que perseguíamos, en Tatiana Ivánovna. He aquí una breve biografía suya, que escribí más tarde ateniéndome a las más fieles fuentes, imprescindibles para explicar su vida.
Pobre niña huérfana criada en una familia extraña, poco acogedora; después joven pobre, luego mujer pobre y finalmente solterona pobre. Tatiana Ivánovna, en toda su mísera vida, vació el amargo cáliz de la orfandad, la humillación, los reproches y conoció plenamente toda la amargura del pan ajeno. Alegre por naturaleza, muy susceptible y frívola, de algún modo soportó al principio su amargo sino y hasta pudo reírse de manera despreocupada y alegre, pero con el paso del tiempo el destino reclamó lo suyo: adelgazó, perdió su color sonrosado, se hizo irritable, reaccionaba con sensibilidad enfermiza y su capacidad de soñar, su imaginación, se rompía a veces por llantos histéricos y sollozos convulsivos. Cuanto menor el número de bienes terrenales que le proporcionaba la vida real, tanto mayor el consuelo iluso que le ofrecía la imaginación. Cuanto más segura e irremediablemente se esfumaban sus últimas esperanzas en la vida real, más seductores eran sus sueños irrealizables. Riquezas nunca vistas, belleza imperecedera, pretendientes elegantes, ricos, nobles, todos príncipes e hijos de generales, conservaban para ella sus corazones virginales y puros y morían a sus pies por infinito amor. Finalmente «él, él», el ideal de la belleza, el que reunía todas las perfecciones, apasionado y amante, artista, poeta, hijo de un general, todos juntos o bien uno tras otro, empezaba a ser visto por ella no sólo en sueños, sino casi en la realidad. Su razón empezaba a debilitarse y a no soportar esas continuas raciones de opio en forma de sueños misteriosos e incesantes… Mas, de pronto, el destino le gastó la broma definitiva. En el último grado de humillación, cuando la realidad oprimía su corazón, haciéndole compañía a una vieja desdentada y gruñona, siempre culpable de todo, reprochada por cada trozo de pan comido, por cada trapo perdido, ofendida por cualquiera, jamás defendida por nadie, agotada por la miseria de su vida, viviendo en secreto la beatitud de las fantasías más dementes y calenturientas, recibe la nueva de la muerte de un lejano pariente (de quien por su frivolidad nada sabía), un hombre solitario, taciturno, que vivía una vida oscura muy lejos de ella, muy extraño, dedicado a la usura y a la craneología. Como por milagro, una fabulosa herencia cayó del cielo a los pies de Tatiana Ivánovna, dispersándose como una dorada estela: resultó que ella era la única legítima heredera. Le tocaron cien mil rublos en plata. Esta burla del destino acabó con su juicio. ¿Cómo no iba a creer en los sueños tina mente ya de por sí debilitada, cuando los sueños se convertían en realidad? Borracha de felicidad, se entregó sin freno a su mundo encantado, de imaginaciones imposibles y seductoras fantasías. Renunció a todas las consideraciones, dudas y obstáculos que presentaba la realidad y a todas sus leyes inevitables y claras. A sus treinta y cinco años, los sueños de belleza cegadora, el triste frío otoñal y todo el lujo del amor infinito, se amalgamaron sin discordia en su ser. Si los sueños se realizaron una vez en la vida, ¿por qué no iba a ser realidad todo lo demás? ¿Por qué «él» no iba a presentarse? Tatiana Ivánovna no razonaba, simplemente creía. Pero mientras lo esperaba a «él», al ideal, pretendientes y caballeros de diversas categorías, militares y civiles, guardias de caballería, altos cortesanos y simples poetas, que habían estado en París o sólo en Moscú, con o sin barba, con o sin perilla, españoles o no españoles (de preferencia españoles), surgían ante ella de día y de noche en cantidades aterradoras, provocando en los observadores temores justificados: quedaba un paso para el manicomio. Todos estos fantasmas maravillosos la rodeaban en una procesión deslumbrante. La vida real continuaba con el mismo orden fantástico: todo aquel a quien ella miraba estaba enamorado de ella; todo aquel que pasaba a su lado era un español que moría de amor por ella; todo aquel que moría, moría de amor por ella. Como a propósito, ello se confirmaba en el hecho de que empezaban a perseguirla personas como Obnoskin, Mizínchikov y decenas de otros con los mismos propósitos: todos empezaron a complacerla, a mimarla, a elogiarla. La pobre Tatiana Ivánovna rehusaba sospechar que todo fuera por dinero, Estaba convencida de que la gente, por milagro, de pronto, se había corregido y todos se habían vuelto alegres, simpáticos, cariñosos y buenos. «Él» todavía no aparecía personalmente, pero no dudaba ni por un momento de que acabaría llegando. Su vida actual, aún sin «él», era tan agradable, tan llena de diversiones y placeres, que la espera era llevadera. Tatiana Ivánovna comía bombones, recogía las flores de la delicia, leía novelas. Las novelas encendían más y más su imaginación y habitualmente las abandonaba en la segunda página. No soportaba la lectura, las primeras líneas, que hablaban o insinuaban el amor o, a veces, la simple descripción del lugar, la ropa o la habitación, ya la hacían soñar. Continuamente se hacía traer nuevos vestidos, encajes, cintas, bombones, sombreros, perritos, flores… Tres jóvenes doncellas pasaban días enteros cosiendo para ella; se probaba sus galas y se miraba sin cesar en el espejo, de la mañana a la noche, y también de noche. Estaba más joven, había rejuvenecido y se la veía más bella tras recibir la herencia. Sigo sin saber de qué modo era pariente del difunto general Krajotkin. Siempre tuve la seguridad de que ese parentesco era un invento de la generala, ansiosa de casar al tío con el dinero de Tatiana Ivánovna. El señor Bajchéiev tenía razón al decir que Cupido había llevado al extremo a Tatiana Ivánovna; y la idea del tío, al conocer su fuga con Obnoskin —correr tras ella y recobrarla, aunque fuera por la fuerza—, era lo más racional. La pobrecilla era incapaz de vivir sin protección, sin tutela, y habría perecido a poco de caer en manos perversas.
Eran las nueve pasadas cuando llegamos a Mishino. Era una aldeúcha pobre y pequeña metida en una especie de hondonada, a tres kilómetros de la carretera. Sus seis o siete isbas campesinas, ennegrecidas por el humo, torcidas por el paso de los años y apenas cubiertas de paja ennegrecida, ofrecían al viajero una vista triste y poco acogedora. No había ningún jardincillo ni follaje en un radio de trescientos metros, apenas un viejo sauce dormitaba sobre un charco verdoso al que llamaban estanque. El aspecto general no podía, probablemente, causar una impresión alegre en Tatiana Ivánovna. La casa de los dueños consistía en un edificio de madera nuevo, largo y estrecho, con seis ventanas en fila y apenas techado de paja. El funcionario propietario hacía poco que se había instalado en su finca. El patio ni siquiera estaba vallado y sólo por un lado se veía la tierra cubierta de hojas secas de nogal. Allí mismo vimos el coche de Obnoskin. Caímos sobre los culpables como una nevada de un cielo azul. Desde una ventana abierta se oían gritos y llantos.
El chiquillo descalzo que encontramos en el vestíbulo salió disparado al vemos. En la primera habitación, Tatiana Ivánovna, toda llorosa, ocupaba un largo «diván turco» sin respaldo. Al vemos lanzó un chillido y escondió la cara en sus manos. A su lado estaba Obnoskin, asustado y confuso a dar pena. Estaba tan turbado que se lanzó a estrechamos la mano, como encantado de nuestra llegada. Por la puerta entornada de la otra habitación percibimos apenas un vestido de mujer: alguien escuchaba desde allí y miraba por una rendija imperceptible. Los dueños de casa no aparecían; daba la impresión de que no estaban. Como si todos se hubieran escondido.
—¡Aquí tenemos a la viajera, y cómo se tapa la cara! —gritó el señor Bajchéiev, irrumpiendo con nosotros en la habitación.
—¡Frene su entusiasmo, Stepán Aleksiéievich! Su conducta es indecente. El único que tiene derecho a hablar aquí es Yégor Ílich, nosotros estamos de más —dijo bruscamente Mizínchikov.
El tío miró severamente al señor Bajchéiev haciendo caso omiso de Obnoskin, que se había precipitado a estrecharle la mano, se acercó a Tatiana Ivánovna, que seguía tapándose la cara con las manos, y le dijo con voz cariñosa y simpatía no fingida:
—Tatiana Ivánovna, todos la queremos y la respetamos, tanto que hemos venido para conocer sus planes. ¿Quiere volver con nosotros a Stepanchikovo? Es el onomástico de Iliusha. Mamita la espera con impaciencia y sin duda Sasheñka y Nasteñka han llorado por usted toda la mañana…
Tatiana Ivánovna levantó tímidamente la cabeza, miró al tío entre sus dedos abiertos y súbitamente se echó a llorar y se le echó al cuello.
—¡Ay, sáquenme de aquí cuanto antes, sáquenme de aquí! —dijo sollozando—. ¡Rápido, lo más rápido posible!
—¡La hizo buena y ahora llora! —susurró Bajchéiev dándome un ligero codazo.
—Entonces, todo se acabó —dijo el tío con gran frialdad, dirigiéndose a Obnoskin y casi sin mirarlo—. Tatiana Ivánovna, deme por favor la mano, nos vamos.
Tras la puerta se oyó un crujido de faldas; la puerta chirrió y se abrió más.
—Sin embargo, si lo juzgamos desde otro punto de vista —observó Obnoskin, mirando con inquietud la puerta medio abierta— juzgue usted mismo, Yégor Ílich… su conducta en ésta, mi casa… Además, yo lo he saludado y usted ni siquiera se ha dignado saludarme, Yégor Ílich…
—Su comportamiento en mi casa, señor, no fue nada honorable —respondió el tío mirando severamente a Obnoskin—, mientras que esta casa no es suya. Ya oyó que Tatiana Ivánovna no quiere quedarse aquí ni un minuto, ¿qué más quiere? Ni una palabra, ¿me entiende?, ni una palabra más, se lo ruego. Quiero evitar ulteriores explicaciones y a usted le conviene que así sea.
Pero, en este punto, Obnoskin estaba tan decaído que comenzó a proferir los más insólitos dislates.
—No me desprecie Yégor Ílich —empezó a susurrar, a punto de llorar de vergüenza y mirando a cada rato la puerta, seguramente por temor a que lo oyeran—. No soy yo el culpable, sino mi madrecita. No lo hice por dinero… lo hice, claro que sí, también por interés, Yégor Ílich, pero un interés… noble: yo iba a servirme del capital de manera útil, para ayudar a los pobres. También quería contribuir a la cultura contemporánea y soñaba con financiar una beca en la Universidad… eso es lo que pensaba hacer con mi riqueza, Yégor Ílich; era con un noble fin, Yégor Ílich…
Todos nos sentimos de pronto terriblemente avergonzados, el propio Mizínchikov enrojeció y se apartó, y el tío quedó tan desconcertado que no sabía qué decir.
—Bueno, bueno, basta —dijo por fin—, tranquilízate, Pável Semiónovich, qué se le va a hacer. A cualquiera le puede ocurrir… Si quieres hermano, ven a comer… Estoy contento, muy contento…
Pero el señor Bajchéiev no se comportó así.
—¡Financiar una beca! —rugió ferozmente—, ¡vaya modo de financiar becas! ¡Esquilmando al primero que encuentras!… Ni siquiera posees pantalones y te jactas de becas. ¿Qué significa? Has conquistado un tierno corazón, ¿eh? ¿Y dónde está tu madre? Escondida, ¿eh? Seguro que está ahí, detrás de la puerta o debajo de la cama, donde se haya metido, por miedo…
—¡Stepán, Stepán! —gritó el tío.
Obnoskin enrojeció y se dispuso a protestar, pero antes de que él abriera la boca se abrió la puerta y la propia Anfisa Petrovna, irritada, con los ojos brillantes, roja de ira, entró volando en la habitación.
—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Qué está pasando aquí? ¡Usted, Yégor Ílich, irrumpe con su gentuza en esta noble casa ajena, asusta a las damas y da órdenes!… ¿Qué significa esto? Todavía no estoy loca, gracias a Dios, Yégor Ílich. ¡Y tú, cobarde! —prosiguió vociferándole a su hijo— que lloriqueas ante ellos, ¡a tu madre la ofenden en su propia casa y tú sin decir nada! ¿Cómo puedes pretender pasar por un joven decente? Eres un trapo y no un joven señor, eso es todo.
En Anfisa Petrovna no quedaban rastros de la ternura del día anterior, ni iba vestida a la moda, ni siquiera llevaba impertinentes. Era una verdadera furia, una furia sin máscara.
Apenas la vio, el tío se apresuró a tomar de la mano a Tatiana Ivánovna, y habría salido deprisa de la habitación si no fuera porque Anfisa Petrovna se interpuso.
—No, usted no saldrá así, Yégor Ílich —chilló de nuevo—. ¿Qué derecho tiene de llevarse por la fuerza a Tatiana Ivánovna? Le fastidia que haya evitado las viles redes en que la habéis envuelto, usted, su mamita y el imbécil de Fomá Fomich. A usted mismo le habría gustado casarse con ella, por vil interés. Usted perdone, aquí se piensa con mayor nobleza. Tatiana Ivánovna, al ver lo que pensaban hacer con ella, que querían perderla, pidió a mi hijo Pávlusha que la salvara de esas redes, y se vio obligada a huir de ustedes por la noche. Bonito, ¿verdad? A eso la han llevado, ¿verdad, Tatiana Ivánovna? Y siendo así, ¿cómo se atreve usted a invadir con toda una banda una decente casa de nobles y llevarse por la fuerza a una honrada doncella, pese a sus gritos y lágrimas? ¡No lo permitiré, no lo permitiré! No estoy loca. ¡Tatiana Ivánovna se queda porque así lo quiere! Venga, Tatiana Ivánovna, no hay que escucharlos, son sus enemigos y no sus amigos. No tenga miedo, ¡vámonos enseguida, yo los echaré de aquí al instante!
—¡No, no! —gritó asustada Tatiana Ivánovna— ¡yo no quiero, no quiero! ¡Vaya marido para mí! No quiero casarme con su hijo. ¡Vaya marido para mí!
—¡No quiere! —chilló Anfisa Petrovna, casi ahogándose de ira—. ¿No quiere? Ha venido y dice que no quiere. ¿Cómo se atreve, entonces, a engañarnos? ¿Cómo se atrevió a darle esperanzas, a huir con él de noche, a comprometerse con él, por su propia voluntad?; nos confundió y nos obligó a incurrir en gastos importantes. Por su culpa mi hijo perdió, tal vez, un buen partido, diez mil rublos de dote perdidos por culpa suya… ¡No! Usted pagará, usted deberá pagar. Tenemos pruebas: usted se escapó de noche…
No esperamos a oír más. Todos rodeamos al tío, avanzamos juntos contra Anfisa Petrovna y salimos a la escalinata. El coche se acercó en el acto.
—¡Así se conducen las personas viles, los canallas! —Vociferaba desde los escalones Anfisa Petrovna, frenética—. Acudiré a los tribunales y tendrá que pagar… Y usted, Tatiana Ivánovna, la están llevando a una casa de mala fama. ¡No se puede casar con Yégor Ílich! ¡Ese hombre, sin que usted lo sospeche, mantiene a la niñera de sus hijos como amante!…
El tío se estremeció, palideció, se mordió los labios y ayudó a subir al coche a Tatiana Ivánovna. Yo di la vuelta al otro lado, esperé turno para sentarme, y de pronto tuve a Obnoskin a mi lado, que me agarró la mano.
—¡Permítame, al menos, pedirle su amistad! —dijo, apretándome la mano con fuerza y expresión desolada en el rostro.
—¿De qué amistad me habla? —pregunté poniendo el pie en el estribo.
—Ya ayer me di cuenta de que era usted un hombre muy culto… No me juzgue mal… Fue mi madrecita quien ideó el plan, yo nada tuve que ver. Me atrae más la literatura, se lo aseguro; mi madre es responsable de todo…
—¡Lo creo, lo creo! —Dije—. ¡Adiós!
Todos nos sentamos y los caballos arrancaron al galope. Los gritos y las maldiciones de Anfisa Petrovna nos persiguieron un trecho. Desde todas las ventanas de la casa se asomaron rostros desconocidos que miraban con desaforada curiosidad cómo nos alejábamos.
Esta vez éramos cinco en el coche: Mizínchikov se sentó en el pescante, cediendo su puesto al señor Bajchéiev, ahora frente a Tatiana Ivánovna, muy aliviada de que la hubiéramos liberado, aunque seguía llorando. El tío la consolaba como podía, pero iba triste y pensativo; era evidente que las furiosas palabras de Anfisa Petrovna sobre Nasteñka lo habían tocado hondamente. El viaje de vuelta habría acabado en paz si no hubiera estado con nosotros el señor Bajchéiev. Sentado frente a Tatiana Ivánovna, no parecía el mismo. No podía mirar nada con indiferencia: se removía sin cesar, enrojecía como un cangrejo, sus ojos giraban amenazadores, en particular cuando el tío empezó a consolar a Tatiana Ivánovna. El gordinflón acabó por perder la paciencia, gruñendo como un bulldog acuciado. El tío lo miraba con aprensión. Finalmente, Tatiana Ivánovna se dio cuenta del extraño comportamiento del hombre que tenía enfrente, se puso a mirarlo fijamente, después nos miró a nosotros, sonrió y, de improviso, cogió su sombrilla y golpeó suavemente con ella el hombro del señor Bajchéiev. Con encantadora coquetería le dijo:
—¡Loco! —Y se tapó luego el rostro con su abanico.
Esa salida colmó el vaso.
—¡Qué-é-é! —rugió el gordinflón—. ¿Qué desea, madame? ¿Pretende conquistarme también a mí?
—¡Loco!, ¡loco! —Repetía Tatiana Ivánovna y rompió a reír y a aplaudir.
—¡Para! ¡Para! —gritó Bajchéiev al cochero.
El coche se detuvo. Bajchéiev abrió la portezuela y empezó a salir deprisa del coche.
—¿Qué te pasa Stepán Aleksiéievich? ¿Adónde vas? —exclamó el tío estupefacto.
—Hasta la coronilla —respondió el gordinflón temblando de ira—. Así se hunda el mundo entero. Ya soy viejo, madame, para que me tiente con amores. Yo, madrecita, prefiero morir reventado en la carretera. Adiós, madame. ¿Comán vu porté vu?
Y de veras se encaminó a pie. El coche lo seguía despacio.
—¡Stepán Aleksiéievich! —gritó el tío, perdiendo por fin la paciencia—. No te hagas el tonto, basta, vuelve, es hora de ir a casa.
—¡Allá vosotros! —dijo Stepán Aleksiéievich, ahogándose por la marcha: a causa de la gordura, había perdido la costumbre de andar.
—¡A toda marcha! —gritó Mizínchikov al cochero.
—¿Qué dices, qué dices? Detente —gritó a su vez el tío, pero el coche ya corría a toda velocidad.
Mizínchikov no se había equivocado, porque consiguió de inmediato el resultado apetecido.
—¡Para… para! —Oímos exclamar detrás de nosotros con un gemido desesperado—. ¡Para, bandido! ¡Para, asesino! ¡Me estás matando!…
El gordinflón apareció por fin, cansado, medio ahogado, la frente sudorosa, la corbata desanudada y la gorra en la mano. Callado y taciturno subió al coche y esta vez fui yo quien le cedió el asiento; al menos no viajaría frente a Tatiana Ivánovna, quien, a lo largo de toda la escena, reía a carcajadas y aplaudía. Durante el resto del viaje no pudo mirar a Stepán Aleksiéievich con seriedad. Él, por su parte, hasta la llegada a la casa no dijo nada ni quitó la vista de la rueda posterior del coche.
Ya era mediodía cuando llegamos a Stepanchikovo. Fui directamente a mi apartamento donde al punto acudió Gávril con la bandeja del té. De buena gana habría interrogado al viejo, pero casi pisándole los talones entró el tío y le mandó salir.