El onomástico de Iliusha
Fomá ocupaba dos habitaciones amplias y hermosas, mejor amuebladas que todas las demás de la casa. Todo tipo de comodidades rodeaba al gran hombre. El reciente y elegante empapelado de las paredes, los visillos de seda de colores abigarrados, las alfombras, los espejos, la chimenea, los muebles elegantes y ligeros, demostraban el cariño y la solícita atención de los dueños de casa hacia Fomá Fomich. Los alféizares, como los veladores redondos de mármol junto a ellos, estaban adornados con macetas de flores. En el centro del despacho se veía una gran mesa cubierta con paño rojo, atestada de libros y manuscritos. Un bello tintero de bronce y numerosas plumas, cuyo orden y buen estado dependían de Vidopliásov, ponían de manifiesto los arduos trabajos mentales de Fomá Fomich. Aprovecho aquí para decir que Fomá Fomich, habiéndose sentado a esa mesa durante casi ocho años, no había creado nada digno de mención, y cuando pasó a mejor vida y pudimos examinar los manuscritos que dejó, todos eran extraordinariamente malos. Encontramos, por ejemplo, el comienzo de una novela histórica que tenía lugar en Novgorod, en el siglo VII; después un horrible poema: «El anacoreta en el cementerio», escrito en versos libres; luego absurdas divagaciones sobre la importancia y calidades del mujik ruso y el modo de tratarlo; y finalmente la narración La condesa Blonskaya, también sobre la nobleza rusa. Todo ello sin acabar. Y nada más. Sin embargo, Fomá Fomich había obligado al tío a gastar cada año importantes sumas de dinero en diversos libros y revistas, mucho de lo cual quedaba sin abrir. Andando el tiempo, más de una vez sorprendí a Fomá Fomich leyendo a Paul de Kock[3], libro que escondía lo más posible cuando había gente. En la pared posterior del despacho había una puerta de cristal que conducía directamente al patio de la casa.
Nos esperaban. Fomá Fomich ocupaba un cómodo sillón y vestía una suerte de gabán largo hasta los pies, pero iba sin corbata. Se lo veía silencioso y pensativo. Cuando entramos alzó levemente una ceja y me miró de reojo con ojos escrutadores. Lo saludé, me respondió con otro saludo, menos ceremonioso aunque bastante cortés. Cuando la generala vio que Fomá Fomich me trataba con benevolencia, inclinó la cabeza hacia mí, sonriendo varias veces. Aquella mañana, la pobre no esperaba que su «tesoro» acogiese tan serenamente la nueva de la «aventura» de Tatiana Ivánovna, y por ello estaba ahora de excelente humor, aunque temprano había tenido convulsiones y desmayos. De pie detrás de ella, como siempre, la doncella Perepelítsina, malévola y sardónica, sonreía con los labios apretados y se frotaba las huesudas manos. Junto a la generala había, como siempre, dos ancianas de familias nobles venidas a menos y perpetuamente silenciosas; también una monja, caída allí esa mañana; y una vecina terrateniente, entrada en años, también ella muda, que había venido después de la misa a felicitar a la madrecita generala por el onomástico. La tía Praskovia Ilínichna intentaba pasar desapercibida en un rincón, sin perder de vista a su madrecita y a Fomá Fomich. Al tío, sentado en un sillón, le brillaban los ojos con extraordinario júbilo. Tenía ante sí a Iliusha con una blusa roja de gala, el pelo rizado, bello como un angelito. Sasha y Nasteñka, sin decir nada a nadie, le habían enseñado unos versos para alegrar a su padre en ese día y por sus éxitos en el estudio de las ciencias. De dicha, mi tío estaba al borde de las lágrimas: la inesperada benevolencia de Fomá, la alegría de la generala, el onomástico de Iliusha, los versos, todo le producía un auténtico entusiasmo y mandó solemnemente que me fueran a buscar para que compartiese lo antes posible el contento general y oyese los versos. Sasha y Nasteñka, que entraron cas; al mismo tiempo que nosotros, se quedaron junto a Iliusha. Sasha se reía constantemente y en ese momento era feliz como un crío. Nasteñka, mirándola, también empezó a sonreír, aunque un momento antes había entrado pálida y triste. Fue la única que recibió y serenó a Tatiana Ivánovna al regreso de su aventura y había permanecido con ella, en su habitación, hasta entonces. El travieso Iliusha tampoco podía contener la risa mirando a sus maestras. Al parecer los tres habían ideado un chiste muy divertido que querían representar… Me había olvidado de Bajchéiev. Sentado en una silla, algo apartado de los demás, seguía igual de enfadado, encendido, callado y sin hablar con nadie; enfurruñado, se sonaba constantemente la nariz y, en total, su papel era harto sombrío para una fiesta familiar. A su lado iba y venía Yezhévikin, que trajinaba por doquier, besaba las manos de la generala, de la invitada recién llegada, susurraba algo a la doncella Perepelítsina, cuidaba a Fomá Fomich; en una palabra, tenía tiempo para todo. También él esperaba con gran interés los versos de Iliusha, y al verme se precipitó a saludarme calurosamente en señal de gran respeto y simpatía. Nada en él parecía delatar que había venido para proteger a su hija y llevársela consigo de Stepanchikovo, para siempre.
—¡Ya está aquí! —exclamó alegremente mi tío viéndome—. Iliusha ha aprendido unos versos, mi querido amigo. ¡Menuda sorpresa! Envié a buscarte, reteniendo la lectura hasta que vinieras… Ven, siéntate a mi lado. Los escucharemos juntos. Confiésalo, Fomá Fomich, fuiste tú, hermano, quien les dio esa idea para alegrar a su viejo padre, juraría que fue así.
Si el tío hablaba con ese tono y esa voz en la habitación de Fomá, se habría dicho que todo iba bien. Pero desgraciadamente mi tío era incapaz de leer nada en un rostro, según había dicho Mizínchikov. Mirando a Fomá, no pude menos que darle la razón a Mizínchikov y admitir que ciertamente alguna novedad nos esperaba…
—No se preocupe por mí, coronel —contestó Fomá con la voz débil de un hombre que perdona a sus enemigos—. Me parecen bien, claro está, las sorpresas, muestran la sensibilidad y la buena educación de sus hijos. Los versos favorecen la dicción… Pero yo no me ocupaba de poesía esta mañana, Yégor Ílich; estuve rezando… usted lo sabe… Sin embargo, estoy dispuesto a escuchar también los poemas.
Entretanto, felicité a Iliusha y lo besé.
—Perdona, Fomá, me olvidaba… aunque estoy seguro de tu amistad. Dale otro beso, Serguéi, una vez más. ¡Mira qué guapo está! ¡Bueno, empieza ya, Iliusha! ¿De qué se trata? Seguro que es alguna oda solemne, ¿algo de Lomónosov?
Y el tío adoptó una postura digna. Apenas si se mantenía quieto, de impaciencia y regocijo.
—No, papaíto, no es de Lomónosov —respondió Sasheñka, conteniendo a duras penas la risa—. Como usted fue militar y luchó contra el enemigo, Iliusha aprendió unos versos sobre los militares… «El asedio de Pamba», papaíto.
—¿«El asedio de Pamba»? No recuerdo… ¿Sabes, Serguéi, de qué Pamba se trata? Algo heroico, seguramente —y el tío se irguió de nuevo.
—¡Comienza ya, Iliusha! —ordenó Sasheñka.
Nueve años ha que Pedro Gómez[4], empezó a decir Iliusha con voz clara, pausada y segura, sin comas ni puntos, como recitan habitualmente los niños pequeños los versos aprendidos de memoria,
Nueve años ha que Pedro Gómez
Lleva asediando Pamba,
Sin catar él y los suyos
En todo el tiempo vianda,
Porque sólo se sustentan
de leche pura de vaca.
Que los nueve mil guerreros,
De bravura castellana,
Han hecho voto solemne
De no probar vitualla,
Hasta que den cima honrosa
A su empresa temeraria.
—¡Cómo! ¿Qué? ¿De qué leche habla? —gritó el tío mirándome sorprendido.
—¡Sigue recitando, Iliusha! —exclamó Sasheñka.
Triste don Pedro se encuentra,
Pues ya las fuerzas le faltan,
Que van a hacer ya diez años,
La morisma no desmaya,
ya a diecinueve hombres
Se redujo su mesnada…
—¡Pero qué galimatías es éste! ¡Algo increíble! —exclamó mi tío inquieto—. ¿Cómo van a quedar diecinueve hombres de todo un ejército que tenía tropas muy considerables poco antes? ¿Cómo es posible?
Pero aquí Sasha no aguantó más y se echó a reír con la más franca e infantil de las risas, y aunque había poco motivo para reírse, no era posible, al verla, dejar de hacerlo.
—Papaíto, se trata de versos paródicos —gritó Sasha divirtiéndose francamente con su idea infantil—. El autor los escribió para hacer reír a la gente, papaíto.
—¡Ah!… En broma —exclamó el tío contento—, ¡es decir, cómicos! Ya me lo parecía… y son de verdad divertidos, extremadamente divertidos, porque eso de poner únicamente a leche a todo un ejército, sólo por cumplir una promesa… No tenía necesidad de hacer tal promesa. Muy graciosos, ¿verdad, Fomá? Pero sabe, mamaíta, son versos cómicos que a veces escriben los autores. ¿Verdad, Serguéi, que los escriben? Y son muy cómicos. Bien, Iliusha, ¿cómo sigue?
¡Diecinueve hombres tan sólo!,
Don Pedro afligido exclama;
a renglón seguido grita:
«¡Oh, mis bravos camaradas!
¡Dad las banderas al viento
que toquen retirada
Los clarines, si es que hoy.
La arremetida nos falla!…
¡Pues si es así ya podemos
Jurar, muy tranquila el alma,
Que nunca será ya nuestra,
Como aquella vez de marras,
Juramos beber tan sólo
Leche pura, sin mezclarla!».
—¡Menuda tontería! Vaya consuelo que encuentra —interrumpió de nuevo el tío—. Sólo leche tomó en nueve años. ¿Dónde se encuentra la virtud en todo esto? ¡Más le valiera comer un carnero que matar de hambre a tanta gente! ¡Magnífico, excelente! Me estoy dando cuenta ahora de que es una sátira o… mejor dicho, ¿cómo se dice?, una alegoría, tal vez sobre algún general extranjero —añadió el tío dirigiéndose a mí, las cejas fruncidas y entornados los ojos—. ¿Eh, qué opinas? Sólo una noble, inocente sátira que a nadie ofende. ¡Magnífica, excelente! Y bien, Iliusha, continúa. ¡Y vosotras, qué traviesas! —añadió emocionado mirando a Sasha y con disimulo a Nasteñka, que sonreía ruborizada.
Los diecinueve, al oírlo,
Han cobrado nueva audacia,
vacilando en sus sillas,
con la voz apagada:
«¡Santiago!», gritan, «¡a ellos!».
De la tierra castellana
Es prez y gloria el león,
Que nos lleva a la batalla…
Mas don Diego, el capellán,
Murmura con hosca saña:
«Si tuviera un buen pernil
y de buen vino una jarra,
rato haría que en mi poder
la fortaleza ya estaba».
—Y bien, ¿acaso no lo decía yo? —exclamó el tío contentísimo—, sólo hubo un hombre sensato en todo el ejército, ese capellán. ¿Qué graduación es ésa, Serguéi? Algo así como un capitán, ¿verdad?
—Es un cura, un sacerdote, tiíto.
—¡Ah, sí, sí! ¡Capellán, capellán!, lo sé, lo recuerdo. Se habla de ellos en las novelas de Radcliffe. Tienen diversas órdenes, ¿verdad? Unos son los benedictinos, ¿no?
—Sí, tiíto.
—¡Hum!… lo pensaba… ¿Cómo sigue? ¡Maravilloso! ¡Magnífico!
Echóse don Pedro Gómez
A reír de buena gana,
Y a la su gente le ordena,
Con voz que objeción no aguanta:
«Un cordero para él solo,
traedle y que bien le haga,
que, a fe mía, reconozco,
la razón de sus palabras».
—¡Vaya un momento que encontró para reír! ¡Qué burro! Hasta a él mismo le hizo gracia. ¡Un cabrito! Es decir que había cabritos y ¿por qué no los comía él mismo? ¡Bueno, Iliusha! ¡Continúa! ¡Excelente, magnífico!, todo realmente muy agudo.
—Se acabó, papaíto.
—¡Ah, se acabó! Normal, porque ¿qué le quedaba por decir? ¿Qué te parece, Serguéi? ¡Excelente, Iliusha! ¡Qué maravilla! Bésame, cariño mío. ¡Ah, querido mío! ¿Quién te inspiró esa idea? ¿Tú, Sasheñka?
—No, fue Nasteñka. Lo leímos hace poco y ella me dijo* «¡Qué versos tan divertidos; cuando sea el onomástico de Iliusha haremos que los aprenda de memoria y los recite! ¡Nos reiremos a gusto!».
—¡Entonces fue Nasteñka! ¡Gracias, gracias! —murmuró el tío, ruborizándose como un niño—. ¡Bésame otra vez, Iliusha! También tú, traviesa —añadió, abrazando a Sasheñka sin dejar de mirarla con ternura—. Espera un poco, Sasheñka, pronto será tu onomástico —añadió como si por el placer que sentía no supiera qué más decir.
Yo me dirigí a Nasteñka y le pregunté de quién eran los versos.
—¡Sí, sí! ¿Quién es el autor? —exclamó el tío—. Por fuerza tiene que ser un poeta inteligente, ¿verdad, Fomá?
—¡Hum!… —farfulló Fomá.
Durante toda la lectura de los versos no abandonó su boca una sonrisa burlona y mordaz.
—No lo sé, lo he olvidado —respondió Nasteñka, mirando tímidamente a Fomá Fomich.
—¡Los escribió el señor Kuzma Prutkov, papaíto, y se publicaron en El Contemporáneo! —intervino Sasheñka.
—¡Kuzma Prutkov! No lo conozco —masculló el tío—. A Pushkin sí lo conozco… se ve, de todas formas, que es un poeta valioso, ¿verdad, Serguéi? Y, además, un hombre de nobles principios, se ve como que dos por dos son cuatro. Tal vez hasta sea un oficial… ¡Muy bien! Y El Contemporáneo es excelente. ¡Habrá que suscribirse, si entre sus colaboradores cuenta con semejantes poetas!… ¡Me entusiasman los poetas! ¡Magníficos muchachos! Saben versificarlo todo. ¿Recuerdas, Serguéi, que conocí en tu casa en Petersburgo a un escritor, con una nariz, realmente notable?… de verdad lo digo… ¿Qué has dicho, Fomá?
Fomá Fomich no pudo contenerse y dejó escapar una risita sarcástica:
—No, yo no digo nada… —murmuró—. Continúe, Yégor Ílich, continúe, yo hablaré después… También Stepán Aleksiéievich está escuchando con gran interés sus amistosas relaciones con los escritores de Petersburgo…
Stepán Aleksiéievich Bajchéiev, que durante todo ese tiempo había estado bastante alejado y pensativo, levantó de pronto la cabeza, enrojeció y se movió furiosamente en su sillón.
—¡Tú, Fomá, no te metas conmigo, déjame en paz! —dijo airadamente sin apartar de Fomá sus pequeños ojos inyectados en sangre—. ¡Qué me importa toda tu literatura! Con tal de que Dios me dé salud —murmuró bajito—, lo demás, los literatos y demás gentuza… que son unos volterianos… se vayan a…
—¿Literatos volterianos? —preguntó Yezhévikin, que apareció inmediatamente al lado del señor Bajchéiev—. Acaba de decir usted la verdad más rotunda, Stepán Aleksiéievich. De la misma manera se expresó no hace mucho Valentín Ignátievich. También a mí me motejaron de volteriano, palabra de honor, aunque es bien sabido que escribí bien poco… ¡Siempre le echan la culpa de todo al señor Voltaire! En nuestro país siempre pasa lo mismo.
—Se equivoca —observó el tío dándose importancia—; eso es un error, Voltaire fue un escritor ingenioso, satírico, que se burlaba de las supersticiones y nunca fue volteriano ni liberal. Eran calumnias propagadas por sus enemigos. ¿Por qué echarle al pobre la culpa de todo?
Se oyó de nuevo la risa venenosa de Fomá Fomich. Mi tío lo miró con inquietud y se turbó visiblemente.
—No, yo, sabes Fomá, pensaba en las revistas —dijo algo confuso el tío, deseando enmendar su error—. Tú, hermano Fomá, tenías toda la razón el otro día cuando decías que deberíamos suscribirnos. ¡También yo creo que debemos hacerlo!… Hum… Al fin y al cabo difunden los conocimientos. ¡Uno no sería un buen hijo de la patria si no lo hiciera!, ¿verdad, Serguéi? Ahí tienen a El Contemporáneo. Pero, a mi parecer, las ciencias más poderosas están en aquella revista tan abultada… No recuerdo su nombre, una que tiene cubiertas amarillas…
—Los Anales Patrios, papaíto.
—Eso, Los Anales Patrios, un nombre excelente, ¿verdad, Serguéi? Es decir, como si todos los ciudadanos estuvieran sentados anotándolo todo. Un objetivo muy noble y la revista es muy voluminosa y casi tan científica que hasta se podría perder el sentido… no ha de ser fácil de editar ¡y cuántas ciencias abarca! Llegué hace poco a casa y vi esa revista, la abrí por curiosidad, leí de golpe tres páginas y me quedé boquiabierto. Sabes, lo explicaban todo, yo por ejemplo busqué la palabra «escoba» y me encontré con que podía significar cepillo, escobón, barredera y tantos más términos, cuando para mí seguía siendo simplemente una escoba. Según aquella revista, científicamente no era simplemente «escoba» sino un emblema, una mitología, ya no recuerdo qué más significaba… ¡Ya ves adonde hemos llegado!…
No sé qué se disponía a hacer Fomá después de esa nueva salida del tío, pero en aquel momento llegó Gávril y se detuvo cabizbajo junto a la puerta.
Fomá Fomich lo miró atentamente.
—¿Lo hiciste todo, Gávril? —preguntó con voz débil, pero decidida.
—Todo —respondió tristemente Gávril, y suspiró.
—¿Pusiste mi hatillo en la carreta?
—Allí lo puse.
—Entonces también yo estoy preparado —dijo Fomá incorporándose lentamente en su sillón. Mi tío, atónito, lo miraba. La generala saltó de su sillón y miró inquieta a su alrededor.
—Permítame ahora, coronel —empezó a decir dignamente Fomá—, rogarle que abandone temporalmente el interesante tema de las escobas literarias; puede continuarlo sin mí. Yo, «al despedirme de usted para siempre», querría decirle algunas últimas palabras…
El temor y el asombro se apoderaron de toda la concurrencia.
—¡Fomá, Fomá! ¿Qué te ocurre? ¿Adónde te dispones a ir? —exclamó por fin mi tío.
—Me dispongo a dejar su casa, coronel —dijo Fomá muy tranquilamente—. He decidido ir allí donde me lleve el azar y por ello alquilé con mi dinero un simple carro de mujik. En él acaba de ser depositado mi pequeño hatillo; van en él algunos libros queridos, dos mudas; eso es todo. Soy pobre, Yégor Ílich, pero por nada del mundo aceptaré su dinero, ¡al cual renuncié no más ayer!…
—¡Pero, por Dios, Fomá! ¿Qué significa eso? —exclamo el tío poniéndose blanco como un pañuelo. La generala chilló y miró desesperada a Fomá Fomich tendiéndole las manos. La doncella Perepelítsina corrió a sujetarla, las damas de compañía permanecían inmóviles en sus lugares. El señor Bajchéiev se levantó pesadamente de su silla.
—¡Comienza la historia de siempre! —susurró a mi lado Mizínchikov.
En aquel instante se oyó un lejano fragor de truenos. Se acercaba la tormenta.