CAPITULO 11
A Howard Adams le sobresaltaron aquellos golpes propinados con violenta insistencia sobre la puerta de su casa a hora tan intempestiva de la madrugada.
Y cuando, tras ceñirse un largo albornoz, acudió a la imperativa llamada, su sobresalto fue en aumento.
La expresión que reflejaba el rostro de “Profesional" Joe no era precisamente tranquilizador.
—¿Qué... qué sucede? —tartamudeó el doctor.
Joe lo tomó por los hombros, zarandeándole.
—¿Dónde está Shirley?
Llegó a creer Howard Adams que estaba bajo los efectos de una terrible pesadilla.
—¿Shirley...? ¿Cómo voy a saber...?
—¿No ha venido acompañada del vaquero Effrem?, ¿no han venido los dos?
Howard Adams negó atropelladamente.
—¡No! Pero, ¿qué sucede? ¿No está en el rancho? ¡Por Dios, Joe! ¿Qué ha ocurrido?
El hombre de los ojos azules paseó alrededor la inquietante mirada de ellos.
No podía dudar del médico. Pero hubiese querido dudar.
—Le dije a Effrem hace un rato que la acompañara hasta aquí.
Adams, lo entendía menos cada vez.
—¿Aquí? ¿Pero por qué, Joe? ¿Por qué había de venir Shirley a estas horas?
Joe, que sentía una fuerte tenaza, tan fuerte como invisible, cerrada en torno a su corazón, repuso:
—Porque he descubierto la identidad del hombre que preparó la trampa a los Breslin, Porque estaba dispuesto a desencadenar el temporal y he creído que ella estaría más segura aquí con ustedes..., ¡porque he sido un estúpido!
—¿No estará en el rancho?
—Imposible. Effrem estaría aquí entonces. ¡Ese canalla asesino de Brand, ha descubierto mis intenciones y se ha llevado a Shirley como rehén!
Howard Adams se cansó de abrir los ojos hasta que no pudo más.
—¡Brand! ¿Has dicho Isaías Jeffrey Brand?
—¡.Sí, eso he dicho, doctor! Y no vuelva a mencionar que es un hombre honrado. Patrick, uno de los vaqueros del “Popular Breslin” ha confesado haber arreglado la marca de las reses por orden del capataz de Brand. Michael Carney y Robert Cosby acaban de confesar también su culpabilidad..., ¡todos acusan a Isaías Jeffrey Brand! ¡El honorable Brand!
Demasiadas sorpresas, excesivas y distintas emociones para que un viejo, a tal hora de la noche, consiguiera asimilarlas con rapidez.
—¿Entonces...?
—¡Cierre la puerta, doctor! Y oiga lo que oiga, o pase lo que pase, no la vuelva a abrir si no soy yo.
—¿Que vas hacer?
—No puedo perder tiempo, doctor.
Y salió disparado hacia el lugar en donde esperaban sus hombres. Cuando llegaba junto al grupo todos se percataron de la presencia de un solitario caballo que acababa de asomar a paso lento por el otro extremo de la calle principal.
—¡Alguien va de bruces encima de la silla! —gritó el vaquero Fess.
—¡Son dos cuerpos los que están tendidos! —añadió su compañero Kit.
Y ambos corrieron hacia, el animal. Tras ellos, siguió Joe.
—Effrem... y Patrick! —tronó Kit, que fue el primero en llegar junto al animal.
Joe asomó por encima del hombro de ambos vaqueros.
—¡Maldita sea! —exclamó agitadamente—, ¡Me lo temía!
—¿Y la señorita Shirley, patrón? —inquirió Fess. Gene, Bob y Raf se acercaron, empujando ante ellos a los prisioneros.
—En poder de Brand. Ha intuido nuestros planes, porque seguramente no se ha fiado de lo que Patrick le había dicho a Dudley. Habrán ido al rancho después de salir nosotros, sorprendiendo a Effrem cuando se disponía a acompañar a Shirley. También está claro que han encontrado a Patrick encerrado en el cobertizo.
—¿Y ahora, patrón?
Joe, meditó unos instantes. Dijo, en un repentino rapto de decisión:
—¡Vamos a jugar la última baza!
Todos le miraban silenciosamente. Hasta el juez y el sheriff que ni a respirar se atrevían.
—Brand ha adivinado nuestros movimientos... —musitó Joe para sí mismo—. ¡Yo adivinaré los de él! ¿Qué haría en su lugar? Sabiendo que lo de Patrick era una trampa para dejar sin protección a este par de canallas y contando con Shirley como rehén..., ¡es de suponer que los pistoleros de Brand estén cabalgando hacía aquí!
—¿Hacia aquí? —repitió Fess.
—Sí. Para pedir que dejemos libres a este par de asesinos. Brand sabe que juez y sheriff, muerto Patrick, son los únicos que pueden acusarle. Querrá salvarlos a cambio de Shirley. Pero... cabe la posibilidad de que Brand esté en su rancho con un par de hombres. Los demás, al mando de Dudley, los habrá enviado acá.
—¿Qué debemos hacer, Joe? —preguntó decidido el joven Gene.
—Vais a encerraros en la oficina del sheriff para resistir el asedio de los hombres de Brand cuando lleguen. Estos dos con vosotros —señaló el juez y al sheriff—, y no deben salir vivos de la oficina aunque los pistoleros de Brand griten que están dispuestos a matar a Shirley. Ella, sin duda, estará en el rancho. Yo iré a sorprender al lobo en su propia madriguera. Si no he vuelto al amanecer..., tú tomarás el mando, Gene.
—De acuerdo, patrón.
—¡Moveros con rapidez!
Cuando Joe dio esta orden, ya estaba saltando encima de su caballo y lanzándose al galope en dirección al rancho I.J. “La Estrella”.
Jamás “Profesional" Joe había experimentado una sensación de angustia tan honda.
Clavaba sañudamente las espuelas en los flancos del animal mientras se repetía una y otra vez que Shirley estaba bien.
¡Estaba en Goldhand para ayudarla, protegerla...!
Pero ahora, una fuerza mucho mayor que todas éstas, un sentimiento poderoso que rugía dentro de su pecho con voz apasionada, le impulsaba a destrozar cuantos obstáculos se interpusieran entre él y la mujer amada.
La que lo había cautivado en Amarillo con una sola mirada de sus maravillosos ojos turquesa.
¡Sí que se podía luchar en la vida para conseguir lo que a cierta clase de hombres les estaba vedado!
El amor de una mujer como Shirley era suficiente para enfrentarse al mundo entero.
Jadeando sobre la silla del fogoso animal, Joe pensaba en todo aquello. Imaginaba el momento delicioso de volverla a tener entre sus brazos, de estrecharla apasionadamente y besar sus labios sabrosos hasta el fin de la eternidad.
La cercana presencia de las primeras empalizadas del rancho le devolvió instantáneamente a la realidad.
Saltó del caballo en pleno galope y cayendo de pie con asombrosa agilidad, dominó las riendas del noble bruto.
Una vez oculto el animal, Joe salvó la valla y corrió agachado, procurando ocultarse en la zona oscura donde no alcanzaban los rayos tímidos de la luna, en dirección al edificio que servía de albergue al dueño del rancho.
Al dueño de Goldhand.
La ausencia de pistoleros y cow-boys dio tranquilidad de espíritu al muchacho, amén de la certeza de que sus presentimientos no le habían engañado.
No obstante, tenía la seguridad de que Isaías Jeffrey Brand no estaba solo en el rancho.
Alcanzaba el tramo de verde tamiz que corría al descubierto desde los cobertizos donde dormían los vaqueros hasta la entrada del edificio cuando se percató de que un individuo permanecía recostado cerca de la puerta de entrada fumando un cigarrillo.
La punta ardiente del cigarro lo había delatado.
Joe, con la suavidad y sigilo de un puma, rastreó en tierra hasta alcanzar la pared de la casa.
Sin producir el más leve chasquido, pisando con las botas igual que un piel roja lo hubiera hecho con mocasines, fue rodeando el edificio hasta asomar por detrás del tipo que, evidentemente, montaba guardia.
Se agachó para coger una piedra de regular tamaño y lanzarla seguidamente hacia el lado opuesto.
Vio como el tipo se envaraba, estirando el cuello para otear el negruzco horizonte.
Tiró el cigarrillo pisoteándolo y dio unos pasos adelante desenfundando los revólveres.
Joe no lo pensó más.
Se plantó a su espalda con tres largas y silenciosas zancadas para caer sobre él de un salto y descargar contra su nuca un violento culatazo.
Cayó a tierra sin despegar los labios.
Joe cogió los revólveres y, tras vaciar ambos cilindros, los lanzó al aire con toda su fuerza.
Se acercó de nuevo a la casa. La mejor forma de entrar era llamando a la puerta.
Si rompía un cristal para forzar una ventana alertaría a cuantos pudieran estar dentro.
No tenía más solución que correr el riesgo.
Sin vacilaciones, descargó los nudillos de la mano derecha imperiosamente contra la puerta.
Pasados unos segundos, alguien preguntó desde el otro lado:
—¿Eres tú, Keith?
Joe soltó un gruñido que muy bien podía pasar por afirmativa respuesta.
Se abrió la hoja de madera, asomó un rostro de mala catadura y tronó una voz desabrida:
—¿Dónde diablos estás?
—¡Aquí! He oído ruidos raros.
Caminó el fulano hacia donde veía moverse el cuerpo de quien suponía su compañero Keith.
Joe, con impresionante sangre fría y grave riesgo de su vida, esperó a que el otro estuviera a un solo paso de su espalda.
Entonces se revolvió con centellante rapidez al tiempo que sus puños actuaban como demoledoras mazas.
Sorprendido el fulano, no comprendió lo que ocurría hasta recibir el violento impacto en la boca del estómago. Trató entonces de reaccionar, pero ante él tenía un enemigo que se jugaba mucho en la pelea y no estaba dispuesto a hacer concesiones.
Siguió un escalofriante puñetazo en mitad del rostro que proyectó al tipo muy cerca de la casa.
Joe voló tras él de un salto de fiera salvaje para asegurarse de que no abría la boca.
Pero el compañero de Keith había tenido suficiente con el par de fulminantes puñetazos.
Hizo lo mismo con los revólveres de éste que había hecho antes con los del otro.
Y ahora, ya, sin impedimentos, “Profesional” Joe se coló decididamente en la guarida del audaz y canallesco Isaías Jeffrey Brand.
U n hombre honorable.
Atravesó el pasillo salvó el recodo y se tropezó casi de narices con el arco que daba acceso a una sala iluminada.
Escuchó una voz y vio una sombra que se movía.
Todo había sido más fácil de lo esperado. Allí debía estar el cobarde que pagaba a los asesinos para que hicieran los sucios trabajos destinados a encumbrarle.
Se dispuso a dar el último salto.
—¡No te muevas, amigo!
La voz había sonado a su espalda con matiz victorioso. Con la misma fuerza que el cañón de un revólver se mantenía apretado contra sus riñones.
—¡Te esperaba, Joe! ¡Sabía que volveríamos a encontrarnos! ¡Ahora los triunfos son míos..., por muy “Profesional” que te llamaran quienes te vieron matar a tres hombres en Prescott!
—¿Dónde tiene a la muchacha, Brand?
—No pienses ya en ella, maldito entrometido. Ella será mía porque la deseo tanto..., como deseo sus tierras. Lo tendré todo. Pero a ella, a Shirley, mientras tú te pudres bajo dos palmos de tierra, le pediré todo ese amor que...
Joe se jugó la vida en fulminante cara y cruz.
Aquellas palabras, el pensamiento de que aquel cobarde repulsivo pudiera acariciar con sus manos sucias la piel tersa de Shirley, le hizo perder hasta el instinto de conversación.
Fue el acto más temerario de su existencia.
Se revolvió con la velocidad que un rayo rasga el firmamento al tiempo que se agachaba para golpear con el filo de su mano derecha el cañón del arma que apuntaba sus riñones.
Sonó un disparo.
Tan cerca pasó de la camisa de Joe que un tufillo quemado ascendió rápidamente a su nariz.
Brand se había hecho atrás para alzar el cañón del revólver y afinar la puntería del segundo disparo.
No llegó a efectuarlo porque la bota derecha de Joe golpeó violentamente sobre la mano que empuñaba el arma.
Voló el revólver por los aires.
Brand era un tipo fornido que aún sin armas no estaba vencido. Y fue él quien consiguió golpear el rostro de Joe cuando éste, adelantándose a su propio triunfo, permitió un respiro en la pelea.
Aquel fulano pegaba duro.
Rebotó Joe contra la pared golpeándose la nuca peligrosamente. Unos segundos de indecisión producidos por las nieblas que se había agolpado en sus ojos, fueron suficientes para que Brand disparara de nuevo sus puños machacándole estómago y rostro.
La sangre brotó de sus labios, las fuerzas parecieron escapar de sus músculos.
Y entre la borrosa neblina se dibujó frente a sus turbios ojos la imagen maravillosa de Shirley Breslin.
Fue inaudita la reacción que experimentó aquel muchacho que, materialmente, estaba derrotado.
Proyectó la zurda contra la cara de Brand para seguir con una patada en mitad del pecho que despidió al ranchero contra la pared opuesta y le hizo rebotar en ella sonoramente.
Jadeando, Joe se plantó frente a él para castigarle una y otra vez con sus puños contundentes.
Fue una lluvia de tremendos impactos la que descargó sobre el cuerpo del recio ranchero y que al fin, obligaron a Brand a caer en el suelo completamente deshecho.
Joe entonces, corrió de una parte a otra de la casa. Y el rugido de alegría que brotó de su garganta al abrir una de las habitaciones y encontrar Shirley en ella, fue dramático.
La desató, la estrechó apasionadamente entre sus trazos, la cubrió de besos desde los cabellos a la barbilla.
Y la muchacha, desvanecida entre los fornidos brazos del ser amado, sólo pudo musitar:
—¡Joe..., vida mía!
* * *
Una veintena de hombres habían rodeado la oficina del sheriff en Goldhand machacándola incansablemente con el fuego de sus rifles.
Un duro asedio que no podrían resistir por mucho tiempo los sitiados.
Pero, cuando de improviso tres caballos asomaron por el extremo opuesto de la calle Principal, llevando uno de ellos sobre su silla el cuerpo maniatado de Issaías Jeffrey Brand, el capataz Dudley comprendió que todo había terminado.
Que se había perdido la última y definitiva batalla.
Joe, metió el cañón de su “44” contra el pecho de Issaías Jeffrey Brand.
—Ordéneles que dejen de disparar, que monten en sus caballos y salgan inmediatamente del pueblo. ¡Rápido..., o disparo!
El hombre recio que no había escatimado canalladas a la hora de eliminar a quienes le estorbaban en sus planes de ambición, gritó lo que le ordenaban.
La consternación cundió entre todos sus hombres. Y no vacilaron en seguir las instrucciones de quien les pagaba.
Minutos después, como una explosión de Júbilo que por contenida se había hecho ansiada, las calles de Golkand se vieron rebosantes de hombres y mujeres, de ancianos y niños.
* * *
El día de la libertad, el de no temer a un árbol y una soga, había sonado.
I. J. Brand fue introducido en la celda que ocupaban Cosby y Carney, bajo la atenta custodia de los vaqueros del “Popular Breslin”.
La multitud, al conocer la verdad, se arremolinó frente a la oficina del sheriff pidiendo a voz en grito justicia para los asesinos.
—¡Yo os prometo que se hará justicia! —gritó "Profesional” Joe desde lo alto de las escalerillas que conducían a la oficina—. ¡Pero no puedo consentir que se cuelgue a esos hombres como ellos hicieron con los demás! ¡Sí nos empeñamos en la venganza, si obramos igual que los asesinos y los canallas, jamás conseguiremos el respeto, la Ley y el orden como estos deben conseguirse! ¡Ahí dentro hay un hombre reclamado por la justicia del condado de Kansas..., y a ella tenemos obligación de entregarle! ¡Los otros dos serán juzgados en este pueblo de acuerdo con la ley!
Joe sabía por experiencia que era difícil dominar los desatados impulsos de las turbas enfurecidas, aún así, estaba dispuesto a luchar si era preciso para que de una vez para siempre se impusiera en aquel pueblo la justicia de los justos.
Porque él, “Profesional” Joe, había comprendido que no era la mano de un hombre, ni la de cien enloquecidos, la más justa para dilucidar si debía o no colgarse a una persona.
Aunque fuera un asesino.
Gracias a la ayuda de Howard Adams que con sus palabras medidas y reposadas hizo comprender a los habitantes de Goldhand lo mucho que debían al hombre que desde Amarillo había acudido allí para ayudarles sin esperar nada a cambio, pudo Joe salir airoso del último y quizá más difícil lance.
El doctor Adams había olvidado una cosa..., algo que “Profesional” Joe esperaba a cambio dé lo que acababa de hacer por Goldhand.
El amor de Shirley Breslin.