CAPITULO 6

 

Gene, Fess, Kit, Bob, Effrem, Patrick y por último Raf, eran los siete hombres que habían trabajado coa Bill y Gary Breslin en el “Popular”.

Tipos de dispar apariencia, pero vestidos con la típica indumentaria, rudos, sucios y sudorosos.

Recibieron, con agrado unos y con indiferencia otros, la llegada del nuevo capataz.

Un fulano a quien debían llamar: “Profesional” Joe.

Patrick, hombre de corpachón enorme y brazos vigorosos, fue el único que se negó a estrechar la mano del capataz.

Difícil momento de tensión que Shirley supo capear con delicadeza y acierto.

Pese a ello, la torcida mirada que el recio vaquero clavó en el joven era por demás elocuente. Preludio de los contratiempos que surgirían entre ambos.

Luego Joe, a quien aún quemaban los labios del ardoroso beso, dirigió la palabra a quienes iban a ser sus hombres desde aquel instante.

—Muchachos —dijo mirándoles uno a uno, pero ignorando al indómito Patrick—, no quiero que me reciban como a un intruso. Quiero ser como vosotros y un amigo de vosotros. Ello no significa el que tenga que olvidarse que de hoy en adelante, soy yo quien manda y quien da las órdenes en el “Popular”. No quiero peleas ni altercados, ¡ah!, y será bueno que todos tengan presente que no tolero la indisciplina.

Patrick dio un paso hacia delante.

—El que me mande a mí —dijo con mirada de insulto y desafío a la vez—, debe demostrarme que es lo suficiente hombre para ello.

Una risotada de Gene, muchacho muy espigado de burlona expresión, se interpuso en las palabras del otro.

—Estás contrariado, ¿eh, Patrick? Esperabas ser tú el capataz, ¿no?

—Me correspondía —rugió el aludido volviendo la cabeza hacia Gene—. Yo trabajaba con Bill Breslin antes de que ninguno de vosotros llegara. ¿Qué queréis? No puedo quedarme con los brazos cruzados y aceptar a ese tipo como capataz. ¡Ni siquiera lo hemos visto nunca!

—Allá tú —habló Kit.

Lo que equivalía a expresar el sentimiento unánime de los demás: “Si no estás de acuerdo, entiéndete con él”.

—¿Me ha oído, Joe? —inquirió Patrick tenazmente.

—¿Qué tengo que demostrarte?

—Que eres lo hombre que tiene que ser el capataz de este rancho.

Se interpuso Shirley.

—¡Joe, por favor! Soy yo...

La apartó él suavemente.

—Es con el capataz con quien habla, Shirley. Y le voy a responder muy gustosamente.

Con pausados ademanes, “Profesional” Joe se despojó de su cinto-canana dejándolo caer en tierra.

Patrick, con feroz sonrisa, hizo lo propio. Y después, muy significativamente, se arremangó la camisa para mostrar sus nervudos y vigorosos antebrazos.

—Lo siento, capataz.

Rápidamente, los demás formaron un círculo alrededor de ambos hombres.

Sólo Shirley quedó retirada, mientras se cubría los labios con una mano y apretaba la otra en torno a la garganta.

Joe y Patrick, con los puños dispuestos, giraron uno frente al otro estudiándose unos segundos.

Fue el recio vaquero quien dio un veloz salto al tiempo que disparaba el brazo derecho con potencia demoledora.

Joe, en hábil golpe de cintura, evitó la peligrosa acometida. Y cuando el otro, arrastrado por la misma fuerza que había imprimido al golpe pasaba por su lado, extendió la pierna izquierda.

Tropezó Patrick, estrellándose de bruces en tierra.

—¡Te va a calentar, fanfarrón! —gritó Gene con su burlona sonrisa.

El agresivo Patrick se incorporó rápidamente con la faz sucia de tierra y la mirada enrojecida.

—¡Yo te enseñaré! —rugió en el instante que se abalanzaba sobre Joe con todo el peso de su corpachón.

El capataz se hizo a un lado a la vez que proyectaba su puño izquierdo contra el abdomen del vaquero.

Patrick se detuvo como si acabara de tropezar con un espeso muro.

Trastabilló de atrás adelante, quiso conservar el equilibrio y abrió la boca en busca del aire que faltaba en sus pulmones.

Con ojos nublosos vio jugar ante él la silueta ágil de Joe. Creyó distinguir un bulto que salía al encuentro de su cara. El seco impacto le hizo girar dos veces sobre sí mismo.

Extendió los brazos buscando un invisible lugar al que aferrarse en su tenaz desespero por evitar la caída.

Y entonces a placer, la zurda de Joe le cazó de nuevo el estómago para, con la derecha seguidamente, castigarle el rostro con un trallazo fulminante.

Patrick, a quien poco había durado la ilusión de humillar a golpes al que suponía flojo con los puños, se desplomó sobre la rojiza tierra.

Cara al cielo y brazos extendidos.

—¡Tú! —Joe señalaba al delgado Effrem—. Trae un cubo de agua.

—¡Voy por él!

Shirley se acercó a Joe.

—Era necesario —le dijo éste a la muchacha—. Si dejo que uno de ellos se envalentone, estamos perdidos.

Poco tardó Effrem en regresar con el cubo. Y tras él lo hizo Gene que, de propia voluntad, había ido por otro.

El agua de ambos cubos fue a parar sobre el cuerpo del inconsciente Patrick.

Reaccionó más pronto de lo esperado, resoplando como un búfalo. Se incorporó con una agilidad inesperada en hombres de su peso y sacudió sus ropas polvorientas.

Joe se planto frente a él.

—Esperó que te baste con eso, Patrick —dijo mientras ceñía de nuevo el cinto-canana—. Si no es así, emplearé otros métodos contigo.

Patrick, silencioso y con la cabeza inclinada, salvó la exigua distancia que le separaba de Joe.

Le tendió su velluda diestra.

—Bastará, patrón.

Joe tendió la suya y estrechó fuertemente la del rudo vaquero. Una actitud casi lógica la de aquel hombre curtido, veterano en aquellas lides.

Sabían perder. Y aceptar el mandato de quien les demostraba ser superior.

Para los hombres como Patrick, no existía más superioridad reconocida que la de los puños o el revólver.

—¡Alguien viene! —exclamó en aquel momento Fess.

En efecto, una polvareda de humo se elevaba en las cercas de entrada al “Popular”.

—¡Son varios jinetes! —gritó Effrem.

También era cierto.

Joe, como si atendiera a un repentino presentimiento, extendió su mano hacia Raf.

—Tú —le ordenó—, acompaña a la señorita.

—¿A la casa?

Asintió el nuevo capataz y Shirley se acercó a él tomándole de un brazo.

—¿Qué ocurre, Joe? —preguntó con temeroso acento.

—Nada, criatura, nada. Supongo que nada. Pero prefiero que estés en la casa por si sucede algo. ¡Raf!, no te muevas de su lado bajo ningún pretexto.

Shirley, queriendo mostrarse la primera en acatar las órdenes de Joe, caminó hacia la casa seguida del vaquero.

Los demás cow-boys, miraban a Joe intrigados. Preguntándose todos ellos el porqué de tantas precauciones.

—Vosotros —les ordenó el capataz, muy cerca ya los que venían al galops—, en abierto semicírculo a mi alrededor.

Sin comprender, obedecieron con presteza.

—Cuando yo desenfunde, imitadme.

Los siete hombres, mostrando en su rostro la confusión que sentían anís el extraño comportamiento del joven capataz, no vacilaron pese a ello en prepararse para cumplir sus palabras al pie de la letra.

Un extraño poder dimanaba de la personalidad de “Profesional” Joe. Algo que aquellos hombres no sabían determinar, pero que les impulsaba a estar con él de una forma incondicional.

Un hombre desconocido que acababa de convertirse en su jefe. Nadie dudaba ahora que le sobraba valor para ocupar el puesto.

Amainó el trote de las monturas y pudieron distinguir el rostro de los seis jinetes.

—¡Es el “Juez Muerte”! —susurró Kit a espaldas de Joe—. Cuidado con él, patrón.

Sí, Joe lo había presentido. Robert Cosby, el sheriff Carney, los humillados Dick y Silver y dos alguaciles más.

Seis jinetes que acababan de detenerse a diez yardas de los vaqueros del “Popular Breslin”.

—Aquél es —dijo Carney al juez, señalando a Joe desde encima del caballo.

—El mismo —asintieron al unísono Silver y Dick.

Robert Cosby irguió su esmirriada naturaleza sobre la silla del bayo que montaba.

—¡Soy el juez de Goldhand! —voceó mirando al capataz.

—No le oigo, amigo —replicó Joe con burlona sonrisa—. ¿Por qué no se acerca más?

Lo hizo. Y los otros cinco tras él.

—He dicho que soy el juez de este pueblo.

—Y yo el nuevo capataz de este rancho. ¿Qué se le ofrece?

Los vaqueros no podían dar crédito a la temeridad de Joe. Jamás habían visto a nadie hablarle de aquella forma al “Juez Muerte”.

Cosby, con su voz lastimera, dijo:

—Está usted en deuda con la ley, amigo. Venimos a detenerle. Desarmar a dos alguaciles del sheriff y provocar a éste en cuestión de pocas horas, es algo que no se tolera en Goldhand, forastero.

—Me llamo “Profesional” Joe, juez Cosby.

—¡Queda detenido! —chilló como una rata el "Juez Muerte”.

Joe soltó una carcajada burlona y vibrante.

—¿Quién va a detenerme?

Cosby hizo una seña al sheriff.

—Ve por él, Michael.

Pero el sheriff no llegó a desmontar de su caballo porque el capataz, en aquel cruce impresionante de diestra que tantos meses practicara, había tirado de la culata de su “44”.

Y lo empuñaba con resuelta firmeza.

—¿Por qué no baja del caballo, sheriff? —inquirió ominosamente.

A espaldas de Joe, los cow-boys del “Popular” habían abierto el semicírculo mostrando peligrosos los revólveres que empuñaban.

—¡Se arrepentirán! —gritó histérico, el juez.

“Profesional” Joe, dio dos pasos hacia el caballo.

—¡Baje de ahí, Cosby!

El hombre que recitaba con voz apenada sus fatales sentencias de muerte, se quedó atónito.

Su perplejidad fue trocándose en evidente temor. No era lo mismo condenar a muerte un ser indefenso que habérselas con siete revólveres que sólo esperaban un leve motivo para disparar.

—¿Qué..., qué pretendes?

—¡He dicho que baje!

Sonó un disparo y el sombrero de Cosby fue arrancado velozmente de su cabeza.

Blanco de miedo e ira, desmontó al instante.

—¡Lo mismo ustedes! —gritó Joe, abanicando al sheriff y alguaciles con el cañón de su revólver.

Cuando todos estuvieron al pie de sus monturas, ordenó el capataz del rancho:

—¡Patrick! Tú y Gene, desármenles.

—Con gusto, patrón —tronó la voz del indómito vaquero.

Joe, con estudiada lentitud, enfundó su “44”.

—Desde este momento, amigo Cosby —anunció con desprecio—, queda terminantemente prohibido cruzar la entrada del “Popular Breslin” con armas encima. Mis hombres dispararán sin hacer preguntas sobre todo aquel que se suponga..., digo que se suponga, que es portador de armas de fuego. ¿Me explico con claridad?

El juez Cosby temblaba de pies a cabeza. Era evidente la cobardía de los hombres crueles cuando no se encontraban al amparo de sus habituales guardaespaldas.

Joe había conseguido, de momento, que para los vaqueros del “Popular”, Cosby dejara de ser el terrorífico personaje que se creía.

—Robert Cosby, apodado “Death Judge” —habló de nuevo “Profesional” Joe—, es usted un asesino morboso y retorcido. Un cobarde que goza ordenando a sus esbirros que cuelguen a la gente honrada. Bill y Gary Breslin, propietarios de este rancho, fueron condenados a muerte injustamente. Alguien les preparó una trampa y tengo la seguridad de que usted, usted, juez Cosby, formaba parte de ella. ¡Le acuso del asesinato de dos hombres honrados e inocentes! Defiéndase..., porque ahora soy yo quien va a dictar sentencia.

—¡Está loco! —gritó Cosby, castañeándole los dientes—. ¡Lo haré ahorcar por esto! ¡Pistolero, pendenciero y asesino!

Joe apenas se movió. Pero su zurda salió disparada para estrellarse sobre el rostro cínico del juez.

Era muy poca cosa Cosby para encajar semejante trallazo. Giró como un trompo, salió disparado hacia atrás y rebotó en un caballo el cual relinchó airadamente.

Se revolcó en tierra como una serpiente.

—¡Levántese!

Le costó hacerlo. Y cuando consiguió ponerse en pie tambaleaba como un borracho.

—¿Por qué condenó a los Breslin?

Cosby se limpió la sangre que manaba de su boca.

—Por... por robar unas reses del señor Brand.

Joe se plantó frente a él clavando su derecha en el escuálido abdomen de Cosby.

Se encogió el juez para recibir un segundo trallazo en la cara que lo envió cinco yardas atrás.

—¡Voy a patearlo, juez! —gritó Joe con fría mirada.

Revolcándose sobre la hierba convulsivamente, tartajeó Cosby:

—Las pruebas..., las pruebas los... los acusaban.

“Profesional” Joe lo atrapó por el cuello de su chaqueta y tiró de él manteniéndole en el aire.

Manaba sangre por nariz y boca.

—Pienso probar que fue un asesinato deliberado, y cuando lo consiga..., lo colgaré a usted del árbol más alto da este pueblo. ¿Me ha oído, Cosby?

No le quedaba aliento ni resuello para responder. Lo soltó Joe y rebotó de nuevo en el suelo.

Entonces se acercó al sheriff que tenía los ojos hundidos en el fondo de las órbitas.

La expresión de su rostro aterrado hizo sonreír al capataz.

—Usted, sheriff, veo que no ha sabido interpretar los consejos que le he dado en la taberna. Voy a tener que escarmentarlo...

Se volvió hacia los vaqueros.

—¡Fess, Kit, vayan por cuerdas!

—¡Huuuupí! —tronó Kit, imaginando para lo que iban a servir las cuerdas.

Y con ese pensamiento, se trajeron una por cabeza. O una por cuello.

Michael Carney, retrocedió cuando llegaron los vaqueros.

—¡No... no pueden colgarnos! ¡No...!

—¡Cobarde! —le escupió Joe al rostro.

Kit y Fess se frotaron las manos elocuentemente. Pero todos quedaron sorprendidos cuando los ordenó al sheriff y sus hombres:

—¡Monten sus caballos!

—¡Eh, patrón! ¿De veras no los colgamos?

Sonrió Joe.

—Todavía no, Kit. Pero te prometo que tomarás parte activa en el asunto cuando llegue el momento.

—O. K.

—¡He dicho que monten! —tralló Joe, propinándole un violento empujón al sheriff Carney.

—¿Y el juez? —indagó uno de los alguaciles.

Por respuesta, Joe lo empotró materialmente bajó

el vientre de un caballo.

—Preocúpate de ti, sanguijuela. ¡Patrick!, sube al juez en su montura, ponlo boca abajo y átalo en la silla. ¡Gene, Fess, Kit, Bob, Effrem!, haced lo mismo con éstos.

Poco tiempo invirtieron los vaqueros del “Popular Breslin” en hacer de los seis individuos auténticos fardos amarrados a las sillas de montar.

Luego espantaron los caballos.

—¡Nunca había visto nada igual, patrón! —exclamó Patrick, situándose junto a Joe.

—Sólo es el principio, Patrick. Y no llegaremos al fin hasta que los culpables del asesinato de vuestros patrones cuelguen de un árbol.

—No pudimos evitarlo, Joe —dijo Fess, hombretón de unos treinta y cinco años y expresión sincera—. Kit y yo tratamos de ocupar su lugar...

—Es cierto, patrón —corroboró el rubio Effrem—. Kit y Fess quisieron hacerse pasar por los ladrones de esas reses. Pero Bill y su hijo eran demasiado buenos para consentirlo.

—¡Incapaces de robar! —exclamó Patrick furioso.

—¿Quién pudo hacerlo? —inquirió Joe, recorriendo los rostros de sus hombres.

—No tiene explicación —musitó Bob—. Nadie podía desearles ningún mal. Y menos, cometer esa canallada.

—Pero alguien tuvo que hacerlo... —dijo Joe como si hablara consigo mismo. Agregando en voz alta—: Gene, avisa a la señorita Breslin.

—¡Vuelo, patrón!

—¡Ustedes, vengan todos! Hay que organizar el trabajo.

Se agruparon sonrientes en torno al nuevo capataz del “Popular Breslin”.

Un tipo a quien debían llamar “Profesional” Joe, y que en cuestión de minutos se había ganado las simpatías y admiración de todos.

CAPITULO 7

 

Durante los tres días que siguieron a la mañana en que juez y sheriff de Goldhand visitaron el “Popular Breslin”, se registró en el rancho una febril actividad.

Se levantaron más cercas. Y éstas superaban en altura, considerablemente, a sus antiguas compañeras.

Por la noche se reunió el ganado en una de las nuevas cercas sometido a doble vigilancia con relevos cada cuatro horas.

Joe, como uno más, formó parte del grupo de centinelas que montaron guardia cada noche junto al ganado.

De día, dos vaqueros designados por riguroso turno, no tenían otra misión que recorrer de un extremo a otro las tierras que pertenecían al “Popular”, atentos a cualquier incursión por sorpresa y con la orden estricta de disparar sobre aquel que traspusiera las tierras, portando armas de fuego.

La lógica represalia que Joe esperaba por parte de Cosby o Carney, para la cual había tomado aquella serie de precauciones, no se produjo.

Así amaneció el cuarto día sin que nada nuevo hubiese sucedido en el “Popular Breslin”.

A mediodía llegó el doctor Adams a visitar tanto a Shirley como a Joe.

—No puedes hacerte una idea de los rumores que circulan por el pueblo. El ambiente está excitado, la gente aguardando que alguien dé el primer paso. Nadie ignora lo que sucedió aquí con el juez y el sheriff.

Sonrió Joe significativamente.

—Envié un par de hombres al pueblo para que aireasen la noticia.

Adams saboreó el café.

—Está delicioso, Shirley. Eres... una excelente cocinera.

—Eso mismo opinan los muchachos —corroboró Joe.

Adams secó sus labios con una servilleta. Dijo luego mirando al muchacho:

—Cosby ha tomado precauciones, Joe.

—No entiendo.

—Temen que te presentes en el momento menos pensado y los cuelgues de un árbol. Juez y sheriff están preparados para recibirte. Llegaron ayer una docena de hombres procedentes de Nuevo Méjico a quienes Cosby ha entregado la estrella de alguaciles. No me cabe la menor duda de que son pistoleros, Joe. Pero hay otra cosa que me preocupa. Esos individuos no han venido a pasearse por el pueblo rifle al hombro... gratuitamente. Robert Cosby no dispone de dinero ni para pagar al sheriff. ¿Quién pone el dinero y por qué?

“Profesional” Joe se acarició la barbilla en actitud meditativa.

—Doctor —dijo tras irnos minutos de silencio—, me sorprende que usted no conozca la respuesta. Existe un hombre que trata de adueñarse de Goldhand y casi lo está consiguiendo. El que preparó la trampa a los Breslin. el que apoya las maniobras del juez Cosby, el que paga los sueldos de esos pistoleros...

—¿Quién, Joe?

—Llevó pocos días aquí y no quiero precipitarme, doctor. Estamos viviendo unas fechas de calma y tensión. De esa calma agorera que precede a las tempestades. Esos pistoleros de Nuevo Méjico no han venido como usted cree para proteger el imperio que Cosby regenta como cabeza visible. Tienen la misión de acabar conmigo y con los hombres que están a mi lado.

—¿Por qué, Joe? —preguntó Shirley, interviniendo por vez primera en la conversación.

—Es sencillo, pequeña. El jefe de Cosby sabe mis Intenciones, supone mis proyectos, tiene la certeza de que si no termina conmigo yo terminaré con él. Nadie se da cuenta, porque quizá nadie se atreve a pensarlo por temor a colgar de una soga, pero la persona que pretende apoderarse de Goldhand, si lo consigue, amasará una verdadera fortuna en pocos años. No sólo por el producto que se puede arrancar a esta tierra de fértil pasto, sino porque el día que el ferrocarril llegue a Wichita Falls, como ya está previsto y aprobado, tendrá que pasar por aquí sin ningún género de dudas. En esto radica el interés de ese personaje oculto.

—¡Tienes razón, Joe! —exclamó Adams con preocupada expresión.

—Yo lo evitaré, doctor.

—¿Cómo?

—Obligando a que el temporal se desencadene... antes de lo que tiene previsto nuestro enemigo.

—¡No consentiré que arriesgues más tu vida! —las palabras brotaron en labios de Shirley como una explosión incontenida—. No es justo. Ya has hecho demasiado por mí...

—¡Y mucho lo que me queda por hacer! —exclamó el muchacho con vehemencia.

—Creo que Elaine tuvo una excelente idea... —musitó el doctor poniéndose en pie.

—¿Idea?

—Sí..., sí —rezongó el anciano—. Una gran idea la acordarse de un muchacho llamado “Profesional” Joe. Bueno, ya es hora de que me vaya, pareja. No es que tenga mucho que hacer, pero el poco trabajo que tengo me cuesta sacarlo adelante.

Joe acompañó al doctor hasta los límites del “Popular Breslin”.

—No hace falta que te molestes, Joe. Yo no voy armado.

—Lo sé, doctor.

 

* * *

—Tengo miedo, Joe.

La tomó por la barbilla obligándola a alzar el rostro.

—¿De qué?

—De que te ocurra algo.

Sonrió él, suavemente.

—¿Sabes una cosa, Shirley?

—No...

—Acepté venir a Goldhand porque tus maravillosos ojos me cautivaron, porque sentí la necesidad de estar a tu lado y protegerte contra cualquier peligro. Ahora... quiero quedarme aquí porque estoy enamorado de ti, porque no puedo dejar de amarte...

—¡Joe!

El hombre de los inquietantes ojos azules ciñó la cintura de Shirley estrechamente.

La atrajo hacia sí.

—Shirley..., eres hermosa como nada en el mundo. Eres ese algo prohibido por lo que deseo luchar como punca he luchado, eres la razón de mi vida, eres el verdadero amor...

—Joe..., te quiero.

Buscó anhelante los rojos labios que ella ofrecía entreabiertos en espera de la cálida caricia.

Todo era maravilloso mientras sus bocas permanecían unidas respirando los mutuos alientos.

La vida qué un ser ofrecía a otro ser.

Pero en el corazón de Shirley latían campanadas de pánico. Un miedo horrible a perder lo más maravilloso que había encontrado en su vida.

La sombra de una cuerda..., de una cuerda como aquellas en que viera oscilar trágicamente los cuerpos de dos seres queridos.

—¡Patrón! ¡Patrón! —gritó alguien por encima del sonoro galope de un par de caballos.

Separóse la pareja, mostrando Shirley su rostro teñido de ruborosa pincelada roja.

Uno de los jinetes, el que había gritado, era el vigoroso Patrick. Su compañero de vigilancia, Kit en aquel día, iba junto a él.

—Mire lo que hemos encontrado —dijo Patrick al tiempo que desmontaba.

En su mano derecha alzaba un hierro exactamente igual a los empleados para marcar reses.

Joe, cediendo a una corazonada, dijo a Kit:

—Acompaña a la señorita Shirley.

Trató ella de protestar, pero la mirada persuasiva y autoritaria de él la hizo desistir.

Kit la ayudó a montar en el caballo y ambos emprendieron camino hacia la casa.

Cuando los dos jinetes se hubieron alejado, Patrick tendió a su capataz el hierro que sostenía en la mano izquierda,

—Véalo, patrón.