CAPITULO 8
Por espacio de varios minutos, “Profesional” Joe, observó con minuciosidad la barra de hierro que culminaba en gancho horizontal.
Con lentitud, alzó la cabeza para mirar de una forma extraña al vaquero.
—¿Dónde lo has encontrado, Patrick?
—Ha sido de verdadera casualidad, patrón —explicó el nervudo cow-boy—. Kit y yo estábamos haciendo el recorrido que usted ordenó. Al llegar al barranquillo...
—¿El barranquillo?
—Bueno —Patrick se limpió su frente sudorosa con el revés de la zurda—, aquí le llamamos barranquillo al declive que se inicia en las márgenes del Red River y que forma un pequeño barranco con relación a las tierras del rancho. Es el punto exacto en donde Bill Breslin decidió canalizar las aguas del río para que éstas llegaran a tierras del señor Brand.
—Cuéntame lo sucedido.
—Pues, al llegar allí, he sacado mi bolsa de tabaco y se me ha caído al barranquillo. La estaba buscando cuando he hallado este hierro.
—¿Cómo crees que esta barra de marcar reses haya llegado al barranquillo?
Patrick se frotó su áspera y crecida barba.
—No sé, patrón. Imagino que alguien la tiró al río pero como el agua no tiene suficiente fuerza, en lugar de arrastrarla la ha vuelto hacia atrás.
—Es justamente lo que estaba pensando, Patrick.
¿Te has fijado en la clase de marca que se puede efectuar con este hierro?
—Bueno..., yo creo que eso no es una marca.
El vaquero estaba en lo cierto. Con el hierro solo podían trazarse dos medias circunferencias tangentes una a la otra.
Era como una B desprovista de su trazo vertical en línea recta.
—¿Qué letra se podría convertir en otra empleando esta marca, Patrick?
Pareció que el recio hombretón no estaba muy decidido a exteriorizar sus pensamientos por miedo a equivocarse.
El, lo reconocía, no era tipo de mucha cabeza.
—Quizá...
—¿Quizá podría convertirse una I en una B, Patrick?
Dio un manotazo en el aire.
—¡Sí..., sí, patrón! Eso hemos pensado Kit y yo. Pero no estábamos muy seguros.
Joe sonrió fríamente.
—Puedes tener la absoluta certeza de que éste es el hierro que se empleó para convertir la marca I. B. del rancho “La Estrella”, en la marca B. B. del “Popular Breslin”.
—¿Y qué debemos hacer ahora?
En lugar de responder a la pregunta de Patrick, Joe interrogó a su vez:
—¿Quién podía considerar necesarias para sí las tierras del “Popular”?
El vaquero miró a su capataz con expresión desconcertada.
“Profesional” Joe, tratando de aclarar el significado de su pregunta, empleó un lenguaje que supuso sería más comprensible para el vigoroso Patrick.
—Tú y Bill Breslin fuisteis pioneros de este pueblo, ¿no es cierto?
—Sí, patrón. Llegamos poco después que Johnnattan Drury.
—Eso significa que tú has visto crecer Goldhand, que has visto como la gente iba llegando...
—Entiendo lo que trata de decirme, patrón. Pero puedo asegurarle que nadie le deseaba nada malo a Bill Breslin.
—¡Pero alguien amañó las marcas de las reses con este hierro! ¿Por qué? ¿Qué beneficio podía obtener la persona que preparó la trampa con la muerte de los Breslin? Yo te lo diré, Patrick. Obtener sus tierras. Ni Bill ni Gary hubieran vendido jamás. Pero una mujer sola se veía obligada a vender..., ¿entiendes, vaquero? ¡A vender! Y ahora, quiero que tú me respondas a una pregunta: ¿quién podía ambicionar las tierras del “Popular”?
Patrick se mantuvo en silencio. Y Joe, que parecía muy excitado, gritó:
—¡Suelta el nombre que tienes en la garganta!
El poderoso tórax de Patrick se agitaba ruidosamente.
—Isaías Jeffrey Brand..., ¡no, no es posible!
—¡Sí, sí lo es! Lo pensé desde el momento en que me tropecé con ese hombre en casa del doctor Adams. Sus tierras colindan con las del “Popular Breslin”, pero no están a la orilla del Red River. Brand no se conforma con los canalillos, no es suficiente la poca agua que por ellos discurre cuando el cauce del río decrece. ¡Necesita estas tierras para extender sus pastos y tener agua continuamente! Por eso trataba de comprarle las tierras a Shirley simulando que lo hacía por favorecerla a ella.
Patrick estaba boquiabierto.
—¡Patrón! ¿Quiere usted decir que el señor Brand se robó asimismo las reses, amañó la marca y luego las mezcló con las nuestras?
Joe suspiró profundamente.
—Sí..., eso quiero decir. De eso estoy seguro. Pero hay algo .más, amigo Patrick.
—¿Qué?
—Uno de los vaqueros del “Popular Breslin” traicionó a Bill.
—¡Imposible!
—Cierto. Brand tuvo que contar con alguien aquí dentro para que sus propósitos salieran conforme deseaba. Y ese alguien fue quien marcó las reses y las confundió luego con las de aquí.
—Patrón Joe, me inspira usted respeto y confianza. Lo admiro desde el día que me golpeó con potencia. Pero... no sé si puedo creer en sus palabras.
—Pues debes creer, Patrick. Por dos razones. Una, porque yo confío en que tú estés a mi lado en la lucha definitiva que vamos a emprender. Otra, porque debes darte cuenta de que yo no defiendo nada mío. No tengo intereses que me cieguen. Sólo trato de ser justo y de que se haga verdadera justicia. No lo que hace Cosby. El juez, es un eficaz colaborador de I. J. Brand.
—Brand lo hizo venir...
—¿Te das cuenta?
Patrick hizo un visible esfuerzo para demostrar que estaba pensando.
—¿Cómo piensa luchar contra ellos, patrón?
—Primero, vamos a descubrir quién de nosotros es el traidor.
—Nadie confiesa haber traicionado a nadie.
Sonrió Joe.
—Es un buen pensamiento, Patrick. No, nadie confiesa una villanía de esa clase. Pero existen medios para conseguir que un traidor se delate.
—¿Cuáles, patrón?
—De momento, Patrick, suspenderemos los tumos de vigilancia nocturnos.
—¿Por qué?
—Porque los traidores necesitan tener las noches libres. para cometer sus bajezas. Luego, Patrick, reuniremos a todos los vaqueros para mostrarles este hierro. Yo les explicaré que este utensilio sirvió para amañar las marcas de las reses que fueron encontradas en el "Popular”. Tú y Kit contaréis dónde encontrasteis el hierro. Por último, les diré que sospecho de Brand y los motivos del por qué. Eso... supongo que será suficiente para que el traidor se mueva esta ñocha.
—¿Cómo puede usted pensar tanto, patrón?
—En contra de lo que tú crees, no es una virtud, Patrick. Es un gran defecto. Sólo son verdaderamente felices aquellos que no piensan.
—Acaba de descubrirme el secreto de mi vida. Yo sólo me he preocupado...
—Tú y yo vigilaremos esta noche, amigo.
—Si ese traidor existe..., ¿me dejará que lo destroce a puñetazos?
—Siento privarte de ese placer, Patrick. Lo necesitamos vivo.
—¿Vivo? ¿Para qué?
—Para que el día en que yo sea juez, él sea testigo.
—No entiendo.
—Ya lo entenderás, Patrick.
—¿Reúno a los muchachos?
—Sí, hazlo. Frente a la empalizada del ganado. ¡Ah, otra cosa, Patrick! ¿Quién suele marcar el ganado del “Popular”?
El vaquero se quedó ahora muy serio.
—Yo..., patrón.
—Estás fuera de dudas, Patrick. Ve por la gente.
* * *
En algún lugar, un grillo ofrecía a la templada noche el gratuito concierto de su música monótona.
La luna viajaba plácida sobre la pradera y las aguas del río, para ofrecer generosa su faz redonda y brillante.
El silencio campeaba ahora sobre las dormidas tierras sin que nadie más que el grillo se atreviera a turbarlo.
Quizá algún espíritu inquieto, un corazón nervioso, escuchaba en el silencio los nerviosos latidos de su desasosiego.
La voz del temor que callaba la de una conciencia manchada. Un hombre que confiaba en el silencio y la oscuridad de la noche para ocultar su cobardía.
Su traición.
Una sombra movíase lentamente pegada al muro de los cobertizos. Atisbaba con inquietud en las tinieblas de la noche asegurándose de que nadie seguía sus sigilosos movimientos.
Sus traidores pasos.
Alcanzó la sombra una de las empalizadas y la salvó de ágil y certero salto.
Corrió ahora inclinada hacia delante lejos de obstáculos que impidieran su camino.
Algo brotó repentinamente en medio de su camino.
—¡Maldición!
Un jadeo.
—Ibas muy de prisa, muchacho..., ¿adónde?
El vaquero de los rubios cabellos alzó los ojos al cielo. Antes de ver la luna, /tropezó con el par de rostros que lo miraban acusadoramente.
Peligrosamente.
—A... pasear. Me gusta pasear de noche, patrón.
Unos dientes amarillentos sonrieron en la oscuridad.
—Llevas tres años aquí, Effrem. Pero no sabía que tuvieses afición a los paseos nocturnos. ¿Cómo lo has ocultado durante tanto tiempo?
El barbudo mentón de Patrick, cuadrado, firme como una roca, se inclinaba hacia el caído.
—¿No respondes? —insistió.
—Es que... no podía conciliar el sueño.
—Pero sí puedes traicionar, ¿verdad? —inquirió “Profesional” Joe con frío acento.
Patrick escupió en el rostro del que había sido su compañero.
—¡Cobarde!
—Levántate, Effrem —ordenó el capataz.
Obedeció el vaquero.
—No he..., yo nunca he traicionado...
—¿Dónde ibas?
—A pasear.
Patrick le empotró su zurda en el abdomen. Se encogió el otro y entonces, sin que Joe llegara a tiempo de impedirlo, el rudo vaquero le lanzó una violenta patada en la cara.
Effrem salió disparado dando volteretas y traspiés.
—¡Ahora verás, asesino traidor!
— ¡Quieto, Patrick! —tronó la voz del capataz—. Recuerda lo que te dije.
—¡Yo le haré hablar, patrón!
Una risita seca brotó en labios de “Profesional”
Joe.
—Effrem no tiene nada que decirnos.
Patrick giró desconcertado.
—¿Cómo?
—Effrem es la verdadera trampa que yo le he tendido al verdadero traidor.
—¿A quién...?
—¡A ti, Patrick!
El rudo vaquero mudó radicalmente la expresión de su rostro. Una máscara de ferocidad cayó sobre sus facciones.
—¡Te mataré..., cochino usurpador!
—¡Quieto, Patrick! —tronó a su espalda la voz de Effrem—. Haz un movimiento y te llenaré de plomo.
—¡Kit! —llamó la voz de Joe.
Apareció el vaquero.
—Estoy aquí, patrón.
—Cuéntanos lo sucedido esta mañana en el barranquillo.
Los restantes vaqueros del “Popular Breslin” fueron apareciendo uno tras otro hasta formar un semicírculo alrededor de los protagonistas de la escena.
—A Patrick se le cayó la bolsa del tabaco —explicó Kit con voz potente— y cuando trataba de encontrarla vi que empezaba a darle puntapiés a una barra de hierro.
—¿Qué le dijiste, Kit?
—Que me enseñara la barra y respondió que era un pedazo de hierro inservible. Insistí y tuvo que mostrármela. Mía fue la idea de que se la enseñáramos a usted, patrón.
Joe se volvió hacia Patrick.
—Brand te prometió que serías el capataz de los hombres que trabajaran en el “Popular” cuando Shirley se lo vendiera. Tú darías las órdenes, tú serías el amo. Eso fue suficiente para que traicionaras al hombre honrado que te proporcionó trabajo, comida y un techo donde cobijarte.
—¡Debemos colgarle! —gritó el joven Gene.
—¡Voy por la cuerda! —corroboró Fess.
—¡Quietos! —los detuvo Joe—. Antes de que lo colguemos tiene derecho a defenderse.
Patrick, el violento y rudo vaquero, aquél a quien se creía un hombretón noble y leal, sudaba con el mismo miedo que días antes sudara el juez Cosby.
Los traidores eran cobardes. Aunque tuvieran aspecto físico de hombres fuertes.
—Dijo que... que me necesitaba vivo.
—He cambiado de opinión, Patrick. Te colgaré.
Un rugido de espanto brotó en la garganta del vaquero.
—¡No!
—Eres un traidor...
—No quería hacerlo, patrón. ¡Se lo juro!
—No te creo, Patrick.
Siete miradas inflexibles, acusadoras, estaban fijas en la silueta del que había traicionado la generosidad de dos hombres buenos y honrados.
Ninguno de los vaqueros que tanto habían admirado a Bill y Gary Breslin podían olvidar ahora que aquél era el culpable de que hubiesen sido colgados injustamente.
Patrick, él precisamente. Aquél en quien todos confiaban.
—¡Queremos colgarle! —rugió Kit.
—¡No se interponga, patrón! —clamó Fess.
—¡La justicia es nuestra ahora! —tronó Bob.
“Profesional” Joe se volvió hacia los exaltados cow-boys.
—¡No es esa la justicia que necesitamos para vengar la muerte de los Breslin! ¡Hay que probar, demostrar y luego actuar!
—¡Creo que el patrón habla bien! —dijo Effrem a espaldas de Patrick sin dejar de encañonar a éste.
—¿Qué piensa hacer, Joe? —preguntó Raf, el hombre que lo trajera al “Popular Breslin” obedeciendo, inconsciente, el plan que él, Adams y Shirley trazaron en Amarillo.
—Perdonar la vida de Patrick si él está dispuesto a enmendar su traición.
—¡Eso no! —exclamó Kit.
—¡Tampoco estoy de acuerdo! —bramó Fess.
Voces y gritos timbreaban en el silencio de una noche que había dejado de ser igual a las demás.
“Profesional” Joe se enfrentó con sus hombres decididamente.
—¡Yo soy quien manda aquí! —levantó su voz potente—. Os lo dije el día en que me hice cargo del rancho y lo repito ahora. ¡Yo doy las órdenes y es vuestra obligación obedecer! El que no esté conforme que dé un paso adelante para que yo le convenza de lo contrario.
Ninguno se movió.
—Bien —sonrió el nuevo capataz—. Os prometo que se hará la justicia que vosotros queréis..., pero no en este momento.
Se volvió hacia Patrick.
—¿Qué te ofreció Brand a cambio de tu traición?
—No traté con él —murmuró el vaquero con la cabeza inclinada—. Fue su capataz Dudley quien me propuso que marcara las reses y, luego las confundiera con las del “Popular”.
—¿Estaban Cosby y Carney en el asunto, verdad?
—Creo que sí.
—¿Para qué quería Brand el “Popular”?
—Para tener todo el agua necesaria para aumentar el número de cabezas al contar con una doble extensión da pastos..., y creo que con el tiempo esperaba poder casarse con Shirley.
Las explicaciones del traidor Patrick desataron exclamaciones de rabia.
—Bien Patrick..., vas a traicionar de nuevo. Esta vez al que te pagó para que supieras ser traidor.
Nada dijo el aludido.
—Pero no olvides —siguió Joe—, que siete revólveres que no vacilarán en disparar, estarán esta vez apuntando tu espalda. ¡Irás a ver a Dudley ahora mismo!
—¿Qué... qué debo decirle?
—Escucha con atención, Patrick. Con mucha atención, porque es tu única posibilidad de salvar la pelleja.
El rudo vaquero, que parecía haber perdido toda su agresividad, escuchó atentamente las palabras que Joe pronunciaba despacio, con voz clara y suave.
CAPITULO 9
—¡Te has vuelto loco!
Esa fue la exclamación que brotó en labios del hombre que acababa de salir del cobertizo ciñéndose el cinto-canana.
—Era necesario, Dudley.
Tipo alto y fuerte de ojos cínicos, y repulsiva expresión que mostraba en el rictus de su torcida boca.
—¿Qué sucede, Patrick?
—El nuevo capataz ha encontrado el hierro con que amañamos la marca de las reses.
Un chispazo de ira brilló en los crueles ojos del capataz del rancho “La Estrella”.
—¡Maldito imbécil! —le escupió—. Te dije que tiraras ese hierro al río.
—Lo hice, Dudley. Lo hice. Pero la corriente no tiene fuerza y en lugar de arrastrarlo lo ha devuelto al barranquillo.
Dudley guardó unos instantes de silencio.
—¡Bueno! A fin de cuentas eso no prueba nada.
Patrick, que se esforzaba por dominar su nerviosismo, repuso en voz lo suficiente alta para que los siete hombres ocultos pudieran oírle:
—“Profesional” Joe no opina lo mismo. Dice que esa es la prueba que demuestra la culpabilidad del señor Brand.
—¿Quién va a creerle eso?
—No lo sé, Dudley. Pero Joe está preparando a los muchachos para caer sobre este rancho antes de la madrugada. Dice que obrando por sorpresa evitará que
Brand..., digo el señor Brand, tenga tiempo de ponerse en contacto con el juez y el sheriff.
—¿Cómo estás tú aquí?
—Yo estoy de centinela en el rancho. He aprovechado el momento en que Joe estaba reunido con los muchachos...
—¿Cuántos son en total?
—Siete con Joe.
Dudley se frotó la barbilla.
—Bien. Avisaré al señor Brand. Aquí somos doce, y doce más que llegaron ayer de Nuevo Méjico...
—¿Más vaqueros?
—No, Patrick. Son tipos hábiles con el revólver que el señor Brand hizo venir para proteger a Cosby. Pero cobran del jefe y son sus órdenes las que obedecen. El “Popular Breslin” se quedará sin vaqueros, Patrick. Ahora tu patrona se verá obligada a vender y tú podrás ser el nuevo capataz. Poco trabajo y buen sueldo.
—Bien, Dudley. Así lo espero. Ahora debo regresar
—De acuerdo, Patrick. Yo voy a encargarme de organizar el recibimiento a tus amigos. El señor Brand se pondrá contento. Sólo le falta adueñarse del “Popular”. ¡Seremos los amos del pueblo!
—Dile al señor Brand que yo he avisado, ¿eh?
—No sufras, Patrick. Tienes seguro el puesto de capataz.
CAPITULO 10
El hombre se despertó sobresaltado.
—¡Alguaciles! ¿Qué ocurre?
Alguien encendió el quinqué que había sobre la mesita de noche del que gritaba.
—No se esfuerce, Cosby —dijo una voz—. Los alguaciles traídos de Nuevo Méjico están en el I. J. “La Estrella” dispuestos a proteger al jefe. Hay un hombre en Goldhand que es feliz traicionando. Ayer a Breslin..., hoy a Brand y su pandilla. ¿Le dice algo eso, juez?
Cosby, metido entre las sábanas, ofrecía un aspecto por demás grotesco.
—No debí acceder a las razones de Brand. ¡Tenía que haberlo colgado de un árbol al día siguiente de su llegada a Goldhand!
—Tranquilícese, “Juez Muerte” —Joe le sonreía con significativa frialdad—. Usted ya no volverá a colgar a nadie más. Antes de que amanezca, será su cuerpo el que esté bailando al extremo de una cuerda.
—¡No...! ¡Soy la ley!
—Usted no es más que un cobarde asesino. Un instrumento de individuos ambiciosos como Brand. Pero todo ha terminado, Cosby. Voy a colgarle ahora mismo.
Pareció que el juez trataba de esconder su raquítica naturaleza al amparo de los lienzos que cubrían la cama.
—¡Eso no...! ¡Haré lo que me diga! ¡Pero no me ahorque!
—¡Salga de la cama!
—¡No!
—¡Sacadlo, muchachos!
Los vaqueros del “Popular Breslin”, enfurecidos por un ansia de venganza que sólo “Profesional” Joe era capaz de contener, sacaron a Cosby del lecho.
Una explosión de brutales carcajadas acogió la presencia del “Juez Muerte” en tan ridícula indumentaria.
Un hombre que había hecho temer su nombre más que al propio diablo veíase ahora humillado y vencido por los que un día sintieran miedo de sus sentencias.
Lo vistieron entre golpes, y empujones para sacarlo seguidamente a las calles silenciosas del dormido Goldhand.
—Nos falta el sheriff. ¿Duerme en su oficina? —quiso saber Joe.
—Creo que sí —repuso el rubio Effrem.
En efecto, Michael Carney, estaba doblado sobre la mesa de su oficina porque, al ser despertado por Dudley cuando éste había llegado poco antes en busca de los alguaciles, el miedo al saberse solo, le había impedido volver a la cama.
No era muy profundo su sueño. Por eso brincó de la mesa al oír gritar cerca de él:
—¡Arriba, sheriff!
Desorbitó los ojos al encontrarse con la figura del hombre que miraba con la frialdad del acero desde lo más profundo de sus ojos azules.
—¡“Profesional” Joe!
—Para servirle, Carney —repuso el capataz del “Popular Breslin” con una sonrisa burlona—. Me he traído a los muchachos y a un buen amigo tuyo. ¿No conoces ya al juez Cosby?
Es que apenas le veía, porque la legal menudencia ‘se había encogido hasta límites extraordinarios.
—¿Qué... qué piensa hacer con nosotros?
Joe soltó una sonora carcajada.
—Tu candidez me conmueve, sheriff, ¿Para qué crees que ando levantado a estas horas de la madrugada? Te lo diré. Porque se me ha ocurrido de que no merece seguir viendo como el sol se despereza por el horizonte. ¡Voy a colgaros!
Michael Carney se había sentido muy satisfecho cada vez que ejecutaba una sentencia dictada por el juez Cosby.
Ahorcar era su morboso y preferido placer.
Pero nunca llegó a imaginar, cuando ceñía la soga en torno al cuello de los sentenciados, que un día la ley del cáñamo iba a volverse contra él.
—¿Por... qué?
—¿Oye, patrón? —se burló Fess—. ¿Pregunta por qué?
Joe se acercó al sheriff.
—Por tu bondad, por tus nobles sentimientos, porque has sido un justo representante de la ley, porque sólo has servido intereses honestos, porque eres demasiado bueno..., ¡cogedlo!
Lo estaban esperando.
Como antes lo fuera Cosby, el sheriff fue maniatado con los brazos a la espalda.
—Podríamos esperar a que fuese de día, patrón —comentó Kit significativamente—. Así vería todo el pueblo cómo se hace la verdadera justicia.
—No. He decidido que no vean el sol de mañana. Bill y Gary Breslin tampoco pueden ver el sol... y eran inocentes.
Fue Michael Carney quien explotó:
—¡Fue Brand..., él preparó la trampa! ¡Nada tuvo que ver en eso!
—Fuiste a buscar las reses..., ¿no es así, sheriff? Acusaste a padre e hijo de ladrones y los llevaste a presencia de esta alimaña para que los condenara. ¿Y dices que no tuviste que ver en eso?
Tragó saliva Carney.
—¡Me obligó..., se lo juro, Brand me obligó!
—¿De qué forma puede obligar un ciudadano a un sheriff a falsear la ley que es su obligación defender? —inquirió Joe con una sonrisa, pensando para sus adentros que las cosas iban saliendo tal como había imaginado—. ¿Cómo, Carney?
El sheriff se detuvo y Kit, que iba tras él, le propinó un violento empujón.
—Es que yo... —tartamudeó.
—¡Cállate! —chilló el juez con su voz ridícula.
Fess anduvo muy rápido en soltar un contundente puñetazo sobre la boca de Cosby que terminó con éste en el suelo.
Bob disparó su bota hacia delante obligando a que Cosby se retorciera dolorosamente sobre el polvo de la calle Principal.
—¿Es que tú qué..., Carney? —inquirió Joe.
Gene levantó el juez atrapándolo por la solapa de su deslucida levita.
—Estoy reclamado por el sheriff del condado de Kansas —soltó de un tirón Michael Carney.
—¡Vaya! —se burló el capataz—. ¿Así que tú eres el encargado de detenerte a ti mismo si colaboras con tu colega de allá? ¿Y por qué te reclaman, buen mozo?
No respondió.
Pero cuando Fess se plantó ante él estampándole el puño contra la boca haciéndosela sangrar, comprendió que a nada conducía el silencio.
—Por asesinato —respondió, limpiándose la sangre.
“Profesional” Joe le miró con profundo desprecio.
—Ya veo que Brand ha sabido rodearse de una pandilla de retorcidos criminales para culminar sus propósitos de ambición. Ahora Carney, tengo dos inmejorables motivos para colgarte de un precioso árbol.
—¡Yo hablaré, yo diré lo que usted quiera, yo declararé contra Brand..., pero no me ahorque!
—¡Cobarde! —Gene acompañó la exclamación con un escupitajo.
Carney, cobarde, vil, asesino y humillado, se limpió
el rostro frotándolo contra los hombros como había hecho poco antes para restañar la sangre.
De todas formas, al tener inmovilizadas las manos no pudo frotarse bien la parte húmeda.
—Te daré la oportunidad de hablar, Carney —admitió Joe—. Pero a Cosby, no. A él verás cómo lo colgamos.
—I Piedad..., yo haré lo que usted quiera para salvar mi vida! ¡Condenaré a Brand, y Carney lo colgará...!
— ¿Veis, muchachos? ¿Os dais cuenta en qué se convierte la vileza de los asesinos cuando se ven perdidos? En cobardía. Se vuelven rastreros y cobardes..., car paces de matar a su propia madre para salvar la vida.
De repente Kit, soltó una pregunta que desde hacía unos momentos venía preocupando a Joe.
—¿Cómo no ha llegado Effrem todavía?
—Sólo tenía que acompañar a la señorita Shirley a casa del doctor Adams —intervino Fess—. Es tiempo de que esté aquí.
“Profesional” Joe no quiso hacer partícipes a sus hombres del desasosiego que le invadía. Mucho menos habló del agorero presentimiento que oprimía su corazón.
—Esperad aquí —se limitó a decir—. Iré a casa del médico.