CAPITULO 3

 

—¿Forastero, eh?

El hombre miró al trasluz el juego multicolor que ofrecía el ambarino líquido al recibir los rayos del sol.

Luego, dejó el vaso sobre el mostrador con suave ademán.

—¡Acabo de hacerle una pregunta!

Llevaba un pañuelo negro rodeando el verdoso cuello de la camisa. Lo aflojó ligeramente para torcer la cabeza y mirar al impaciente curioso.

Un fulano de ojos saltones y nariz chata que tenía gruesos labios repulsivos, húmedos por la saliva que segregaba de continuo.

Su catadura era expresiva por demás.

—¿Te importa mucho?

Se frotó el tipo la poblada barba.

—Soy yo quien pregunta, limítate a responder —le anunció hinchado el torso.

El forastero echó atrás el ala de su sombrero. Torció la cabeza y devolvió su atención al vaso de whisky.

Ante la chascosa indiferencia, el de los ojos saltones dio un violento manotazo en el mostrador.

Tintineó el vaso y se derramaron unas gotas del licor.

“Profesional” Joe, siguió impertérrito, y el otro, furioso, lo atrapó por un antebrazo para volverlo hacia él.

Gritando a un tiempo:

—¡Te voy a enseñar educación, puerco!

Y acto seguido lanzó su descomunal puño contra la cara del muchacho.

Pero no la encontró en su sitio y el brazo, lanzado con toda su fuerza, proyectó al barbudo mostrador abajo.

Corta carrera frenada por el derechazo que Joe le aplicó al estómago.

Boqueó el fulano para recibir en su repulsiva faz un soberano zurdazo, que lo empotró materialmente en la cristalería que se abría en la pared de enfrente.

Hizo añicos el cristal, giró sobre el marco de madera y se desplomó en la calle.

—¡En mi vida había visto arrear dos puñetazos iguales! —comentó un viejo, mirando la botella que tenía frente a sí.

El tabernero sopló sonoramente.

—Le aconsejo que vaya a ver a Henry, forastero — dijo a Joe.

—¿Quién es Henry?

—Carpintero, dueño de las pompas fúnebres y enterrador de Goldhand. Es del todo honrado. Le tomará “medidas” para el traje de pino gratuitamente. El ataúd lo paga por adelantado...

—¿Es usted imbécil desde pequeño..., o contrajo la enfermedad de mayor, cantinero?

Al hombre se le atragantó la saliva para arrugársele la piel del cuello seguidamente.

—He querido..., sólo trataba de advertirle, forastero

—Guárdese las advertencias para usted. ¿Está bien claro?

—Sí..., sí, lo está.

Joe dejó una moneda encima del mostrador.

Se disponía a salir del tabernucho cuando se percató a través del espejo que colgaba en la pared por encima de las estanterías, de la presencia del barbudo.

Tenía la cara estropeada, desde luego.

Pero esta vez se había traído compañía. Un tipo esquelético de expresión ausente y diminutos ojos negros.

Un gun man nato.

—¡Eh, forastero! —le gritó el que tenía pinta de enfermizo.

Joe se volvió lentamente, oyendo como el cantinero murmuraba a su espalda:

—He querido advertirle...

—Te ves delicado, muchacho —soltó Joe despectivamente—. ¿Iba conmigo lo de forastero?

—No te había visto antes por Goldhand —repuso el que acompañaba al barbudo.

Sonrió el muchacho fríamente.

—Pues yo he visto centenares de tipos como tú, bailando de una soga. Me sorprende que estando Roben. Cosby por aquí no haya adornado tu gaznate con cáñamo.

—Tienes la lengua muy sucia, pequeño —murmuró el pistolero, entrecerrando sus diminutos ojillos peligrosamente.

—No tanto como tu cara, aprendiz de pistolero.

Una chispa de odio brilló en el rostro esquelético.

—Cacareas como una gallina, forastero. ¿O es que lo eres?

Joe, impuesto de que el pistolero no perdía de vista su zurda, engañado por el hecho de llevar un solo revólver y en la izquierda, distendió los labios en glacial sonrisa.

—No te entiendo.

—Pues hablo muy claro. Te he dicho cobarde y lo voy a repetir..., ¡cobarde!

—¡Saca!

Ante el grito de Joe, el pistolero sacudió los hombros velozmente tirando con precisión de la culata de sus revólveres.

El “Colt” de Joe, más que saltar, voló de la funda. Fue un cruce vertiginoso el que efectuó por delante del abdomen con la mano derecha.

Oprimió dos veces el gatillo.

La bala que arrancó su sombrero dejó inmóvil al esquelético. Y la que fustigó su mejilla abriendo un surco de sangre, consternado.

Cayeron los revólveres de sus manos al llevarse ambas sobre la sangrante herida.

El barbudo que antes catara los puños del muchacho se tambaleó como si hubiera recibido un nuevo puñetazo.

Miró a su compañero con absurda expresión.

—¿Por qué no te buscas otro mejor? —le preguntó Joe burlonamente.

La respuesta llegó desde la entrada del tabernucho en labios de un tipo recio que lucía sobre el tórax una reluciente estrella de sheriff.

—¿Le sirvo yo, forastero?

“Profesional” Joe miró al representante de la Ley con indiferencia. Seguro de que había estado esperando fuera para aprobar su muerte como acto de legítima defensa por parte del esquelético.

Pero al no salir las cosas bien, entraba con la intención de provocarle para enmendar el fallo del pistolero.

Goldhand no era un pueblo tranquilo..., lo había sido.

—Quisiera decirle que es usted el primer sheriff que incorporo a mi colección de muescas..., pero le mentiría. A usted le corresponde el número ocho. ¡Adelante!

Michael Carney se quedó con los pies clavados en el umbral de la puerta, con las manos muy alejadas de los revólveres.

Estaba convencido de que el forastero lo rellenaría de plomo antes de que tuviera tiempo de pestañear.

Las palabras del hombre de ojos azules no podían ser tomadas a broma. Y mucho menos su peligrosa expresión.

—Por lo que acabo de oír —rehuyó el sheriff tan abierto desafío—, es usted un provocador..., y no nos gustan los tipos pendencieros, ni los gun-men en Goldhand. Voy a detenerle, forastero.

Sonrió Joe con patente ironía.

—¿Acusado de qué?

El sheriff trató de mostrarse como todos le conocían, como lo suponían.

—Porque soy el representante de la ley y creo oportuno detenerlo.

—No me basta.

Michael Carney era un tipo duro cuando sabía que el de enfrente se amilanaba ante su dureza, o estaba convencido de que le era inferior.

Acostumbrado a que nadie discutiera sus palabras desde que Cosby lo nombrara sheriff, aquella situación se le ponía ahora muy difícil.

—He dicho que voy a detenerle —repitió sin convicción.

—Y yo le he preguntado de que se me acusaba, respondiendo que por capricho. No me basta. ¿Me va a dar una razón?

—¡Ha provocado a este hombre, disparando luego sobre él!

Señaló al esquelético, quien trataba de restañar la sangre de su mejilla con un pañuelo mugriento.

—Eso no es cierto, sheriff —replicó Joe con reticencia.

—¿Puede demostrarlo?

El muchacho alzó la mano izquierda haciendo chasquear el pulgar contra el índice.

Llamó sin volverse:

—¡Tabernero!

Un rostro temeroso asomó cerca de los hombros de Joe.

—Me... me llamaba.

—Sí, lo llamo. Explíquele al sheriff lo sucedido.

Se frotó ambas manos en el mandil grasiento que llevaba al cinto para luego pasárselas por la cabeza.

—Yo... —tartamudeó.

Joe giró la cabeza levemente.

—He dicho que lo cuente todo. Tal y como ha sucedido.

El cantinero trató de disolver la pelota que tenía formada en la garganta.

Miró a Michael Carney.

—Ellos lo han provocado, sheriff. Primero fue Tom. Luego Merrick.

“Profesional” Joe sonrió abiertamente.

—¿Lo ha oído, sheriff? Pero por si no le basta, Tom y Merrick se lo van a confirmar. ¡Eh, muchachos! ¿No vais a explicarle al representante de la ley lo sucedido?

Tom, el barbudo, que seguía pálido, se mordió el labio inferior. Y Merrick, ocupado con la herida, alzó los ojos para mirar a Joe.

—Hemos querido bromear, sheriff —dijo Tom, de una tirada.

El muchacho dio unos pasos hacia Caney.

—Le voy a hacer una advertencia, sheriff —anunció con peligrosa suavidad—. Busco trabajo y no quiero líos. Pero el que los busque conmigo los encontrará. Puede decirle a Robert Cosby que ni él ni usted me producen la más mínima impresión... ¡ah!, y en cuanto al juez, no estará de más, que le diga que se cuide mucho de tropezar conmigo. El... puede ser el primer juez que incorpore a mi lista.

Dichas estas palabras, Joe golpeó suavemente el ala de su sombrero añadiendo:

—¡Buenos días, señores!

Salió a la calle.

—¿De veras busca trabajo, amigo?

Detuvo sus pasos y volvió la mirada atrás.

El que había efectuado la pregunta era un fulano de mediana estatura, rostro rasurado y limpia impedimenta de cow-boy.

—¿Le interesa?

—He oído sus palabras desde la puerta de la cantina. Joe le dedicó mayor atención.

—Lo celebro.

—Puede interesarle a mi patrón.

—¿Quién es su patrón?

El vaquero hizo un significativo ademán.

—El hombre más importante de Goldhand.

—¿Su nombre?

—Isaías Jeffrey Brand. Propietario del I. J. “La Estrella”. Mucho ganado, mucho trabajo..., y bien pagado.

—Que venga a verme él en persona.

Ladeó el otro la cabeza un tanto burlonamente.

—He dicho que mi patrón es el hombre más importante del pueblo. Y también el más influyente. Dudley el capataz y yo, nos encargamos de contratar los vaqueros. El señor Brand no interviene en esas pequeñeces.

—Yo suelo tratar directamente con el patrón. Nunca me han gustado los intermediarios.

Pareció que el vaquero enrojecía.

—¿Qué está insinuando? —preguntó con voz ronca.

Joe, acabó por plantarse frente a él.

—No estoy insinuando nada, amigo. He dicho que nunca me han gustado los intermediarios. Puede repetírselo al capataz, y también a su patrón. Si Brand quiere hablar conmigo, me encontrará en cualquier taberna o por algún saloon.

Le dio la espalda y echó a caminar con sonoro taconeo de sus botas sobre la tarima.

Goldhand no era un pueblo pequeño ni mucho menos. Tenía varias calles importantes, comercios, almacenes, barberías, hoteles y un buen número de gentes sin ocupación que formaban corros en las puertas de todos aquellos establecimientos.

La mayoría, no obstante, trabajaban.

Prueba de ello las carretas que continuamente cruzaban por las calles acarreando sacos de pienso, herramientas, provisiones y armas.

Veíanse también numerosos jinetes que, al paso o a un trote moderado, se dirigían de un lugar a otro.

Eran bastantes las mujeres que se movían con libertad entrando y saliendo de tiendas y almacenes sin ser molestadas por nadie.

Joe, que iba observando el movimiento del pueblo empezó a comprender lo que allí sucedía.

Goldhand era en realidad un lugar tranquilo. Nadie se metía con nadie. Eso, con respecto a los habitantes de allí, quienes, temerosos de la inflexible justicia impuesta por el “Juez Muerte”, cuidaban muy bien de cometer la más mínima imprudencia.

Eso era precisamente lo que quería la persona que trataba de adueñarse de Goldhand, con la cual, sin duda, colaboraba Robert Cosby.

Como ocurría en muchos lugares y pueblos como aquel, los representantes de la ley se unían al todopoderoso señor del dinero para formar un dúo opresor contra el que nada podían las gentes humildes y honradas.

Era el mejor método de explotarlas.

La jugada de las reses que habían costado la vida a dos hombres inocentes era buena prueba de ello.

Y también el hecho de que se tratara de asustar a los forasteros. No era la primera vez que uno o varios desconocidos llegaban a un pueblo como Goldhand para destronar a sus caciques, aunque luego ellos pasaran a ocupar el trono.

Joe, enredado con sus pensamientos, se encontró frente al carromato de un charlatán.

Las palabras del vendedor, de negra y raída levita, le devolvieron a la realidad.

Era un hombre entrado en años que lucía una barba blanca mal cuidada y mostraba una indumentaria polvorienta.

Aseguraba haber nacido en Boston y haberse graduado en medicina en una Universidad europea.

—¡Muchos años he necesitado para encontrar los ingredientes que componen este maravilloso elixir! ¡No, no voy a decir que lo cura todo! Pero puedo asegurar..., ¡puedo garantizarles que con una cucharada de este sabroso jarabe antes de cada comida, evitarán contraer una serie de enfermedades...!

Un tipo de los que formaban el corro agrupado alrededor del carromato se adelantó hacia el charlatán.

—¡Calla ya, sucio embaucador!

Y agregó otro:

—¡Eres un solemne embustero!

—¡Sólo hay agua coloreada en esas botellas! —gritó un tercero—, ¡Y pretende robarnos nuestro dinero vendiéndonos agua podrida!

Joe se limitó a observar. Y vio por el rabillo del ojo como se iban acercando un par de tipos que lucían estrellas de comisarios, alguaciles, ayudante o como allí les llamaran.

—¿Qué sucede aquí? —inquirió uno de los alguaciles, dirigiéndose al último que había increpado al vendedor.

—Ese viejo asqueroso, Dick. ¿No lo ves? Está engañando a la gente con su medicina sucia. Deberías echarlo del pueblo.

Dick le sonrió a su compañero.

—Creo que éste tiene razón, ¿no te parece Silver?

Gruñó el otro afirmativamente.

Y ambos se abrieron paso entre los del grupo hasta situarse delante del asustado charlatán.

—¡Baja de ahí, viejo cochino! —le gritó el llamado Silver.

—¿Por qué? —inquirió el anciano.

—Porque te lo ordena un alguacil del pueblo —intervino Dick.

—Nada malo he hecho.

—¿Te parece poco tratar de vender ese veneno a las gentes honradas? ¡Qué bajes te he dicho!

Obedeció el que decía haberse graduado en medicina.

—Por esta vez —anunció el alguacil Dick—, nos conformaremos con pegarle fuego a tu carromato para que no puedas seguir vendiendo esa porquería. La próxima que aparezcas por Goldhand... Te colgaremos, i Apártense todos!

Uno de los concurrentes se acercó con una ardiente tea.

—i Si prende fuego al carromato lo “baleo”! —tronó una voz de improviso.

Varios pares de ojos se volvieron hacia el hombre de camisa verde y pañuelo negro que sostenía en la derecha un “Colt” 44.

—¡Tire eso al suelo y apáguelo!

Dick y Silver miraron al desconocido furiosamente.

—Está usted entorpeciendo la acción de la ley —dijo el primero con insolencia—. Guarde ese revólver si es que no quiere colgar de una cuerda.

“Profesional” Joe los envolvió a ambos con una fría sonrisa.

—¡Suéltense los cinturones! —les ordenó de improviso.

—¿Qué ha dicho?

Sonaron tres disparos casi al unísono.

Dick y Silver se quedaron inmóviles cuando sus sombreros volaron en el aire. Y el fulano que sostenía la ardiente tea se miró los dedos de la mano izquierda.

—¡Fuera los cinturones!

Los alguaciles, rodeados de asombradas miradas y de gente que iba retrocediendo con rapidez, obedecieron con torpes movimientos.

Cayeron sobre el polvo cintos y revólveres..

—¿Cuánto dinero llevan encima?

Dick tragó saliva.

—Unos..., cien dólares —contestó.

—Yo... —tartamudeó Silver—, creo que otro tanto,

Joe miró al todavía tembloroso charlatán.

—¡Eh, abuelo! ¿Le bastan doscientos dólares para comprarse un carromato nuevo?

El hombre se hizo atrás.

—No..., no se moleste. Yo estoy acostumbrado a que me traten así.

—Nada de eso, abuelo. Dick y Silver le darán esa cantidad de muy buen grado. ¿Verdad muchachos?

Asintieron a un tiempo con rotundos cabezazos.

—Sí..., naturalmente.

—Desde luego.

“Profesional” sonrió duramente.

—¿A qué esperan?

Los dos alguaciles se acercaron al charlatán vaciando en manos de éste el contenido de sus bolsillos.

—Ahora, abuelo —dijo Joe—, coja sus bártulos y márchese de Goldhand.

—En seguida.

En un santiamén subió al pescante sacando de los famélicos caballos todo lo que podían dar de sí.

—En cuanto a ustedes —advirtió el muchacho una vez hubo desaparecido el carromato del viejo—, amigos incendiarios, procuren que no vuelva a sorprenderlos en sus ardientes juegos. Si lo de ahora se repite..., loa mataré.

Dick y Silver hicieron intento de recoger sus cinturones.

—¡Quietos! Eso se queda ahí. Vaya a decirle al sheriff que un forastero los ha desarmado y puesto en ridículo delante del pueblo. ¡Andando!

Si más de cien carcajadas no corearon las palabras de Joe fue porque los habitantes de Goldhand temían las represalias.

La pareja de alguaciles se alejó con paso rápido e inclinadas las cabezas sobre el pecho.

Un hombre se acercó a Joe.

—¿Es usted forastero, no?

—Lo soy. ¿Por qué?

—¿Busca trabajo?

Le pareció simpático aquel hombrecillo de mediana edad y rostro afable.

—Lo busco, amigo.

Sonrió el otro.

—Puedo ofrecérselo. En el rancho “Popular Breslin”.

Joe, satisfecho para sus adentros, inquirió:

—¿Quién es el propietario?

—La señorita Shirley Breslin.

—Que venga ella a verme.

Hizo el vaquero un gesto de contrariedad.

—Comprenda, amigo —dijo de buena manera—. No es propio de una señorita tratar negocios en la calle, en una taberna o un saloon.

Joe se acarició la barbilla.

—Es razonable. ¿Dónde puedo ver a la propietaria?

El hombrecillo palmeó la espalda del muchacho mientras sonreía abiertamente.

—Está en casa del doctor Adams. Yo mismo puedo acompañarle.

—En marcha pues.

CAPITULO 4

 

Elaine Adams tomó el sombrero de Isaías Jeffrey Brand.

—Pase, por favor.

El corpulento ranchero fue precedido por la mujer hasta el comedor de la casa.

Howard Adams, que parecía muy enfrascado en la lectura de un grueso volumen, se puso en pie.

—Me alegra verle, señor Brand —saludó, tendiéndole la mano.

I. J. Brand la estrechó afectuosamente.

—¿Está la señorita, Breslin?

—Elaine —se dirigió el médico a su esposa—. Di a Shirley que el señor Brand quiere hablar con ella.

E-l ganadero tomó asiento seguidamente en la butaca que le ofrecía Adams.

—No entiendo.

Sonrió el ganadero cual si se diera tiempo a sí mismo para iniciar la conversación con palabras acertadas.

—Le pregunté a Shirley si podía hacer algo por ella, ¿recuerda? —empezó Brand. Y ante el afirmativo cabezazo del médico, prosiguió—: Lo dije porque moralmente me considero culpable de la desgracia de esa muchacha.

—Debe olvidar eso, Brand. Usted no podía adivinar dónde serían halladas sus reses.

—¡Bill y su hijo eran incapaces de robar, doctor! Lo sabe usted y lo sabemos todos. Le juro que estoy arrepentido de ser el causante de la presencia en Goldhand de Robert Cosby. Me guió buena intención al...

—Lo sé, Brand. Lo sabemos todos.

—No basta con saber las cosas, doctor. Hay que ponerles remedio. Tenemos la obligación de rectificar nuestros errores. En estos últimos días he hecho lo imposible por intervenir en el traslado del juez. Ha sido un rotundo fracaso. Por lo menos, si consigo serle útil a Shirley, podré acallar mi conciencia. Usted mismo, doctor, dijo que yo podía hacer algo por ella.

—Es cierto— admitió el médico.

I. J. Brand se acarició la barbilla.

—He pensado en sus palabras, Adams. Y creo que al pronunciarlas trató de indicarme la forma en que podía ayudar a la muchacha. ¿Comprándole el rancho, verdad? —sin dar tiempo a que el médico respondiera, siguió Brand—: Yo también he llegado a esa misma conclusión. No es tarea para una mujer sola, dirigir los destinos de un rancho. Hace falta mano dura para tratar con los cow-boys. Esa es una experiencia que llevo vivida desde que era joven. Por todo eso he decidido comprar el “Popular Breslin” en el precio que fije Shirley.

—Buenos días, señor Brand —saludó una voz agradable a espaldas del ranchero.

I. J. Brand se puso en pie al instante para saludar respetuosamente a Shirley Breslin.

—Siéntese, por favor —concedió la muchacha.

—El señor Brand me estaba explicando que piensa ayudarte —habló el médico—, y en qué forma trata de hacerlo.

—Sí..., de eso hablábamos.

Se hizo un silencio.

—¿Les sirvo café? —preguntó solícita la esposa del médico.

—Sí —asintió Adams—. No creo que el señor Brand se niegue a acompañarnos.

—Por supuesto que no.

Se retiró Elaine. Howard Adams, en cuyo pensamiento bailaba la figura de “Profesional” Joe, abrió de nuevo la conversación.

—El señor Brand —anunció mirando a Shirley—„ está dispuesto a comprar el “Popular Breslin” al precio que tú fijes.

La muchacha alzó sus preciosos ojos hasta encontrar el rostro del ganadero.

—Es demasiado por su parte, señor Brand —habló con su voz cálida—. No puedo consentir bajo ningún concepto que usted invierta innecesariamente una cantidad de dinero en la compra de algo que no le interesa.

Un fugaz destello iluminó la mirada de Brand.

—No es eso exactamente —dijo—. Sí, me interesa el rancho. Y si al comprarlo, puedo además ayudarte, cumplo dos objetivos a la misma vez.

Shirley le miró atentamente.

—No le entiendo, señor Brand.

Brand, gesto muy peculiar en él, frotóse la barbilla con cierto nerviosismo.

—Verás, Shirley —repuso dubitativo—. El “Popular Breslin” goza de una situación inmejorable por estar situado en la vertiente del Red River. Tu padre, que fue siempre un gran amigo y vecino, me permitió canalizar a través de sus tierras para que el agua del río llegara hasta las mías. Eso significaba para mí un considerable ahorro de tiempo y dinero. Por el hecho de tener una cifra de cabezas tres veces superior a la del “Popular”, necesitaba mucha agua. Como tú sabes, en los últimos tiempos el Red se ha visto notablemente mermado en su caudal por las sequías que asolan esta región, y en consecuencia, el considerable descenso de su nivel normal carece de fuerza suficiente para alimentar la canalización que conduce el agua hasta mis tierras. Como verás Shirley, mis motivos no son so- lamente altruistas y por ello puedes venderme el rancho con la tranquilidad de que no se trata para mí de un desembolso innecesario.

Al término de las explicaciones de Brand se hizo un silencio. En su transcurso, apareció Elaine Adams con una bandeja sobre la que humeaba una cafetera.

Pronto el aroma del café perfumó el ambiente.

Fueron servidas las tazas. Sorbieron los cuatro con fruición saboreando la infusión.

—¿Cómo van sus asuntos, señor Brand? —preguntó la mujer del médico, sin más interés que el de romper sutilmente el agobiante silencio.

—Shirley tiene la palabra en eso —repuso el ganadero con una sonrisa.

La muchacha dejó su taza de café sobre la mesita que dominaba la reunión.

—Creo que el señor Brand exagera —repuso la muchacha—. Acaba de pedirme que le venda el “Popular”.

—¡Ah! —exclamó Elaine—. Muy buena idea.

Unos golpes interrumpieron la conversación.

—Creo que han llamado —dijo el médico mirando a su mujer—. Ve a ver quién es.

Elaine salió del comedor tardando muy poco en regresar seguida de dos hombres.

Uno de ellos, muy alto, lucía una camisa verde y anudaba sobre el cuello de la misma un pañuelo negro.

La taza de café osciló peligrosamente en manos de Shirley Breslin, por lo que optó en dejarla de nuevo encima de la mesa.

—¿Sucede algo, Raf?

Fue el doctor Adams quien formuló la pregunta dirigiéndose al más bajo de los dos hombres, vaquero del rancho “Popular Breslin”.

—Bueno... —dijo el vaquero, retorciendo entre las manos su sombrero tejano—, se trata de este... este muchacho.

Elaine, Shirley, Adams y Brand clavaron sus miradas en la esbelta silueta de “Profesional” Joe.

Nadie pudo dudar de que para todos era un desconocido.

—¿Puedes presentárnoslo, Raf?

Era cow-boy, y por ende, muy torpe en aquellas cuestiones. Lo suyo eran las reses y el lazo.

Por eso el hombre alto se adelantó diciendo:

—Me llamo Joe Dugan, aunque se me conoce por “Profesional” Joe.

—Yo soy Isaías Jeffrey Brand —se presentó a su vez el ganadero—. ¿Por qué le llaman a usted “Profesional”?

Sonrió el muchacho.

—Verá, señor Brand, ya sabe usted que cuando a uno le colocan un mote no tiene forma de sacárselo en la vida. Tres hombres asesinaron a mi padre para robarle cuando yo contaba quince años. No me mataron a mí por considerarme un niño. Lo era en realidad. Desde aquel día procuré ejercitarme en el manejo de las armas y cuando supuse que estaba preparar do para usar de ellas, salí en busca de los tres asesinos. Di con ellos en un pueblo de Arizona llamado Prescott. Eran los amos allí. Cuando me planté en el centro de la calle llamándoles cobardes asesinos todos, incluidos ellos, se rieron de mí. No por eso desistí en mis insultos y tuvieron finalmente que aceptar el desafío. Los maté a los tres, señor Brand... —sonrió Joe de manera extraña antes de agregar—: Muchos de los que allí se encontraban aseguraron haber visto un niño que disparaba como todo un profesional. La verdad, es que tuve suerte. Pero lo de “Profesional” me ha seguido hasta hoy. Esa es la historia, señor Brand.

Una especie de invisible amenaza pareció flotar en el ambiente al término de las palabras del muchacho.

—¿Y cuál es el motivo de su presencia aquí, amigo Joe? —inquirió Adams.

—¡Oh, sí! —exclamó el aludido—. Olvidaba lo más importante. Hace apenas unas horas que he llegado a Goldhand. He tenido un par de tropiezos..., nada importante, desde luego, y como busco trabajo, aquí el amigo Raf me ha dicho que en el “Popular Breslin” lo había.

Shirley, que mucho tenía que dominarse para no demostrar por Joe algo más que curiosidad, y también para que Brand no se diera cuenta de que tres personas estaban fingiendo no conocerse, preguntó:

—¿Es usted un buen vaquero?

Intervino Brand antes de que el muchacho respondiera.

—Bueno, Shirley, creo que si me vendes el “Popular” soy yo quien debe encargarse..., bueno, mi capataz Dudley, de elegir a los muchachos.

Joe, con una decisión que sorprendió al ganadero, quiso saber:

—¿Por qué va a vender el rancho, señorita...?

A punto estuvo de nombrarla, aunque luego hubiera podido justificarse a través de Raf ya que éste, le había dicho el nombre.

—Shirley Breslin. Soy la propietaria del rancho.

—Lo suponía. ¿Por qué quiere vender?

Una vez más, Isaías Jeffrey Brand se adelantó al responder:

—Shirley es una mujer y por tanto, amén de impropio, es para ella una carga demasiado pesada el sostener en sus espaldas la dura tarea...

—¡Eso ya no importa! —interrumpió Joe a Brand con su exclamación—. Estoy yo aquí... y si la señorita Breslin quiere, puedo ser capataz, administrador..., lo que sea, de su rancho.

I. J. Brand miró al estirado forastero de ojos azules que decía ser llamado “Profesional" Joe con inquisitiva firmeza.

—Amigo —anunció con cierto matiz despectivo—, no pretendo dudar de su buena fe y honestas intenciones, pero, en los tiempos que atravesamos, hay que conocer a las personas antes de depositar en ellas nuestra confianza. Acaba usted de llegar a Goldhand, como ha confesado. Por tanto, es para nosotros un forastero..., un desconocido. Yo seré el primero en aconsejar a Shirley que no se fíe de usted.

Los ojos acerados del muchacho chispearon peligrosamente.

—¿Por miedo a que mi intervención estropee su negocio, señor Brand?

El ranchero se incorporó de un salto.

—¡Eso es un insulto! —bramó—. Le juro que si no estuviéramos bajo techo ajeno me respondería usted de esas palabras.

“Profesional” Joe, extendiendo por sus labios una fría sonrisa, dijo ante el asombro de todos:

—Puede usted dar gracias a que estamos en techo ajeno, señor Brand. De lo contrario, antes de que usted llegara a rozar las culatas de sus revólveres, le habría clavado un proyectil en la frente.

I. J. Brand, congestionado el rostro, inyectados los ojos en sangre, pareció por un momento que iba a lanzarse sobre Joe.

—Ni lo intente —le advirtió el muchacho, ominosamente.

Visible esfuerzo el que tuvo que realizar el ganadero para dominarse.

—Bien —dijo, dirigiéndose a los esposos Adams y a Shirley—, creo que deberemos continuar la conversación en otro mometo.

—Ya no será necesario, señor Brand —repuso Shirley.

—¿Qué quieres decir?

—Que no voy a vender el “Popular Breslin”.

Soltó un respingo el recio ganadero.

—¿Vas a emplear a ese...?

—¡Mida sus palabras, Brand! —tronó Joe a su espalda.

—¿Aceptas el nuevo capataz? —rectificó I. J. Brand su pregunta.

—Sí —repuso ella decidida—. Parece un hombre de confianza.

—Bien —suspiró el ganadero procurando ocultar su decepción—, sólo trataba de ayudarte. Te deseo que tengas suerte y no te equivoques en la elección.

—El que creo que se está equivocando es usted, amigo Brand —apuntó Joe—. ¡Ah!, olvidaba decirle que uno de sus vaqueros me ha ofrecido trabajo esta mañana. No ha querido entenderme cuando le he dicho que yo sólo trataba con los patrones.

Brand se detuvo unos segundos cerca de Joe.

—Estoy muy alto para tratar con tipos como usted, “Profesional” Joe.

Luego, con un esfuerzo, se despidió educadamente de la familia Adams y de Shirley.

Salió, acompañado del doctor, no sin antes dirigir una mirada de odio al muchacho.

Algo así, como: “Volveremos a vernos”.

Cuando quedaron solos, Elaine Adams abrazó a Joe como lo hubiera hecho con su hijo de tenerlo.

—¡Qué alegría me da verte, muchachote!

Raf, el vaquero, ante aquella inesperada efusión se quedó atónito. Y mucho más cuando vio a Joe acercarse a Shirley para besarle la mano y preguntar:

—¿Cómo se siente?

—Un tanto nerviosa por lo sucedido. Ha juzgado mal al señor Brand.

—No creo que él me haya juzgado mejor a mí. Es la clase de individuo ambicioso y ruin que...

—¡Por Dios! —exclamó la preciosa mujer de ojos turquesa—. Puedo asegurarle que Isaías Jeffrey Brand es una excelente persona. Tanto como lo era mi padre, y tan apreciado en Goldhand como lo era él.

—Lobos con uniforme de corderos.

En aquel momento regresó el médico de despedir al ganadero.

—¡Joe! —exclamó—. Me has metido el corazón en un puño.

—¿Recibe a menudo semejantes tipos en su casa, doctor Adams?

Sonrió el anciano.

—Te equivocas muchacho, te equivocas.

—Si va a repetir lo que acaba de decirme Shirley, ya sé que todos ustedes consideran a ese ranchero como una gran persona. Yo no.

—Ha sido una fricción sin importancia, Joe. Te aseguro que es honesto.

El vaquero Raf seguía atentamente los movimientos de cada uno desde un rincón del comedor. Preguntándose el porqué de aquella repentina familiaridad entre desconocidos.

—¿Por qué quiere Brand comprar el rancho?

Fue Adams quien respondió, aunque la pregunta iba dirigida a Shirley.

—Por ayudarla a ella.

—No lo creo. Tiene que existir otro motivo.

Una chispa extraña brotó en ojos de Shirley. Pero no llegó a expresar la inconcebible idea que acababa de asaltar su pensamiento.

—Goldhand necesita una limpieza —habló de nuevo Joe—. Veo que aquí los pistoleros están protegidos con estrellas y sólo se ajusticia a la gente honrada.

—Te lo dije.

—¿Cuándo podré ver el “Popular”, Shirley?

—Ahora mismo, Joe. Raf y yo le acompañaremos para presentarle al resto de los vaqueros.

Joe se puso en pie.

—De acuerdo.