CAPITULO V
De Joe H. Bryan se contaban muchas cosas, cientos de cosas. Y ni una sola de buena. Chantaje, drogas, juego, prostitución, trata de blancas, negras y amarillas, y porque no las había de coloradas. Pero eran muchos quienes acudían a él en busca de informes. Empezando por la «bofia», que a cambio de confidencias —muchos lo llamaban chivatazos—, lo toleraba e ignoraba. Aunque se decía que Bryan tenía muy buenos agarraderos y que ni la policía tenía suficientes bemoles para destruir su imperio; ni para intentarlo tan siquiera.
La vorágine industrial de sus productivas, delictivas e inmorales actividades tenía por pantalla un sucio tugurio ubicado en Cícero —barrio de Chicago propicio a golfos, delincuentes, prostitutas, «macarras» y demás fauna del hampa heteróclita—, con visos de bar y club nocturno, donde se jugaba, «fumaba» y podía uno acostarse cómodamente con muñecas de buen ver y mejor tocar, todo ello condicionado, claro, al saldo en efectivo de que se dispusiera.
Kris y Bryan se conocían de antiguo.
Por eso nadie le puso trabas al teniente de la Brigada de Homicidios cuando cruzó la sala con largas zancadas en dirección al pasillo donde se ubicaba el despacho de Bryan.
Abrió la puerta sin molestarse en llamar.
—¡Hola, J. H! ¿Qué tal los negocios, buitre?
Alzó la rapada cabeza al tiempo que encogía su nariz de ave de rapiña y se olvidaba de la calculadora que estaba haciendo funcionar cuando entrara el otro.
—Caca de la vaca, «poli». Perdiendo rentabilidad cada día. ¿Y tú? ¿Cómo te has perdido por aquí? ¿No estás destinado en un pueblucho..., cómo se llama...?
—Evanston.
—Ya. Escupe.
Los detalles, con J. H., estaban por demás. Preguntas concretas y respuestas concisas.
—Un doble y extraño ataúd. ¿Quién ha podido fabricarlo?
—Yo no, palabra. Hay muchas funerarias en esta puñetera ciudad, ¿sabes?
—Sé. Para este viaje no me hacían falta alforjas.
—Un doble y extraño ataúd... —repitió, como en un rezo, Joe H. Bryan, pasándose la palma de la diestra por la reluciente «azotea». Anunció—: Más de uno, si la pasta compensa, se prestaría a complacer tan absurda petición. Dejan do a un lado la gente que se toma en serio sus trabajos funerarios y seleccionando entre ¡os otros, los chapuceros, los malos bichos, los que van de cara al billete..., me quedaría con Mortimer Everett. Un auténtico cerdo. Disfruta con lo de los muertos. Michigan Avenue. 910.
—O.K., buitre. Algún día te pagaré en especies..., porque sigues siendo tan marica como siempre, ¿no?
Para cuando J. H. fue a contestar, Kris ya estaba lejos.
En efecto, Mortimer Everett era un auténtico cerdo. Con camisa, pantalón, tirantes y muy negro y fúnebre, pero un cerdo.
—Imagino su dolor, caballero —dijo al ver entrar a Douglas—. Permítame que le ofrezca el testimonio de mi más sentido...
—No se me ha muerto nadie.
—¡Ah...! ¿No? Entonces... ¿a qué debo el honor de su visita?
Le mostró la credencial.
—¡Vaya...! Así que es usted policía, ¿eh?
—¡Qué va, hombre, qué va! La placa me tocó en una tómbola benéfica. Yo soy muy caritativo, ¿sabe? Y dígame... —cambió su tono humorístico por una inflexión acre y casi ominosa—, ¿por encargo de quién construyó usted un ataúd doble?
El cerdo, porque los cerdos también se sorprenden, mostró un rictus de extrañeza.
—¡Qué...! ¿Ha dicho un ataúd doble?
—Si quiere se lo repito. Pero dispongo de poco tiempo y necesito respuestas rápidas. De lo contrario mandaré investigar en sus libros de contabilidad, cuentas bancarias y todo cuanto sea necesario hasta que pueda meterle mano por algún lado' y amargarle la sopa una temporada. Inclusive cabe la posibilidad de una acusación por cómplice de asesinato..., porque el doble ataúd ha servido para dar albergue a dos cuerpos asesinados. ¿Va entendiendo? Haga memoria, Everett. Un doble ataúd no es cosa que la gente encargue a diario. ¿Quién y cuándo?
Mortimer se había encogido como un gusano. Extraño proceso de metamorfosis el que un cerdo se convirtiese en gusano. Pero también el doctor Jekill se convertía en Mr. Hyde.
—Fue ayer... —anunció con voz débil y temblorosa—. Vino un tipo de avanzada edad..., más cerca de los setenta que de los setenta y cinco, y me hizo ese encargo en plan de urgencia. Dijo que necesitaba un doble ataúd antes de cuatro horas. Le contesté que eso era imposible, pero él me enseñó un fajo de billetes..., por lo menos había un total de dos mil quinientos. Entonces tuve una idea...
—Claro. La «tela marinera» estimula el ingenio de tipos como usted. Siga, ¿qué idea?
—Le dije que de dos ya construidos, tenía varios disponibles, descomponiendo los laterales de cada uno de ellos y uniéndolos se podía conseguir el doble. Me preguntó entonces cuánto tiempo me llevaría realizar el trabajo y le respondí que unas tres horas máximo..., aunque tenía que barnizar la compostura y eso tardaría unas cinco en secarse. No le dio importancia al detalle y me respondió que dentro de tres horas pasaría a recogerlo con una furgoneta.
—¿Le cobró los dos y medio?
—¡Natural! Dos mil quinientos no se ganan todos los días, ¿sabe?
—Sé. ¿Le extendería un recibo a su nombre, no?
—Pues no. Dijo que no lo necesitaba.
—Mortimer...
—¡Le juro que le estoy diciendo la, verdad! —exclamó, cada vez más encogido. Disparando de súbito, con sus ojillos de puerco brillantes de satisfacción—: Pero puedo darle una pista que posiblemente le servirá.
—¿Cuál...?
—El número de matrícula de su auto.
—¿Por qué razón se fijó en él?
—Verá..., soy muy supersticioso, ¿sabe? Cuando un vehículo se estaciona frente por frente a mi establecimiento y máxime en batería como lo hizo ese individuo la primera vez que vino..., la segunda regresó conduciendo una furgoneta; como le decía..., me fijo en la matrícula, sumo el total de los números y luego compro un billete de lotería que arroje la misma suma.
—¿Le toca con frecuencia?
—Nunca hasta hoy.
—¡Qué perseverante! Venga esa matrícula.
Se la dio y Kris la anotó en un block de bolsillo.
—Me ha sido útil, funerario —y salió rápidamente del establecimiento dirigiéndose a la Jefatura Central de Tráfico de Chicago.
Todo fueron facilidades. En diez minutos tenía el nombre del propietario del vehículo: Daniel Boujold. Y su dirección: Flabusth Avenue 1110.
Se personó en el lugar.
Instantes después tenía frente a sí a un hombre viejo, más de lo que su edad requería, que muchos años atrás estuvo perdidamente enamorado de Demelza Dunaway.
Ante la avasalladora seguridad del teniente y las pruebas irreversibles de que éste disponía respecto a la compra por su parte de un doble ataúd en el establecimiento funerario de Mortimer Everett. Daniel Boujold se vino abajo fácilmente admitiendo su participación en los hechos y explicando el porqué y por encargo de quién se había prestado a la compra de! singular ataúd y su posterior traslado a Evanston.
Confesó también se presencia en el caserón cuando Laura Morgan, en trance de hipnosis, accionó el botón de la guillotina que había segado las cabezas de Louis Moreau y Russell Selander.
* * *
Kris Douglas regresó a Evanston entrada la tarde.
Sólo se hablaba de lo sucedido la noche anterior en la casucha siniestra que se alzaba frente al cementerio. La leyenda y los nombres de Faye Barton y Demelza Dunaway..., la frase pronunciada por la primera antes de ser guillotinada; «... todo el pueblo se ahogará de terror al conjuro de nuestras nombres. ¡Recordadlo! ¡La guillotina se volverá contra vosotros!», unido a las muertes de Selander y Moreau cuyos cuerpos habían sido hallados en el interior de tan extraño y espectral ataúd..., todo aquello, revuelto y aderezado con el sensacionalismo con que los periódicos locales trataban el tema —el Herald Evanston lo hacía en términos más comedidos—, había sembrado un pánico genuino en el lugar, incluso entre los escépticos y entre quienes se, burlaban de leyendas brujeriles.
Un hálito de terror flotaba en el ambiente.
Muchos aseguraban que a las primeras sombras de la noche cerrarían las puertas de sus casas a cal y canto.
Charles Novak seguía invitando a su casa a aquellos que quisieran escuchar los gritos diabólicos y ver a las brujas volando montadas sobre una guillotina.
Reinaban el miedo y la confusión en Evanston, sí...