CAPITULO VI

 

El frágil y armonioso cuerpo de Demelza Dunaway, aquel compendio delicioso de entrantes y salientes entre los que sobresalía la firme agresividad de sus pechos altivos, suaves y majestuosos, estaba firmemente sujeto entre los poderosos brazos de Daniel Boujold.

Los hermosos ojazos negros de la bellísima y dulce muchacha, fijos, presos, rendidos a las azules pupilas de su joven adorador, expresándose con la romántica elocuencia del silencio que, muchas veces, como en aquel momento, era muy superior a la que pudiera manifestarse con palabras.

—Eres la mujercita más deliciosa del mundo, Demelza. Tu hermosura me tiene cautivo.

—Toda mi hermosura será siempre para ti, Daniel. Tú serás su único dueño porque te amo apasionadamente.

Los labios de él fueron al encuentro de la boca de ella, que se le ofreció sumisa y placenteramente. El beso fue largo, febril, prolongado por el ardor y la pasión que les mecía.

Así, estrechados fuertemente, al cobijo silencioso de las negruras de la noche y confundidos entre la complicidad que les brindaban los árboles que se erguían en las inmediaciones del cementerio de Evanston, permanecieron como en éxtasis entregándose el mutuo amor que se profesaban.

—Tenemos que casarnos cuanto antes, Demelza —dijo él, tras romper la interminable trayectoria de aquel ardiente ósculo.

Ella, temblando entre sus brazos, satisfecha y al mismo tiempo un tanto sobresaltada por lo inesperado de la firme proposición, objetó:

—Todavía somos muy jóvenes, Daniel.

—El amor no tiene edad, mi vida. Y me preocupa el hecho de que tengas que estar tantas horas metida en la posada... Bueno, lo que me preocupa en realidad es la presencia de tantos hombres a tu alrededor.

—Estaría entre un millón y sólo pensada en ti.

—Lo sé, pequeña. Pero también sé que más de uno te come con los ojos con la peor de las intenciones y que más de dos te asedian proponiéndote insultantes bajezas. Me he dado cuenta de que el herrero, Louis Moreau, se acerca de continuo a la posada y te acorrala en cuanto tiene ocasión. Si me entero de que intenta...

—Chiiiiist... —le puso ella uno de sus tersos deditos sobre los labios—. Sé defenderme sin necesidad de que tú intervengas. Odio la violencia y no quiero qué llegues a las manos con nadie por mi causa. Olvídate de Moreau.

—Es un tipo repugnante...

—¿Y qué importa eso, Daniel, si tú sabes que yo te quiero a ti y únicamente deseo ser tuya en cuerpo y alma?

—No puedo evitar que a veces los celos me consuman.

—¿Te doy yo motivos?

—No, preciosa.

—¿Entonces...?

—Cuando seas mi esposa me sentiré mucho más tranquilo. De veras, Demelza, quiero que nos casemos lo antes posible. Mañana mismo hablaré con tus padres.

—No sé si será prudente...

—Lo sea o no hablaré con ellos y les diré con firmeza que hemos decidido casarnos.

—¿Y si se oponen a causa de mi juventud? —preguntó la bella muchachita con un tenue hilo de voz.

—Entonces... la decisión te corresponderá a ti.

Repuso ella con resuelta firmeza:

—Entonces... seré tuya con todas las consecuencias.

—Me haces el más feliz de los hombres, Demelza.

De nuevo se encontraron sus bocas. De nuevo sus labios se contagiaron la mutua humedad y las lenguas se trabaron en un caracoleo delicioso que les produjo un éxtasis sensacional. Fundidos sus alientos hasta convertirse en uno de solo, se estrecharon cada vez más hasta que sus cuerpos encontraron una conjunción que hacía de dos una única naturaleza.

Estaban tan fuera del mundo y tan ajenos a él que no se dieron cuenta, que no intuyeron tan siquiera, el peligro que se cernía sobre ellos.

No se dieron cuenta hasta que estalló.

Daniel sintió un violento impacto contra la nuca desplomándose sin exhalar un gemido.

Demelza notó que un paño cálido se incrustaba en su boca y un olor penetrante anulaba su voluntad y sentidos haciendo rodar su cabecita y trasladándola en fracciones de segundo a un lugar lejano e ignorado, más oscuro y lleno de tinieblas que aquel donde se encontraba antes de perder la noción y conciencia de sus actos.