CAPITULO IV
Evanston. Illinois, año 1899
A finales del mil ochocientos la historia ya tenía registrados infinidad de casos de tíos con muy mala leche. Y uno de los que se habían integrado en esa larga lista por merecimientos propios era sin lugar a dudas Louis Moreau.
Moreau había nacido en algún lugar de Francia en el seno de una familia humilde, más que eso, paupérrima. Su padre, un mísero herrero que con dificultades ganaba lo justo para que la familia pudiera calentar las tripas un par de veces al día, oyó, en cierta ocasión, hablar de las Américas, Según el que le había informado, en aquel país, que sin estar entre el Tigris y el Éufrates era un segundo edén, todos eran ricos. Y los que hacían las maletas y se largaban para allá acababan sacando el vientre de penas y con los bolsillos bien calentaos, François Moreau no se lo pensó mucho ni poco, recogió los bártulos y se largó a aquel paraíso con su parienta Dominique y su heredero Louis,
El patriarca de los Moreau pronto se vio sacado de su craso error al comprobar que en las Américas, lo mismo que en cualquier otra parte del mundo, también existían los pobres. Precisamente porque hacía falta que éstos existieran para bien de los ricos y para que los ricos pudiesen vivir bien. Su padre, el abuelo de Louis, hombre de máximas lapidarias, había mantenido siempre la teoría de que era imprescindible que hubiese burros para que los listos pudieran ir montados (¡elemental, mi querido Watson!).
Así François y los suyos, pese a estar en las Américas de Colón, hubieron de incrementar la interminable legión de los trabajadores, aquella legión que no a mucho tardar Marx, Trotsky, Lenin y compañía definirían como proletariado, sin que por eso los proletarios, con revolución incluida —algo parecido les había ocurrido con anterioridad a los Rousseau, Robespierre y Marat, en la Francia versallesca donde María Antonieta dijo que si los pobres no tenían pan que comieran bizcochos—, pudiesen abrir en los bancos saneadas cuentas corrientes como las de los no proletarios.
Demagogias a un lado y a lo que íbamos, los Moreau siguieron siendo míseros, Francois montó con penas y trabajos un taller de herrería y carpintería en Evanston, lugar de aquellas fabulosas y deslumbrantes Américas donde no todos eran ricos —habían recalado en Evanston como hubiesen podido hacerlo en cualquier otro punto del territorio de la Unión, de aquella Unión conseguida por Abraham Lincoln, donde los negros seguían siendo tan discriminados como lo eran antes del movimiento secesionista—, y su hijo Louis creció, creció y creció, con su mala uva característica e innata.