Capítulo XXXII

Catalina de la botica

—¿Qué ocurre, querido? ¿Qué has visto? —se preocupó Elisabetta, sentada a su lado.

—¡Juan, deténgase! —antes de que el coche frenara por completo, Furia abrió la puerta y saltó—. He recordado un compromiso importante —explicó a su prometida.

—Pero…

—Juan, lleva a la señora de regreso a la casa. Nos vemos más tarde —le prometió a la italiana y cerró la portezuela.

Elisabetta corrió el visillo y lo observó avanzar con paso decidido por la calle de los Plateros, en el sentido contrario al que llevaban momentos atrás, y doblar a la izquierda en la del Cabildo, que corría frente a la Catedral. Lo perdió de vista.

Furia alcanzó la esquina y frenó. La muchacha cruzaba la calle de los Plateros y se dirigía hacia el pórtico conocido como Portal de Valladares. La siguió, conservando una distancia que le permitiera estudiarla y, al mismo tiempo, pasar inadvertido. Iba pobremente vestida y se arrebujaba en la mantilla como si tuviera frío. Él, que llevaba un gabán de cachemira, guantes de cuero forrados con piel de visón y botas hessianas, no había advertido lo gélido del viento sur. La vio entrar en uno de los comercios del pórtico, la botica, y, antes de que pudiera evitarlo, un hombre echó llave y colocó un cartel con el mensaje «Cerrado». La joven apartó un cortinado y desapareció tras él, mientras el hombre se ocupaba de apagar las bujías; la tienda quedó inmersa en la oscuridad, apenas iluminada por la luz del fanal del pórtico. No se atrevía a llamar a la puerta porque no quería descubrir que se trataba de un juego macabro de su imaginación ni que su mente lo había inducido a creer que se trataba de ella. ¿Acaso no estaba pensando en Rafaela al avistar a la muchacha?

Sacó su reloj del chaleco: seis de la tarde. Pronto sería noche cerrada. El frío y la inminente oscuridad ahuyentaban a los transeúntes; las calles quedarían desiertas en una hora. La muchacha no saldría de nuevo. La muchacha no era Rafaela. Su mujer y su hijo estaban muertos y enterrados. Maldijo entre dientes. A punto de emprender la vuelta a su casa, se detuvo. Un hombre joven, atildado y perfumado —la estela de su colonia, Agua de Hungría, se dijo, le bailoteaba bajo la nariz desde esa distancia—, llamó a la puerta. Le abrió una mujer mayor y lo hizo pasar. Encendió una palmatoria antes de desaparecer tras el cortinado. Apareció la joven, y el semblante del hombre —bastante atractivo en su estilo morisco— se iluminó. La muchacha permanecía fuera del círculo de luz; resultaba difícil distinguir sus lineamientos; destacaban el blanco de un pañuelo en la cabeza y el de un mandil. ¿Se trataría de la sirvienta, de la cocinera tal vez? El hombre salió minutos después, con un ceño y los labios apretados, y se alejó en dirección a la calle Ancha de Santo Domingo, con trancos largos que denunciaban su frustración.

La ansiedad se apoderó de Furia. Quería verla. Prepararía un discurso para justificar su aparición. No resultó necesario. La joven salió de la botica y el dueño cerró tras ella. Iba embozada por completo, incluso se había cubierto la cabeza. Antes de que cruzara la calle de los Plateros, salió la mujer de la botica y la llamó: «¡Catalina!».

Se llamaba Catalina. No era Rafaela. ¡Qué tonto había sido por ilusionarse! La decepción le drenó el vigor, y se quedó quieto tras una columna del pórtico.

—Es para ti, Catalina —escuchó decir a la mujer, y la vio extenderle un pequeño paquete—. Sé que no has comido nada en todo el día y debes de tener hambre.

Furia no pudo oír las palabras que la joven apenas musitó antes de cruzar la calle de los Plateros. La vio sentarse en la escalinata de la Catedral a comer. Pese a que lo hacía con la mantilla echada en la cabeza, a Furia lo alcanzaba el ansia con que engullía. No tenía apetito sino un hambre cruda y visceral. La siguió aunque se llamara Catalina, no importaba; caminó tras ella sin pensar, sin razonar, atraído por una fuerza de imán. La joven se dirigía hacia el Suquía, la zona de la ciudad en que habitaban las gentes pobres. De nuevo caminaba rápido y arrebujada en la mantilla; hacía mucho frío. Abrió una cancela y caminó por un sendero de piedras hasta una casa mal iluminada; a pesar de la escasa luz, Furia adivinó el aspecto humilde de la vivienda. La vio inclinarse para hurgar en una bolsa; de seguro buscaba la llave. Abrió. La recibió un niño, que exclamó: «¡Llegaste, mamá!», y se le colgó del cuello. La tenue luminosidad que emergía del interior desapareció tras la puerta.

Al día siguiente, Bamba averiguó que la muchacha se llamaba Catalina López y que poco sabían de ella sus vecinos. Tenía un hijo de unos diez años y vivía con una mujer de mala salud, una niña «rara» y una india. Catalina trabajaba en la botica de don Boleslao Peña, un viejo gruñón y tacaño, famoso por su avaricia.

Furia regresó a la botica. Apenas abrió la puerta, lo envolvió una ráfaga de aromas intensos. Bergamota, sándalo, jazmín, azahar, neroli, rosas, benjuí, estoraque, ámbar, almizcle. Rafaela le había enseñado a distinguirlos. El efecto de los aromas le causó una intensa alegría, y sonrió de forma autómata. Había mucha clientela. Atendían don Boleslao y la mujer, su esposa probablemente. No había rastro de la joven. Escrutó los anaqueles poblados de frascos. Aguzó la vista de su único ojo. Agua de Hungría. Aceite de caléndula. Ungüento para labios. Agua de rosas. Perfume de lavanda. Colonia de melisa. Fragancia varonil (romero). Agua de aciano (para la belleza de los ojos). «¡Dios bendito!». Él conocía esa caligrafía, la habría distinguido entre miles. «Rafaela, Rafaela, mi Rafaela. Por amor de Dios, Rafaela». Se contuvo de pegar un salto sobre el mostrador e irrumpir en la parte de atrás. No sabía si ella se hallaba tras el cortinado. Actuaría con cordura. Aún existía la posibilidad de que la caligrafía correspondiera a otra persona. Lo atendió la mujer con una cautela que rayaba en la antipatía. Don Boleslao echaba vistazos desconfiados. Compró varios perfumes y aceites esenciales impostando la voz, hablando casi en susurros, y salió. Pasó la mañana dando vueltas a la manzana. Ni siquiera regresó a su casa a la hora de la siesta, en la que don Boleslao colgó de nuevo el cartel que decía «Cerrado».

La espera obtuvo su resarcimiento. Alrededor de las cuatro, junto al boticario, tras el mostrador, se ubicaba la muchacha. Llevaba el pañuelo en la cabeza, y el mandil, ajustado a la cintura, denunciaba su extrema delgadez. Como estaba inclinada mientras realizaba unas cuentas, Furia no le veía la cara. Le estudió las manos. Usaba el claddash, en la mano derecha y con el corazón hacia adentro. Se reclinó sobre el mostrador y echó la cabeza hacia delante.

—¿Se siente bien, señor? —escuchó decir a don Boleslao.

Furia asintió. La muchacha había detenido sus cuentas; ya no se oía el rasgueo de la péñola. De seguro, lo observaba. La mala iluminación del local y su capa de cuello alto sumada al sombrero sesgado sobre el lado izquierdo, le impedirían ver su rostro. No se atrevía a levantar la vista; no deseaba descubrir que se trataba de una macabra burla del destino y que esa mujer no era su Rafaela. Lo hizo cuando estuvo seguro de que se concentraba en otro cliente. «¡Rafaela!», clamó su alma. Su perfil, su nariz delicada, sus labios carnosos, sus ojos sesgados y grandes y verdes, la fina línea de sus cejas, el cuello como una columna de alabastro blanco, derecha y delgada. Sí, estaba muy delgada; no tenía carrillos, y los pómulos, que sobresalían, dotaban a su fisonomía de un aspecto exótico donde los ojos adquirían preponderancia. Salió del local sin prestar atención al llamado de don Boleslao. Caminó como ebrio bajo el pórtico en dirección a la calle Ancha. Entró en la iglesia de Santo Domingo para guarecerse en ese recinto callado, lúgubre y solitario. Se apoyó contra una pared y se deslizó hasta el suelo. Le costaba respirar. «Señor mío, ¿es esto verdad? ¿Me la has devuelto? ¿No has roto, entonces, nuestro juramento? ¡No juegues conmigo! ¡Piedad de mí, Señor!». Regresó a su casa y se encerró en el dormitorio para evitar los cuestionamientos de Elisabetta. La italiana intuía que, desde la tarde anterior, algo lo aquejaba. Él necesitaba pensar, ordenar el caos en el que se habían sumido su cuerpo y su mente. Planearía su aparición. No quería asustarla. El efecto en ella sería tremendo.

Quinto se subió a la cama y le olfateó el rostro. Maulló con el sonido que empleaba cuando algo lo disgustaba. Furia le aferró la cabeza y lo sacudió un poco al decirle:

—Amigo mío, la he encontrado. Rafaela está viva. No sé cómo. No sé por qué, pero está viva. Mi Rafaela. Mi Rafaela de las flores.

Al sonido de sus propias palabras, Artemio se echó a llorar.

Un rato más tarde, se lavó la cara y el torso, se cambió la camisa y cepilló su cabello y rehizo la coleta. Montó a Zeus y partió hacia lo de su hermana.

—No la conozco —admitió Edwina, cuando Furia le preguntó por la muchacha de la botica— porque no he vuelto a lo de don Boleslao en años. Peleé con él tiempo atrás y ahora compro en la de doña Carmina. Pero mis amigas la conocen porque están encantadas con sus perfumes y cosméticos, y hablan a menudo de ella. Dicen que es una muchacha retraída, rara vez se la escucha hablar. ¿Por qué quieres saber de ella?

—Cuéntame lo que sepas y después te lo explicaré.

—Dicen que el negocio de don Boleslao ha medrado considerablemente desde que ella fabrica esos productos con aromas exquisitos. Sin embargo, ese avaro de don Boleslao le paga un salario miserable y la usa hasta el agotamiento. Hace años que trabaja para él, y dicen que cada vez está más delgada y consumida. ¿Qué te sucede, Sebastian? Te has puesto pálido —Furia sacudió la cabeza y la instó a proseguir—. No es casada ni se le conoce hombre, aunque me ha dicho Pandora que Pancho Sosa Loyola, un riquillo de acá, la pretende. ¡Pandora! —llamó Edwina—. Si alguien sabe algo sobre Catalina, ésa es Pandora. Tiene un talento especial para estar informada y conocer los secretos más oscuros de la gente. Pandora, muchacha, aquí estás. Dime, ¿qué sabes de Catalina, la joven de la botica de don Boleslao? ¿Es casada?

—No, misia Eduarda, pero tiene un hijo. Lo he visto una que otra vez en la tienda de Boleslao y paseando por la Plaza Mayor en compañía de una muchachita y de una india. Es un pequeño adorable. Rubio, casi payo, y con ojos grandes y verdes, como los de su madre.

—Está bien, puedes retirarte —cuando Pandora abandonó el comedor, Edwina se acercó a Furia—: ¿Por qué te tiemblan los labios? ¿Por qué se te arrasan los ojos? ¡Sebastian, no me asustes!

Furia abrazó a su hermana y le susurró con ímpetu:

—¡Ese niño es mi hijo, Edwina! ¡Catalina es Rafaela!

—¡Jesús misericordioso! ¿Cómo puede ser eso posible?

—No lo sé. Pero necesito tu ayuda.

Una mulata le abrió la puerta y la invitó a pasar al vestíbulo, que se abría a un patio enorme. La guió hasta una sala bien iluminada, con piano de cola y adornos bonitos. Pensó, para darse ánimos, que lucía como la sala de una familia decente y que nada malo le sucedería. Había dudado de aceptar la invitación. Un joven, que la contempló con intensidad durante el tiempo en que permaneció en la botica comprando un tónico, le deslizó, junto con las monedas, una pequeña nota. Es importante que se presente en mi casa hoy mismo. Tengo información de capital relevancia para su merced acerca de Artemio Furia. Misia Eduarda. Más abajo detallaba la dirección, en la calle de la Merced.

La impresión de ver ese nombre estampado en el papel resultó suficiente para que se echase a temblar y para que su cuerpo se cubriese de una capa de sudor pese al clima gélido. Según doña Almudena, la esposa del boticario, se había puesto del color de su mandil. La mujer discutió con Boleslao, que no le permitía retirarse temprano, hasta cansarlo y obtener la venia.

—Está bien —rezongó el hombre—, pero mañana te quiero aquí a las siete.

—Sí, don Boleslao —odiaba a ese hombre, por mezquino y por insufríble. No obstante, tenía que soportarlo por el bien de su hijo.

Embozada, aún temblando bajo su mantilla, emprendió la caminata hacia la calle de la Merced. Había dudado frente a la casa. ¿Y si era una trampa? Lo mismo agitó el aldabón y entró.

En la sala había un brasero. Se acercó y estiró las manos apreciando los pinchazos en su carne al entrar en contacto con el calor intenso; las tenía congeladas, lo mismo los pies. Vio unas botellas con licores y deseó poder servirse un trago. Tomó asiento. Había comido muy poco a lo largo del día, y una languidez profunda que le convertía el estómago en una bolsa vacía, le provocaba náuseas y mareos. Su corazón parecía reventar con cada latido, por lo que respiraba de modo acelerado. Si el suspenso no acababa pronto, terminaría muerta en ese sillón.

—Rafaela.

En un primer momento habría respondido con naturalidad a su nombre. Un instante después, al caer en la cuenta, experimentó un miedo cerval que la mantuvo congelada en el sillón. Escuchó pasos y vio una sombra proyectarse sobre los mazaríes del piso. La figura se materializó frente a ella. Enseguida apreció la calidad de las prendas que vestía ese hombre.

Furia descubrió que Rafaela doblaba hacia dentro los puños de su chaquetilla para ocultar las hilachas y que metía los pies bajo el ruedo del vestido para que él no viese los agujeros en las puntas. «Amor mío», lloró su alma.

—Rafaela —repitió.

Ella se puso de pie con dificultad, apoyándose en el sillón, sin apartar la vista de él. Sus ojos verdes se movían con rapidez sobre el rostro del extraño, al tiempo que la comprensión iba imprimiendo una mueca de pasmo en sus facciones. No pestañeaba, y mantenía la boca entreabierta, por donde respiraba de modo agitado. El cosquilleo que se inició en la parte inferior de su estómago fue trepando hasta convertirse en una náusea feroz. Tenía la boca seca y la lengua pesada. Su visión se tornó borrosa.

Furia observó cómo el temblor de las manos se extendía a todo el cuerpo de Rafaela. Se impresionó cuando los ojos se le pusieron en blanco, y saltó hacia delante para sujetarla antes de que se derrumbara sobre el sillón. La tomó en brazos y, llamando a gritos a su hermana, se adentró en la casa. La ubicaron en la antigua habitación de su sobrino Eduardo, y Furia le ordenó a Bamba que trajera a un médico.

En tanto Edwina la cubría con mantas —habían comprobado que estaba helada— y Furia le sobaba las manos y se las besaba, Pandora le pasó sales bajo la nariz. En la cocina se había levantado un revuelo porque misia Eduarda acababa de entrar vociferando órdenes: poner suficiente agua para un baño de tina, buscar una muda de ropa limpia, preparar un caldo de gallina y llevar un tazón de leche tibia y miel a la recámara del niño Eduardo. Pandora insistió con las sales hasta que oyeron el quejido de Rafaela y la vieron agitarse sobre la almohada. Furia se inclinó sobre ella y le apoyó los labios en la frente; allí los dejó, inspirando el perfume de su piel, embriagándose de dicha por tenerla de nuevo con él. Quería llorar, reír, gritar, saltar. El corazón le martilleaba el pecho; la sangre le fluía, enloquecida; las lágrimas se agolpaban bajo su párpado cerrado, mientras todo él se sacudía en espasmos incontrolables, como si padeciera una fiebre muy alta. No podía retirar sus labios de Rafaela.

—Sebastian, muévete. Permítele respirar —le ordenó Edwina.

Se incorporó con torpeza. Rafaela lamentó la separación. La fragancia exquisita y excéntrica que despedía ese cuello la había serenado. Lo miró con expresión desmesurada, los ojos bien abiertos, inmóviles en ese rostro tan familiar y desconocido al mismo tiempo. Fijó la vista en el parche negro. No consiguió modular, y sus labios dibujaron la palabra Artemio. Lo vio asentir, y se dio cuenta de que él no podía hablar. Le echó los brazos al cuello y rompió a llorar, primero en silencio, apenas unos gemidos débiles; después, cuando su garganta desató el nudo, lo hizo abiertamente, como lo habría hecho su hijo al pelarse las rodillas o al lastimarse un dedo. Furia también lloraba con la misma pasión y la fundía contra su cuerpo hasta privarla de aliento.

—¡La ahogarás! —escuchó que alguien le reprochaba, y sintió que, poco a poco, el abrazo implacable cedía.

Se miraron con una intensidad que arrancó un gemido a Furia.

—Di mi nombre.

Se estremeció al sonido de esa voz ronca y áspera, de un timbre rico y profundo.

—Artemio —balbuceó.

—¡Rafaela! —el clamor de Furia rasgó el aire—. ¡Amor mío! ¡Amor de mi vida! ¡Me dijeron que habías muerto! Que unos indios habían atacado la diligencia en la que tú y Mimita viajaban a Córdoba. ¡Dios mío, te creía muerta!

La besaba y la abrazaba sin percatarse de que había caído naturalmente en el tuteo. Rafaela lo aceptó de modo espontáneo, lo mismo a su manera elegante de hablar. Los nueve años de separación lo habían cambiado de un modo radical y profundo, y el nuevo trato que le confería se presentaba como la lógica consecuencia. Supo que ella también, cuando recobrase el habla, se sentiría cómoda tuteándolo.

El doctor Allende Pinto entró en la recámara escoltado por Pandora. Furia se negó a marcharse y sólo consintió en apartarse mientras el médico se ocupaba de Rafaela. Al completar la revisión, Allende Pinto habló con él y Edwina.

—Conozco a Catalina de la botica de Boleslao Peña y la aprecio mucho. Está desnutrida, su delgadez asusta. Su muñeca mide cinco pulgadas, a lo más, como la de una niña. Hace tiempo que vengo insistiéndole en que debe alimentarse mejor. Ha colapsado a causa de su debilidad extrema.

—¡Dios mío! —masculló Furia, y se cubrió el rostro con la mano.

—Si bien no he notado que sus pulmones estén afectados, es imperioso que descanse, que tome sol (su palidez es pasmosa) y que se alimente de acuerdo con una dieta que prescribiré. Les sugeriré un tónico para abrirle el apetito. Debe de tener el estómago tan pequeño que, al principio, no podrá ingerir grandes cantidades.

—Mandaré ahora mismo comprarlo —expresó Furia.

—Insisto: tranquilidad y descanso para ella. Su cuerpo ha conocido el límite del agotamiento. Que no se agite ni emocione.

Furia volvió junto a Rafaela, y una calidez casi olvidada derritió el hielo que por años había entumecido su pecho. Ella estiraba los brazos hacia él y le sonreía. Nada era más hermoso que esa imagen. Se recostó a su lado, con la cabeza erguida sobre la almohada. Rafaela lo obligó a bajarla para hundirse en su cuello perfumado.

—Sabía que algún día volverías por nosotros —le confesó—. Sabía que no habías muerto, que era una mentira de Aarón.

—Shhh. No hables ahora. Tenemos el resto de nuestras vidas para explicar lo que ocurrió. Sólo te diré una cosa: Calvú vio tu tumba y la de Mimita en el camino hacia acá. Juvenal Romano y, después, los lugareños le aseguraron que habían muerto durante un ataque de los indios. Jamás habría cesado de buscarte si hubiese sospechado que existía la más remota posibilidad de que estuvieran con vida. Cuando Calvú me dijo que habías muerto, algo se apagó dentro de mí. No encontraba sentido a respirar, a comer, a bañarme, a salir de la cama, a salir al mundo. Traté de quitarme la vida, pero fui un cobarde y no encontré el valor para hacerlo.

—Le agradezco a Dios que, por una vez en tu vida, hayas sido un cobarde. El te preservó para mí, para que volviéramos a amarnos. Artemio —pronunció, y elevó la mano para acariciarle la mejilla; aquel simple contacto la estremeció, y supo que, desde ese momento en adelante, al redescubrir a su hombre y al amor que la unía a él, volvería a juntar los pedazos que conformaban a Rafaela Palafox. Él le devolvería la identidad.

—¿Por qué tiemblas? —su ansiedad la hizo sonreír—. ¿Te sientes mal?

—Siento tanto amor por ti, un amor tan infinito, que me atemoriza.

—¡Rafaela, no temas a nada! Ya estoy aquí.

—¡Gracias, Dios mío!

Había olvidado cómo lidiar con la terquedad de su mujer. Al final, después de obligarla a beber varias cucharadas de caldo de gallina, que él mismo le dio en la boca, y enfundada en un vestido que le bailaba sobre el cuerpo, con gruesas medias de lana, un par de botines de cordobán, un abrigo de merino, guantes y un rebozo de bayeta de pellón, Furia accedió a que lo acompañara a casa de Pola. La cargó en brazos hasta el carruaje, donde Bamba aprestaba un brasero bajo el asiento. Después de indicar al cochero la dirección, Furia trepó dentro y cerró la portezuela. Buscó a Rafaela como un ciego hasta aferrarla por la cintura y acercarla a él. Sus labios se encontraron en la oscuridad. Al principio, una timidez ganó el ánimo de los dos, y, sobrecogidos por sentir de nuevo al otro, permanecieron inmóviles. Artemio no quería agitarla ni obligarla a esforzarse, sólo deseaba probar un instante la suavidad mullida de la boca de su Rafaela, la que tantas veces había imaginado en la soledad de Grossvenor Manor. La besó con reverencia, apenas movía los labios, suaves caricias como si temiese romperla. La dulzura de él la conmovió.

—Rafaela, no hay palabras para describir la felicidad que me embarga. Me siento ebrio de dicha. Me siento completo de nuevo. ¡Aún me cuesta creer que te tenga entre mis brazos, amor mío! Cuando nos separamos, una parte de mí quedó contigo. ¡Oh, Dios, te deseo tanto!

—Artemio, no ha pasado un día en que no haya pensado en ti, en que no haya añorado tu sonrisa, tu compañía, tu fuerza, la seguridad que me dabas. ¡En ocasiones tenía tanto miedo y me sentía tan sola!

—¡No me digas eso que me matas! Mi hijo y tú pasando necesidades, y yo viviendo en la más descarada de las abundancias.

—Tu hijo jamás ha pasado hambre ni frío, te lo juro.

—Pero tú sí, mi amor.

—Ya sé que estoy flaca y fea.

—Fea, jamás —expresó, con ardor, y la besó en la boca, y la obligó a separar los dientes para que su lengua la saboreara por dentro—. En cuanto a tu flacura, yo me haré cargo de que ganes peso y te sientas fuerte de nuevo.

—Oh, Artemio. ¡Me devuelves la paz!

En casa de tía Pola, Sebastián le dio a su madre el mismo recibimiento que Furia había atestiguado la noche anterior.

—¡Llegaste, mamá! —se colgó de su cuello, y Artemio sujetó a Rafaela por la cintura para evitar que el ímpetu del niño la arrojara de bruces—. ¿Tienes un abrigo nuevo? —se interesó.

—¿No vas a saludar a mi invitado, el señor Furia? —simuló enojarse Rafaela.

—Buenas noches, señor Furia.

Su vocecita le acarició el alma y le vinieron ganas de reír a carcajadas, de levantar a su hermoso hijo por el aire y hacerlo dar vueltas, y abrazarlo y besarlo. Conservó la compostura y le permitió que lo observase y se acostumbrase a su presencia. El parche negro y las argollas de plata llamaban su atención.

—Buenas noches. ¿Cómo te llamas?

—Sebastián.

Furia luchó por controlar la emoción. Sintió que los dedos de Rafaela entrelazaban los suyos y los apretaban para infundirle coraje.

—Qué lindo nombre —dijo, y carraspeó.

—Es el nombre de mi papá —expresó el niño, con orgullo.

—¿Y dónde está él?

—Mi mamá me dijo que está de viaje, pero que algún día regresará.

«Aquí estoy, hijo mío, hijo de mi corazón».

—Sebastián —intervino Rafaela—, ve a llamar a tía Pola y a Damiana. ¿Dónde está Mimita? Llámala también. Nos trasladaremos a casa de la hermana del señor Furia.

De vuelta en casa de Edwina, Furia y Rafaela comieron solos en el dormitorio mientras la anfitriona, junto con sus hijos Eduardo y Martín, sus nueras y sus pequeños nietos, se ocupaba de entretener a los invitados. Sebastián era un niño locuaz e inteligente que pronto se ganó la simpatía de sus primos y la de sus hijos. La tía Pola, a pesar de su constitución achacosa, conversó animadamente con Edwina; se mostraba tan feliz por la aparición de Artemio Furia como su sobrina.

—Cuando Rafaela y Mimita llegaron a Córdoba en el año once —explicó Pola—, decidimos que seguirían usando los nombres consignados en los salvoconductos falsos con los que habían viajado. De ahí que se las conozca por el nombre de Catalina y Etelvina López. Hemos vivido con miedo durante años. Temíamos que ese demonio de Aarón Romano viniera tras mi Rafaela.

—Todo eso ha quedado en el pasado —la tranquilizó Edwina.

Mimita, sentada entre Pandora y Damiana, la india cuñada de Pola, comía con hambre voraz. No había reconocido a Furia cuando lo vio en lo de Pola, a pesar de que vivía con su recuerdo, alimentado por Rafaela. Artemio notó que aún tenía el tiento con dijes, medio cachados y descoloridos.

Apenas llegados a lo de Edwina, Rafaela la había tomado de la mano y conducido a una sala pequeña y aislada donde se encontraba Furia. Le dijo al oído: «Es Artemio». Las pestañas de la niña se alzaron con rapidez, y sus ojitos medio estrábicos se fijaron en el señor de aspecto amenazante. Inclinó la cabeza hacia, uno y otro costado, mientras lo estudiaba. Una sonrisa se fue dibujando lentamente en sus labios hasta que lanzó un chillido y se abrazó a las piernas de Furia. El hombre la levantó en brazos y la besó varias veces en la mejilla.

—¡Mimita! ¡Mi niña adorada!

Unas criadas ayudaron a Rafaela a quitarse la ropa y ponerse el camisón. Furia lo habría hecho, pero Rafaela se negó. No necesitó preguntar el motivo; intuía que aún no estaba lista para reanudar la intimidad; además, se sentía fea y poco digna. Le había expresado que él estaba más hermoso que antes, si eso era posible, sin mencionar ni preguntar por el parche negro.

Regresó al dormitorio cuando Rafaela ya se había acostado. Lucía cómoda y a gusto sentada entre las almohadas. Colocó la bandeja con la comida sobre la mesa de noche y extendió una servilleta sobre el regazo de ella.

—Yo puedo hacerlo, Artemio —e intentó quitarle la cuchara con el caldo.

—Te suplico que me permitas alimentarte. No lo hago por ti. Es un acto egoísta. Lo hago por mí, para librarme de esta culpa que está agobiándome. Me atormento al pensar en las penurias y miserias que han soportado a causa de mi abandono.

—¡No nos abandonaste! Nos creíste muertas.

—No importa lo que haya sucedido en realidad, si yo siento culpa igualmente. Permíteme alimentarte. Quiero alimentarte, bañarte, vestirte, cuidarte, cubrirte de joyas, llevarte de viaje, comprarte castillos y palacios, comerte a besos, amarte, hacerte el amor. Quiero volver a estar dentro de ti, Rafaela, y oír tus gritos de placer. ¡Dios, cuánto te añoré! ¡Cuánta falta me hiciste, mi amor! —depositó la cuchara en el plato y se llevó la mano a la frente.

—¡No llores! —exclamó ella, y lo abrazó—. ¡Ya no! ¡Aliméntame, vísteme, cuídame! Haz lo que quieras conmigo, sólo te pido que no te separes de mí ni de nuestro hijo otra vez.

—Jamás. Jamás. Nunca más —repetía con pasión, sobre sus labios.

Rafaela bebió una infusión de valeriana y melisa, y se durmió al arrullo de las palabras de amor de Furia, que, como un juego, empezó a tratarla de usted y a hablarle como si los años no hubiesen pasado.

—Usté é lo más hermoso de tuita mi vida, Rafaela. Y náa ni naides me la güelve a quitar. Qué güen hijo que mi ha dao. Va sé un taita, mi pequeño, y mi anda pareciendo qu’é muy inteligente.

—Como su padre —refrendó ella—. Tía Pola está enseñándole a leer y a escribir. ¡Estoy tan orgullosa de él, señor Furia! Aprende velozmente.

—La amo, señorita Rafaela. La amo con toito mi corazón, con tuita l’alma. Pa’sempre, ¿mi oyó? Pa’sempre.

Rafaela se quedó dormida, y Furia no conjuraba la voluntad para incorporarse y salir de la habitación. No quería apartar los ojos de ella; temía que si le sacaba la vista de encima, la perdería. Le pidió a Edwina que velara su sueño mientras él se ausentaba unas horas.

—¿Adónde irás, Sebastian?

—A hablar con Elisabetta. Intuye que algo está sucediendo. Merece mi sinceridad.

—Sé suave con ella. Te ama demasiado.

En la casa ubicada en la calle de San Francisco, se encontró con que Elisabetta, Sforza, William y Calvú Manque compartían una cena tardía. Elisabetta se puso de pie y salió a recibirlo con una sonrisa. De inmediato, Furia sintió la ansiedad y el nerviosismo de su prometida, y le tuvo lástima.

—Estuvimos esperándote, Sebastiano —dijo, sin reproche—. Decidimos empezar. Lo siento —se disculpó, y Manque advirtió cómo se endurecían las expresiones de Girolamo y de William.

—Elisabetta —dijo Furia—, ¿podríamos hablar un momento a solas?

Al rato, la conversación en la mesa se interrumpió cuando Elisabetta pasó corriendo y llorando hacia los interiores. William y Girolamo se pusieron de pie al mismo tiempo y, luego de seguir con la mirada a Elisabetta, se volvieron hacia Furia.

—¿Qué le has dicho, patán sin sentimientos? —se enfureció Girolamo.

—Estoy cansándome de ti, Sforza. Un insulto más y conocerás mi ira —lo previno antes de evadirse tras Elisabetta.

—¡Ábreme! —le pidió frente a la puerta de su dormitorio—. Necesito explicarte, por favor.

Elisabetta abrió y se abrazó a el. Furia la arrastró al interior y corrió la falleba. Se sentó en la cama, con ella sobre las piernas. Parecía que nunca cesaría el llanto.

—Sé todo acerca de tu Rafaela —admitió, mientras se secaba las lágrimas—. Calvú me lo ha contado. Sé que la has amado más allá del entendimiento, la has amado como me gustaría que me amases. Sé que la amabas aun cuando te comprometiste conmigo. ¡Sebastiano, qué gran embrollo!

—Lo siento, querida. No sabes cuánto me duele hacerte sufrir.

—Lo sé, sé que no quieres hacerme sufrir. Pero no puedes evitarlo. Si ella está viva, yo no tengo una sola oportunidad de retenerte.

Se quedaron en silencio. La frente de Artemio descansaba en la de Elisabetta, que le acariciaba la mejilla.

—Estás feliz, ¿verdad?

—Elisabetta, por favor.

—Dímelo, Sebastiano. Necesito saber. ¿Estás feliz?

—Sí, estoy feliz. Soy feliz. Inmensamente feliz. Rafaela está viva y tengo un hijo maravilloso llamado Sebastián.

—¡Oh! Un hijo. Sebastiano, por amor de Dios, qué impresión tan grande has debido de recibir. No logro imaginarlo. Me siento mal, me siento sucia e indigna porque estoy celosa cuando debería estar feliz por ti.

—Elisabetta, no estás hecha de piedra. Es lógico que sientas pena y celos.

Furia llamó a Mina y le indicó que trajera una tisana para su patrona y que durmiese junto a ella esa noche. Caviló acerca de la conveniencia de regresar a lo de Edwina. Le temía a su descontrol cuando Rafaela necesitaba descanso y serenidad. No obstante, preparó una muda y volvió a la calle de la Merced. Edwina se había quedado dormida en un canapé, cerca de Rafaela. La despertó y le indicó que él se ocuparía. A pesar de su costumbre de dormir desnudo, no se quitó las bragas ni la camisa. Se deslizó bajo las sábanas con delicadeza para no despertarla. Pasó la noche en vela, observándola respirar.