Capítulo II
La cena de compromiso
Winthorp y dos sirvientas se ocupaban de cerrar las cortinas de los ventanales del escritorio, otra alimentaba el fuego en el hogar, y lo hacían en silencio para no disturbar al señor Sebastian, empeñado en terminar la carta que, al día siguiente, despacharía al Río de la Plata.
Artemio levantó la vista y alcanzó a ver, antes de que Cindy corriera el último paño de terciopelo, que los vestigios de color habían desaparecido del cielo y que la oscuridad se cernía sobre su propiedad. Los llamarían a cenar en breve, y allí, en presencia de amigos y familiares, su abuelo anunciaría el compromiso.
Después del altercado con Calvú Manque esa tarde, estaba más tranquilo. Se había inmerso en una tina de agua caliente para combatir el frío que se apoderaba de sus manos, de sus pies y de sus miembros cada vez que pensaba en ella y la imaginaba. Firmó la carta con brío, como si con ese gesto renovado le imprimiera vigor a la decisión que acababa de comunicar por escrito y se quitara de encima la melancolía que lo había deprimido el día entero. Roció arenilla con la salvadera sobre la hoja de Manila para secar la tinta, la dobló y la cerró. Estampó su sello en lacre.
Se puso de pie, atrayendo la atención de los sirvientes, pese a que estaban habituados a sus modos bruscos. Con la cabeza baja y las manos tomadas a la espalda, caminó por la sala, esforzándose por ocupar su mente con escenas gratas, como la vivida horas atrás, cuando la familia de su prima Prudence Wallington llegó a Grossvenor Manor. «Tu volunta é de acero». Las palabras de Calvú Manque le infundieron confianza.
Tomó la copa con jerez que Winthorp le alcanzó y bebió un corto sorbo. Jugueteó con la bebida en su boca mientras se dirigía hacia el sofá de cuero Chippendale, donde tomó asiento, con las piernas cruzadas. Fijó su único ojo en las llamas y siguió bebiendo a ritmo lento. Winthorp se acercó por la izquierda.
—¿Desea algo más, milord?
—¿Han dado de comer a Quinto?
—Están haciéndolo en este momento, milord.
—Tráelo apenas termine. Winthorp, toma la carta que dejé sobre mi escritorio y despáchala mañana por la mañana. Puedes retirarte. Gracias.
El mayordomo y las sirvientas se hicieron a un lado, con una inclinación, para permitir el paso de Elisabetta, antes de abandonar el escritorio y cerrar la puerta.
—Sebastiano, caro —lo llamó.
Artemio se puso de pie y se quedó mirándola, permitiendo que la belleza y la delicadeza que emanaban de su prometida lo gratificaran después de una jornada tormentosa. Su sonrisa lo conmovió. Le sentaba esa tonalidad azul cobalto del organdí, iba de acuerdo con su cabello rubio y sus ojos celestes. Vestía a la nueva moda, que comenzaba a alejarse del estilo Regencia, bajando la cintura, encorsetándola, subiendo el escote y ampliando las faldas.
—Sei molto bella —expresó en su incipiente italiano.
Elisabetta rió y se acercó para que Artemio la abrazara.
—Grazie, caro. Anche tu sei bello.
—¿Y Tessie?
—Enseguida bajará. Mi doncella está terminando de peinarla. Mina la acompañará hasta aquí. Sigue muy nerviosa. Dice que no podrá comer esta noche. Me ha pedido que le enseñe cómo usar los cubiertos y las copas.
Llamaron a la puerta. Elisabetta se apresuró a abrir. Eran Tessie y Mina.
—Caro Sebastiano, observa qué hermosa está nuestra querida Tessie.
A Artemio lo complacía que, a pesar del origen humilde de la mujer, Elisabetta la respetara como si fuese una duquesa. De las personas que había llegado a querer en su nueva patria, Tessie contaba entre las primeras, no sólo por haber sido la mejor amiga de su madre sino por haberle devuelto en parte su historia al relatarle la de sus padres. Todavía recordaba el primer encuentro: él cabalgaba por Saint Ailish, y una mujer menuda, de cabellera entrecana y pobremente vestida, le salió al paso.
—Disculpe, milord —habló, sin mirarlo, con pesado acento que evidenciaba su costumbre de usar el gaélico—. No me juzgue impertinente si le hago una pregunta.
Empezaba a conocer la sumisión y reverencia de los campesinos irlandeses, por lo que dedujo que debía de resultarle difícil a esa mujer enfrentarlo y formularle una pregunta. De inmediato, admiró su valor.
—Adelante. Puede hacerla.
—¿Es cierto que su excelencia es el hijo de Emerald Maguire?
—Lo soy.
—Su madre y yo éramos como hermanas —aseguró.
Artemio se apeó deprisa y le estrechó la mano. Así había comenzado su amistad. Por Tessie supo que sus padres se habían conocido en 1773, durante las festividades del 1° de mayo, cuando los señores de Glendalough bajaban a la aldea y consentían en mezclarse con los plebeyos en danzas y juegos. «Fue amor a primera vista. Nunca he visto amor más grande que el de tus padres». Le contó también que a Emerald se la consideraba la beldad del condado de Wicklow, y que sus hermanos, Fidelis y Jimmy, la celaban al punto de vivir de gresca en gresca. «Tu padre era el hombre más apuesto que yo haya visto, refinado y culto, y al mismo tiempo amable». Vivía mayormente entre Londres y Oxford, donde cursaba sus estudios, y regresaba en ciertas épocas del año a la Irlanda porque amaba su país.
Sin el apoyo de las familias, Horatio y Emerald huyeron para casarse. Los Maguire detestaban a los de Lacy debido a que, en 1649, Oliver Cromwell les había confiscado sus tierras para entregárselas a esos ingleses con apellido normando. Por su parte, los de Lacy, que consideraban a los Maguire sucios, analfabetos y supersticiosos papistas, jamás habrían admitido que su sangre se mezclara con la de semejante ralea.
«Decían», le confesó Tessie, «que el conde estaba dispuesto a perdonar a tus padres y a recibirlos en Grossvenor Manor. Nunca supimos si era verdad puesto que alguien intentó matar a tu madre, que se encontraba en estado, y todos apuntaron a él, a tu abuelo. Afortunadamente, la bala que la hirió en el brazo sanó sin problemas».
Artemio se hallaba al tanto de la convicción de su abuelo acerca de ese tema. El viejo conde sostenía que, en realidad, el atentado había estaba dirigido a su hijo y no a Emerald. Ellos se encontraban juntos en el momento del ataque, y, por error, Emerald había recibido la bala. Nunca lo sabrían con certeza. Sin embargo, Artemio desconocía la sospecha del conde, que involucraba a los Maguire. Éstos formaban parte de una cofradía que se proponía acabar con la ocupación inglesa en la Irlanda, y bien podrían haber planeado asesinar al futuro conde de Grossvenor que, por otra parte, se había robado a su preciada hermana. ¿O no contaba acaso que ese joven y alocado Fidelis Maguire, hermano mayor de Emerald, hubiera intentado asesinarlo tiempo más tarde, irrumpiendo en su carruaje en el que, se suponía, viajaba a Dublín para asistir a una velada lírica? Por fortuna, un espía los había alertado.
«A causa del ataque», le contó Tessie, «tus padres decidieron huir con la pequeña Edwina. Como tu abuela era española, tu padre acudió a su tío en Madrid que le entregó una carta de recomendación y una gran suma de dinero para que probara suerte en las colonias del otro lado del mar. Así partieron. La última carta que recibí de tu madre… En realidad, escribía tu padre, ya que tu madre no sabía hacerlo, y yo se la daba a leer al padre Ronny, porque no sé leer. Pues bien, la última carta que recibí de tu madre, me contaba que se hallaban en Cádiz a punto de zarpar. Nunca más volví a saber de ellos».
«¡Qué distinta luce Tessie desde aquella primera vez en que la vi, en el camino de Glendalough!», se dijo Artemio. Había ganado en peso, su piel lucía saludable y el cabello le brillaba. A pesar de su sonrisa desportillada —la falta de dientes se debía al escorbuto—, resultaba encantadora. Salió a recibirla. La notó cohibida y nerviosa, mientras la conducía cerca del hogar.
Entraron los niños, Stephen, Albert y Sophia, seguidos de la institutriz, de la prima Prudence y de su esposo, Stephen Walington, con quien Artemio había estrechado una gran amistad. Al rato, se les unió Calvú, y casi a continuación se presentó William de Lacy, hermano de Prudence y cuñado de Elisabetta, recién llegado de Londres —todavía con el redingote y la galera en la mano—, que comunicó, en un estilo histriónico y jovial, su determinación de pasar una larga temporada en Grossvenor Manor, a lo que Artemio respondió con una mirada cómplice y un leve movimiento en la comisura izquierda a manera de sonrisa irónica. «¿A cuánto ascenderán tus deudas de juego que vienes a esconderte en este paraje que detestas?». Él se haría cargo, como siempre, ya que profesaba un gran afecto por el primo hermano de su padre y no deseaba que terminara confinado en Newgate por deudas. Su abuelo, por el contrario, expresaba a viva voz que una temporada en prisión curaría a su sobrino del vicio del juego, a lo que éste respondía con risotadas y una conducta despreocupada, más propia de un adolescente que de un hombre que rondaba los cincuenta. Esos modos de William, en realidad, ocultaban el sufrimiento que le provocaba la falta de aprobación de su tío Horatio, anhelada aún más que la de su padre. Dado el tormentoso matrimonio de Andrew de Lacy y Margaret Cavendon, desde pequeños, Andrew, William y Prudence habían estrechado el vínculo con su tío, quien encarnaba la seguridad y el sentido común de los que carecían sus progenitores.
Andrew y William añoraban las largas temporadas en Grossvenor Manor y en Saint Ailish, donde nadie gritaba ni se lanzaban cosas, las personas no caminaban dando tumbos ni amanecían cerca del mediodía, aunque a Andrew —William era demasiado pequeño y no lo recordaba— le tocó vivir los días en que el tío Horatio y su único hijo se miraban con dureza, no compartían las comidas y se encerraban a discutir en el despacho. Lo desconcertó que el primo Horatio —varios años mayor que él— le informara una noche que se marchaba para casarse con una muchacha «de otra condición». «Tú nos contaste», le recordó Andrew, al borde del llanto, «que tío Horatio casó en contra de la voluntad del abuelo, porque tu madre era española, y que, con el tiempo, él lo perdonó y aceptó su matrimonio». «Es cierto», admitió Horatio, «pero mi madre poseía algo que Emerald, no: provenía de una de las familias más antiguas de España, los Alba de Tormes. Emerald, en cambio, es una campesina».
La huida del primo Horatio tiñó de gris a Grossvenor Manor. El conde se recluía en el despacho y pasaba las noches en casa de su amante. Al saberse la noticia de que Horatio había partido hacia la España para poner a resguardo a su esposa encinta, ya que sospechaba que su padre había mandado asesinarla, el conde sufrió un acceso de ira y tachó del libro familiar el nombre de su único hijo. Llamó a su sobrino Andrew, de apenas siete años, y le informó que, a su muerte, se convertiría en el undécimo conde de Grossvenor.
Se dijo que sobre la familia de Lacy pendía una maldición el día en que Andrew de Lacy falleció a causa de una bala perdida en el coto de caza de Saint Ailish. Se especuló acerca de quién se haría con el título. Se pensó en William, aunque pronto quedó fuera de juego; su tío lo consideraba un bueno para nada. «William, no tienes oficio ni beneficio», rezongaba el viejo conde, a lo que su sobrino respondía con chanzas y carcajadas.
Descartado William de Lacy, las miradas se dirigieron hacia el ilegítimo de Horatio de Lacy, John Joe Fitzgerald, que había recibido la educación de un aristócrata. Las hablillas acabaron cuando se supo que el conde había decidido buscar a su hijo Horatio para restablecerlo en el sitio de heredero, para lo cual se tragó el orgullo y pidió ayuda a su cuñado en Madrid, al cual siempre había detestado. El duque de Alba y Tormes le informó lo que sabía: Horatio y su familia habían partido del puerto de Cádiz en 1775 con destino a Buenos Aires, una ciudad en la Sudamérica. «No he vuelto a saber de ellos», expresó. «Las comunicaciones entre la España y sus colonias han sido difíciles en los últimos tiempos. Quizá me escribió y la correspondencia se extravió». La excusa sonó pobre a los oídos del conde de Grossvenor, que temió lo peor. Regresó a Londres muy abatido, y los sirvientes se preocuparon pues casi no probaba bocado y se lo pasaba en su dormitorio. Hasta un día, a mediados de febrero de 1811, en que recibió la visita de Roger Blackraven, hijo de un viejo amigo, que renovó las esperanzas. Mandó por comida y, mientras saciaba el hambre de días, lanzaba órdenes a su secretario —que reservara pasajes en el próximo buque con destino a la Sudamérica— y a su asistente de cámara —que preparara las maletas para un largo viaje.
Ese rincón en el enorme vestíbulo de Grossvenor Manor lo había complacido desde niño, desde que comenzó a visitar la casa del conde y se ocultaba para observar. Lo recibían en carácter de protegido de Horatio de Lacy, a cargo de su alimentación y vestimenta y del costoso colegio en Dublín. En la actualidad lo hacía como amigo, aunque todos sabían que John Joe Fitzgerald era su hijo ilegítimo. Su bastardo. Odiaba el sonido de esa palabra y todavía se acordaba del día en que la escuchó por primera vez. «Ahí va el bastardo del conde», gritó un aldeano, a lo que siguió una lluvia de guijarros. Apretó el vaso de coñac y se acomodó en el canapé, enfurecido por el efecto de ese recuerdo, aborrecía el sentimiento que le inspiraba, no por malo sino porque le restaba concentración y fuerza. A veces, las memorias inundaban su visión y lo ahogaban, como la del conde apeándose del caballo y entrando en la cabaña que ocupaban en las afueras de la ciudad de Trim, y la de él abandonando la cabaña, por mandato de Devona, su madre, y aguardando en el granero donde se dedicaba a odiar a ese hombre y a Devona por permitirle que lo humillase. Pronto le revelaron un gran secreto: ese hombre era su padre; les había comprado la cabaña, les daba dinero y lo enviaría a estudiar al Trinity College en Dublín. Poco valoraba las limosnas del conde, él quería ser como su medio hermano Horatio, al que los aldeanos y campesinos saludaban con una sonrisa cuando, después de pasar el invierno en el internado de Eton, regresaba a Grossvenor Manor y paseaba a caballo por la calle principal de Trim. «Él perdió a su madre cuando apenas tenía días de nacido», trataba de convencerlo Devona. «Tú nos tienes a los dos, a tu padre y a mí. Eres mucho más afortunado que Horatio». El argumento no sólo le resultaba fatuo sino que lo ponía de malas. Él no tenía a su padre, ni siquiera lo llamaba de ese modo sino «milord», y ser su ilegítimo le servía bien poco. Los aldeanos los marginaban; a su madre la llamaban «ramera» y a él, «bastardo». Aprendió a entretenerse solo y a soportar las pullas con una idea fija: «Algún día me vengaré», y, como no aceptaba el dinero que le entregaba su madre puesto que salía de la bolsa de de Lacy, también aprendió a arreglárselas solo desde muy joven. No necesitó demasiado tiempo para entender que le convenía una alianza con las autoridades inglesas. Todavía recordaba la satisfacción que experimentó el día en que embolsó sus primeras libras por informar sobre movimientos extraños entre los aldeanos, los mismos que tantas veces lo habían despreciado por su origen, y tampoco olvidaría las cincuenta libras —una pequeña fortuna— que ganó al ayudar a desbaratar el plan que se proponía asesinar a su padre y por el cual cayeron tres jóvenes cofrades, entre ellos, Fidelis Maguire, cuñado de Horatio.
Con los años, cuando llegó la sabiduría, la que le enseñó que el orgullo era un lujo demasiado costoso, aceptó el ofrecimiento de de Lacy e ingresó en el Trinity College, donde recibió una esmerada educación y obtuvo su título de abogado. Gracias a las conexiones de su padre, trabajó en un bufete de Dublín y adquirió renombre entre los latifundistas debido a que jamás perdía un juicio contra los arrendatarios ni los campesinos. Ya nadie mencionaba su condición de hijo natural, ni lo miraba con desprecio, ni le arrojaba guijarros e insultos. El golpe de suerte llegó cuando su padre le ofreció el escaño en el Parlamento irlandés por el distrito de Trim, en manos de los condes de Grossvenor desde la época de las confiscaciones cromwellianas. A Trim se lo definía como un «distrito podrido», es decir, un distrito que aún contaba a los fines electorales a pesar de que, por haber decrecido el número de sus pobladores, debería haber sido absorbido por uno mayor. En 1800, cuando se sancionó el Acta de Unión, John Joe recibió un soborno suculento y un título nobiliario por votar la unificación de los parlamentos de la Irlanda y de la Gran Bretaña. Como su padre se mostraba orgulloso y satisfecho con sus logros, John Joe fantaseó con que terminaría por heredarle el título de conde de Grossvenor. Hasta ese día de enero de 1820, el ofrecimiento no había llegado.
Se abrió la puerta del despacho y salió un grupo nutrido encabezado por Sebastian de Lacy, hijo de su medio hermano, que marchaba con Sophia de la mano y con ese gato gigante pegado a la rodilla. Lo estudió desde su rincón. Sauvage de l’Amerique (salvaje de la América) lo había apodado la esposa del cónsul francés en Londres, al distinguirlo en una fiesta, impactada por la extraña combinación de su porte sajón, el parche negro en el ojo izquierdo, varias argollas de plata en la oreja derecha y la actitud distante, como de cansado desinterés, con que observaba y se dirigía, sin caer en un comportamiento altanero, más bien la natural disposición de quien conoce su propia valía y se siente seguro. Esa reserva y frialdad le habían granjeado la fama de orgulloso y desagradable; sin embargo, cuando se tenía la oportunidad de verlo sonreír —no la mueca sardónica que empleaba en eventos sociales sino el gesto que le suavizaba las facciones y le iluminaba el ojo derecho—, se decía que conquistaba cualquier corazón, como el de la esposa del cónsul francés, que había sido su amante hasta que el diplomático solicitó el traslado, temeroso de verse obligado a enfrentar en un duelo al sauvage de l’Amerique.
John Joe cambió de posición en el canapé para mejorar el ángulo de visión. Su sobrino, de cuclillas al pie de la escalera, despedía a los hijos de Prudence, que se marchaban a dormir. Sophia se colgó de su cuello y le pidió que le contase un cuento. Verlo sonreír y besar la cabeza de la criatura le provocó a John Joe la misma incomodidad y curiosidad de quien espía a alguien desnudo. Le miró fijamente el perfil y concluyó que era como estar viendo a su tío, Fidelis Maguire, con excepción del cabello rubio, herencia de los de Lacy.
Se escucharon unos bastonazos sobre el parquet, y todos giraron para encontrarse con la figura, todavía altiva pese a sus casi ochenta y seis años, del décimo conde de Grossvenor.
—La señorita Powell —dijo el anciano, y miró a la institutriz—, te contará un cuento, Sophia. Tu tío Sebastian está ocupado esta noche. Ah, William, veo que has llegado.
—También es un gusto verte, querido tío Horatio.
—Ve a cambiarte —le ordenó—. Vamos —apremió al resto—. Mis invitados llegarán de un momento a otro.
Artemio le ofreció el brazo a Tessie, y John Joe notó por primera vez que la campesina formaba parte del grupo. Se sorprendió, aunque sin motivo; bien conocía las extravagancias del hijo de su medio hermano. Sí lo sorprendió que su padre admitiera que una mujer de condición tan baja empañara el boato de la cena. «Entonces», meditó, «resultan ciertas las hablillas que sostienen que el viejo baila al son de su nieto». Se preguntó si lo habría enfadado la novedad de que Sebastian hubiera mandado editar antiguos poemas de los bardos en gaélico y organizado tertulias con los campesinos de Trim y Navan donde se los recitaba en abundancia de comida y bebida, y todo a costa del dinero de los de Lacy, dinero que le pertenecía por derecho de nacimiento y que el hijo de su medio hermano malgastaba en sandeces, como la de comprar toneladas de naranjas en Sicilia y repartirlas entre sus cientos de arrendatarios, los de Grossvenor Manor y los de Saint Ailish, para prevenir el escorbuto. Había generado malestar entre las autoridades y los políticos de Dublín la noticia de que el nieto del conde de Grossvenor estaba completando un plan por el cual se reemplazaban las cabañas de barro y techos de bálago de los arrendatarios por casas de ladrillos y argamasa, cada una con su chimenea para evitar las fogatas en el interior que inundaban de humo los ambientes y provocaban oftalmía e incluso ceguera entre los campesinos, quienes en un principio objetaron la opulencia de contar con chimenea, dado el impuesto de dos chelines —casi una semana de trabajo— que pesaba sobre cada una de ellas, cuestión que Artemio zanjó al hacerse cargo de él. Tanto la noticia de la construcción de las casas como la del pago del impuesto a las chimeneas por parte de de Lacy comenzaban a propagarse por el país y a generar efervescencia entre los habitantes de otros condados, que pretendían obtener los mismos beneficios.
John Joe había escuchado que así como los campesinos veneraban a Sebastian de Lacy por su munificencia, también le temían. Era famosa su severidad con el orden y la pulcritud, casi rayaba en la obsesión, la cual, entre otras medidas, lo había llevado a prohibir que se acumularan montañas de estiércol y hulla, utilizados para alimentar el fuego, en las puertas de las cabañas, donde gateaban los bebés y jugaban los niños. También prohibió que se bebiera alcohol, con excepción de los domingos. No perdonaba la desidia ni la vagancia, la chabacanería lo ponía de pésimo humor, lo mismo que no se cumplieran sus órdenes y planes.
Al obtener del actual conde de Grossvenor el control absoluto sobre las propiedades, su primera medida consistió en deshacerse de Jacob Burke, el administrador, un hombre cuya familia había servido a los de Lacy desde tiempos inmemoriales. «¿Por qué me despide?», le había preguntado Burke. «Porque usted le roba a mis arrendatarios y a mí. Ahora salga de mi tierra y no vuelva a pisarla o le abriré la garganta de lado a lado». No se trataba de un chisme; él lo sabía del propio Burke, que se apresuró a abandonar Saint Ailish, dando crédito a lo que se decía: que cada aro de plata que pendía de la oreja derecha de Sebastian de Lacy representaba a un cristiano despachado al otro mundo por sus propias manos en aquella región del sur donde se había criado como un salvaje. ¿Se avendría su padre a heredarle el título de undécimo conde de Grossvenor y erigirlo en dueño y señor de sus propiedades, incluidas las de la Inglaterra, con esos antecedentes?
La acusación a Burke no era infundada, la mayoría de los administradores cobraba un extra a los campesinos que no contabilizaba. Los señores ingleses con tierras en la Irlanda hacían la vista gorda si los salvaba de ocuparse de sus propiedades en ese país de supersticiosos y mugrientos papistas en el cual no se hallaban a gusto ni seguros. Artemio, en cambio, había emprendido la administración de sus tierras con el mismo celo empleado en los negocios y asuntos en el Río de la Plata, abrazando la causa del pueblo irlandés como propia.
John Joe debía admitir que, si bien su sobrino destinaba fortunas en mejorar las condiciones de vida de los arrendatarios, realizaba donaciones a la Iglesia Católica —conducta que le granjeaba poderosos enemigos— y fundaba hospicios y orfanatos, las ganancias de Grossvenor Manor y de Saint Ailish habían aumentado sensiblemente gracias a su administración. Algunos susurraban que era brillante para los negocios, otros hablaban de que tenía suerte. Por ejemplo, cuando la mayoría de los propietarios echó a sus arrendatarios de modo tal de lograr más espacio para criar ganado dado el incremento de la demanda de carne por parte de los ingleses, Sebastian no sólo que no despidió a ninguno sino que absorbió los de sus vecinos. Con modernas técnicas, intensificó el cultivo de maíz, trigo y cebada. «El negocio en este momento son las vacas», intentó aconsejarlo un amigo de su abuelo. «Vacas son lo que me sobra», había sido la enigmática respuesta de Sebastian. Ese año, la cosecha resultó abundante y, como el precio se hallaba en alza debido a una peste que diezmó los cultivos en la Francia, Sebastian y sus arrendatarios nadaban en dinero. Podía vérselos en las calles de Trim y de Navan, con sus sonrisas satisfechas y sus trajes y sombreros nuevos.
—Winthorp —escuchó llamar a su padre—, ¿no ha llegado el barón de Kildare?
«Ése soy yo», pensó John Joe. Apoyó la copa sobre la mesa de arrime y se puso de pie.
—Aquí estoy, Horatio —dijo, y su figura se evidenció en las sombras—. Componíais un cuadro tan ameno —explicó a los presentes, que lo contemplaban entre atónitos y molestos— que me permití quedarme en silencio para solazarme.
William de Lacy subió a la planta alta y entró en su dormitorio, el mismo que ocupaba desde niño. Hacía meses que no visitaba Grossvenor Manor, y lo asaltó la emoción del regreso, del encuentro con el sitio que amaba desde que tenía uso de razón; se puso contento, más allá del recibimiento del tío Horatio y del evento que lo convocaba. No habría acudido a la invitación de su sobrino Sebastian de no hallarse en graves aprietos financieros, y se habría ahorrado la pena de verlo anunciar su compromiso con Elisabetta d’Adda. Sus acreedores, que lo perseguían como lebreles, lo habían orillado a abandonar Londres y recalar en la Irlanda; también su amante, que le exigía la mensualidad para pagar, entre otros lujos, las habitaciones que alquilaba en el barrio de Belgravia; a su regreso, la encontraría furiosa y con nuevo protector. La verdad era que le importaba un ardite; esa mujer contaba para él tanto como las otras. La única por la cual habría cambiado su vida de calavera y bueno para nada se desposaría con el hijo de su primo.
William asestó un golpe sobre la mesa de noche y pateó una bota, que dio contra el chispero de la estufa. Se llevó las manos a la cabeza y lanzó un corto grito. Esa mujer le pertenecía, siempre le había pertenecido. Decidido a huir del matrimonio, incapaz de someterse al calvario de sus padres, cambió de parecer el día en que la conoció en el palacio de su amigo, Girolamo Sforza, en Milán. Los presentaron, conversaron y hasta rieron sin prestar atención a las reglas que señalaban lo inconveniente de la risa franca y abierta en acontecimientos sociales. Convenció a Girolamo, primo y tutor de Elisabetta junto con su abuelo, el duque d’Aosta, de que la escoltara a Grossvenor Manor, donde pensaba pedirle que lo desposara. Por primera vez, William abandonaba el cinismo y la ironía con los que había encarado la vida, para aferrarse al sentido que Elisabetta le otorgaba; no pensaba en la relación de sus padres ni en la aversión que experimentaba ante el fracaso, la infidelidad y el desamor. Se daba cuenta de que, al hablar con tanto desprecio del matrimonio, la ignorancia y el miedo habían desempeñado un papel fundamental. Elisabetta se había adueñado de su mente y sanado su corazón.
El desengaño que sufrió la mañana en que encontró a su hermano Andrew besando a su amada en las caballerizas lo condujo al borde del suicidio. Su valet lo encontró con una pistola en la boca y llegó a tiempo para arrebatársela. Sólo el conde de Grossvenor se enteró del incidente y, al conocer el motivo, endilgó una filípica a su sobrino William y lo envió lejos para que no interfiriese con lo que él juzgaba un golpe de suerte, ya que, por primera vez, Andrew, heredero del título y con casi cuarenta años, mostraba serio interés por una mujer. La joven, aunque italiana, podía jactarse de un rancio abolengo, y su juventud —apenas llegaba a los diecisiete años— aseguraba un vientre fértil. Se casaron pocos meses más tarde, en la capilla de Grossvenor Manor, por el rito de la Iglesia Anglicana. William estuvo ausente en la ceremonia y en la fiesta y no supieron de él hasta el día del entierro de Andrew, tres años más tarde.
En aquella oportunidad, mientras observaba llorar a través del velo de encaje negro a su cuñada Elisabetta, se prometía: «Esta vez no se me escapará. Esta vez será mía». A pesar del rencor y del tiempo transcurrido, seguía amándola; aún reaccionaba a su cercanía, el corazón le palpitaba, desenfrenado, y se le ponía densa la boca. Respetaría el período de luto para confesarle sus sentimientos. Le concedería tiempo para olvidar su pérdida. Le dolía el desconsuelo de Elisabetta porque significaba que había amado a Andrew. ’Todos habían amado a Andrew. Le temía a la comparación y al rechazo.
La milagrosa aparición del hijo de su primo Horatio en 1811, a quien el conde de Grossvenor había rescatado de las entrañas de una región bárbara del sur del mundo, se convirtió en la cura de Elisabetta, que ni siquiera simulaba su devoción por Sebastian de Lacy, el cual la trataba con una actitud indolente que casi rayaba en la descortesía. Ella, sin embargo, no claudicaba y desplegaba sus artes de seducción con un desparpajo que sólo el destinatario no advertía, o quizá sí. Para Elisabetta no contaba siquiera que su primo Girolamo Sforza condenase al indiano blondo dell’Amenca (indio rubio de la América) y que desaprobase su intención de desposarlo. «Un hombre que anda con un parche negro y tantas argollas en la oreja», había intentado razonar con su prima, «más tiene de pirata que de noble irlandés», a lo que Elisabetta respondió con una carcajada. «Me gusta más por su parche negro», le aseguró, «por sus argollas de plata y por el pañuelo que se ata en la cabeza cuando sale a cabalgar. Deberías verlo querido primo; en esas ocasiones, con el torso desnudo, ¡sí que tiene traza de filibustero!».
Aprovechando que Sebastian no correspondía a Elisabetta, William decidió declararle su amor. La muchacha lo contempló con ojos amables y le acarició la mejilla. Lo humilló que no se mostrara conmovida ni turbada, como si siempre lo hubiese sospechado, y que le dijera que lo quería como a un hermano.
William huyó a Londres. Pero incluso allí lo alcanzaban los cuentos acerca de la adoración que Elisabetta demostraba por Sebastian, a quien secundaba en cuanta locura se embarcaba, como la de repartir naranjas u organizar una escuela dentro de la propiedad de Saint Ailish para los hijos de los arrendatarios. Ella enseñaría italiano y francés, como si esas gentes hubiesen necesitado aprender otras lenguas.
Llamaron a la puerta. «¡Ya era hora!», exclamó para sí, creyendo que se trataba de su valet. Abrió, y Girolamo Sforza lo miró, ceñudo, bajo el umbral.
—¡Girolamo! ¡Qué sorpresa!
—Ni tanta, William —lo saludó a la usanza inglesa, apretando la mano derecha de su amigo—. He aceptado la invitación de Sebastian en un ultimo intento por desbaratar su compromiso con mi prima Elisabetta. Sé que todavía no te aprestas y que la cena comienza en unos minutos. Yo mismo acabo de llegar y debo cambiarme. Pero necesitaba hablar contigo y le pedí a un sirviente que me indicara dónde te encontrabas.
—Por supuesto. Pasa, pasa. ¿Aceptas una copa de brandy?
—No, gracias.
—Dime, ¿de que necesitabas hablar conmigo?
—¿Es Sebastian de Lacy el verdadero nieto de tu tío Horado o un impostor? —ante el desconcierto de William, Girolamo aclaró—: Se dice en Londres y en Dublín, donde he pasado mis últimas semanas, que no. El viejo Horatio quería hallar a su nieto perdido y cualquiera le vino bien.
—No lo creo —admitió William, en un rapto de sinceridad que lamentó—. Aunque ahora que lo mencionas… No sé qué pruebas obtuvo mi tío para admitir que ese sayón es el hijo de mi primo Horatio. Se lo pregunté en una oportunidad y no se avino a darme explicaciones. Resulta sospechoso, ¿no lo crees?
—No se parece en absoluto a los de Lacy.
—No, aunque he escuchado que es el fiel reflejo de un hermano de su madre.
—¿Quién era su madre?
—Una campesina del condado de Wicklow.
—¡Una campesina! —Girolamo Sforza se llevó la mano a la frente—. Es un impostor —dijo—, lo sé, lo presiento. ¿Qué sabemos de él? ¿Dónde nació? ¿Cómo fue educado? Me pregunto si no será bigamo. Podría haber dejado una esposa en aquel país de las Indias Occidentales. Hasta hijos.
—¿Qué piensas hacer para evitar la boda?
—Amenazaré a Elisabetta con desheredarla. El duque d’Aosta me ha concedido la venia para tomar esta medida drástica.
—No conseguirás nada —afirmó William—. Sebastian será un hombre muy rico a la muerte de mi tío Horatio, y no necesitará de la fortuna de Elisabetta para vivir con los lujos que se le antojen. Por otra parte, es un hombre extraño. No le importa el dinero. De veras —agregó, ante la expresión de cejas elevadas de Sforza—, no le importa. En cuanto a tu prima, está tan enamorada —admitió, con un esfuerzo que su amigo no alcanzó a vislumbrar—, que desechará tu amenaza.
—Elisabetta no tomará a la ligera el repudio de familia —lo contradijo Sforza, y William sacudió los hombros y ensayó un gesto que llamaba al desafío.
—Yo creo que sí —aseguró—, desechará tu amenaza.
—¡No puedo permitir que una d’Adda, nieta del duque d’Aosta, se una en matrimonio al hijo de una campesina irlandesa con aspecto de pirata! Se duda de su origen, es un hombre rudo, carente de educación y buenos modos, corto de genio, ¿qué ha visto mi prima en él?
William, que se había formulado la misma pregunta varias veces, calló.
—Mi sobrino Sebastian —dijo, al cabo de un silencio—, tiene muchos enemigos en Dublín y en Londres.
Sforza lo contempló con fijeza en tanto las palabras calaban en su mente. Se puso de pie.
—Continuaremos esta conversación cuando la cena haya terminado. Ahora tú debes cambiarte, igualmente yo. Te veo en el comedor —dijo, y se marchó.
Al cabo de media hora, William y Girolamo se unían al grupo de comensales que ingresaba en el comedor de Grossvenor Manor, profusamente iluminado, donde los colores de los de Lacy, el rojo, o gules, y el dorado, se destacaban en las libreas de la docena de sirvientes, en el decorado de las paredes y en el inmenso escudo que entronizaba el salón, detrás de la cabecera de la mesa, donde se ubicó el conde de Grossvenor, con la asistencia de un lacayo. Su nieto lo hizo en el extremo opuesto. Quis tu ipse sis memento, leyó Artemio en la parte baja del escudo de su familia. «Recuerda quién eres», tradujo para sí, y estudió los rostros de los invitados hasta encontrar el de Elisabetta, a quien una sonrisa le cruzó la mirada. Él le contestó contemplándola con una fijeza y una seriedad que sólo ella sabía interpretar como la promesa de una noche de pasión. La italiana simuló acomodarse la servilleta en la falda para ocultar las mejillas coloradas, actitud que no pasó inadvertida para William de Lacy.
Avanzada la cena, Arthur Ewell, lord canciller de la Irlanda y gran amigo del conde de Grossvenor, se dirigió a Artemio para preguntarle:
—¿Es cierto lo que se cuenta, Sebastian, que prácticamente has reemplazado todas las cabañas de tus arrendatarios por casas de argamasa y tejas?
—Ya casi hemos terminado, señor.
—Muy interesante, muy interesante —repitió el anciano—. Supe también que les has disminuido la renta casi a una tercera parte y que, en cambio, participas en las ganancias de sus cosechas.
—Así es más justo —intervino Elisabetta, provocando el disgusto de los hombres.
—Querida —dijo la esposa del lord canciller—, nosotras no entendemos nada de estas cuestiones.
—Elisabetta entiende mejor que muchos hombres de estas cuestiones —la contradijo Artemio.
—Las mujeres son blandas —dictaminó William—, y si de ellas dependiera la administración de nuestros bienes, terminaríamos en bancarrota. A ellas sólo las mueven argumentos de tipo sentimental.
—¿Son tus motivaciones, Sebastian —quiso saber sir Arthur—, de tipo sentimental?
—La verdad es que mis motivaciones carecen de importancia, señor, sean éstas de origen sentimental o racional —pocos adivinaron la ironía con que se expresaba—. Lo que sí puedo afirmar es que son nacidas del sentido común. ¿De qué me vale tener campesinos a los cuales se les caen las herramientas de las manos por encontrarse mal alimentados? ¿De qué me sirven campesinos ciegos debido a la mala condición de sus casas, llenas de humo por no contar con una chimenea? ¿Para qué quiero hombres y mujeres enfermos y resentidos? No es inteligente rodearse de personas con sed de venganza que superan ampliamente en número a mis hombres. Podrían rebanarnos las gargantas en nuestras propias camas mientras dormimos.
La rudeza del comentario provocó un murmullo por lo bajo e intercambios de miradas. Asombraba a William la indiferencia con que su tío Horatio escuchaba a Sebastian y seguía comiendo.
—Tus acciones, Sebastian —habló el lord canciller, con voz endurecida—, generan malestar en el país.
—¿Por qué? —se interesó, fingiendo ignorancia.
—Porque los campesinos de otros condados se enteran de los beneficios que sus compatriotas obtienen en Grossvenor Manor y en Saint Ailish y exigen a sus patrones igualdad de condiciones.
—Sería interesante que las igualaran —comentó Stephen Wallington—. Estas gentes han sufrido demasiado a lo largo de los siglos. Cada vez que recuerdo las Leyes Penales que los sometieron por tanto tiempo me avergüenzo de ser inglés.
Artemio estudió con reserva al esposo de su prima Prudence. A él le dejaría la administración de las propiedades en cuanto se ausentara.
—Stephen —dijo el lord canciller—, el problema de igualar esas condiciones radicaría en que las propiedades se tornarían poco rentables o, peor aún, arrojarían pérdidas.
—Eso se debe —habló Artemio— a que están mal administradas. Los señores ingleses se desentienden de sus tierras y las entregan a inescrupulosos administradores que les roban a ellos y a sus trabajadores.
—¿No insinuarás —se escandalizó Girolamo Sforza—, que los señores deben trabajar y ocuparse de los asuntos de sus haciendas, verdad?
—A eso me refiero. Sería un buen cambio. Dejarían de beber como cosacos en Londres y de perder hasta los calcetines en las mesas de juego para hacer algo útil —el conde de Grossvenor sonrió ante la mueca de su sobrino William—. El ser humano —prosiguió Artemio—, es el único animal que comete dos veces la misma torpeza. ¿Acaso no hemos aprendido de la Revolución en la Francia que no es de sabios someter al pueblo hasta hacerlo estallar? Una vez que el pueblo se rebela, sólo se aplacará con ríos de sangre.
—Estoy pensando —dijo Girolamo—, que quizá tus motivaciones no sean racionales en absoluto sino sentimentales, querido Sebastian. Quizá te has propuesto redimir a los campesinos ya que tu madre fue una de ellos.
El conde de Grossvenor levantó la vista con rapidez y fulminó al primo de Elisabetta con un vistazo que lo obligó a mirar hacia otro lado. Elisabetta lucía avergonzada, y un color rojizo le ascendía por el cuello y le ganaba los pómulos, mientras su pecho se agitaba bajo el escote. En la tensión, todos apreciaron la sonrisa de desprecio que afloró a los labios de Artemio y se asombraron de su parsimonia. «¿Habrá algo que lo perturbe o lo provoque?», se preguntó William.
—Quizá —concedió Artemio, y se llevó un trozo de faisán a la boca. No recogería la ofensa. Su madre había sido campesina; ofenderse con alguien que expresaba la verdad equivaldría a admitir que a él le pesaba su origen cuando, en realidad, lo enorgullecía. Apoyó los cubiertos en el plato y tomó la mano de Tessie, que casi no había probado la comida.
—Tessie —la instó Artemio—, come. ¿No está bueno el faisán?
Prudence inició una charla con su cuñada Elisabetta; Stephen le preguntó a Calvú Manque acerca del ganado de las pampas; el conde de Grossvenor comentó al lord canciller acerca de un amigo en común; y así se superó el mal rato. Elisabetta, aún conmocionada, respondía a Prudence con monosílabos, en tanto lanzaba miradas de súplica a su prometido.
Al final de la cena, el conde de Grossvenor solicitó la atención de los comensales y se puso de pie con la asistencia del lacayo, lo que todos imitaron. El anciano elevó su copa de vino y manifestó:
—Mi nieto Sebastian, único hijo varón de mi adorado Horatio, me ha concedido el honor de anunciar esta noche una feliz noticia: su próxima boda con la querida Elisabetta María.
La sonrisa de la italiana, el rubor de sus mejillas y el modo en que detenía los ojos en Artemio resultaron elocuentes. Su dicha era inefable.
—Los invito a brindar por la felicidad de Elisabetta María y por la de mi nieto, Sebastian de Lacy, futuro conde de Grossvenor.
El anuncio por fin se realizaba. Lo que había mantenido en vilo a la aristocracia inglesa y a los políticos irlandeses se desveló frente a un pequeño y selecto grupo que esparciría la novedad antes de que pasara un día. El décimo conde de Grossvenor había elegido a su sucesor. William se dijo que no debería experimentar esa decepción dado que esperaba la noticia; no obstante, lo ahogaba un rencor negro. John Joe, que había guardado silencio a lo largo de la cena, congeló la sonrisa y apretó la copa hasta obligarse a disminuir la presión para evitar quebrarla. Sólo Devona, su madre, habría advertido su furia reprimida. El lord canciller también sonreía, al tiempo que barajaba las consecuencias. Los de Lacy eran hombres de inmenso poder económico y político, controlaban varios distritos electorales, la mayoría «podridos», que los proveía de una influencia envidiable en el Parlamento. No caería bien el anuncio. El nombre de Sebastian de Lacy se repetía con poca simpatía en los círculos de Dublín dada la fama de su comportamiento extravagante que rompía con los códigos que por siglos habían mantenido domeñada a la Irlanda. El último cotilleo que lo tenía por amigo del joven abogado Daniel O’Connell, conocido agitador y rebelde, se juzgaba peligroso a un punto intolerable.
Consciente de lo que el anuncio acababa de provocar, Artemio levantó la copa hacia su prometida y le sonrió. «No me olvide, señor Furia. Por favor, no me olvide». La voz se filtró en sus pensamientos, y casi dejó caer la copa. Apoyó el cuerpo contra el borde de la mesa, inclinó la cabeza y se apretó la sien izquierda. Elisabetta estuvo a su lado en un instante.
—¿Qué ocurre, Sebastiano? ¿Otra vez esa puntada? Winthorp, el tónico del señor.
—Ya está —susurró Artemio, agitado—. Ya pasó. Ya pasó.
La frase, sin embargo, se repetía con la insistencia del tañido de una campana. «No me olvide, señor Furia». «No me olvide, señor Furia».
—Desde que perdió el ojo izquierdo —explicó el conde a la esposa del lord canciller—, sufre esas horribles puntadas en la sien. Enseguida estará mejor.
Tomaron asiento de nuevo. La emoción del anuncio se había disipado. Winthorp se presentó con el tónico y vertió una medida en una copa limpia. Prudence intervino para desviar la atención.
—Dinos, Elisabetta, ¿cuándo será la boda?
—Todavía no hemos fijado la fecha.
—Lo más pronto posible —indicó el conde, con una sonrisa que no terminaba de ocultar la preocupación por el estado de su nieto—. ¿Verdad, Sebastian? No tiene sentido esperar.
—Será dentro de unos meses —contestó Artemio—, después de mi viaje.
—¿Qué viaje? —preguntaron al unísono Elisabetta, Prudence y el conde.
—El que emprenderé dentro de poco al Río de la Plata.
—¡Al Río de la Plata! —se espantó su abuelo.
Se inició una polémica en la que Artemio no participó. Calvú Manque le echó un vistazo que expresaba su sorpresa y curiosidad, al que Artemio contestó con otro que decía: «Más tarde te explico».
—¡Cásate primero y luego viaja al Río de la Plata! —sugirió el conde.
—No —se limitó a contestar, habituado a no dar explicaciones.
—Entonces, iré contigo —resolvió Elisabetta.
—De ninguna manera —se escandalizó Girolamo Sforza.
—Mina me acompañará —adujo la italiana.
Al final se decidió que, además de Mina, Girolamo y William acompañarían a Artemio y a Elisabetta para guardar las apariencias.
—Si deseas, Sebastian —intervino el lord canciller—, puedo averiguar con el lord del Almirantazgo cuál es la próxima nave que zarpa para las Indias Occidentales.
—Le agradezco, sir Arthur, pero no será necesario que se moleste. Viajaré en mi propio barco.
—¿Ya está listo? —se sorprendió el conde.
—Hoy recibí carta de Roger Blackraven —no necesitó explicar de quién hablaba; todos lo conocían—. Me asegura que el Smarag está pronto para zarpar.
—¿Smarag? —dijo William.
—Significa esmeralda en gaélico. Esmeralda —explicó—, era el nombre de mi madre, la campesina.