Capítulo XII

Déjala ir

Artemio Furia despertó, e incluso antes de abrir los ojos, se sintió contenido en el perfume de Rafaela, potenciado por los sudores de la noche. Sonrió, siempre con los ojos cerrados, y tomó una gran porción de aire, que le expandió el pecho desnudo. Su memoria no registraba otro momento en que hubiese experimentado tanta dicha como en esa mañana junto a Rafaela.

Sus comisuras bajaron lentamente cuando resabios de la tristeza y de la furia, viejas compañeras de camino que le habían moldeado el carácter, se colaron en sus pensamientos. Terminó juzgando como una traición el sentimiento que lo llevaba a agradecer estar vivo. Imaginó el rostro de su madre, tan nítido después de haber visto a la condesa de Stoneville el día anterior, y se esforzó por borrar la imagen de su cuerpo frío y ensangrentado. Quería evocarla sonriendo y acariciándolo. Apretó el claddagh y, por primera vez en veinte años, le habló en gaélico: «Màthair, se lo entregaré a Rafaela. Espero que lo apruebes».

Después de tanto tiempo, la mala jugada del destino, la que lo había preservado de los enemigos de su padre aquella noche del 5 de junio de 1790, adquiría una significación.

—Furia.

Los párpados de Artemio se dispararon. Creóla se inclinaba cerca de su rostro. Se asombró de no haberla escuchado.

—¿Qué ocurre? —susurró.

—Tiene que irse. Mencia y Felisarda ya están en la cocina. No quiero que lo vean salir de la casa.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y media.

—Carajo —masculló.

Jamás se quedaba dormido. Pensó en Calvú Manque y en los demás, que debían de estar trabajando en el rodeo desde hacía una hora.

—Iré a la cocina para evitar que Mencia y Felisarda se metan en la casa —propuso Creóla—. Usté vayase rapidito.

Esperó a que la esclava saliera del dormitorio antes de apartar la sábana. Se movió con cuidado para no molestar a Rafaela. Que siguiera durmiendo, pensó; debía de estar exhausta después de una noche como la que habían compartido. Se vistió deprisa, sin desviar la mirada de su mujer, que dormía desnuda, de costado, con las manos bajo el mentón y las rodillas cerca del pecho. Lucía tan estática que se acercó para verificar que respirara. Debía de estar loco para seguir perdiendo tiempo, acuclillado junto a la cama, oliéndola y acariciándole la pierna. «Es un secreto», le había dicho Rafaela cuando él le preguntó con qué fabricaba su perfume, aunque después consintió en revelarle la parte fundamental de la fórmula. «Aceite esencial de rosas, de bergamota y de naranjas dulces». Él quiso saber con qué nombre lo había bautizado. «No lo he bautizado de ninguna manera en especial», admitió ella, «siempre pienso en él como en ’mi perfume’. Desde hoy lo llamaré Amor». Le explicó que Amor era una fragancia exclusiva, que ella no vendía a nadie. «Aunque ya no volveré a fabricarla», anunció, «porque cuento con poco aceite esencial de rosas». Artemio se enteró de que, a diferencia de otros destilados el de rosa no lo obtenía en el alambique de su rudimentario laboratorio sino que compraba el que importaba Demetrio Sola. «Necesitaría miles de rosas para conseguir algunas gotas de aceite», explicó. Sin embargo, el aceite que comercializaba el boticario Sola costaba una fortuna y ella no podía permitírselo.

Artemio la cubrió con la sábana, le besó la sien y se marchó. Halló a sus hombres repartidos entre el rodeo y el potrero y les informó que en dos días partirían rumbo a la Cañada de Morón.

Rafaela tomaba té de menta sentada frente a la contraventana de la sala principal que daba a la galería del primer patio. Ñuque, que tejía en su telar, cada tanto levantaba la vista al escucharla suspirar. Mimita jugaba con su muñeca, bautizada Melody en honor a la condesa de Stoneville, cerca del escabel donde Rafaela apoyaba los pies.

La joven se llevó la taza a los labios y sorbió el té, haciéndolo jugar en su boca, queriendo empaparla de ese sabor que a Furia tanto gustaba. La actitud de reposo en la que se hallaba, después de una jornada de intenso trabajo, no revelaba la verdadera disposición de su espíritu. Experimentaba una dicha que la conducía por disquisiciones que le arrancaban una sonrisa, por ejemplo, agradecer a Dios que la estancia La Larga se hubiese encontrado en estado lamentable pues de otro modo no habría conocido a Furia; o peor aún, agradecer a Dios que su padre hubiese participado en la asonada del nueve, la cual había propiciado el abandono de La Larga y el consecuente pedido de auxilio de don Íñigo. Cualquier sufrimiento del pasado se justificaba a la luz de los acontecimientos que la habían guiado a los brazos de Artemio Furia.

El tiempo de tomar una decisión se aproximaba. Esa mañana, Ñuque expuso su deseo de pasar la Cuaresma en la quinta de la calle Larga, por lo que en breve emprenderían el regreso a Buenos Aires. La idea de volver a esa casa, con su tía Clotilde y con Cristiana, resultaba insoportable. Tampoco deseaba enfrentar a su padre, a pesar de que hacía más de un año que no lo veía. Se preguntó si Aarón habría conseguido revocar las demandas que lo mantenían en Montevideo. No le importaba. Rómulo Palafox, tarde o temprano, echaría mano de sus conexiones y amistades para quedar limpio y recuperar su sitio entre las familias porteñas. Todo volvería a ser como antes. Su padre continuaría bregando en el seno de la Audiencia Real para obtener la Ejecutoria de Nobleza que certificara que él, como bisnieto del marqués de Montalbán, tenía derecho al título y a las prerrogativas aparejadas, obtenidas gracias a sus antepasados, los Pineda y los Bracamonte, que en tiempos de Carlos II y Felipe III, se habían destacado como militares. Hacía tiempo que Rómulo luchaba por ese reconocimiento. No había resultado fácil conseguir el primer documento con el cual se iniciaba el penoso trámite, llamado «certificado de pureza de sangre», que aseguraba que en la familia Palafox y Binda no existían rastros de sangre judía, ni mora, ni negra, ni de otras castas. Ellos eran cristianos viejos y españoles puros y, como tales, nunca se habían envilecido realizando trabajos mecánicos.

Recordó la tarde en que Rómulo las congregó en su despacho y, con orgullo, procedió a la lectura del certificado, emitido a partir de los papeles arribados de Madrid y gracias al testimonio de don Martín de Álzaga. Esta familia es limpia de toda mala raza de moros, judíos, mulatos y de los recién convertidos a nuestra Santa Fe. Ninguno de sus miembros ha sido castigado por el Santo Oficio de la Inquisición ni por otro tribunal con pena que induzca infamia. Se declara que tampoco se han ejercido oficios mecánicos ni viles. Aunque amaba a su padre, la fastidiaban las molestias que se tomaba para pasar a formar parte de la aristocracia española. Lo vivía como una humillación; Rómulo mendigaba un reconocimiento que, en el fondo, todos sabían que no merecía. Sospechaba que había pagado una fuerte suma por el certificado y que lo haría también por la Carta Ejecutoria de Nobleza. Le dolía la certeza de que Rómulo evocaba de continuo a su padre, Ambrosio Palafox, y nunca a su madre, Engracia Binda, porque ésta había sido criolla. Parecía olvidar que su esposa, Rosalba Barquín, lo había sido y que su hija lo era también.

No quería ni podía formar parte de la hipocresía de la casa de la calle Larga. Artemio Furia le había enseñado a ser libre. Su felicidad dependía de él. No obstante, una nube gris se suspendía en el horizonte ya que se acercaba el fin de la temporada en La Larga y Furia no mencionaba qué ocurriría con ellos. Se negaba a dudar de su honorabilidad. La noche anterior le había confesado que la consideraba su mujer y que la llevaba clavada en el corazón.

Mimita lo vio primera. Rafaela se giró en el confidente al escucharla pronunciar su «Atiemo». Lo descubrió en el ingreso de la sala principal, con esa mirada enérgica que acusaba un rápido dominio de la situación. «Es formidable», pensó. Aunque seguía sin afeitarse y su barba se le espesaba con el correr de los días, la blusa corralera y la camiseta que vestía estaban limpias, y se notaba que se había aseado después de las faenas con el ganado. Al quitarse el sombrero, reveló el pelo recogido en una coleta; un tiento de cuero le circundaba la frente. «Es formidable, orgulloso y poderoso», insistió. Su porte, casi aristocrático a pesar de las prendas, no la engañaba; un sustrato de salvajismo acechaba bajo ese modo desenvuelto y tranquilo; ella lo sabía capaz de matar. Su mirada impasible al mismo tiempo se mostraba alerta; los movimientos desmañados de su cuerpo podían convertirse en los de un felino. Pensó que se trataba de un hombre complejo y, sin embargo, también lo juzgaba práctico y de un gran sentido común; sobre todo le admiraba que, a diferencia de ella, se tomara las cosas con calma y no le temiera a la vida.

Artemio cruzó la mirada con la de Ñuque, que, para estupor de Rafaela, dedicó al gaucho una sonrisa de encías casi desdentadas que no le conocía.

—Ave María purísima —saludó el hombre.

Con ella no empleaba esa fórmula sino un «señorita Rafaela» y una inclinación de cabeza con el sombrero o el pañuelo en la mano. A Ñuque destinaba los modos y códigos que utilizaba con su gente. Rafaela se sintió marginada y celosa.

—Sin pecado concebida —contestó la anciana—. Pase m’hijo, pase. ¿Cómo dice que le va?

—Aquí estamos, Quelupén, trabajando pa’no perder la costumbre —contestó, al tiempo que tomaba en brazos a Mimita y le daba un beso en la mejilla.

—Así me gusta, m’hijo. Porque como dice San Pablo «El que no trabaja, que no coma».

—Señorita Rafaela —dijo al cabo, y, de acuerdo con lo que Rafaela esperaba, inclinó la cabeza a modo de saludo.

Furia se colocó detrás de Ñuque para apreciar su labor en el telar. Comentó algo en la lengua de los indios que arrancó una carcajada a la anciana, más inusual aún que la sonrisa desdentada. Rafaela se ubicó junto al gaucho, ávida de su atención, enferma de celos. Él movió la cabeza, y sus ojos turquesa la inmovilizaron. Así permanecieron por largos segundos, contemplándose, hablándose con la mirada, evocando la noche anterior, las palabras compartidas, el placer recibido y entregado. No se habían topado durante el día, y vivieron ese encuentro como un momento sublime, y lo compartieron en un silencio reverencial en el que sólo se escuchaba el roce del huso en el telar y la respiración congestionada de la niña.

Rafaela percibió el sigilo con que Furia le ajustaba la cintura con su brazo libre y cómo, con una ligera presión, la obligaba a ponerse en puntas de pie para besarla en la boca, de costado, con Mimita en el otro brazo, mirándolos. Entrelazaron sus lenguas y jugaron, los labios de Artemio engulleron los de ella. Él terminó abandonando la cintura de Rafaela para sostenerle la parte posterior de la cabeza e introducirse en su boca hasta sentir que la ahogaba. Se cuidó de no hacer ruido al despegarse. No quería que Ñuque los pillara en una situación comprometedora.

Mimita los observaba sin alarma ni condena, como si hubiese presenciado en varias ocasiones un beso de esa naturaleza. Rafaela y Artemio le sonrieron, y la niña les respondió de igual modo. Rafaela exultaba de alegría. Ellos formaban una pequeña familia.

Furia se inclinó en su oído y le pidió:

—Sírvame té de menta así llevo el sabor de su boca tuito el tempo en la mía.

Mientras servía la infusión, Rafaela lo escuchó retomar el diálogo con Ñuque en esa lengua cacofónica y gutural. Se aproximó y aguardó a que Furia depositara a Mimita en el suelo antes de entregarle la taza.

—¿Por qué la llama Quelupén?

—Porque ése es su nombre.

—Su nombre es Ñuque —se empecinó Rafaela.

—Ñuque significa madre —explicó Furia—. Quelupén es su nombre.

—¿Por qué nunca me has dicho que Quelupén es tu nombre?

—Porque nunca lo has preguntado —contestó la anciana.

—Hemos estado llamándote «madre» toda la vida —se admiró Rafaela.

—Así es —afirmó Ñuque, y se acomodó en la silla para continuar con su labor—, Dígame, m’hijo, ¿cuándo es que se marcha de La Larga?

—En dos días.

Rafaela lo buscó con la mirada, sin éxito; Furia contemplaba el telar de Ñuque. La desesperación y el miedo le ganaron el ánimo. Él había decidido que se marchaba y en tan sólo dos días. Nada le había dicho, nada le había mencionado. Apoyó la taza sobre la mesa con mano temblorosa. Se mordió el labio y apretó los ojos para refrenar las lágrimas.

Un ladrido retumbó en el espacio. Todos se volvieron hacia el umbral. Rafaela pensó, con alivio: «¡Ah, es Poupée la que ladra!», y enseguida cayó en la cuenta de que su padre, con Cristiana del brazo y Aarón a su lado, acababa de aparecer en la sala. La escena se tornó confusa.

—¿Qué hace este changador en mi sala? —preguntó Rómulo Palafox, y agitó la mano enguantada en dirección de Furia.

—¡Padre! —logró articular Rafaela, y avanzó hacia él.

Horas después, en la soledad de su dormitorio, Rafaela repasaría esos momentos y concluiría que había actuado como autómata y con la impotencia de quien vive una pesadilla.

—¡Padre! —exclamó de nuevo—. ¡Qué alegría verlo!

—Rafaela —insistió Rómulo—, ¿qué hace este palurdo aquí?

—¡Padre, por favor! No hable así. El señor Artemio Furia —y, en tanto hablaba, se alejaba de su padre para acercarse al gaucho— es amigo de don Juan Andrés de Pueyrredón.

A Furia lo humilló y exasperó que Rafaela echara mano de esa conexión para dignificarlo a ojos de su padre. Las miradas se cruzaron. Ambos las sostuvieron con imperio, como si se tratase de un cotejo de fuerzas. Las explicaciones de Rafaela se habían convertido en un sonido lejano, sin importancia.

Con suavidad, Rómulo desprendió el brazo de Cristiana y avanzó hacia Ñuque, a quien besó en la frente. Se volvió hacia su hija. Artemio habría deseado que la expresión de Rafaela no comunicara tanto miedo ni sumisión.

—Haga el favor de abandonar esta casa-ordenó a Furia, sin mirarlo.

—No —se opuso Rafaela—. El señor Furia me ha…

—¡Cállate, Rafaela! —explotó Rómulo—. Te has comportado como una pelandusca —Rafaela se llevó la mano a la boca y retrocedió, con los ojos bien abiertos. La conmoción no la salvó de escuchar la risita de Cristiana—. Me has avergonzado —continuó su padre— y has enlodado mi nombre vendiendo esos potingues que fabricas a la pérfida de Bernarda de Lezica, que se lo ha contado a todo el mundo. Te has paseado porla ciudad con esta criatura —dijo, y señaló a Mimita— cuando sabes que te he prohibido hacerlo. Has abandonado la seguridad de tu hogar junto a tu tía Clotilde y te has refugiado en La Larga para departir en mi sala con personajes del peor jaez —y apuntó a Furia.

—¡El señor Furia no es ningún personaje del peor jaez! ¡Usted no tiene autoridad moral para juzgarlo! —acotó, con la vista en Cristiana, que se ruborizó detrás del abanico.

Aun a Rafaela, la contestación le resultó excesiva. A Rómulo, inesperada. Le tomó un segundo reaccionar. Levantó el brazo para pegarle. Una fuerza lo detuvo.

—No le ponga un dedo encima.

Había una nota siniestra en la voz de ese hombre, como si proviniese de ultratumba. Esa tonalidad ronca, casi de susurro, hablaba de un poder subyacente y letal, el cual no terminaba de disimularse en el modo certero y apacible con el cual había sujetado la muñeca de Rómulo. Esa peligrosidad vibraba también en sus ojos, de un color antinatural, donde ardía una furia que los tornó oscuros en cuestión de segundos. Pasmaban la seguridad con que actuaba y la superioridad que comunicaba su figura alta y sólidamente construida. Con todo, Palafox no tuvo oportunidad de sentirse intimidado ni avergonzado ya que se mantenía inmóvil, subyugado por ese a quien había llamado changador, lo mismo que el resto, incluso Ñuque. Daba la impresión de que la casa misma había sujetado el aliento.

—¿Cómo se atreve? —atinó a balbucear.

Artemio levantó la comisura, y Rafaela se estremeció. Le conocía ese gesto macabro que simulaba una sonrisa.

—Por favor, señor Furia —le rogó—, deje ir a mi padre.

La sonrisa de Furia se había transformado en una mueca de abierto desprecio. Giró la cabeza con deliberada lentitud para observar la mano que sostenía en la actitud de considerar la posibilidad de soltarlo.

Rafaela atestiguó el instante en que el rostro del gaucho demudaba y se le congelaba la expresión en una mueca de estupor. Se deshizo de la mano de Palafox como si ésta lo hubiese quemado.

—¿Qué carajo…? —articuló en voz baja, corto de aliento, mientras caminaba hacia atrás—. ¿Qué mierda…?

Rafaela avanzó hacia él, con los brazos extendidos.

—Señor Furia —suplicó, pero su padre, de un empujón, la tiró al suelo.

Cristiana y Aarón se apartaron para dar paso a Artemio, que abandonó la sala en pocas y largas zancadas.

Rómulo orientó su ira y orgullo herido hacia Rafaela y la abofeteó.

—¿Cómo osas rebajarme frente a ese don Nadie? —descargó su puño una vez más en su hija—. ¿Cómo has permitido que ingresase en esta casa? ¡Eres una perdida!

—¡Rómulo! —la voz de Ñuque sonó con firmeza—. ¡Retírate de ella! —Palafox se incorporó, y, jadeando, se echó en una silla—. Aarón, ayuda a tu prima a levantarse. ¡Creóla! —la esclava debió de estar espiando pues apareció en un santiamén—. Lleva a tu ama a su recámara. Y tú, Peregrina, dile a Mencia que le prepare una tisana de pasionaria, merlisa y cedrón. Ven, Mimita —dijo al cabo, ablandando el tono de voz—, ven, cariño. No llores.

Artemio saltó sobre la montura y profirió un grito que hizo encabritar a Regino, su parejero. Al caer los cascos sobre el terreno, el bayo salió disparado a una velocidad que impedía distinguir sus patas. Furia cargó el torso sobre la cruz de Regino y le permitió adentrarse en la llanura, sin rumbo, tan sólo ponía distancia entre ellos y el casco de Laguna Larga. Entre él y Rafaela.

No quería reflexionar sobre lo que acababa de vivir en la sala de los Palafox. Apretaba los ojos para no volver a ver lo que cambiaría su vida y sellaría un destino perverso. Hacía chirriar los dientes para no romper en llanto y, un segundo después, soltaba una carcajada con lagrimas entre lo irónico de la situación.

Regino perdía fuerza. Furia, también. Ya no lograba sofrenar la rabia, el rencor y, sobre todo, el dolor que le tensaban el cuerpo. Avistó un ombú; cerca había un rancho. Se aproximó al trote ligero. Varios perros trasijados comenzaron a ladrar. Se apeó y los espantó agitando los brazos y soltando amenazas. Una muchacha corrió la tela que servía de puerta y lo miró.

—Ave María purísima —saludó Artemio.

—Sin pecao concebía.

—Ando queriendo un poco de agua pa’mi parejero, nada má.

—’Ta bien. Pase.

Además del agua para Regino, la muchacha le pasó un chifle con ginebra y colocó frente a él un cuenco con guiso. Lo devoró en silencio y bebió más de la cuenta.

—¿Quiere echa su recao ahí, pa’descansar?

La estudió con impertinencia. La muchacha no se mostró ofendida; por el contrario, le sonrió y balanceó las caderas en una tácita invitación.

«No está nada mal», se dijo. «Además está sola». Se presentaba como un bocado fácil y tentador, y en tanto seguía aquilatándola, el rostro de Rafaela se dibujó en su mente. «¿Cómo olerá esta china? A rayos», concluyó. «¡Mierda!». Antes la habría volteado sobre el recado sin miramientos ni melindres. «Antes», repitió.

—Si agradece, pero debo seguir camino.

—¿A estas horas? Ya casi é de noche. Y esta parte ’tá llena de vizcacheras y madrigueras de mulita. Se le va a poner manco el pingo, y sería una pena. E bien bonito. Como su dueño —agregó, con una risita.

Se despidió de la muchacha y montó de un salto. Se alejó al galope. La comida y la bebida habían mejorado su ánimo, como si hubiese recuperado la sangre. Sin embargo, el cansancio lo decidió a hacer noche en medio de la pampa. Desensilló y trabó las patas delanteras de Regino con una manea. Si hubiese montado a Cajetilla, lo habría dejado suelto; de este parejero, aún no se fiaba. Tendió la matra en el suelo, colocó el cojinillo para blandura y usó los bastos del recado como almohada. Escondió el tirador y colocó a mano el cuchillo antes de echarse y liar un cigarrillo. Se cubrió con el poncho de lana.

Con el brazo izquierdo bajo la cabeza, fumaba y contemplaba el contraste entre la luminosidad de la luna y de las estrellas y la negrura de la bóveda nocturna. Aunque necesitaba la soledad del campo, ansiaba a Rafaela a su lado. «Rafaela», susurró, deseando que ella pudiese ver ese cielo y que él pudiese sentir su calor perfumado. Sabía que actuaba como un cobarde y que se negaba a enfrentar la verdad desvelada en la sala de los Palafox. No se detendría en eso, no aún, y siguió cavilando en ella, en el beso que le robó bajo el albaricoquero, en el pala-pala, en la carreta del cobertizo donde la había amado tantas veces. «Chuña, Chuñita mía». Metió la mano bajo la carona y hurgó en su tirador hasta extraer el pañuelo perfumado. Lo aplastó contra su nariz e inspiró. Persistían algunos rastros de la fragancia, la de rosas, bergamotas y naranjas dulces, la que sólo ella usaba, la que resumía su esencia, a un tiempo femenina y vigorosa.

Sin proponérselo, terminó analizando la expresión de Rafaela al descubrir en la sala a su padre del brazo de Cristiana. El asombro y la incredulidad la impulsaron a abrir de un modo desmesurado los ojos. Sus labios se separaron, las manos le cayeron como muertas a los costados del cuerpo; no obstante y pese a la sorpresa, halló la fibra para defenderlo, ella, una niña decente, prejuiciosa y de principios, sometida a la autoridad paterna y al miedo, lo había defendido, a él, a un changador. «Rafaela mía». Las lágrimas brotaron al tiempo que un sentimiento cálido pugnaba contra el frío de su alma. Sabía que ésa sería la última oportunidad para llorarla y amarla porque se aproximaba el momento en que, al enfrentar la verdad, la apartaría para siempre de su vida.

Se incorporó de modo súbito y brusco, y asustó a Regino. Artemio descansó la frente sobre las rodillas flexionadas, mientras cerraba el puño en torno al pañuelo. Aguantó la tirantez en la garganta y en el rostro hasta que, vencido, soltó un aullido ronco y profundo que estremeció el orden de la pampa. Lloró con rabia, mordiéndose el puño, apretando los dientes hasta sentir dolor en las encías, insultando y maldiciendo al destino que le había jugado sucio al entregarle lo que buscaba desde hacía años a cambio de un altísimo precio: Rafaela. ¿No había pagado suficiente con la pérdida de su familia? Ahora también le arrebataba al amor de su vida.

La verdad resultaba escalofriante. Haberse enamorado de la hija de uno de los asesinos de sus padres era algo para lo que el gaucho Furia no estaba preparado, porque, sin duda, la mano de Rómulo Palafox era la que él había visto, desde el baúl, la noche de la tragedia. Jamás la olvidaría; la habría identificado entre miles. No sólo se trataba de la falta del pulgar ni del sello que le ocupaba una falange en el índice de la mano derecha sino de las características de sus uñas, del largo de sus dedos, de la rugosidad de la piel, del tamaño de la palma, del color de los nudillos, medio amarillentos, del ancho de las articulaciones, del callo manchado con tinta junto a la uña del dedo mayor. El había visto esa mano en detalle y la llevaba impresa en la retina desde hacía veinte años. Se acordó de la inquietud que le había causado la marca del ganado de Palafox, una P y una R, yuxtapuestas, una copia de las del sello; en realidad, una R y una P, Rómulo Palafox. Le extrañaba que no las hubiese reconocido durante la yerra.

Quedó estragado por la rabia y el llanto, débil también, con las extremidades entumecidas. Despegó la cabeza de las rodillas y la irguió, sumido en una sensación de pesadez. Al secarse las lágrimas con el pañuelo y despejarse los ojos, descubrió a Quinto frente a él, sentado sobre sus cuartos traseros, observándolo con solemnidad. Las comisuras de Artemio Furia se movieron en un gesto que no llegó a formar una sonrisa.

—Ven, amigo —le pidió, con voz rasposa—. Acércate —el puma caminó sobre el cojinillo y se detuvo a centímetros de Furia—. Has llegao justo cuando te andaba necesitando —admitió el hombre.

Acabada la cena, compartida en un ambiente tenso y de caras largas, Aarón Romano decidió salir de la casa a fumar un cigarro que armaba con el tabaco que su prima Rafaela le perfumaba con ámbar. Pensó en ella, encerrada en su dormitorio. Rómulo no le había permitido cenar con ellos. De igual modo, Aarón dudaba de que Rafaela hubiese aceptado acompañarlos. Pocas veces la había visto tan alterada, y nunca, contradecir a su padre y faltarle al respeto. «Y todo por defender a ese mostrenco». Artemio Furia, un nombre que se mentaba con frecuencia en las pulperías del Bajo. Había quienes lo admiraban y quienes lo odiaban, y aun éstos preferían mantenerse fuera de su camino y no despertar la furia que, decían, le había dado el apellido.

Según los rumores, no se trataba de un gauderio más. Si bien errante y con pinta de malandrín, era taimado como una culebra, con ascendencia entre los peones y campesinos, y dueño de un portamonedas bien gordo que había comenzado a llenar gracias al comercio con las provincias, para lo cual se sirvió de las carretas de su patrón, Ismael Santos, a quien despachó de una cuchillada. La viuda de Santos, Dolores García, que vivía en Córdoba, todavía lo recibía con gusto en su cama. Furia se dedicaba al abigeato y al contrabando de ganado en pie, de cueros y de toda clase de mercancías. A diferencia de sus pares, no malgastaba los reales en naipes ni en bebida. Corría el rumor de que viajaba de modo incansable por el Virreinato del Río de la Plata en busca de sus peores enemigos, a quienes había jurado despedazar. No se sabía quiénes ni cuántos eran ni por qué se habían granjeado su odio. «Esos pobres diablos», aseguraban los parroquianos, «son dinos de compasión. Tienen la suerte echáa. Naides se salva del guampudo ni de la juria de Artemio Juria».

El hombre contaba con la amistad de los Pueyrredón y de varios de los alborotadores, los que se reunían en el Café de Marcos a despotricar contra el Sordo y el régimen colonial. Se lo había contado su amigo, Tomás de Grigera, el alcalde de las Lomas de Zamora, que conocía a Furia porque había tenido tratos con él. «Mire, Romano», le había referido Grigera en aquella oportunidad, «si el gaucho Furia se lo propusiera, podría levantar en rebelión a la mitad de la campaña, como lo hizo en el año seis cuando, junto con don Juan Martín» —hablaba de Pueyrredón— «formó ejército para expulsar a los ingleses. Esos paisanos son unos centauros endemoniados y lo siguen y respetan. Furia es su líder». Aarón admitía que, después de la descripción provista por Grigera, una mezcla de envidia, miedo y reverencia lo asaltaba cada vez que se lo nombraba. Esa tarde, al conocerlo, la impresión lo dejó pasmado. Furia era rubio, de ojos celestes y de una estampa que hablaba de antepasados vikingos. Evocó el instante en que su mirada se cruzó con la del gaucho. Algo siniestro habitaba en él.

Terminó de fumar y se encaminó al puesto de don Íñigo. Esperaba encontrarlo sobrio. Golpeó las manos cerca de la enramada y varios perros salieron a recibirlo.

—¡Don Aarón! —se sorprendió Mencia—. Pase, pase, por favor.

—No, no. Dígale a don Íñigo que salga.

—Como usté mande, don Aarón.

«Está ebrio», concluyó al verlo tambalearse. «Quizá sea mejor», pensó. «Los borrachos siempre dicen la verdad». —Don Aarón. Buenas noches, patrón.

—Ven. Caminemos hacia el potrero.

Al alejarse del puesto, Aarón se volvió y miró con desprecio al capataz.

—¿Qué mierda pasó con el ganado? Mis hombres dicen que se lo arrebataron una noche, y que tú formabas parte del grupo que lo hizo.

—Yo no maté a naides, don Aarón —farfulló Íñigo, al borde del llanto—. Juria y sus hombres despacharon a varios y les perdonaron la vida a otros. Yo no hice náa.

—¿Qué carajo hace Furia aquí?

—Yo hice tuito lo que suecelencia me mandó. Después del robo, le pedí al pulpero que le escribiera esa nota a la niña Rafaela, pa’que no se sospechara de mí. Ella se apareció a los días y, poco después, se presentó juria. Dis que lo mandaba don Juán Andrés pa’ayudar a la niña. Él se puso al mando, recuperó el ganao y metió orden por tuitos los lados.

—¿Hace mucho que llegó a La Larga?

—Mucho, casi tres meses.

—Mierda —masculló Aarón.

El gaucho Furia le había arruinado un negocio redondo. El dinero obtenido por el abigeato lo habría destinado a las obras del burdel y del garito como también a devolver el platal que le debía a Bernarda de Léxica. Se encontraba en un aprieto.

—Me tuve que hacer el zonzo, don Aarón, porque me dio miedo de que ese picaro de Juria se diera cuenta de que yo había tenío algo que ver con el robo del ganao. Me vi en el brete de tener que ayudarlo a recuperarlo, porque habría sospechao de mí, si no. Usté no lo conoce, a Juria, pero é un hombre malino. ¡Vaya uno a saber cuántos cristianos se jueron al otro mundo gracias a su guampudo! É taimado como un zorro. ¡Y sí que tiene garrones! Naides sabe como él sobre las faenas del campo. No é fácil pasarlo al cuarto.

Fastidiado con el panegírico, Aarón lo mandó callar.

¿En qué momento la felicidad se había transformado en un infierno? A partir de la tarde del día anterior, hasta respirar le significaba un esfuerzo. Después de una noche en vela, la peor que recordaba, no había encontrado consuelo en el amanecer. La asaltaban oscuras premoniciones. Según la información recabada por Creóla, Artemio Furia se había marchado de La Larga y ni Calvú Manque sabía adónde. Su padre la despreciaba y la mantenía encerrada en el dormitorio. Jamás lo había visto tan furioso. Cristiana debía de estar disfrutándolo. «¡Maldita Cristiana!». Le deseaba toda clase de tormentos. Le deseaba la muerte. «¡No, no!», se arrepentía, asustada de los oscuros abismos de su corazón.

Escuchó la llave que giraba en la puerta y se incorporó en la cama. Ñuque entró con una bandeja que lucía más pesada que ella. La depositó sobre el tocador y se encaminó hacia Rafaela, que se abrazó a ella y hundió la cara en su regazo.

—Ya, mi Rafaela. No llores. Todo se solucionará.

—El señor Furia me llamaba así, «mi Rafaela». ¿Dónde está él, Ñuque? Necesito verlo. Necesito verlo con desesperación.

—No lo sé. No lo he visto hoy. Nadie lo ha visto.

El llanto de Rafaela recrudeció. Ñuque, en silencio, la ayudó a higienizarse y a cambiarse. La peinó y la obligó a tomar la sopa y a beber la leche. Aunque en un principio Rafaela se opuso a comer, después reconoció que se sentía más animada.

—Puedes salir de tu dormitorio. Tu padre te lo ha permitido.

—Mi padre —dijo, y sus palabras destilaron odio—. Llegar aquí, del brazo de esa ramera. E insultar al hombre que ha salvado su estancia de la ruina. Al hombre que recuperó su ganado de manos de los abigeos, a riesgo de su propia vida. ¡Lo detesto, Ñuque! ¡Con toda mi alma!

—Siempre has sido mujer de emociones extremas —comentó la anciana—. Y más de una vez te he visto arrepentirte de tu vehemencia. Cálmate y sal un rato. Te hará bien pasar unas horas en tu laboratorio o en tu jardín.

Rafaela, en cambio, se escabulló hacia la zona de los potreros y se refugió en el cobertizo. Trepó a la carreta y se recostó sobre las mantas. Albergaba la ilusión de que Artemio Furia la buscase en ese sitio donde habían hecho el amor. Se quedó dormida. Al despertarse comprobó que su sueño no se había vuelto realidad; estaba sola. Se dirigió a la zona de los puestos. Allí se topó con Calvú Manque y los demás, que entraban y salían de los ranchos con bultos y trastes.

—Nos vamos, señorita —le informó el indio—. Su padre nos ha echao.

—Lo siento —balbuceó Rafaela—. Estoy tan mortificada y avergonzada.

—No se priocupe, señorita. Artemio ya nos había dicho que en dos días nos iríamos de La Larga.

—¿Sabe algo de él? ¿Dónde está, Calvú?

—No lo sé, señorita. Yo me llevaré sus cosas y al Cajetilla. Él anda con el Regino.

Rafaela asintió, sin atreverse a pedirle que no se llevase las pertenencias de Furia. Quería darle una excusa para regresar.

—¿Mi padre les ha pagado los jornales que se les adeudan?

—No, señorita. De eso se ocupaba Artemio.

—¿Cómo? ¿Acaso no les pagaba don Juán Andrés?

—Pues sí, al prencepio. Dispués, nos pagaba Artemio, de su faltriquera. ¡No se me ponga así, señorita! —le suplicó el indio, ante los ojos anegados de Rafaela—. Él lo hacía con mucho gusto, pa’ayudarla a usté.

Rafaela se secó las lágrimas y se limpió la nariz con disimulo antes de despedir y agradecer al resto de la partida. Los hombres se quitaron los sombreros y la saludaron con una inclinación de cabeza.

—Calvú —dijo Rafaela, y volvió sobre sus pasos—, cuando vea al señor Furia, dígale… No, no le diga nada.

Cristiana y Poupée entraron en la sala principal con airosa actitud. Ñuque levantó la vista del telar, la estudió unos segundos y reinició la labor. Mimita, que jugaba en el suelo con su muñeca Melody, profirió un gritito y se trepó a las piernas de Peregrina, que cebaba mate sentada en la alfombra. La pequeña perra, que profesaba una animosidad especial por la niña, corrió hasta ella y comenzó a saltar y a ladrar. Peregrina se puso de pie de un brinco, mientras Mimita se encaramaba hasta su cuello. Temblaba y gritaba. Peregrina también.

—¡Saca a tu perra de aquí! —le ordenó Ñuque, mientras Cristiana reía de los torpes intentos de Mimita por quedar fuera del alcance de Poupée. Siempre le había parecido una criatura desagradable, pero, gesticulando por el miedo y el llanto, la encontraba repulsiva.

Rafaela vio la escena antes de ingresar en la sala. Corrió por la galería y se abalanzó dentro. Pateó a Poupée, que profirió un gañido y terminó bajo el telar de Ñuque. Giró sobre sí y descargó su puño en la mejilla de Cristiana, que aterrizó sobre el sofá, con el tocado deshecho. Se apartó los mechones para ver a su prima arrancar a Mimita de los brazos de Peregrina. La niña escondió la cara en el cuello de Rafaela y se echó a llorar.

La fastidiaba el vínculo entre Mimita y su prima. Aunque le costaba admitirlo, sentía celos, rabia, dolor. Aunque pensó: «¡Ojalá Mimita hubiese muerto al nacer!», en ocasiones anhelaba amar a su hija. Ese anhelo se desvanecía cuando Cristiana se decía que, más allá de la potencial oposición de Rafaela, Rómulo se negaba a desposarla por temor a que, de su unión, naciera otro espantajo como esa niña. Por otra parte, intuía que su tío consideraba a Mimita un castigo divino por la relación incestuosa que mantenían.

A tres años del parto, aún recordaba las horas de sufrimiento indescriptible en las que Rafaela se mantuvo a su lado, aferrándole la mano, secándole el sudor, dándole de beber aguamiel, animándola a pujar. Nunca la abandonó, a diferencia de su madre, que delegó el asunto en manos de Ñuque y no regresó hasta la mañana siguiente. «Es una niña y está muerta», dictaminó la india cuando por fin el bebé salió de su cuerpo. Lo depositó en el suelo, sobre una sábana. Cristiana jamás olvidaría la impresión que le causó el color azulado de las facciones de su hija, con un matiz violáceo en torno a los labios. «Todo ha terminado», pensó. Cerró los ojos y enseguida volvió a abrirlos al escuchar el llanto de Rafaela. La vio acuclillarse junto a la criatura y tomarla en brazos; la vio besarla en la cabeza, en los párpados y en la frente, y acomodarla sobre sus piernas y, con un bálsamo —de alcanfor, a juzgar por el aroma—, masajearle el pequeño torso, los bracitos, las manitas y las piernas. Lo hacía con tanta delicadeza y lentitud que Cristiana comenzó a adormecerse. Un graznido la sobresaltó, al que siguió un quejido tenue. «¡La niña respira! ¡La niña vive!», exclamó Rafaela, y Ñuque se movió con agilidad para asistirla. La llamaron Milagros, porque, en verdad, vivía de milagro. Gracias a Rafaela, que le había devuelto el aliento. Cristiana reflexionó que Mimita podría haber fallecido días más tarde, de hambre, pues ella se negaba a amamantarla y la leche de burra le causaba diarrea. Entonces, conoció la índole oculta de su prima, violenta, fuerte y cruel. «Amamántala», le ordenó, mientras colocaba a la criatura en su regazo. «¡Hazlo! O tus amigas aristócratas sabrán que has parido a una bastarda. Te juro por la vida de mi padre que lo haré». Poupée la devolvió a la realidad saltando sobre sus piernas, en busca de consuelo. Cristiana se percató de que el llanto de Mimita languidecía, en tanto Rafaela le palmeaba la espalda y le cantaba una canción de cuna. La escena le resultó intolerable.

—Es la segunda vez que me golpeas, Rafaela. La próxima vez…

—La próxima vez —la detuvo— te dejaré pelada. Te advertí que mantuvieras lejos a ese engendro endemoniado. Te lo advertí y no me hiciste caso.

—¿Quién eres tú para que yo te haga caso?

—¡Soy la dueña de casa! ¡De la casa donde tú, tu madre y tu hermano viven como recogidos!

—¡Oh!

—¿Qué ocurre aquí? —la voz de Rómulo tronó en la sala.

—¡Tío! —Cristiana se incorporó y corrió a refugiarse en los brazos de Palafox—. ¡Rafaela me golpeó!

—Sí, te golpeé, y la próxima vez te dejaré pelada.

—Parecen dos bandoleras de la Recova.

—Yo no me comporté como una bandolera, tío.

—Es cierto, tú no eres una bandolera —apuntó Rafaela—. Eres un ser macabro que disfruta viendo cómo un animal mañoso y perverso lastima a una criatura indefensa.

—¡Basta! —se impacientó Palafox.

Cristiana bajó la vista; Rafaela, en cambio, sostuvo la de su padre. No descubrió en él el enojo del día anterior; por el contrario, la juzgó una mirada deprecatoria. Los contempló alternadamente, a su padre y a, Cristiana, y supo que jamás hablaría de modo franco sobre su amorío. Algo muy profundo en ella se lo impedía. Dio media vuelta y se marchó con Mimita en brazos. Encontró a Creóla en el laboratorio. Le entregó a la niña y se puso a trabajar. Abrió dos vainas de glicinas y echó las semillas en el almirez. Comenzó a machacarlas.

—¿Qué hace, mi niña?

—Si estas semillas casi me mataron cuando niña, de seguro acabaran con Poupée.

—¡Niña Rafaela! ¡Por amor de Dios!

—Mezclaré la pasta con su comida. Mañana amanecerá muerta.

—¡No, no! ¡No lo haga!

—Lo juré, Creóla. Juré a Cristiana que si ese animal importunaba de nuevo a Mimita, lo envenenaría. Y acaba de importunarla.

—Esa perrita no tiene culpa de nada, mi niña. Los animales son como sus dueños los crían. Ella no tiene culpa —insistió—. Es culpa de su prima, de nadie más.

La declaración de Creóla la llevó a detenerse. Artemio Furia había dicho algo similar al hablarle de los caballos. Y con qué pasión lo había hecho. Amaba a esos animales y ellos a él, y sospechaba que pocos conocían de manera tan acabada la naturaleza de esas bestias, las características de su anatomía, las enfermedades que los aquejaban, sus mañas y caprichos.

—Dicen que domar un potro a lo indio no es cosa de hombres —le había referido en aquella oportunidad—. ¿Pa’qué, me pregunto yo, quebrarle el lomo a la pobre bestia que será nuestro aliao pa’no perecer en la pampa? Sin el pingo, los changadores no somos naides. Ellos son nuestros verdaderos amigos. É muy raro que se arruine a un caballo si se lo doma a lo indio. En cambio, con el modo de los cristianos, é má bien frecuente. Así muchos güenos pingos se pierden, cuando, trataos con rispeto y cariño, hubiesen sido ecelentes. Se le echa la culpa al animal. Se dis que tiene mucho temperamento, se los tilda de estrelleros.

—¿Estrelleros?

—Porque, como son ariscos, dan cabezadas, es decir, levantan la vista pa’ver las estrellas. Incluso a algunos, se manda carnearlos. El caballo é un animal con ecelente memoria y no se olvida ni perdona un mal rato. Por eso é mejor tratarlos bien dende potrillos, pa’que sean confiaos y, por tanto, confiables. Al domarlo como los indios, se obtiene un pingo con muy poco uso de rienda, casi se lo maneja con el cuerpo, mediante movimientos y señales. Esto é muy güeño cuando se está cazando, en especial al avestrú. El caballo é, pues, como su dueño lo críe —había rematado, pasado un silencio.

Rafaela se dirigió al pozo de los residuos, ubicado en el patio de la servidumbre, y arrojó la pasta de glicinas. Habría matado a Poupée si su esclava no la hubiese detenido. A veces la asustaban sus impulsos. «Siempre has sido mujer de emociones extremas», le había dicho Ñuque horas atrás. Las pasiones la habían dominado desde pequeña, y la agotaba el esfuerzo por mantenerlas a raya y mostrar una superficie calma para agradar a su padre. Furia, al tentarla con la libertad, había cortado el nudo gordiano que sujetaba su verdadera índole. Quizás había sido un error probar esa libertad porque sospechaba que ya no se conformaría con menos.

Tampoco cenó con su familia esa noche. Un dolor de cabeza la excusó de enfrentar a su padre, a quien terminaría por reclamar que hubiese despedido a los hombres de Artemio. Se quedó dormida de inmediato, sin conseguir paz en el sueño. Una pesadilla la despertó angustiada, con un dolor en la garganta a fuerza de reprimir el llanto. Se dio cuenta de que había dormido poco, pues la bujía no se había consumido. La realidad, que Artemio Furia se hubiese marchado, se volcó de nuevo sobre ella, y se puso a llorar.

Un sonido rompió la mansedumbre de la noche. Detuvo el llanto para oír. Se trataba de un gruñido. Levantó el torso y giró la cabeza. El corazón le dio un brinco. De pie, al otro lado de la ventana, se hallaban Artemio Furia y Quinto. La alegría y el alivio arrasaron con la angustia. Saltó de la cama y, sin echarse la bata encima, cruzó el dormitorio a la carrera. Abrió la ventana de par en par y no reparó en el viento frío que le pegó el camisón al cuerpo.

Artemio la contemplaba dormir desde hacía un rato. La había visto agitarse en sueños y despertar. En ese momento, mientras observaba cómo se mecían sus hombros a causa de un llanto apenas audible, se mordía el labio para no llamarla y acabar con su pena. Él, un hombre de gran resistencia, capaz de soportar climas extremos, regiones inhóspitas, hombres sanguinarios y depredadores feroces, sucumbía ante la tristeza de su Rafaela. Sin embargo, tenía una promesa que cumplir. Su corazón volvió a tornarse de piedra. Cerró las manos alrededor de las rejas, donde apoyó la frente, agobiado por el peso de una promesa y la intensidad de su amor. «Vete, márchate», se instó. «Olvídate de ella. Déjala ir». «Sólo una vez más», se dijo. «Quiero verla una vez más. Después, la dejaré ir». Quinto lo delató. O quizá percibió el anhelo que lo dominaba y actuó por él. Al verla saltar de la cama y correr hacia la ventana, sólo su desprecio por la cobardía lo mantuvo quieto, porque, en verdad, habría huido, trepado el muró y caído sobre Regino para escapar. No tenía valor para enfrentarla, no confiaba en su determinación.

Allí estaba su Rafaela, de pie frente a él, contemplándolo con sus enormes ojos verdes, las pestañas pesadas de lágrimas, los labios húmedos hinchados y entreabiertos, como después de recibir sus besos. La deseaba a pesar de que fuera la hija de un hombre detestable. Había creído luego de evocar la noche del 5 de junio de 1790, repasando los momentos más trágicos de su vida, habría conseguido exorcizar la imagen de Rafaela y reconstruir la pared de furia y odio que ella había demolido.

—Señor Furia —dijo, y se tomó de las rejas. Artemio le cubrió las manos con las suyas y cerró los ojos cuando Rafaela le besó los dedos, mojándoselos—. Gracias a Dios, ha regresado —su voz quebrada agitó las palpitaciones de él—. Lamento tanto lo ocurrido ayer en la sala. Estoy tan avergonzada. Mi padre ha sido injusto y miserable. Hoy despidió a sus hombres, sin darles un cuartillo.

—Usté no se priocupe por eso. Usté no se priocupe por náa.

Debía marcharse, no toleraba la hipocresía. Él, que planeaba destruir a Rómulo Palafox, le pedía que no se preocupara por nada. Sintió asco de sí.

—Me marcho.

—Sí, sí. Aguarde un momento. Preparo un lío de ropa para mí y para Mimita y nos iremos con usted.

Artemio metió la mano entre las rejas y la detuvo por la muñeca.

—Me marcho solo.

—¿Solo?

—¿Usté pensó que la llevaría conmigo? —su acento irónico la golpeó. El orgullo le impidió contestar—. Usté es una niña de sociedá, ¿cómo pensó que me la llevaría? ¿Pa’qué? Sería un estorbo. Ni siquiera come carne. Y en la campaña, sólo se come carne.

Rafaela dio un paso atrás.

—¿Por qué hace esto, señor Furia? Yo creí que…

—¿Que qué? ¿Que nos casaríamos?

—No. Creí que usted me amaba tanto como yo lo amo a usted —Furia carcajeó para ocultar el efecto producido por la declaración—. ¿Por qué hace esto? —insistió Rafaela—. Ya le dije que estoy avergonzada por el comportamiento de mi padre. Yo no soy como él. No me castigue.

—Ustede, la gente de buen ver, se creen más que naides, con sus apellidos españoles y sus costumbres pomposas.

—Yo no —sollozó Rafaela.

—Usté é igual que tuita la gente de su casta. Ansina lo sentí cuando su padre la pilló conmigo en la sala. ¡Se avergonzó de mí!

—¡No! ¡Jamás!

Tensó los músculos para controlar un temblor. Las lágrimas de Rafaela y su expresión de niña perdida significaban un duro golpe; no obstante, simuló un aire despiadado. Quería que lo odiara tanto como él debería odiarla por ser la hija de Palafox.

—¿A qué vino, señor Furia? —le preguntó, sin enojo.

—Ya le dije. A decirle que me marcho. A despedirme de usté.

La imagen de Furia se distorsionó. Lo observaba a través de un velo de lágrimas. Habría deseado ser una mujer inteligente, de respuestas rápidas, como tía Pola; en cambio, permanecía allí, de pie frente a la ventana, con la reja interponiéndose entre ella y Furia, y no atinaba a hilar dos palabras. Por experiencia sabía que, en unas horas, elaboraría varios argumentos sólidos e ingeniosos para retenerlo. Ella los precisaba en ese instante en que su mente se mantenía en blanco. La desesperación le recrudeció el llanto. Él la miraba con irreverencia, como si la juzgase poca cosa, privándola de fuerza y del deseo de vivir.

—¿Se va, entonces? —Furia la miró y no le contestó—. ¿Así termina todo?

Lo vio asentir. Rafaela se deslizó hasta quedar sentada en el suelo, con la frente sobre las rejas. Artemio anhelaba consolarla contra su pecho, dejarse hechizar por su aroma, beber sus lágrimas, besarla entre las piernas, arrancarle un último orgasmo. Ninguna mujer era tan bella como Rafaela Palafox cuando el placer anegaba su cuerpo y le resplandecía en la cara. Ninguna mujer había respondido a su ardor como ella. Ninguna volvería a significar para él lo que su Rafaela de las flores. Dio media vuelta para ocultar el llanto inminente, el que despuntaba en los temblores de su mentón, y echó a andar en dirección de la tapia.

—¡No! —se desesperó Rafaela, y se olvidó del orgullo—. ¡No me deje! —reaccionó.

Artemio Furia se detuvo en medio del patio, se volvió apenas y apartó el rostro deprisa para no volver a ver a Rafaela en ese estado. Las lágrimas le enturbiaban la vista, y le resultaba una ordalía no hincarse y prorrumpir en gritos. El odio, la rabia, el amor, la impotencia y la angustia se agolparon en su pecho hasta transformarse en una puntada que lo privó de aliento. Rafaela seguía llorando y llamándolo, «Artemio, Artemio». Lo torturaba la última imagen de ella, de rodillas, con la cara sobre las rejas y los brazos extendidos hacia él. «Artemio, Artemio». Consiguió inhalar. El dolor se acentuó para disminuir un momento después en tanto la respiración se normalizaba. Corrió hasta el algarrobo que crecía junto al muro, trepó con la agilidad de Quinto y se encaramó en la tapia. Cayó de pie sobre el recado y se deslizó hasta sentarse. El caballo se paró en sus cuartos traseros, relinchó y salió disparado hacia el norte.