Capítulo XVII
Una jornada memorable
A primeras horas de la mañana del viernes 25 de mayo, la mayoría de los miembros de la Sociedad de los Siete se congregó en casa de Miguel de Azcuénaga, ubicada en la esquina de la calle de las Torres y de San Martín, en diagonal con el Cabildo. Martín Rodríguez, que acababa de llegar del Ayuntamiento, irrumpió con su modo poco cuidado y los puso en autos: los cabildantes se negaban a aceptar las renuncias de Cisneros y del resto de los miembros de la Junta.
La declaración del comandante de los Húsares provocó gran alboroto, y los revolucionarios hablaron a porfía y en voz alta. Al final, Belgrano los mandó callar. Rodríguez Peña tomó la palabra y manifestó que resultaba imperioso enfrentar a las autoridades del Ayuntamiento y exigirles la inmediata deposición de Cisneros.
—Les entregaremos el listado que confeccionamos anoche —anunció French, y se refería a un documento con los nombres de los miembros de la nueva Junta.
Decidieron que Chiclana, French, el padre Grela, el padre Ciríaco Aparicio y Pancho Planes, entre otros, encabezaran el grupo que conduciría el mensaje. Al grito de «¡Al Cabildo!», abandonaron la casa de Azcuénaga y cruzaron la plaza, donde una pequeña multitud, que no se acobardaba a causa de la lluvia, del frío, ni de los rostros siniestros de los chisperos y manólos, aguardaba noticias.
Artemio Furia, que hablaba con Billy, «el rengo», Modesto, «el entrerriano», y con Eddie O’Maley, se apartó para interceptar al padre Ciríaco.
—¿Adónde se dirige? —quiso saber.
—Nos han encomendado concurrir al Ayuntamiento para exigir a Lezica y a Leiva que acepten la renuncia de Cisneros y del resto de los miembros de la Junta. Dios ilumine a esos dos. De otro modo, correrá sangre.
Al oír esas palabras, Eddie O’Maley le susurró a Furia:
—Me marcho. Tengo que llevar esta noticia al capitán Black.
—¿El capitán Black? —preguntó Furia.
—Así llaman sus marineros al conde de Stoneville. Estaré en lo de doña Clara —le anunció—. El capitán está reunido ahí desde temprano con Mackinnon y los otros comerciantes ingleses, a la espera del desenlace. Envíame mensaje con Bamba ante cualquier novedad.
—Güeno.
El tropel ingresó en el Cabildo y, en desconcierto, ocupó las galerías superiores del edificio. Leiva salió de la sala, furioso.
—¡Orden, señores! ¿Qué es lo que deseáis?
—¡La deposición inmediata de Cisneros! —vociferó Pancho Planes—. ¡Ahora mismo!
El alcalde de primer voto, Juan José de Lezica, se asomó y dijo:
—Está bien, pero lo haremos en orden, como gentes decentes y civilizadas. Elegid a un pequeño grupo de entre vosotros y pasad al recinto para conferenciar con el resto de los cabildantes. Los demás se dirigirán a la planta baja y conservarán la calma.
En unos minutos eligieron a los que comparecerían. Al tratar de ingresar, Pancho Planes fue detenido por Leiva.
—No, señor mío, usted no. Es vuesa merced muy loco para este negocio.
El padre Ciríaco apretó el brazo de Pancho cuando éste se disponía a armar un jaleo.
—Pancho, espera aquí, muchacho. No saldremos del recinto sin lo que hemos venido a buscar. Te lo prometo.
Los patriotas no se anduvieron con chiquitas y, evitando preámbulos y formalidades, expresaron su deseo.
—Aceptad de inmediato la renuncia de los miembros de esa infame Junta que habéis formado ayer contra los deseos del pueblo que decís representar —exigió French— y nombrad una nueva de acuerdo con el listado que aquí os entrego.
Lezica recibió el papel y le echó un vistazo.
—No podemos hacerlo sin el consentimiento de las demás provincias —apuntó Lezica.
—Eso no es óbice para formar Junta —explicó Chiclana—. Como ve, al pie del documento se establece la inmediata convocatoria a las provincias del interior para que concurran a Buenos Aires y decidan el destino del virreinato.
—Esto es un atropello —exclamó Gregorio Yaniz, alcalde de segundo voto—. ¿Qué autoridad invocáis para ingresar en este Ayuntamiento a presentar vuestras exigencias?
—¡La del pueblo! —prorrumpió Planes, que acababa de deslizarse dentro.
—¡Ésta no es una democracia como la Norteamericana, señor Planes! —le recordó Leiva.
—¡Aquí gobierna el pueblo! —se empecinó Pancho—. Desde que Fernando VII está imposibilitado de gobernar, la soberanía le pertenece a su pueblo.
—Señores —terció Tomás de Anchorena, el único cabildante que apoyaba la causa de la Sociedad de los Siete—, esta disputa carece de sentido. Lo que debemos hacer es convocar a los comandantes de las fuerzas militares para que nos den su parecer.
Como se hallaban en casa de Azcuénaga, los jefes de las tropas no tardaron en aparecer en la sala capitular. Se decidió que tomase la palabra Esteban Romero, jefe del segundo regimiento de Patricios, para evitar que Martín Rodríguez cometiera un exabrupto.
Leiva expuso la situación. Al cabo de su perorata, paseó la mirada por los militares y dijo:
—Por tanto, señores, espero que vosotros no vaciléis en sostener lo resuelto el día 23 y la autoridad instalada y jurada ayer. Espero que digáis si se puede contar con las armas a su mando para sostener el gobierno establecido.
—Señores cabildantes —se apresuró a decir Romero—, las tropas y el pueblo están indignados y nosotros no tenemos autoridad para darle apoyo al Cabildo porque estamos seguros de que no seremos obedecidos debido a la efervescencia en la que se encuentran las tropas y los hijos del país. Si el Cabildo se obstina, será imposible evitar que la tropa se venga hoy a la plaza y cometa toda clase de excesos contra el Cabildo y la persona del señor Cisneros hasta formar por sí sola un gobierno a su gusto. No os engañéis, esto ya se ha desatado, ya está hecho. El pueblo ha consignado lo que quiere por escrito. Ésos son los sujetos que quiere ver en el gobierno —expresó, al tiempo que señalaba la lista en manos de Lezica.
Pancho Planes, que había salido del edificio del Cabildo para conferenciar con Furia, regresó a la sala capitular con una sonrisa macabra al tiempo que la turba invadía los pasillos, las galerías, aporreaba las puertas y exclamaba improperios, dando cuenta del carácter salvaje que había adquirido el conflicto político.
—¡Por favor! —imploró Leiva a Martín Rodríguez—. ¡Contened a esa sarta de bestias!
—Lo haré —aseguró Rodríguez, levantando el tono de voz sobre la bullanga— si prometéis aceptar la renuncia de Cisneros.
Leiva echó un vinazo en sus colegas y los vio asentir, con muecas de terror.
—Sea —dijo, con gran desánimo. Su plan perfecto se había derrumbado—. Hágalo, pronto, antes de que ésos nos pasen por las armas.
Martín Rodríguez abrió de par en par las contraventanas que daban hacia la galería superior y se mostró al gentío. Al verlo, Artemio Furia levantó el brazo y acalló a la turba.
—Paisanos —exclamó Rodríguez—, queda separado el virrey Cisneros. Tengan un rato de paciencia que se va a tratar lo demás.
La multitud prorrumpió en vivas y vítores que inundaron la sala, arrancando sonrisas y aplausos a algunos de sus ocupantes, y sombrías miradas a otros.
La noticia de que el Cabildo aceptaba la renuncia de Cisneros voló a casa de Miguel de Azcuénaga. Había llegado el momento de obligar a los cabildantes a que aprobasen la nueva Junta. Rodríguez Peña se dirigió a French:
—Volved al recinto del Ayuntamiento y amenazadlos con las armas si es preciso.
El grupo que ingresó en la sala capitular resultó más numeroso y decidido que el de esa mañana. Se alinearon frente a los cabildantes, quienes permanecían sentados a la larga mesa. Se habían encendido varias bujías a pesar de la hora temprana. Las llamas danzaban sobre los semblantes taciturnos de las autoridades.
Beruti les habló con dureza:
—Señores, venimos en nombre del pueblo a retirar nuestra confianza de vuestras manos. El pueblo cree que el Ayuntamiento ha faltado a sus deberes y que ha traicionado el encargo que se le hizo al nombrar al antiguo virrey como presidente de la Junta. El Cabildo ya no tiene facultad para sustituir a los miembros de dicha Junta con otros porque la autoridad ha regresado a manos del pueblo. Es voluntad del pueblo soberano que el nuevo gobierno se componga de los sujetos que él quiere nombrar con la precisa e indispensable condición de que en el término de quince días salga una expedición de quinientos hombres para las provincias interiores para que el pueblo de cada una de ellas pueda votar libremente por los diputados que han de venir a resolver la nueva forma de gobierno que el país debe darse. Si esto no es aceptado en el acto, señores vocales, podéis vosotros ateneros a los resultados fatales que se van a producir porque de aquí vamos a marchar a los cuarteles para traer a la plaza las tropas que están reunidas en ellos, y que ya no podemos ni queremos contener.
—Debo recordarles —expresó Yaniz— que en la votación del pasado 22 de mayo, el pueblo reunido en Cabildo Abierto decidió que fuese este Ayuntamiento el que eligiese a las nuevas autoridades.
—El Cabildo —interpuso Hipólito Vieytes— ha excedido escandalosamente las facultades que le dimos el 22, y ha intrigado para perdernos.
—Si creéis que el Cabildo se excede en sus facultades —dijo Leiva—, ¿por qué venís aquí a pedirnos que legitimemos un gobierno que vosotros queréis imponeros por la fuerza? Es porque bien sabéis que si no contáis con nuestro apoyo, vuestra mentada Junta no valdrá nada, no tendrá legitimidad.
—Contamos con el apoyo del pueblo y de las armas —le recordó French— y si venimos aquí a solicitar vuestro apoyo legal y jurídico es para evitar lo que podría terminar con un derramamiento de sangre. Pero sabed, señores, que nosotros estamos dispuestos a todo.
Pancho agregó:
—El Cabildo Abierto que obró como soberano el 22, resolvió separar del gobierno al señor Cisneros y retirarle el mando de las armas. Y si bien es verdad que ese mismo Cabildo Abierto decidió que fuese el Ayuntamiento quien eligiese a las nuevas autoridades, lo que las autoridades de dicho Ayuntamiento han hecho ha sido burlarse de la voluntad del pueblo al nombrar como presidente de la Junta a quien pocas horas antes el pueblo había decidido separar del mando.
—Vosotros —tomó la palabra Leiva y se puso de pie— habláis del pueblo. El pueblo esto, el pueblo aquello —Rodeó la mesa y se acercó al grupo que se hallaba cerca del balcón que miraba hacia la plaza—. Me pregunto, ¿dónde está ese pueblo al que, se supone, mis colegas y yo debemos dar gusto por soberano?
—En el documento que os hemos entregado —manifestó el padre Ciríaco— están las firmas de todas las personas en nombre de quienes actuamos.
—Vosotros comprenderéis que la formalidad del acto que nos exigís requiere que los cabildantes veamos a ese pueblo tan numeroso del que habláis. ¿Dónde está el pueblo? —insistió, mientras se inclinaba sobre la barandilla y contemplaba la plaza—. ¿A ese grupejo de malvivientes llamáis pueblo? ¿A ese número reducido de individuos?
—¡Señores del Cabildo! —explotó Beruti—. Esto ya pasa de juguete. No estáis en posición de burlarse de nosotros con sandeces. Si hasta ahora hemos procedido con moderación ha sido para evitar desastres y efusión de sangre. El pueblo, en cuyo nombre hablamos, está armado en los cuarteles y una gran parte del vecindario espera en otras partes la voz de alarma para venir aquí. Quieren vosotros verlo, pues tocad las campanas a rebato —Pero como recordó que Liniers les había mandado quitar los badajos después de la asonada del 1º de enero de 1809, agregó—: Ü bien nosotros tocaremos generala. ¡Y ya veréis vosotros la cara de ese pueblo cuya presencia echan de menos ahora! ¡Vamos, decidid, señores! No estamos dispuestos a sufrir demoras y engaños, pero si volvemos con las armas en la mano, no respondemos de nada.
Desde la plaza, se levantó una gritería.
—¡Ábranse los cuarteles! ¡No esperemos más!
—¡Señores! —gritó Leiva, y el bullicio menguó—. El Cabildo se considera conminado por la fuerza y por las calamidades con que nos amenazáis. Los carteles del bando que habíamos mandado fijar en las esquinas donde anunciábamos a la nueva Junta han sido arrancados y tirados al lodo de las calles, y los empleados de este Ayuntamiento que los llevaban han sido despojados y también estropeados. Ésta es una rebelión abierta.
—¿Recién se dan cuenta? —les preguntó Pancho Planes, a lo que siguió una risotada general.
—¡Sí, señor, lo es! —gritó Beruti.
—Por desgracia —admitió Leiva—, no nos queda duda de eso. Y cedemos. Pero tened calma para oír las condiciones con que el Cabildo dará por anulados los actos del día 23 y 24. Después, proclamaremos a las nuevas autoridades.
Artemio Furia tomó del brazo a Bamba y le indicó al oído:
—Te me vas primero a lo de doña Clara y le dis a Eddie que ya ’tá, que la revolución ha triunfao. De ai, ligerito te me vas a buscar al dotor Moreno a las casas y le dis que yo digo que se venga pa’lo de Azcuénaga. Qu’é miembro de la nueva Junta de Gobierno.
—Repite los nombres de los miembros de la nueva Junta-le pidió Cristiana a su hermano Aarón.
Se encontraban en el interior del cabriolé, camino a la quinta de Nicolás Rodríguez Peña, donde los patriotas celebraban el triunfo con una fiesta. En el asiento, junto a Aarón, se hallaba Rafaela, que permanecía en silencio.
—Como presidente y comandante general de armas se ha elegido al coronel Cornelio Saavedra —Eso parecía agradar a Aarón por el acento que empleaba para pronunciar el nombre del militar—. Los vocales son: Juan José Castelli, Manuel Belgrano, Miguel de Azcuénaga, el presbítero Manuel Alberti, Domingo Matheu y Juan Larrea.
—¿Acaso Larrea y Matheu no son europeos? —lo interrumpió Rafaela—. Creí que se trataría de un gobierno conformado sólo por hijos de la tierra.
—Son europeos, pero fieles a la causa —explicó Aarón, y prosiguió—: Juan José Paso y el doctor Moreno son los secretarios. Ahí tienes a todos los miembros, Cristiana.
—¡Oh, Aarón! —dijo la muchacha—. ¡Qué alegría que tú seas parte de este grupo de patriotas! Gracias a tu influencia, tío Rómulo no pasará penurias por su condición de peninsular.
—Se avecinan tiempos duros para los españoles —profetizó Aarón, y apretó la mano de Rafaela antes de manifestar—: Pero nuestro querido tío no tiene de qué preocuparse. Conmigo formando parte del gobierno, ninguno de nosotros corre peligro.
—¿Formarás parte del gobierno? —se sorprendió Rafaela.
—Sí, querida —contestó, y le besó la mano—. Esta tarde, en medio del jolgorio por el triunfo, mi amigo Grigera, el alcalde de Lomas de Zamora, y Joaquín Campana, el secretario del coronel Saavedra, me apartaron para decirme que propondrían mi nombre para el cargo de intendente de Policía.
Descendieron del coche y se encaminaron hacia el ingreso de la casa de los Rodríguez Peña.
—No tengo gran entusiasmo por participar de este sarao —admitió Cristiana.
—Ésta sí que es una novedad —apuntó Aarón—. Tú, la amante de las tertulias.
—Isabel de Pueyrredón dice que será un festejo en el cual las gentes decentes departiremos con lo más bajo. ¡Si hasta asistirán el gaucho Furia y sus hombres! —Cristiana estudió por el rabillo del ojo el semblante de Rafaela, que se mantuvo sereno.
Artemio Furia la descubrió cuando ingresaba del brazo de su primo Aarón Romano. Lo vio inclinarse y arrancarle una sonrisa con un comentario susurrado al oído. Ella levantó el rostro, y su sonrisa se congeló primero para esfumarse de inmediato al detener la mirada en él. Un destello de rabia iluminó sus ojos verdes, que lucían realzados gracias al magnífico gorgorán azul turquí de la basquina y del ceñido corpino, adornado con flores bordadas en hilos de oro y botones de lapislázuli. Se había peinado de un modo peculiar que le sentaba a su rostro ovalado, en dos bandas recogidas con peinetas de madreperla, que se fundían a la altura de la nuca en una trenza echada sobre el hombro, que le llegaba al vientre.
La visión de Rafaela lo aturdió, y no apartó la mirada de ella, sus ojos la recorrieron de la cabeza a los pies, y siguió contemplándola de aquella forma descomedida aunque ella lo ignorara mientras se mezclaba entre los invitados para departir, sonreír y bailar con la frivolidad de su prima Cristiana. Los que la solicitaban para un minué o una contradanza en alguna instancia de la pieza demoraban la mirada en su profundo escote. Algunos la olfateaban en los giros del baile como él había hecho en La Larga. Con el transcurrir de las horas, notó que las mejillas de Rafaela se coloreaban, otorgándole una tonalidad insalubre, ya que contrastaba con el contorno de los ojos y de los labios, de una intensa palidez. Estaba exigiéndose demasiado; después de todo, acababa de sobrevivir a una neumonía, aún convalecía. No la había visto probar bocado, sólo sorber un poco de hipocrás, cuando no estaba habituada al vino. El salón, lleno de corrientes frías, resultaba un pésimo sitio para ella, en especial, por ese vestido tan escandaloso. Albana se plantó frente a él cuando se disponía a sacarla a la rastra.
—¿Adónde crees que vas? —lo increpó.
—Sal de mi camino, Albana.
—No te permitiré hacer el ridículo.
—Peni —se sumó Manque—, por favor.
—Déjenme solo —les exigió, y se movió en dirección a Rafaela, pero Albana lo detuvo por el antebrazo—. ¡Suéltame!
—¡Artemio, ella no te pertenece! ¡Rafaela Palafox y Binda está prometida en matrimonio a su primo!
Furia recibió la declaración como una coz en el estómago. Soltó el aliento unos segundos después con la fuerza de una maldición.
—Lo siento —susurró la actriz—, acabo de saberlo.
Furia insultó entre dientes, dio media vuelta y salió al patio. Agradeció el impacto que significó el frío de la noche en su rostro afiebrado. Apoyó los antebrazos sobre la pared y descansó la frente sobre el dorso de sus manos. ¿Por qué Paolino no le había comunicado esa información trascendental? ¿La familia lo habría ocultado hasta ese día? ¡Bah! Que se casara con ese pusilánime. Mejor, de ese modo facilitaba su plan de venganza; que se entregara a ese imbécil, que se entregara nomás.
Rafaela bailaba, reía y conversaba, y todo el tiempo se preguntaba: «¿Alguna vez pensará en mí como yo pienso en él a cada minuto, a cada segundo del día?». Había avistado a Furia apenas puso pie en el salón. Las muchachas decentes revoloteaban en torno a él como si fuese un héroe, arrancándole sonrisas y comentarios. Después de todo, Cristiana estaba en lo cierto: por esos días, las castas sociales habían desaparecido y la sociedad de Buenos Aires se dividía en patriotas y españolistas.
Fantaseaba con que Furia estuviera observándola, deseándola, celándola, acechándola, por eso coqueteaba con descaro, bailaba aunque no conociera bien los pasos del Minueto de Boccherini, departía aunque no se sintiera parte de ese grupo, sonreía y reía aunque llevara la tristeza como un peso en el corazón. Su parodia terminó por descomponerla. Se sintió mareada. Un ahogo le impedía tomar grandes inspiraciones. Caminó sujetándose de los respaldos de las sillas y de las paredes hasta hallar una puerta que la condujo al exterior. El aire helado le golpeó el pecho y le arrancó un quejido.
Furia despegó la frente y giró la cabeza al escuchar el chirrido de los goznes. Alguien se escabullía hacia el patio. Enseguida supo que se trataba de ella. La vio recostarse contra la pared, levantar el mentón e inspirar con dificultad. La habría zurrado por exponerse en una noche gélida sin rebozo.
Al notar que la opresión en el pecho cedía, Rafaela se tranquilizó y poco a poco levantó los párpados. Gritó al descubrir a Furia delante de ella. El gaucho le tapó la boca con una mano; con la otra, la sujetó por la cintura para arrastrarla al interior de la casa. Sus escarpines de tafetán apenas rozaban el piso. Terminaron en una habitación oscura, alejada del bullicio del salón. Rafaela escuchó el chasquido de la traba al cerrar la puerta y, a continuación, el de un yesquero, con el cual Furia encendió una palmatoria que halló en una cómoda. Pasmada, carente de habla, Rafaela lo vio quitarse el poncho. Reaccionó cuando entendió que se proponía cubrirla con la prenda de abrigo.
—¿Cómo se atreve? Déjeme pasar.
En la penumbra de la habitación, Rafaela se estremeció ante la mirada del gaucho, que se había vuelto rojiza y líquida por efecto de la llama de la bujía. Percibió que él estaba lleno de una energía violenta, y le tuvo miedo. Un escalofrío le surcó el cuerpo e intentó darse calor cerrando los brazos sobre su pecho.
—¡No me toque! —se indignó ante el nuevo intento de Furia por cubrirla.
—¡Cállese! Usté ’tá congeláa por su propia necedá. Este enfriamiento podría matarla.
—¡Y a usted qué le importa!
—¡Me importa! —exclamó, al tiempo que la envolvía con el poncho y la pegaba a su cuerpo—. Mucho —susurró, y le humedeció los labios con su aliento—. Mucho —lo escuchó repetir.
Rafaela tomó conciencia del frío de la noche al verse envuelta por el calor que irradiaba Furia. Su cuerpo se estremeció y de nuevo se le erizóla piel. Con un gemido, echó la cabeza hacia atrás y se relajó en sus brazos. Casi de inmediato sintió los labios de él sobre los suyos, y la delicadeza con que la besaba —apenas unos roces— la aplacaron como por ensalmo. La boca de Furia, sin embargo, se tornó exigente, y su beso, atrevido. Como si la sacudieran de un sueño, los párpados de Rafaela se dispararon y se puso erecta en el abrazo del gaucho. Una respiración superficial, que más la ahogaba que oxigenarla, le impedía insultarlo. Le sujetó el rostro con las manos y lo apartó unos centímetros. Se miraron con intensidad. Él parecía molesto por la interrupción y jadeaba como si hubiese permanecido mucho rato bajo el agua.
—Usted es un hombre sin principios.
—Y usté, una tilinga por andar por ai con estas prendas.
—Una tilinga, señor, fui el día en que me entregué a un descastado como usted.
La contempló con inescrutable seriedad hasta que sus comisuras, las que encontraba tan varoniles, comenzaron a elevarse para formar una sonrisa que le provocó un aflojamiento en las piernas.
—Le he enviao un regalo y usté no ha querío acetarlo.
—No acepto regalos de extraños.
—¿Soy un extraño pa’usté?
—La verdad es que no sé quién es usted.
—A ver si con esto le refresco un poco la memoria.
La aprisionó contra la pared y dio un jalón al corpino del escotado vestido. Los pechos de Rafaela saltaron fuera y se derramaron sobre el azul turquí del gorgorán; su blancura refulgió. El gaucho, que los observaba con expresión hambrienta, los ojos como platos y los labios entreabiertos, no reparó en el grito de Rafaela y le aferró ambas muñecas con una mano cuando ella trató de cubrirse. A pesar del enflaquecimiento general de su cuerpo, encontró sus senos excesivamente grandes, como hinchados, y los pezones, erectos y duros. Se inclinó sobre ellos.
—¡No! ¡No lo haga, maldito! ¡Suélteme!
Antes de que la lengua de Furia le tocara la piel, Rafaela percibió la calidez de su aliento en el pezón. Eso bastó para excitarla. El primer contacto de los labios del gaucho le arrancó un gemido largo y ahogado. No había sabido cuánto necesitaba a ese hombre en su cuerpo.
—¡Ah, mi Rafaela! Tan fría por juera, tan caliente por dentro. A pesar de mantener los ojos cerrados, Rafaela podía imaginar cómo la punta de la lengua de Artemio le dibujaba circunferencias en la areola y cómo, un instante después, le lamía el pezón. «Mañana me arrepentiré de esto. Ahora no puedo detenerlo». Había vuelto a la vida. Vibraba. Respiraba. Se abría a él como una flor al sol.
—Quiero hacerle el amor —lo oyó decir sobre la piel de su pecho.
—¿Por qué? ¿Por qué me hace esto? Déjeme ir. Debo volver a la fiesta.
—No lo hará. ¿Pa’qué quiere ir a la fiesta? ¿Pa’coquetiar y mostrar a esos lobos lo qu’é mío?
—¿Suyo? —dijo, y lo apartó de un empujón—. No sea necio —Se acomodó los senos dentro del vestido con modos impacientes.
—Usté é mía, Rafaela.
—Ya no me siento suya, señor Furia. Me sentí su mujer en La Larga y no podía pensar en otras manos para que recorrieran mi cuerpo. Ahora, no. Usted me abandonó como un cobarde y me perdió.
—¡Usté é mía! ¡Aura y pa’sempre! Yo no me olvido de sus palabras de usté, Rafaela. Usté me dijo que yo ’taba grabao a fuego en su corazón y que naides podría borrarme de allí. ¿Si acuerda de esas palabras de usté? ¿Si acuerda de que me las dijo en nuestra carreta? ¿Si acuerda de nuestra carreta, Rafaela?
Furia siempre decía la verdad y ella se preguntó cómo sería no tener necesidad de ocultar ni fingir. Él no conocía el miedo ni amos ni principios ni prejuicios.
—¡No, nunca me acuerdo! Déjeme regresar a la fiesta.
Artemio sujetó el escote del vestido y, como si se hubiese tratado de papel, lo rasgó hasta la cintura. Con una sonrisa ladeada, expresó:
—Aura no güelve al maldito sarao.
Sin darle tiempo a oponerse, tomó el poncho de vicuña del suelo y la envolvió en él. Conocía la casa de memoria, resultaba claro por el modo en que la conducía hacia el exterior evitando la zona principal. Ella correteaba a su lado, sostenida por su brazo, incapaz de rebelarse; se movía como en un sueño, embargada por un sentido de irrealidad y turbación.
—¡Babila! —llamó Furia, y el cochero bajó del pescante y corrió hacia ellos—. Vas a llevar a tu ama pa’las casas aura mesmo.
—¿Y el amo Aarón y la ama Cristiana?
—Más tarde güelves por ellos.
Furia abrió la portezuela y, de un empellón, obligó a Rafaela a subir. Apartó a Babila y le entregó dos doblones de oro mientras le daba instrucciones en voz baja.
—¡Hombre del demonio! ¿Qué le ha dicho a Babila?
—Mañana por la noche él la llevará ande le he indicao. Pa’ hablar. Usté y yo.
—La última vez que hablamos, señor Furia, usted me hizo llorar. No permitiré que eso ocurra de nuevo —Ante la sonrisa sardónica del hombre, Rafaela montó en cólera—. ¡La verdad es que no tenemos nada de que hablar! ¡Jamás le perdonaré…!
—¡Babila! ¡En marcha!
El coche echó a andar y Rafaela se quedó con la palabra en la boca.