Capítulo XX
Pichín-Ülleún
Cerca del mediodía, Rafaela avistó un caserío. Un cuarto de hora más tarde, Cajetilla se detuvo a las puertas de una casona vieja y derruida, aunque de sólida edificación, con un amplio pórtico de columnas blancas y piso de ladrillo, y el entorno prolijo y desmalezado.
—Esta é su casa —escuchó decir a Furia a sus espaldas.
No se dio vuelta, no lo enfrentaría atrapada en esa tormenta de emociones e ideas contradictorias. Siguió contemplando los detalles de las ventanas enrejadas y de la pintura deteriorada. Furia pasó a su lado y abrió la puerta, que estaba sin llave. Entraron en un vestíbulo amplio que comunicaba a tres estancias, dos se desplegaban hacia los costados y la tercera, hacia el fondo. Éstas, a su vez, comunicaban con más habitaciones, y así la casa parecía no tener fin, como si la misma imagen se reflejara en infinitos espejos. Permanecía en mitad del vestíbulo, mirando las alas que se abrían hacia su derecha e izquierda. Por lo que atisbaba, no había mucho mobiliario ni adornos; de hecho, el vestíbulo estaba pelado, salvo por un quinqué de sebo de potro que colgaba de los tirantes del techo.
Un bullicio la obligó a volverse. Los hombres de Furia, dos muchachas y varios niños se arracimaban en el pórtico.
—¡Pichín-Ülleún! —pronunció una de las jóvenes, y se lanzó al cuello de Furia.
Rafaela se movió deprisa para evitar ser arrollada. La otra muchacha también lo llamó Pichín-Ülleún y recibió un abrazo.
—Rafaela —la llamó Furia, sonriente.
Resultaba tan inusual verlo en esa disposición, que se quedó quieta, mirándolo como tonta. Furia la tomó de la mano.
—Ellas son mis lamúenes, mis hermanas —aclaró.
—¿Hermanas? —dijo, sin desprecio, sólo confundida.
—Sus hermanas del corazón —explicó una de ellas—. Somos las lamúenes de Calvú. Mi gracia es Alihuen. Mari-mari, Rafaela. Te doy la bienvenida.
—Ella es Millao —expresó Furia.
—Mari-mari, Rafaela. Pichín-Ülleún nos ha hablado harto de ti.
—¿Pichín-Ülleún?
—Pequeña Furia —intervino Calvú Manque—. Ese nombre le dimos a Artemio hace veinte años, cuando llegó a nuestra toldería, en el desierto. Ahora sólo le queda el Furia.
—Iré a saludar a mi ñuqué —anunció Artemio, de vuelta en su talante hosco.
Aunque había acentuado la última sílaba, Rafaela reconoció la palabra con que ella y su familia llamaban a la nodriza india, «madre». Lo vio saltar sobre Cajetilla y dirigirse hacia un rancho, alejado de la casa principal.
Bamba se aproximó con las mejillas y las orejas coloradas y, restregando la boina, le confesó:
—’Toy feliz de que se haiga venío pa’acá.
—Gracias —dijo, y le apartó un mechón rebelde de los ojos. ¿Qué podía contestar? ¿«Yo también», cuando Furia la había arrastrado a la fuerza? El marucho lo sabía y, sin embargo, le expresaba su satisfacción. La situación se tornaba grotesca por lo irreal. No sabía qué sentir ni tenía ganas de pensar en el embrollo en que estaba metida. Le dolía desde la coronilla hasta los pies, y sólo anhelaba tomar un baño y meterse en la cama. ¿Encontraría una cama? Furia la había abandonado con personas a las que apenas conocía, en una casa que no le pertenecía, sin ropa ni efectos personales, sólo con el vestido de boda, los incómodos chapines de seda bordada y su elegante poncho de vicuña.
—Millao —dijo Calvú—, la señorita Rafaela ha de ’tar muy cansáa. Acompáñala a su pieza pa’que descanse.
No volvió a ver a Artemio Furia en varios días. Al caer la noche de ese primer día en la Cañada de Morón —ya se había enterado de que allí se encontraba—, Anuillán, la madre de Calvú Manque, de Millao y de Alihuen, se presentó en la casa con ropa, comida y otros utensilios y le informó que Pichín-Ülleún había regresado a Buenos Aires. El impacto de la novedad le borró el color de las mejillas. Se sentó en el borde de la cama y clavó la vista en el zócalo de ladrillos. Anuillán se sentó junto a ella y le tomó las manos. Intentó tragar el nudo que se le formó en la garganta, sin éxito. La india le pasó un brazo por la espalda y la empujó sobre su pecho.
—¿Por qué se ha ido sin despedirse? —le preguntó, entre hipos y sollozos.
—Él me pidió que la cuidase mucho —le aseguró, en un castellano duro y mal pronunciado.
—Yo no le importo, sólo el niño —pese a darse cuenta de que actuaba con esa extraña como si de Ñuque se tratase, siguió relatándole sus desventuras. La mujer la escuchaba en silencio y le acariciaba el pelo, y Rafaela se preguntaba si la creería loca porque le refería hechos y personas como si los conociese; quizá, ni siquiera sabía que ella estaba encinta.
Como fuera, se hicieron amigas. A veces Anuillán le recordaba a Ñuque, por su sabiduría y noción fatalista de la vida, aunque sonreía más y le gustaba abrazar y besar a la gente, en especial a sus nietos. Resultó una alegría para Rafaela enterarse de que la mujer era curandera, o machi, como la llamaban por ahí. En tanto mateaban en el rancho de Anuillán, pasaban horas conversando acerca de las propiedades y peligros de las plantas, las flores y las raíces. La machi parecía tener cura para todos los males. Rafaela notó que Anuillán comenzó a mirarla con otros ojos el día en que le enseñó a elaborar un ungüento con grasa de cerdo y la pulpa de la sábila que cicatrizó en varios días las paspaduras de su nieto más pequeño. También le explicó cómo elaborar jabón de sosa y otros más delicados para la piel femenina, y lejía, con las cenizas de la barrilla. Como se enteró de que varios de los niños padecían diarrea, le sugirió purificar el agua que sacaban de la acequia con alumbre o con pastillas de quinina.
—Se venden en cualquier botica. ¿Hay una botica en el pueblo de Morón? Puedo pedirle a Bamba que me lleve a comprarlas.
Anuillán bajó la vista y se afanó con nerviosismo en el pan de centeno que amasaba, en tanto musitaba excusas. Rafaela tardó en advertir que el cambio de talante de la india se debía a que Furia había prohibido que ella saliese de su propiedad.
—El no quiere que vaya al pueblo, ¿verdad? —aún sin mirarla, la mujer negó con la cabeza—. ¿Piensa que me escaparé? ¿que lo denunciaré por haberme raptado?
—No sé por qué lo prohibió, Rafaela. Él nunca explica náa. Él sólo dis lo que se hace y lo que no, y ahí se acaba la cosa.
—No me escaparía ni lo denunciaría.
La asombraba que Furia creyese que contaría con el valor para huir y vagar sola por esos parajes.
—Además —dijo, con sarcasmo—, ¿cómo podría escapar si me mantiene vigilada con su gente? De noche, hacen guardia en torno a la casa como si yo fuese una criminal.
—¡Ah, no, querida, no pienses eso! Calvú dis que los muchachos hacen guardia porque Pichín-Ülleún anda con miedo de que los tuyos te aparten de él.
Rafaela sonrió con desánimo. Durante las noches en vela, con la única compañía de Quinto, que dormía en el suelo junto a su cama, había llegado a la conclusión de que su familia no la querría de regreso; harían de cuenta que se había desvanecido en el aire, que nunca había existido. El chisme de que un gaucho, por muy patriota que fuese, la había raptado, debía de estar recorriendo la ciudad como la peste negra. Su nombre se asociaría al escándalo para siempre y Rómulo no obtendría la ansiada Carta Ejecutoria de Nobleza. La repudiaría y la culparía por el baldón que había mancillando el buen nombre de los Palafox y Binda. Por fin, prohibiría nombrarla. ¿Qué opinarían la condesa de Stoneville, Pilar Montes y Lupe Moreno? En verdad, estaba sola. La atormentaba la idea de que Furia le quitase el niño al nacer y la echase de sus tierras. ¿Qué haría? ¿Adónde iría? En esos instantes de angustia, recordaba las palabras de Juvenal Romano: «Y usted, señorita Palafox, cuente conmigo siempre que lo necesite. Me encuentro a su entera disposición», con el amanecer, llegaba el cambio de disposición, y el ánimo lúgubre que la asolaba de noche mudaba a uno más entusiasta. Le gustaba la vida que llevaba en Morón, a pesar de que echaba de menos a Creóla, a Ñuque y a Mimita, de que no contaba con sus alambiques y redomas y de que vivía con ropa ajena. Se sentía a gusto en la simpleza de esas gentes, en la naturalidad con que expresaban sus pensamientos. Carecían de artificios o poses. Simplemente, eran, y esa cualidad atraía a Rafaela, la sorprendía primero, la pacificaba después. A través de conversaciones con Anuillán o con sus hijas, se hacía de retazos de la vida de Artemio Furia. Por Millao supo que un mercedario, el padre Ciríaco Aparicio, lo había llamado Artemio por haberlo encontrado un 6 de junio, día de San Artemio, mártir.
—Entonces —razonó—, si el padre Ciríaco lo llamó Artemio y por vosotros es conocido como Ülleún, o Furia, ¿cuál es su verdadero nombre?
—Naides lo sabe. Capá, a mi peni se lo haiga dicho, pero si no es volunta de Pichín-Ülleún que se sepa, jama saldrá de boca de Calvú. Son uno esos dos.
Más tarde, el mismo día, Rafaela golpeó las manos en la enramada del puesto de Anuillán y la india la invitó a entrar. La encontró emborrizando unas lonjas de carne.
—¿Te llevó Millao el ajiaco de liebre? —por Artemio, la india sabía que Rafaela no comía carne de vaca y le preparaba platos especiales.
—Sí gracias, Anuillán, No es necesario que se moleste. Yo puedo preparar mis alimentos. He limpiado y acondicionado la cocina de la casa grande. Sólo necesito que me provean de utensilios e ingredientes. ¿Puedo ir al huerto a recoger hortalizas?
—¡Pues claro! Bamba te va a llevar carnes pa’tus guisaos.
La mujer recorría el rancho juntando ollas de azófar, cucharas de madera y demás avíos, lo mismo que una bolsita de cuero con sal, un tarro de azúcar parda, una botella de gres con aceite, ajíes, mazorcas, una horma de sebo y otros ingredientes.
—Dime, Rafaela —habló Anuillán—, ¿cuántos días llevas entre nosotros? ¿Van seis? —Rafaela asintió—. ¿Cómo te sientes? ¿’Tas bien en la casa?
—Sí, lo estoy.
Rafaela se dedicó a estudiar el rancho, una habitación grande, compartimentada en dos por un divisorio de cueros, con las paredes de totora y adobe, el suelo de tierra apisonada y el techo de junco y paja. Además de una mesa y dos sillas, había un camastro construido con cuatro tocones de los que nacían lazos entretejidos que sostenían un jergón de guata. Si bien el lugar estaba limpio, resultaba pobrísimo.
—¿Por qué no vive usted en la casa, Anuillán? ¡Es tan grande! Está muy venida a menos, pero hay sitio para todos, aun para sus hijas y sus familias.
La india sacudió los hombros antes de hablar.
—No ’toy acostumbráa a la casa grande, ni siquiera el mesmo Pichín-Ülleún la usa. Cuando güelve de sus viajes, se echa ahí —dijo, y señaló el catre—. La abrimos y la limpiamos en cuantito supimos que tú vendrías.
Rafaela se mordió el labio, intrigada. ¿Cuándo había decidido el señor Furia llevarla al campo de Morón, antes o después de haberse enterado de que llevaba a su hijo en el vientre?
Calvú Manque entró en el rancho de Anuillán, se quitó el pañuelo de la cabeza y le sonrió, y Rafaela le devolvió el gesto. Si bien el indio había participado del rapto, nunca había podido achacárselo y terminó por aficionarse a su compañía en esos días turbulentos, alejada de su familia, preocupada por Mimita y con un futuro oscuro por delante. A diferencia de Furia, Calvú Manque era expansivo y risueño y le había ofrecido su amistad. La visitaba a la caída del sol, y Rafaela descubrió que le resultaba fácil contarle en qué había ocupado su tiempo. La atraía la compañía del ranquel, en especial porque nadie conocía a Artemio Furia como él.
A una orden de Anuillán, Calvú Manque juntó los utensilios de cocina y ayudó a Rafaela a transportarlos a la casa grande.
—Hoy no he visto a Pichín-Calvú y a Hueyqué —Rafaela preguntaba por los hijos de Calvú Manque, de diez y ocho años, cuya madre había muerto tiempo atrás dando a luz a el tercer niño, que no sobrevivió.
—’Tuvieron conmigo, acollarando los potros a la yegua madrina.
—Los eché de menos. Son una gran compañía para mí.
Advirtieron desde lejos que don Belisario se hallaba en la galeria de la casa, sentado sobre un tocón, tallando. De las personas que habitaban esas tierras, a nadie Rafaela quería tanto como a ese hombre. Se apareció un día después de su llegada, con la boina en la mano y mirándole el vientre, se presentó como el padrino de Artemio. Rafaela amaba cómo se iluminaban sus ojos desteñidos cuando mencionaba a su ahijado, la cadencia que adoptaba su voz, la manera en que sus comisuras amenazaban con alzarse en una sonrisa que jamás llegaba porque don Beli, como lo apodaban, era tan parco como su ahijado.
—Buenas tardes, Belisario.
—¡Mari-mari, don Beli! —dijo Manque.
—Güeñas. Toy terminando esta talla pa’usté, Rafaela. Un peine.
—¡Gracias, Belisario! No sabe usted cuánto lo necesito.
Las mejillas del hombre se colorearon. Bajó la vista y siguió trabajando. «Tuito lo que sé se lo he dao a mi ahijao», le confesó en una de sus primeras charlas. «Dende voliar avestruces y peludiar a tallar la guampa. También a teñirla con aqua regís pa’darle ese color bonito. ¿Le gusta ese color, Rafaela?». A veces, en sus maneras y en el modo en que inclinaba la cabeza y la miraba esperando una contestación, descubría en Belisario las mismas chispas de inocencia de Furia.
Pasó el resto de la tarde bajo el pórtico de la casa grande, envuelta en una manta y en compañía de Calvú Manque y de don Belisario, bebiendo hordiate tibio y conversando de a ratos. Por momentos, un armonioso silencio caía sobre ellos, y Rafaela suspiraba y perdía la vista en el paisaje. Había muchos animales en los alrededores, perros, gallinas, gansos, chanchos, ovejas, por supuesto vacas y caballos, encerrados en amplios potreros de palo a pique ubicados a unas cien yardas de la propiedad. Había también dos ñandúes con sus crías al pie. Rafaela les temía; eran descaradas y comían cuanto veían, desde pedazos de galleta a botones, monedas y presillas.
Se dijo que podría vivir para siempre con esas gentes y ser feliz si Mimita estuviese con ella. Esa cualidad de su espíritu que tanto desilusionaba a su padre y exasperaba a tía Clotilde, por la cual se hallaba a gusto entre personas de baja condición, nunca se había manifestado de manera tan clara como durante esos primeros días en Morón.
A la mañana siguiente, Rafaela se extrañó al no hallar a Quinto junto a su cama. Lo comentó con don Belisario.
—Artemio debe de estar al llegar —conjeturó el hombre, y los latidos de Rafaela echaron a correr—. Quinto debió de olisquiarlo y salió a recibirlo. En unas horas, los tendremos de güelta.
Con la ayuda de Millao y de Alihuen, Rafaela preparó la comida favorita de Furia de acuerdo con la información de Anuillán, ajiaco de peludo, que Isidoro habia cazado el día anterior, y, como postre, api con leche y miel, torta de patay y guirlache, una delicia hecha con pasta de almendra y caramelo. Cuando todo estuvo pronto, calentó agua para darse un baño de palangana en su dormitorio.
La avidez con que estudiaba a Rafaela acabó cuando posó la mirada en la curva pronunciada de su vientre. El aroma del jabón que flotaba en el aire penetró en sus fosas nasales y le agitó las pulsaciones junto con las visiones del pasado. El sonido del agua, que lamía ese cuerpo desnudo antes de gotear sobre la palangana, lo mantuvo callado. El leve roce de la esponja sobre esa piel le provocaba escalofríos. No deseaba irrumpir en el paraíso que Rafaela había creado, y prefería observarla a través del resquicio de la puerta. La paz de ese sitio servía para recordarle su desasosiego durante los días en que había permanecido lejos de ella, en Buenos Aires.
Al llegar a la ciudad, ansioso por conocer cuál era su situación después de haber raptado a una señorita de familia, Artemio había visitado a su amigo Domingo French.
—Flor de enemigo te has echado encima —le había dicho el sargento mayor de La Infernal—. Nada más y nada menos que al nuevo intendente de Policía, Aarón Romano. Creo que Moreno, quien se ha convertido en el corazón de la Junta, te teme o te admira, no sé cuál de las dos, porque le ha pedido a Romano que arregle los asuntos de faldas fuera de las instituciones de gobierno. Cuando Romano interpuso que te apresaría ya que tú habías cometido un delito al secuestrarla, Moreno le recordó que tú y ella esperabais un hijo y que habíais vivido un amorío. Porque debes saber, querido Artemio, que la noticia de tu asunto con la hija de Palafox ha corrido por la ciudad como reguero de pólvora.
Incluso había llegado a oídos del padre Ciríaco, que lo recibió con una bofetada.
—¡Has arruinado a esa pobre muchacha! —le espetó con una cólera que Artemio no le conocía—. Las has arruinado para siempre. Me he avergonzado de ti al saber lo que has hecho en San Francisco. ¿En qué he fallado al educarte? ¿Por qué has actuado así?
Albana tampoco le dio la bienvenida.
—¡Te la has llevado porque aún la amas!
—’Tá preñáa. ¿Qué querías que hiciera?
—¡No me tomes por estúpida, Artemio! Te enteraste de lo de su embarazo el día antes de la boda con Romano, y sé bien que enviaste a Bamba a la Cañada de Morón con la orden de que Anuillán aprestase la casa grande para recibirla al día siguiente de la fiesta en lo de Rodríguez Peña. No me mientas. Siempre fue tu intención llevártela. Y no te atrevas a justificarte diciéndome que lo haces para castigar a su padre porque bien podrías utilizar otros medios para eso. ¿Acaso Palafox no es un maturrango a quien podrías enviar a la cárcel acusándolo de contrarrevolucionario?
Albana tenía razón, los patriotas se mostraban implacables con los españoles, y se vivían días de gran tensión. Habían exiliado al tesorero de la Real Audiencia, Pedro de Viguera; negado el permiso al obispo Lué y Riega para viajar a Montevideo, todavía realista; y confinado a Martín de Álzaga y a sus amigos, Neyra, Villanueva y Santa Coloma, en las Islas de la Magdalena, un asentamiento cercano a la Ensenada de Barragán. Si Rómulo Palafox seguía en Buenos Aires y en poder de su patrimonio se debía a la acción del gaucho Furia, que así se lo había pedido a Mariano Moreno. «Dotor, yo doy fe de la fidelidá de Palafox», había asegurado. Sabía que algún día tendría que devolver el favor.
Visitó la casa de la calle Larga apenas llegado a Buenos Aires. Esperó la noche para moverse con libertad. Saltó la cerca de tunas, y Creóla, alertada por su novio, Paolino, le franqueó la puerta que conducía a los patios internos y le indicó cuál era la habitación de Rómulo. Al llegar, éste encendió una palmatoria y se encontró con Furia apoltronado en su sillón.
—¡Dios bendito! —se sobresaltó.
Furia se puso de pie y avanzó con lentitud deliberada, el facón moviéndose contra su pierna derecha.
—¡Devuélvame a mi hija, maldito truhán!
—Yo nunca miento, Palafox. Por lo tanto, lo que declaré en San Francisco es verdad. Su hija de usted es mía. Y no se la devolveré. Jamás. Ahora bien, si volverá a verla algún día es lo que está en juego en este momento.
—¡Usted prometió no perjudicar la reputación de Rafaela!
—Yo no prometí nada.
—¡Mi sobrino está buscándolo! Lo hallará y le hará pagar el daño que usted, maldito salvaje, le ha infligido a mi hija.
—Por su bien, Palafox, que Romano deje de buscar a Rafaela o tendré que despacharlo al otro mundo. Lo juro —pronunció, con una fiereza que perturbó al español.
—Por favor, Furia, por favor, no haga daño a mi hija. Piedad, señor.
—Su hija me dará un hijo. Jamás le haría daño.
El hombre se desmoronó en el borde de la cama y se cubrió la cara.
—¿Qué clase de sino le espera al lado de uno como usted? Ella ha vivido como una princesa —levantó la vista, abrumado por el silencio. Ni siquiera sabía si el gaucho seguía en el dormitorio. Ahí estaba, sin embargo, contemplándolo de una manera imposible de descifrar—. ¿A qué ha venido? ¿A verme sufrir? ¡Adelante! Por ahora, es lo que puedo ofrecerle, mi dolor, porque aún no he dado con el paradero de Avendaño.
—He venido por Mimita, Creóla y las pertenencias de Rafaela. Partiré en unos días y quiero que apronte todo. Me llevaré hasta el último de sus efectos. Libros, ropa, afeites y lo que utiliza para fabricar perfumes. Además, quiero los papeles de propiedad de Creóla.
Abandonó la habitación de Rómulo sin aguardar una respuesta. Créola lo guió fuera. Se toparon con Ñuque en el último patio. Por la actitud de la india, Artemio dedujo que no se trataba de un encuentro casual. La mujer dio un paso adelante y elevó el mentón para mirarlo a los ojos.
—Creóla, vete a tu pieza —ordenó, y la esclava se perdió en la oscuridad.
Artemio vio cómo la mano pequeña, sarmentosa y arrugada de Ñuque se aproximaba a su rostro, y se mantuvo en vilo, sujetando el aliento. La anciana le acarició la frente, deslizó la punta de los dedos por su sien y los alejó antes de alcanzar el filo de su mandíbula. En la oscuridad, sus ojos desleídos y casi perdidos en los pliegues de los párpados adquirieron un brillo inusual al colmarse de lágrimas. Parecieron eternizarse los segundos en silencio. Cuando Ñuque al fin habló, lo hizo en la lengua de sus antepasados.
—Sé lo que Rómulo le hizo a los tuyos. Lo sé todo, Artemio. Y sólo el Señor conoce la profundidad de mi dolor. Sufro por ti, por tu familia y por mi Rómulo, puesto que él también ha padecido y vivido agobiado por la culpa durante veinte años.
La figura de Ñuque se tornó borrosa, y una opresión en el cuello obligó a Furia a tragar repetidas veces.
—Sé que clamas por venganza. Y es justo. Pero Rafaela, mi Rafaela… Devuélvemela, Artemio.
—No puedo, Quelupén —replicó Furia, en la misma lengua de Ñuque.
—¿La amas?
—Más que a mi vida.
—Júrame que no le harás daño.
—Lo juro —dijo, deprisa.
—Eres todo para ella.
—Rafaela me odia, Quelupén.
—No, m’hijo, no te odia. Te ama como pocas veces he visto a una mujer amar a un hombre —Ñuque advirtió el efecto de su declaración en la expresión del gaucho—. Aunque la has hecho enojar, y mucho. Le rompiste el corazón cuando la abandonaste en La Larga y casi se dejó morir de tristeza, porque el matasanos podrá decir que se trató de una infección a los pulmones, pero yo sé que casi muere por tu causa.
—Mierda —susurró, con voz quebrada, y se presionó los ojos con la punta de los dedos.
—Rafaela es orgullosa y terca —admitió Ñuque—, y también rencorosa. Pero sé que te perdonará porque, cansada de la hipocresía de esta familia, ha decidido ser fiel a su corazón, y ahí sólo hay amor para ti. Artemio, m’hijo, yo ando de más en este mundo. Soy vieja como Matusalén y ya estoy cansada de vivir. Por eso, prométeme que me traerá a mi Rafaela uno de estos días para que me despida de ella.
—Lo prometo, Quelupén.
En ese momento, a palmos de Rafaela, mientras la observaba bañarse dentro de la palangana, Artemio Furia se arrepintió de la promesa. No quería llevarla de nuevo a la ciudad. La quería sólo para él. Temía compartirla, que se la arrebatasen. Necesitaban tiempo a solas para recuperar el amor vivido en Laguna Larga. Artemio la reconquistaría, Ñuque le había dado esperanzas. Lo complació encontrarla tan compuesta. Había temido hallarla atrincherada en una habitación, con aspecto sucio, demacrado, en actitud desquiciada, vociferando improperios. En cambio, lucía tranquila, y su feminidad parecía haber contagiado a la casa, la cual había sido limpiada y ordenada a conciencia.
—Es muy hacendosa tu Rafaela, Pichín-Ülleún —le había informado Anuillán minutos antes—. Se lo ha pasao limpiando y acomodando el desquicio de la casa grande.
Sonrió, satisfecho de su mujer. La decisión de marcharse y dejarla sola en el campito de Morón había resultado sensata. Rafaela precisaba tiempo para calmarse y adaptarse a la nueva situación. Su presencia la habría irritado, porque, por orgullo, no habría demostrado que, en realidad, le agradaba vivir allí.
Rafaela levantó la cabeza cuando una corriente fría le erizó la piel de las piernas. Artemio Furia se hallaba bajo el dintel. Lo miró sin parpadear, como si hubiese caído en un encantamiento, y no se dio cuenta de que soltó la esponja, que desapareció bajo el agua. Pensó que, con la barba crecida y el cabello suelto sobre los hombros, el señor Furia se parecía a Jesucristo. En la paleta de dorados y marrones que componían su rostro, los ojos resaltaban como gemas turquesa y despedían una energía poderosa, lo mismo que su figura. El hombre casi rozaba el larguero de madera con la coronilla y sus hombros ocupaban el ancho de la puerta. Lo vio trasponer el umbral y cerrar tras de sí. Saltó fuera de la palangana y arrebató la toalla de una silla.
—¡Salga! —articuló a duras penas, mientras se envolvía—. ¡Vayase!
El gaucho avanzaba en su dirección, en tanto ella, sujetando la toalla con manos temblorosas, caminaba hacia atrás. De pronto, el aire de la habitación se había tornado gélido, y no podía detener el castañeteo de sus dientes para hablar e insultar. El silencio en que Furia se movía la aterraba; la maldad de su mirada y la dureza de su gesto le drenaban el vigor. Al chocar contra el vidrio de la ventana, soltó un gemido; estaba helado.
Furia la envolvió en sus brazos, y el calor que despidió su prenda de lana operó como un narcótico en ella. Se apretó contra su pecho, cerró los ojos y suspiró.
—La pucha, ’tá heláa —lo escuchó quejarse, y le permitió que la condujera cerca del brasero.
Rafaela, que mantenía los ojos cerrados, adivinaba, por los movimientos torpes de Furia, que atizaba los carbones y que luego se quitaba el poncho con una mano para colocarlo sobre sus espaldas. Se decía: «Debo enojarme con él. Debo mostrarme ultrajada», y permanecía inactiva, absorbiendo la vitalidad del cuerpo del gaucho, esperando recuperar la compostura. Hundió la nariz en su chaleco de paño, y la familiaridad del olor —a sudor, a humo, a caballo, a cigarrillo— la llevó a pensar en los momentos compartidos en La Larga.
Al notar que Furia se apartaba y el frío volvía, levantó los párpados con fastidio —estaba tan a gusto así—. Se despabiló cuando lo vio arrodillarse frente a ella. El hombre apartó el poncho, luego la toalla, hasta llegar a su vientre desnudo. Rafaela lo observaba sin soltar el aliento, absorbida por la intensidad de la mirada fija en su barriga apenas abultada. Él se había congelado en esa posición. Un escozor la recorrió, completa, cuando las manos callosas de él le contuvieron la curva del vientre y sus labios resquebrajados le besaron el ombligo.
Esa veneración no estaba dirigida a ella sino al hijo de ambos. Recordó que la había raptado al pie del altar porque estaba encinta, no porque la amase. Se acordó también de la vergüenza a la que la había sometido en lo de doña Clara, cuando la expuso a su padre para vengarse de la humillación sufrida en La Larga, y se arrepintió de haberse alegrado ante su llegada inminente, y de haberle preparado sus comidas favoritas, y de haberse bañado para recibirlo envuelta en los aromas que a él lo fascinaban. Se arrepintió también de haber pensado que podría vivir para siempre en esas tierras. No sentía rabia ni rencor sino tristeza. Furia seguía arrodillado, con el oído sobre su vientre, y una ligera sonrisa en los labios, y ella no reunía la voluntad para apartarlo.
Alguien llamó a la puerta. Artemio masculló un insulto y se puso de pie.
—¿Qué pasa? —preguntó de mal modo, y su voz tronó en la paz de la habitación.
—Peni —habló Alihuen—, tengo que hablarte.
—Güeno. Ai voy —A Rafaela, le ordenó—: Vístase. La espero en la sala.
Se vistió deprisa, confundida por emociones contradictorias y por las ganas de llorar. Dobló el poncho de Furia con esmero y ensayó los movimientos y la mueca indolente a los que echaría mano para devolvérselo. En la sala se olvidó del poncho, que terminó en manos de Alihuen, al toparse con Creóla y Mimita y una gran cantidad de canastos y arcones. Se puso a llorar, mientras las abrazaba y las besaba. Atraída por el ímpetu de la mirada de Furia, giró la cabeza y lo descubrió contemplándola con el gesto de quien ha realizado una buena acción y aguarda su premio. ¡Cómo la embrollaba ese gaucho! ¿Qué pretendía de ella? Le devolvió la mirada sin desvelar sus sentimientos. Deseaba lastimarlo, confundirlo, humillarlo, pero no contaba con ese poder. El gaucho Furia era inalcanzable.
Después de ubicar a Creóla y a Mimita en sus habitaciones, Rafaela salió de la casa y marchó a la cocina para aprestar la cena. Millao y Alihuen la ayudarían a poner la mesa. No había mantel, casi nada de vajilla, no obstante, ella y las muchachas compusieron un hermoso cuadro con unos pequeños tapetes tejidos por Anuillán, unas servilletas blancas y un arreglo de flores silvestres. Rafaela estudió por el rabillo del ojo la reacción de Furia ante la visión de la mesa. El hombre se quedó quieto, con la mano en el respaldo de la silla, mientras estudiaba los detalles. Tomó asiento en la cabecera. Parecía incómodo y fuera de sitio; de igual modo, cuando Creóla le puso un cuenco lleno de ajiaco, aspiró profundamente, sonrió y se lanzó a comer a dos carrillos.
—’Ta muy güeno, Alihuen —dijo, con la boca llena, mientras señalaba el guiso con la cuchara de hueso tallada por Belisario.
—Sí, muy güeno —coincidieron los hombres de Furia.
—Lo preparó Rafaela, peni —informó Alihuen—. Como ñuqué le dijo que era tu comida favorita…
A Rafaela le dio la impresión de que los comensales cesaban de masticar. En el mutismo que sobrevino temió que escucharan los latidos de su corazón. Mantuvo la vista sobre el plato para ocultar las mejillas coloradas.
—¿Usté no come, Rafaela? —escuchó preguntar a Furia, y, sin responderle, hundió la cuchara en el guiso de peludo y ajíes y se la llevó a la boca. Podría haber sabido a rayos o a ambrosía, ella no habría podido decir. Masticó y tragó de modo mecánico. Pasados unos segundos, la normalidad se restableció en la mesa.
Los hombres de Furia y las hermanas de Calvú Manque hablaban todos juntos, y a Rafaela le chocaba. Las normas de educación dictaban que las comidas se hacían en silencio. Tampoco habían rezado antes de iniciar la cena, y los modales de esos paisanos dejaban mucho que desear. No usaban las servilletas y bebían con comida en la boca. A pesar de que cada uno contaba con una cuchara, la mayoría la había desechado; en cambio, cargaban de guiso el filo del facón y, al introducirlo en la boca, hacían toda clase de ruidos porque estaba caliente.
—¿Qué le pasa, Rafaela? —se interesó Artemio, con una nota irónica—. ¿No le gusta comer con paisanos mal edúcaos?
—Es que vosotros —terció Creóla— habláis mientras coméis. Y eso está mal, amo Furia.
—Yo no soy tu amo, Creóla, ni el de naides. Y no quiero que bajo mi techo haiga esclavos. Ansina que mañana mesmo iré al juez de paz de Morón y le pediré la papeleta pa’tu liberación.
Rafaela levantó la vista y lo miró, boquiabierta.
—¡Yo soy de mi ama Rafaela! —se quejó la esclava—. ¡No quiero apartarme de ella!
—Quédate con ella o vete. Pero libre. Náa d’esclavos en mis tierras.
—¿Cómo se atreve? —farfulló Rafaela, mientras se ponía de pie.
Arrojó la servilleta al costado del cuenco y corrió a su habitación. Furia se llevó las manos a la cara y exhaló con fastidio. Movió la silla hacia atrás, y las patas chirriaron contra el piso de ladrillos, una nota discordante en el silencio sepulcral. Se puso de pie y, después de limpiar el filo del facón en la servilleta, se lo calzó en el tirador.
—Coman nomá —dijo—. Ya güelvo.
Salió del comedor sin apuro y se adentró en la zona de las habitaciones. Entreabrió la puerta del dormitorio de Rafaela y la encontró echada boca abajo en la cama, llorando. Se quitó el facón, las boleadoras y el tirador, y se recostó junto a ella.
—¡Vayase! —la oyó decir con voz gangosa.
—No me muevo de acá —replicó, con paciencia, y la envolvió en sus brazos y hundió la cara en su cabello—. No me llore, Rafaela.
—Hombre cruel. ¿Por qué me odia tanto?
—¿Qué dice? No la odio —a Furia lo conmovió la pena de Rafaela y entendió que no estaba enojada sino triste—. No la odio —repitió, y ajustó el abrazo.
—Sí, me odia. Me humilló frente a mi padre y a su amante de usted.
—¿Amante?
—¡La señorita Bouquet!
—Albana no é mi amante. É mi amiga. Y usté mejor no ande injuriando, Rafaela, porque ’tónce mi ricuerdo que se iba a matrimoniar con ese zopenco de su primo y…
—¡Porque es un hombre de valía! En cambio usted… Usted.… —Rompió a llorar de nuevo y ocultó la cara en la almohada—. ¡Quiero volver con los míos! ¡Quiero volver a mi casa! ¡No quiero que me quite a Creóla!
—No le quito a Creóla. Pero no la quiero como esclava en mi casa.
—¡Entonces, déjenos regresar a Buenos Aires! ¿Para qué me quiere aquí? Ya destruyó mi buen nombre y el de mi familia. Ya se vengó por lo que mi padre le hizo en La Larga. ¿Qué más pretende? ¿Verme muerta?
La obligó a volverse con un giro brusco y la mantuvo inmóvil contra el colchón.
—No güelva a decir que la quiero vé muerta. No lo güelva a hace porque ’tonce sabrá por qué me llaman Juria.
Rafaela había interrumpido el llanto, y sólo se oía su respiración congestionada. En la oscuridad del dormitorio, los ojos de Artemio habían adoptado matices metálicos y brillantes. Él también estaba agitado. La rabia lo agitaba. Sus pechos se entrechocaban.
—No güelva a decir que la quiero ver muerta —repitió, y se quedó mirándola y pensando en que sólo Dios sabía cuánto la había echado de menos todos esos meses, cuánto había padecido al saberla enferma, cuánto había fantaseado con hacerla suya, cuánto la había deseado en medio de la nube de odio y sed de venganza que no resultaba suficiente para matar el amor que ella le inspiraba. Inclinó la cabeza y la besó en el cuello, dichoso de tenerla en sus dominios y bajo su peso.
—No quiero que me toque. ¡Vayase con la señorita Bouquet!
—No he tocao a nenguna dende l’última vé que le hice el amor a usté, mi Rafaela. ¿Ricuerda l’última vé que nos amamos en La Larga?
—¡Cállese! —le exigió en un susurro.
—¿Lo ricuerda?
—¡No! —mintió.
—Yo, sí. Usté estaba juriosa, como aura, porque yo me había quedao mirando a misia Melody con ojos de besugo. Dispués se le pasó la rabieta y me anduvo pidiendo que le hiciera esas cosas que a usté le gustan.
—¡Cállese, desgraciado!
Artemio se echó a reír. Llamaron a la puerta, y la risa se esfumó.
—Mierda.
—¡Artemio! Soy yo, peni —Calvú Manque habló del otro lado de la puerta—. El rodeo está inquieto y Quinto anda arañando la puerta pa’salir. Tal vé haiga un jaguar jodiendo al ganao.
—Ai voy —rugió Furia—. Güelvo más tarde —dijo, y, sin darle tiempo a replicar, se quitó de encima de Rafaela.
Lo observó desde la cama colocarse el tirador, el facón y las boleadoras, y salir de la habitación sin echar un vistazo atrás. El vacío que siguió le provocó miedo porque le reveló una verdad a la que ella se cerraba: su vida carecía de sentido sin Artemio Furia.
Artemio mató a los dos jaguares, que habían malherido a una vaca y destrozado a su ternero. Los desollarían al día siguiente, y las mujeres se ocuparían de secar sus pieles para confeccionar dos tapetes que entregaría a Rafaela. Vibraba de anticipación ya que sabía que la sorprendería con el costoso obsequio.
Estaba sucio y olía mal. Se dijo que debería dormir en el rancho de su ñuqué y no molestarla por esa noche. Ya la había hecho rabiar demasiado. Su naturaleza egoísta se impuso y no volvió a pensar en el bienestar de Rafaela mientras se dirigía hacia su habitación. La encontró dormida. Se desvistió sin hacer ruido y se lavó la cara, el cuello, las axilas y el pecho con una pastilla de jabón de vetiver y el agua de la jofaina, que ya estaba fría y le erizó la piel. Se deslizó desnudo bajo las mantas y exhaló largamente cuando lo recibió la tibieza del lecho y el perfume de Rafaela. A pesar de estar exhausto, la excitación lo mantenía despierto. Le costaba creer que Rafaela yaciera a su lado, como su esposa. Una parte sensata lo instó a no despertarla; otra lujuriosa lo obligó a pasarle los brazos por la cintura y acomodarla para que quedase de costado, frente a él, sus labios muy próximos. La vio quejarse en sueños y agitarse en su abrazo. Esperó con ansias a que levantara los párpados. Ella pestañeó varias veces hasta que sus ojos se fijaron en los de él.
Los brazos de Furia se ajustaban a su cuerpo como cinchas. Quedó suspendida, perpleja bajo el conjuro de su mirada. Estaba cansada de especular y de preguntarse qué significaba para él. Trató de retener las lágrimas, sin remedio. Resbalaron por sus mejillas hasta caer en la sábana.
—¿Otra vé me va llorar?
—Usted es muy cruel conmigo. Destruyó el amor que le tenía.
—No me diga eso. Me mata cuando llora. Me mata cuando me dice que ya no me quiere.
—¡No lo quiero! Usted me ha lastimado demasiado. Ya no lo quiero.
Artemio la abrazó con pasión, obligándola a ocultar la cara en su torso velludo. La besó en la cabeza, en la oreja, en la mejilla.
—¡Rafaela!
—No —musitó apenas—. Vayase. No confío en usted.
—En La Larga se entregaba a mí y se dejaba amar por este gaucho bruto, usté, mi Rafaela de las flores, mi señorita decente y refináa, y éramos felices.
—Pero después, todo cambió. Por su culpa —apretó los ojos, como si deseara ahuyentar una imagen—. No consigo olvidar aquella noche en la pensión de…
—¡Olvídelo! Fui un necio, ’taba como loco. Usté é mi vida, Rafaela.
Se quedó mirándolo, suspirosa como una niña a causa del sollozo, con ganas de preguntarle por qué la había despreciado en La Larga para reclamarla meses después. ¿Sólo por el niño? Le dolía la verdad, le temía a la respuesta.
—Rafaela, Rafaela mía. Mi Rafaela —pronunció él, con una voz que presagiaba una mudanza en su comportamiento.
¿Y qué más daba si la conservaba a su lado por el niño cuando ella lo añoraba pese a todo? No quería imaginar lo que ocurriría una vez que diera a luz.
—Señor Furia.… —dijo, y él, al besarla en el cuello de modo salvaje, le cortó el habla.
Rafaela reconoció el instante en que él abandonó las cortesías y se dispuso a tomarla. Sintió el cambio en sus manos, que se movieron por su espalda, hacia abajo.
—Dígame que entuavía me quiere —le suplicó al oído, temblando de deseo—. Dígame que no ha dejao de desiarme como en La Larga.
—No —murmuró, y cerró los ojos y apretó los labios para atrapar un gemido cuando percibió que los dedos de Furia vagaban por sus nalgas, y que aparecían un momento después sobre sus senos para acariciarlos a través de la frisa del camisón.
No era justo, él usaba el poder que sus manos ejercían sobre ella. Cansada, triste y sedienta de ese hombre, se quedó mansa y no ofreció resistencia cuando la desvistió. Que él se desmadrara y comenzara a gemir sólo con el contacto de sus pieles desnudas, venció la última barrera. Le echó los brazos al cuello y comenzó a friccionar su vientre contra la erección de él y a repetirle su nombre al oído. Ella también contaba con poder sobre él. Lo sintió contorsionarse y lo oyó jadear como si padeciera un dolor agudo cuando le manoseó el pene para luego contenerle los testículos con caricias hasta volvérselos pesados y duros. La boca de Furia no hallaba paz, quería devorarla toda, pasaba de su rostro a sus pezones, a su vientre, a su ombligo, a sus partes pudendas y ahí se quedaba, saboreándola y chupándola con la misma fruición con que había comido el ajiaco a la hora de la cena. Estaba volviéndola loca. Las mantas habían caído al suelo, y sus cuerpos desnudos, ajenos al frío de la habitación, se movían en libertad.
—Señor Furia, por favor —La espera estaba trastornándola, el latido entre sus piernas clamaba por alivio—. Por favor.
—¿Qué, mi Rafaela? —le exigió—. ¡Dígamelo!
Rafaela se mojó los labios con la lengua, y él se la atrapó para succionársela. Ella apartó el rostro, en busca de aire.
—Por favor, Artemio —suplicó, desesperada—. Lo necesito.
—¡Dígame que quiere mi verga dentro de usté!
Rafaela, con la boca entreabierta y los ojos cerrados, incapaz de hablar, asintió sobre la almohada y lo invitó hundiéndole las uñas en los glúteos, presionándolo contra su sexo. Artemio lanzó un gemido ronco y la penetró.
Resultó paradójico que en un momento donde la unión de sus cuerpos parecía producir chispas, Rafaela hallara la paz. «Pertenezco a este hombre hasta la muerte. Para bien o para mal. Y que Dios me asista».