Capítulo XI

La libertad

Nunca dudó, nunca se arrepintió, nunca sintió temor porque sabía que ese ardor que la consumía y le quitaba la paz, lo consumía a él también. Le había entregado su virginidad; la única dote con que contaba era de él, un gaucho, un descastado, un ser despreciado. La pérdida la había lastimado físicamente; sin embargo, de aquel lacerante dolor sólo conservaba la sensación de embeleso y de dicha por haberse convertido en la mujer de ese hombre. Comprendía que, durante todos esos años, no había sido el miedo su peor compañero sino la falta de libertad. Era libre. Y poderosa. Y hermosa. Y amada. Y deseada. Y, sobre todo, era del gaucho Furia. Y era de él porque la tomaba donde se le antojaba, al igual que ella lo tomaba a él cuando quería. Se miraban de lejos, codiciando el cuerpo del otro, y se buscaban hasta encontrarse. Por esos días, Rafaela escribió en su libreta: Me encuentro tan feliz que es como si mi alma se expandiera y desbordara los límites de mi cuerpo.

Entre ella y Creóla, habían limpiado el cobertizo y dispuesto la carreta con mantas y almohadones y una caja de madera que cubrieron con un mantel y donde acomodaron frasquitos con los perfumes y aceites que Artemio quería olerle en el cuerpo. Parecía el estrado de tía Clotilde, un sitio apartado, elevado sobre el terreno, frivolo y confortable, donde se amaban hasta la extenuación. Después, mientras sus cuerpos se secaban y las pulsaciones bajaban a ritmos normales, Rafaela le daba fruta en la boca. Había descubierto que las frutas eran su debilidad, junto con la torta de patay. Le gustaba descubrir los secretos del gaucho Furia, la fascinaba verlo reír a mandíbula batiente o inerme y entregado cuando alcanzaba, un orgasmo. Le encantaba jugar con él, poner pedazos de durazno amarillo en sus pezones y ofrecérselos; o esconder una flor entre sus piernas, que él le quitaría con los dientes; o esparcir té de menta tibio en la depresión que formaba su vientre para que él lo bebiera. En ocasiones, se estudiaba en el espejo y sonreía con las mejillas coloradas por lo impúdica que se había vuelto. «Sea libre», la había invitado Furia, y ella cumplía el mandato. «Ésta es la verdadera Rafaela», se decía, la que se había entregado sin reservas, sin dejar nada atrás, Lo amaba con locura. Él lo sabía, se lo había confesado esa primera noche, porque ella no habría sido ella si no se lo hubiese dicho. Su impulsividad —que el padre Cayetano llamaba «desafuero»— la caracterizaba. «Sea libre», y así lo había sido. Él, en cambio, se mantenía como un hombre de pocas palabras, circunspecto y ecuánime, salvo en el sexo, porque se mostraba distinto en la intimidad, y era cuando Rafaela más cerca lo sentía, aunque él no hubiese pronunciado lo que ella tanto anhelaba oír: «La amo». Después de todo, él seguía siendo el gaucho Furia, un hombre hosco y corto de genio.

A veces, mientras mateaban en la cocina por la tarde y ella se presentaba con una excusa, lo estudiaba departir con sus hombres y se daba cuenta de que, cuando su voz sonaba, las demás callaban para oír el comentario con actitud solemne. La autoridad que inspiraba entre los suyos le confería una dignidad reservada y misteriosa. Habría querido ser como él, con ese dominio permanente sobre sí que le impedía arrepentirse a cada paso de lo dicho o hecho. Nada lo afectaba ni lo perturbaba. Habitaba en él el espíritu audaz y despreocupado de quien había vivido todo y a nada temía, todo lo conocía, nada lo sorprendía. Era la criatura más independiente que Rafaela conocía, ni siquiera parecía temerle a Dios, con quien aseguraba no hallarse en buenos términos. Había momentos en que la angustiaba sentirlo inalcanzable; sin embargo, cuando él le sonreía, no la mueca sardónica que empleaba para los amigos sino el gesto que le iluminaba los ojos y le suavizaba la severidad del rostro —casi parecía un niño feliz—, Rafaela se decía que había atrapado una estrella.

No sólo en la vieja carreta transformada en estrado, Artemio y Rafaela se amaban. Como ella decía, riendo, salvo en su cama, no quedaba sitio en la estancia en que él no la hubiese poseído. Las lecciones de equitación duraban poco y acababan por lo general en un revolcón en la hierba; en ocasiones, no terminaban de ensillar porque Artemio la tomaba contra la empalizada de la caballeriza; se trataba de cópulas desesperadas y rápidas, urgidas por el riesgo de ser pillados. El ni siquiera se quitaba el tirador; liberaba su pene entre los pliegues de los calzones y del chiripá, mientras ella se bajaba las bragas con randas y encajes, que quedaban a un costado, sobre la alfalfa. Los pies de Rafaela apenas rozaban el suelo; Furia, hundido en ella, la mantenía empalada, fija contra la pared, con la mano sobre su boca para evitar que los chillidos atrajeran a los trabajadores. A veces, se amaban con un ánimo jocoso y retozón; en otras, él la miraba, emocionado, y a Rafaela le gustaba fantasear que le imploraba:

«Ámeme, ámeme siempre». Había ocasiones en que la poseía con un aire reconcentrado y fiero, demandante, casi violento, como desafiándola a quejarse, a oponerse, a contrariarlo, a negarle lo que por derecho le pertenecía. Ella no lo hacía, siempre se amoldaba a sus humores, y con palabras y caricias lograba apaciguarlo.

—Soy sólo suya, señor Furia.

Se había convertido en un juego entre ellos que siguiera llamándolo «señor Furia». Sólo transida en el placer del orgasmo, brotaba de su garganta un «Artemio» entrecortado e implorador.

El sentimiento que Furia le inspiraba tenía un aspecto mundano y terrenal, casi profano y pagano, como el propio Artemio Furia. Lo comparaba con Juan de Dios, y caía en la cuenta de que con él jamás se habría producido la comunión de carnes que, de modo natural, había nacido entre Furia y ella. Para demostrarle su afecto, Juan de Dios echaba mano de palabras corteses y gestos caballerosos de los que carecía el gaucho Furia. Jamás había existido la tensión sexual que explotaba cuando se hallaba cerca de Artemio. Los instrumentos de seducción de Furia eran su cuerpo y su temperamento de miradas ambiguas, de reticencias cargadas de significado; ambos, su cuerpo y su carácter, irradiaban una fortaleza y una constancia que no sólo provocaban efectos físicos en ella sino que la hacían sentir segura. A su lado, Rafaela se creía invencible.

La tarde del día en que Furia partió hacia Bosque Alegre, arreando el ganado de los Pueyrredón, llegó Ñuque a Laguna Larga, y la felicidad de Rafaela se completó. Apenas la vio, la anciana despejó sus ojos levantando los párpados como pergaminos y los fijó en los de ella con atención, hasta que volvió a esconderlos. Le palmeó la mano al pasar junto a ella y le dijo:

—Ya me contarás. Ahora debo descansar.

Por la noche, Rafaela se presentó en el dormitorio de la anciana con una bandeja. Deseaba compartir la cena en intimidad con su nodriza y con Mimita. La pequeña se subió al lecho de Ñuque y la abrazó. La mujer le besó la frente.

—Mi niña —susurró—. ¿Cómo has estado?

Mimita se tomó el colgante con los dijes púrpura y se lo mostró.

—¡Qué magnífica joya! ¿Quién te la ha regalado?

—A-tie-mo.

—Ar-te-mio —la corrigió Rafaela.

—¿Quién es Artemio?

Los carrillos de Rafela se colorearon. Miró fugazmente a Ñuque y bajó las pestañas, mientras servía el caldo de gallina.

—Artemio Furia, un recomendado de don Juán Andrés de Pueyrredón, que vino a poner orden en la estancia. Él talló los dijes.

Mimita, que había abandonado la habitación, regresó con el peine y otros objetos que Furia le había dado. Los depositó sobre el regazo de Ñuque.

—Atemo —insistió.

—Veo que el tal Artemio Furia es un gran artista.

No se lo mencionó nuevamente. Comieron y conversaron sobre las novedades de la ciudad; en realidad, no había muchas. Aarón se hallaba en Montevideo, ayudando a su tío Rómulo en ciertos negocios. Tía Justa permanecía en San Pedro, de visita en casa de su hija Candela, mientras Clotilde despotricaba contra Rafaela por haber mandado llamar a Ñuque. De Cristiana, sabían que se encontraba a gusto en Bosque Alegre y que regresaría a la ciudad después del miércoles de Ceniza.

—El pobre de Paolino ha preguntado por la ingrata de Creóla todos los días. Ella, en cambio —se quejó Ñuque—, ni me lo ha mencionado cuando llegué.

Rieron. Cuando las risas languidecieron, sus miradas cambiaron. La mano sarmentosa de Ñuque acariciaba el cabello rubio de Mimita que dormía sobre sus piernas.

—Siempre supiste que era hija de mi padre, ¿verdad?

—Sí —admitió la mujer, imperturbable.

Eso le gustaba de Ñuque, que, al acertar con la pregunta, la anciana siempre contestaba con la verdad. En cuanto a lo demás, lo callaba. Rafaela se preguntó qué otros secretos conocería acerca de su familia. Ñuque era un cofre lleno de tesoros arcanos.

—Mi padre es un farsante —dijo, más bien deprimida.

—Tu padre es solamente un hombre, con sus debilidades y virtudes, como todos.

—¡Ñuque! ¿Llamas debilidad a abusar de su sobrina? ¡Yo lo llamo aberración! Ni siquiera acepta a Mimita. ¡La habría regalado! ¡A su propia hija! La desprecia porque no es normal ni bonita.

Se lamentó del exabrupto. De pronto, Ñuque lució agobiada, como si la culpa recayera sobre sus hombros.

—Perdóname. Quieres a mi padre como a un hijo y te duele que hable mal de él.

—Cristiana te reveló la verdad, ¿no es así? —Rafaela asintió—. Ella ama a tu padre y quiere casarse con él. Rómulo no lo hará porque sabe que con eso ganaría tu desaprobación y enojo. Y para Rómulo, hija mía, no existe nada ni nadie excepto tú. Después de que tu madre abortara tantos embarazos y de que tus dos hermanos murieran apenas nacidos, Rómulo perdió la esperanza de ser padre. Luego llegaste tú, que sobreviviste a un parto difícil, y él se enamoró de ti desde el primer momento en que te vio. Te llamaba «su guerrera» porque luchabas a capa y espada contra la muerte. Por días pensamos que no sobrevivirías y que seguirías la suerte de tus hermanos. Rómulo te tomaba en sus brazos y te daba ánimos, y tú seguías luchando. Así fuiste ganando peso y fortaleza, hasta que nos convencimos de que no te perderíamos como a los demás. Para ese entonces, tú te habías convertido en la dueña de tu padre, en el centro y sentido de su vida.

—Yo amo a mi padre, Ñuque, pero…

—No lo juzgues con dureza, Rafaela. No guardes ese rencor dentro de ti. Aunque tú digas que nunca casarás con nadie, llegará el día en que el amor de un hombre te aleje de tu casa y de tu familia. Entonces, mi Rómulo estará solo. En cambio, si no te opones a la boda con Cristiana…

—Ñuque —la interrumpió—, el amor ya ha llegado a mi vida.

Le refirió los detalles de su relación con Artemio Furia con la prodigalidad que jamás habría empleado en el confesionario. La anciana siguió el relato con esa atención apacible que siempre conseguía calmarla. Rafaela terminó abrazada a Ñuque, llorando en su regazo.

—No llores. Despertarás a la niña. Además, ¿por qué lloras si eres tan feliz?

—Porque sé que mi padre me repudiará y que jamás volveré a verlo, ni a ti, ni a mi tía Justa, ni a mi primo Aarón.

—¿Prefieres permanecer junto a tu familia y renunciar a él?

—¡No! —la negativa surgió de modo tan encendido que aun ella se sorprendió.

—Veo que no tienes duda —comentó Ñuque, con un tinte irónico—. ¿Qué te ocurre? —se preocupó, al ver que una sombra cruzaba el semblante de Rafaela.

—Ñuque —dijo, luego de una pausa—, el señor Furia y yo… —«¡Qué difícil!», admitió.

—El señor Furia y tú —la ayudó Ñuque—, os habéis conocido íntimamente, ¿verdad? —Rafaela asintió, con el mentón pegado al pecho—. Está bien, mi niña. No te descorazones. Es algo natural y bello.

—Pero no estamos casados, Ñuque. Además, él… él me ha hecho cosas que…

—¿Te ha forzado o lastimado de algún modo? —le preguntó, con delicadeza.

—¡Oh, no! Por el contrario. Ha sido muy dulce conmigo. Sólo que, por ser gaucho, echa mano de prácticas muy pecaminosas, medio salvajes. Y lo peor, Ñuque, ¡lo peor es que a mí me gustan!

—Mejor así, Rafaela —la muchacha levantó la vista—. No pienses en él como lo haría tu padre, con menosprecio. El no es un gaucho para ti, por mucho que lo sea, sino un hombre, el que amas. En cuanto a sus prácticas, te diré algo, mi niña: un hombre y una mujer pueden echar mano de cualquier práctica en la intimidad, siempre y cuando ambos las disfruten y no salgan lastimados.

—¡Oh, Ñuque! —exclamó Rafaela, y abrazó el cuerpo menudo de la anciana—. ¡Gracias a Dios que viniste!

Artemio Furia regresaba de Bosque Alegre a galope tendido. Lo seguían Billy, «el rengo», y Juan «el peludo», quienes lo habían ayudado a arrear el ganado; los demás habían permanecido en la estancia de Palafox. Sus hombres sospechaban que entre la señorita Rafaela y él había nacido una relación que sobrepasaba los lindes de la de patrona-empleado. No obstante, se cuidaban de mencionarlo, a excepción de Calvú Manque, que lo importunaba con bromas pesadas. «Nenguna china te ha pegao tan juerte, peni», le había dicho antes de despedirse y después de que Artemio le encomendase la seguridad de Rafaela y de Mimita.

En verdad, meditó, ninguna mujer lo había afectado del modo en que lo afectaba Rafaela Palafox. Se comportaba como un mentecato, como cuando le pidió que mojara un fular con su perfume, el que llevó en el tirador durante esos cuatro días lejos de ella y en el que enterraba la nariz antes de dormirse. Cuatro días lejos de ella. Una inquietud desconocida había ganado su ánimo, tornándolo apesadumbrado e irritable. Le faltaba algo. Le faltaba ella. Sus olores, sus sonrisas, su cuerpo. Sobre todo su cuerpo. Niveo y blando y acogedor y generoso y suyo, pensó, con una codicia y un sentido de la propiedad que no le había provocado siquiera el de Albana, esa criatura bellísima y perfecta y diestra en la cama como no lo era Rafaela y, sin embargo, la ingenuidad y la impericia de esa muchacha doce años menor que él lo habían esclavizado. No se borraba de sus retinas ni desaparecía de sus oídos la mueca y el grito de dolor que acompañaron la embestida que la desvirgó. Apretó las riendas a la par de sus dientes imaginando el sufrimiento que le había causado. Si bien volvieron a amarse muchas veces —lo que para ella constituía una fuente permanente de asombro y descubrimiento—, él, que no había conseguido eliminar la mala memoria de aquel primer encuentro, no se permitió hundirse por completo en ella, porque era estrecha, y él, grotesco y grande. Desde pequeño, los niños de la tribu de Calelián se habían burlado de su apéndice largo y blanco, llenándolo de vergüenza y desconsuelo, hasta que su padrino, don Belisario, le explicó que, en realidad, una verga —así la llamó— grande se consideraba motivo de orgullo y jactancia. «M’hijo, usté la tiene como la de un toro», le había dicho, sonriendo y palmeándolo en la cabeza.

Nada deseaba más que Rafaela lo contuviera por completo, lo absorbiera todo, lo apretara y lo condujera hasta sus entrañas. De la entrega confiada de ella no albergaba duda, sino de su destreza y su dominio para guiarla y enseñarle a tomarlo hasta el final sin causarle daño. Presionó las rodillas sobre los flancos de Cajetilla y masculló una orden para soliviantarlo. El overo y Regino, el parejero de remuda, apretaron el paso, alejándose de Juan y de Billy.

Al llegar a la estancia, se precipitó a buscarla, desatendiendo a sus potros, que quedaron en manos de Bamba. El marucho lo miró, sorprendido.

—¡Bájales los cueros —gritó Furia a la distancia—, y pásales la almohaza!

En tanto recorría los lugares donde podía hallarla, iba quitándose el sombrero de fieltro y el pañuelo de la cabeza, con el que se enjugó el sudor de la cara. Cuatro días. Cuatro largos días sin ella. Sabía que se armaría la de Dios es Cristo al saberse la noticia de que había raptado a una señorita decente, de familia acomodada. Porque había terminado por admitir que no la dejaría atrás. Aunque su vida no se hallaba preparada para recibir a una mujer, tendría que aprontarse y recibirla porque él, sin Rafaela Palafox, no se iría de La Larga.

La búsqueda infructuosa comenzó a inquietarlo. ¿Dónde estaba Rafaela? La casa, sumida en una pasividad infrecuente, lo desalentó. Un momento después, su corazón se desbocó ante una idea abominable: Rafaela había regresado a la ciudad. La angustia lo condujo por el predio con cara de desquiciado y un nudo atascado en la garganta. Contra toda probabilidad, regresó al cobertizo y abrió la puerta.

Rafaela se dio vuelta ante una exhalación ronca y ruidosa. Furia, de pie bajo el dintel, la observaba como si de una aparición se tratase, con ojos desorbitados y aliento irregular. Soltó la escoba de biznaga y corrió a sus brazos. Furia dio un paso adelante, pateó la puerta para cerrarla y la cobijó en su pecho.

—¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba? —le demandó, enfebrecido, besándola y acariciándola—. ¡Traigo las tripas hechas trenza de la angustia! No podía encontrarla.

—¡Aquí! ¡Hace rato que estoy aquí! Dentro de la carreta, limpiándola para nosotros.

«Para nosotros». ¡Qué dulces sonaron esas palabras! «Nosotros». Hacía veinte años que él no pensaba en un «nosotros». Con ella, todo cobraba sentido. Le tomó el rostro entre las manos, pequeño, de contornos suaves y redondeados y de huesos delicados, y la estudió. Vio cómo sus ojos verdes brillaban, cargados de lágrimas, y esperó con el aliento contenido a que la primera desbordara y le mojara los dedos.

—¿Por qué llora? —le preguntó, mientras le barría las lágrimas con los labios.

—De felicidad. De felicidad pura. Porque usted ha regresado.

De pronto, la felicidad y la emoción del reencuentro se desvanecieron para dar lugar a un exceso que Artemio no pensaba reprimir. Sus manos le contuvieron el trasero y se lo masajearon con movimientos lentos y circulares, imitados por los de su lengua dentro de la boca de Rafaela. El leve tirón que Furia realizaba al separarle las nalgas enviaba una corriente que al final se convertía en un pinchazo de placer en el sitio prohibido. Rafaela gimió, vencida y relajada; los cuestionamientos que la habían atormentado durante su ausencia se esfumaron. No recordaría que Felisarda había comentado acerca de «la mujer que Juria tiene en la ciudad», una tal Albana, de la cual se decía que era actriz y cuya fama no sólo obedecía a que pisaba bien las tablas sino a su belleza.

Sí, olvidaría a Albana. El modo en que Furia estaba besándola la hacía sentir única. Le pasó una mano por la nuca y apoyó la otra en su mejilla sin afeitar, cerca de la boca. Entrelazó la lengua con la de él y lo escuchó resollar. Rafaela tuvo conciencia de que el último baluarte de cordura había caído cuando Furia le desnudó las piernas. La frisa de su guardapiés le acarició en su ascenso las pantorrillas primero, las corvas y los muslos después. Lo ayudó a desatar el cordón que le sujetaba la ropa interior, y él se la quitó sin detenerse ante los leves rasgones de la tela. Rafaela profirió un corto grito, que él sofocó con un beso febril, cuando las manos ásperas y grandes del gaucho le apretaron de manera dolorosa los glúteos desnudos. Siguió gimiendo y jadeando, arqueándose y estremeciéndose, en tanto los dedos de Furia descendían por la hendidura de su trasero y vagaban hasta lo que parecía haberse convertido en el centro de su ser. Como atacada por una convulsión, echó la cabeza hacia atrás cuando él la penetró con un dedo, luego con dos.

La humedad de Rafaela le empapó la mano. Su respuesta lo dejó atónito; nunca una mujer había reaccionado de ese modo a su provocación. Ella irguió la cabeza y levantó las pestañas con lentitud, como si recién despertase, y él pensó que sus ojos eran grandes e inocentes como los de un venado. Existió una pausa en que la sostuvo y se quedó mirándola. Se hallaba al límite de la excitación, con el pene como de hierro que pugnaba contra la franela de los calzones. Lo liberó con dificultad, mascullando entre dientes. Un temblor casi lo arrojó al suelo cuando la tibia mano de Rafaela se cerró en torno a él; con la otra, le acarició los testículos. Se sujetó a ella en busca de equilibrio y apoyó la frente en su hombro.

—Naides me ha hecho temblar como lo hace usté, mi Rafaela. ’Toy duro como una piedra. Hoy quiero que me reciba tuito dentro de usté. Completo. Hasta aquí-dijo, y se tomó los testículos.

Calló de repente. El era silencioso en el sexo, Albana siempre se lo recriminaba. Sin embargo, ese breve discurso había brotado de manera espontánea y natural, y habría querido expresar otros pensamientos que el rostro acalorado de Rafaela le inspiraba. La emoción terminó por enmudecerlo. Ella le observaba el miembro y se pasaba la lengua por el labio en una actitud entre inocente y ambiciosa. La envolvió con sus brazos, más en una actitud protectora que apasionada, y le buscó los labios, y con su mano regresó para acariciarla entre las piernas, y las caricias se volvieron fricciones hasta que le provocó un orgasmo. Rafaela despegó su boca de la de él y emitió un gemido como un sollozo y cerró las manos en los hombros de Furia cuando sus piernas cedieron. Él la observaba con embeleso, sonriendo. Era tan maravillosa mientras el placer la demudaba. Estuvo allí, esperándola, cuando ella levantó los párpados y volvió a la realidad del cobertizo, jadeando y con los carrillos encendidos.

La hizo girar y la apoyó contra la pared de adobe. Se aferró el miembro y le pasó el glande, hinchado y oscuro, por la hendidura entre las nalgas, esparciendo las gotas que lo lubricaban. Ella gemía y se movía en respuesta al estímulo, y en vano intentaba sujetarse a algo.

La sangre corría con velocidad por las venas de Furia, y un sonido ensordecedor explotaba en sus oídos. La penetró con un impulso que despegó los pies de Rafaela del suelo. Ella se deslizó sobre él, tragándolo, envolviéndolo, conteniéndolo. Artemio respiraba con dificultad, la frente sobre la coronilla de Rafaela y los brazos extendidos sobre la pared para conservar el equilibrio. Su pene palpitaba dentro de ella, a punto de reventar. Las embestidas comenzaron con cautela y poco a poco tomaron un ritmo que profetizaba un final que Artemio, sabía, jamás había experimentado. Sus caderas la empujaban con mayor ímpetu a cada momento, impeliendo su falo más adentro. Que ella lo contuviese en su totalidad, por favor, que ella se abriera a él, porque lo necesitaba, la necesitaba, con locura, a su Rafaela, a su Rafaela de las flores, amor mío, abrete a mí. Su boca se negaba a pronunciar las palabras, hablaba su cuerpo y buscaba una fusión con esa mujer como no lo había hecho en su vida. Mientras levantaba la pelvis para sacudir su carne dentro de Rafaela, le observaba la parte derecha del rostro, la otra había quedado aplastada contra la pared. Su boca entreabierta sobresalía como si se dispusiera a dar un beso, tentándolo con su color, su humedad, con el aroma que exhalaba en cada jadeo. Se inclinó para devorarla, para chupar el labio inferior. Rafaela giró apenas la cabeza y le salió al encuentro. Tomó su lengua y la succionó.

La contención ya no fue posible. Impulsado por una fuerza extraordinaria, Artemio se desprendió del beso, llevó la cabeza hacia atrás y tensó el cuerpo. El orgasmo le quitó la respiración. Su miembro reventó dentro de ella. Tembló y gritó sin temperancia. El placer devastador continuaba como una corriente sin fin, él seguía eyaculando como si en lugar de cuatro días de abstinencia se hubiese tratado de cuatro años. En medio del delirio, escuchaba a Rafaela, sus delicados gemidos ahogados por sus roncos gruñidos. Éxtasis, euforia. Moriría, su corazón no resistiría. Apoyó la frente en la pared y estiró los brazos en cruz, cubriendo a Rafaela por completo. Los latidos se volvieron pesados y dolorosos, lo mismo su respiración. Tomaba grandes inspiraciones para colmar sus pulmones y alcanzar un ritmo regular.

Se dio cuenta de que cargaba todo su peso sobre Rafaela y se apartó unos centímetros para permitirle respirar con normalidad. Sin salir de ella, la arrastró con él al suelo, donde quedó sentado sobre sus calcañares. Rafaela, a horcajadas en las piernas de Furia, apoyó las rodillas a los costados, sobre el suelo, y echó las manos hacia atrás, buscando un punto para sujetarse. Artemio la envolvió con los brazos y hundió la nariz en su cuello.

—Señor Furia —Rafaela le habló sobre la mejilla barbuda—, lo que usted acaba de hacerme es lo más hermoso que he sentido en mi vida. Gracias —añadió, en un susurro.

—Jama había sentío ansina —admitió él—. ¡Rafaela! —se conmovió de pronto—. Pensé que moría cuando no la encontraba. Me pareció que se había marchao.

—¿Marcharme? ¿Sin usted, señor Furia? Yo ya no podría vivir sin usted.

Artemio se mordió el labio y apretó los ojos. Por fortuna, ella no atestiguaba ese momento de flaqueza. La calidez de Rafaela, la significación de sus palabras, la entrega y la pasión de su cuerpo, la largueza con que lo había aceptado en su carne y el placer que le había regalado, todo en ella suavizaba su naturaleza rispida, su genio malhumorado, su alma atormentada y su corazón mortalmente destrozado. Las garras de odio clavadas en su interior se aflojaban. Las caricias de Rafaela cicatrizaban las heridas. Sus besos borraban las malas memorias.

—Rafaela —pronunció—, usté no tiene idea lo que su amor significa pa’mí —dijo, casi sin pensar, más bien como si meditara en voz alta.

—Dígamelo, señor Furia. Quiero saber. ¿Qué significa?

Se mantuvo en silencio, buscando las palabras que describiesen el alboroto de sentimientos que estaba cambiándolo de manera irreversible.

—Significa vida. Vida y alegría. Usté es l’único pa’mí. Quisiera seguir dentro de usté pa’siempre —y pensó, en inglés, como le había enseñado el padre Ciríaco para no olvidar su lengua madre: «Porque si estoy dentro de usted estoy a salvo de los demonios. Porque usted me quita el frío de la muerte. Porque si la miro, aquellas imágenes aberrantes que me han atormentado día a día durante veinte años se desvanecen. Porque si sus ojos verdes y bondadosos me contemplan con amor, entonces, mi vida cobra sentido». Quizás obedeciendo a su inveterada costumbre de ocultar, de callar y de protegerse, guardó esos pensamientos para sí.

Rafaela se movió para acomodarse, y el miembro reblandecido de Furia se endureció de nuevo dentro de ella. Pocos minutos atrás se había agotado en su interior, y, como ya no era un zagal sino un hombre de treinta, la pronta recuperación lo sorprendió. Le mordió el hombro a través de la tela del jubón.

—Ábrase el justillo —le murmuró—, que quiero tocarle los pechos.

Rafaela obedeció con la diligencia y sumisión que la caracterizaban y que a él lo complacían. Apoyó la nuca sobre el hombro de Furia y gimió ante el contacto de sus manos callosas.

—Están duros como mi verga —lo escuchó decir, mientras sus pezones giraban entre el pulgar e índice del gaucho—. ¿Cómo se siente? ¿’Tá muy dolorida? —Rafaela meneó la cabeza en su hombro—. Yo ’toy caliente de nuevo —expresó, con el acento que emplearía para disculparse—. Y no se me queje, qu’é por su culpa —añadió, y un escalofrío le erizó la piel de los brazos cuando Rafaela estalló en una carcajada.

—Perdóneme —expresó, entre los últimos vestigios de risa.

—La perdono si me deja amarla otra vez.

—¿Aquí, señor Furia, en el suelo, conmigo sobre sus piernas?

—Sí —jadeó él, excitado sólo por oírla pronunciar su «señor Furia»—. Abra bien las piernas pa’mí.

—Así lo haré. Abriré mis piernas cuanto pueda —dijo, mientras apartaba las rodillas— porque quiero complacerlo —arrastró los labios por su mandíbula y le confió—: Quiero complacerlo siempre. Siempre, Toda mi vida.

Se le cortó el habla cuando Furia la levantó para deslizaría de nuevo sobre su miembro. La carne enardecida de ambos se estremeció. Rafaela sintió una quemazón en la vagina y se quejó. Artemio permaneció quieto, aguardando a que ella se habituase a la invasión de su pene. La tomó por las caderas para indicarle el vaivén que lo excitaba y después volvió a sus pechos para juguetear con los pezones porque sabía que la volvía loca de deseo. Ella reaccionó de inmediato. Los movimientos circulares de su pelvis se intensificaron para enterrarlo cada vez más profundamente, como si nunca bastara, como si lo necesitara en sus entrañas.

Rafaela clavó las uñas en las piernas de Furia cuando la sensación eléctrica se concentró y explotó entre sus piernas. Un espasmo de placer empujó a Artemio hacia delante y arrastró a Rafaela en su caída. Los brazos de él recibieron el impacto y la salvaron del golpe. Ambos terminaron de bruces, ella sobre el suelo de tierra apisonada, él, sobre la espalda de ella. El peso de Furia le resultaba abrumador y, a un tiempo, estimulante. Le gustaba sentir el calor de su torso y absorber el aroma de su sudor con una nota punzante que ella identificaba con sus actividades amatorias. Furia se impulsaba dentro de ella, una y otra vez, y sus embistes la mecían. Notaba la dureza del suelo en sus pezones y en su mejilla izquierda y, como casi tocaba la pared con la cabeza, Artemio la protegía colocando la mano en su coronilla. No se daba cuenta de que contenía el aliento y apretaba los labios, mientras arqueaba las caderas y las movía para introducirlo dentro de ella. Quería experimentar la sensación maravillosa nuevamente, infinitas veces. Pensó en la gula, en la lujuria, en la fornicación, en los actos impuros, en tantas faltas que cometía al mismo tiempo. Era demasiado tarde para arrepentirse, de igual modo, no le importaba. Se olvidó como por arte de magia de su índole de gran pecadoriza cuando el punto que se inflamaba y palpitaba entre sus piernas se dispuso a estallar otra vez. Ahora, ya viene, se acerca, sube, sube, crece, sí, sí, ya llega.

—¡Oh, Artemio! —clamó.

Furia la siguió un instante después y lanzó un grito como si lo hubiesen herido de muerte, ajeno a la brutalidad con que se enterraba en ella, buscando saciar el hambre que le causaba. Su voz fue extinguiendose junto con las arremetidas y cayó exhausto sobre la espalda de Rafaela. Permanecieron tendidos en el suelo del cobertizo por largos minutos, hasta que, con un esfuerzo de voluntad, él se puso de pie, la cargó en brazos y la llevó a la carreta.

Los hombres de Artemio Furia comenzaban a inquietarse y a preguntarse cuándo se marcharían de Laguna Larga. Día a día, cumplían con las tareas como si fuesen peones permanentes, sabiendo que el dinero que cobraban salía de la faltriquera de Artemio, porque don Juán Andrés ya había pagado por lo que había prometido. Exponían a Calvú Manque sus inquietudes, y el indio se mostraba evasivo, lo mismo que Furia.

—Don Beli ha de andar con el Jesú en la boca preguntándose por qué no hemos llegao a Morón.

—Lo sé, Calvú —admitió Furia—. Enviaré a Billy y a Isidoro con un mensaje pa’mi padrino.

—¿Ellos arriarán el ganao de Palafox hasta tu campito en Morón?

—Ya no compraré el ganao de Palafox. He decidió llevarme a la señorita Rafaela conmigo, Calvú. Ella ya no andará pasando apremios. Si su padre o su primo andan urgíos de ríales, que vendan ellos esas vacas estropeás.

—¿Llevarte a la señorita Rafaela contigo? ¿Qué dices, peni?

—Me la llevo porque la quiero pa’mí. La quiero como mi mujer.

—¿Qué bicho te ha picao, peni? Nunca has querío amancebarte con nenguna, ni siquiera con la Albana. Sempre me decís que hasta no cumplir con aquello, no pensarás en mujer ni en hijos —Artemio lo miró con seriedad, y Calvú Manque supo que no le contestaría—: ¿Acaso te olvidarás de aquello y plantarás la búsqueda?

—¡Nunca! —contestó, con los ojos llenos de fuego.

—¿Se te ha cruzao por el balero que ella no é mujer pa’un hombre como tú? Estas gentes nos miran como oliendo mierda, peni. Ella é una misia refináa, de esas que tienen esclavas y prendas finas. ¿Aguantará nuestra vida?

Peni, no creas que no he pensao en lo que ’tas diciendo. Sé que la señorita Palafox es refináa y culta, pero también la vi de trabajar duramente en estas semanas. No é melindrosa como las otras de la ciudá.

—É verdá, é muy trabajadora, no le teme a ensuciarse las manos. É bien guapa.

—Me la llevo, Calvú. A la niña también —después de una pausa, agregó—: Además, podría estar preñáa.

—¿Preñáa? Sempre te has cuidao de no…

—Con ella no, peni.

—¡Ah, carajo que se te ha ablandao la sesera con esta china!

—Puede que sea —admitió.

—¿Cuándo nos iremos, Artemio?

—Nomá la haiga hablao.

Para Artemio Furia, que poseía un espíritu temerario y que, por convicción, jamás se permitía arredrarse o echarse atrás, la desazón en que lo sumía la posible negativa por parte de Rafaela y el miedo a enfrentarla le acentuaban el humor hosco y la cortedad de genio. En ocasiones cobraba ánimos, en especial cuando ella utilizaba locuciones como «para siempre» y «toda mi vida». ¿Cómo olvidar que, antes de entregarse a él por primera vez, le había confesado: «Lo amo, señor Furia, así como es usted, mal hablado, pendenciero, con argollas en la oreja, con un genio que hace honor a su apellido y hasta con olor a caballo»? Pero ahí no terminaba la cosa. El era eso, un mal hablado, un pendenciero, un gaucho, tenía argollas en la oreja (tantas como cristianos e infieles había despachado al otro mundo), y más aún. Sólo que ella no lo sabía. Al pedirle que huyese con él, le expondría la verdad completa, sin suavizarla. A su lado debería olvidarse de las prendas bonitas, de las tertulias y de las fiestas, de las orquestas y de los bailes, de las amigas y de la gente distinguida para vivir a su modo, como la mujer de un gaucho, con su gente y en su campito de Morón, en una casa que en nada semejaba a las lujosas residencias de Buenos Aires, o bien viajando largas distancias, porque él no se avendría a dejarla para que otro se la robara. Ella era su mayor tesoro.

Rafaela, que lo notaba taciturno, no se atrevía a preguntarle el motivo. Temía que admitiera que se había cansado de ella y que se largaría en poco tiempo para proseguir con su vida de paisano errante. Se quedó mirándolo dormir. A juzgar por el modo en que acababa de hacerle el amor, sus escrúpulos eran infundados. No obstante, persistían.

«¡Señor, qué criatura tan perfecta y hermosa has creado!», pensó, en tanto sus ojos vagaban por los lincamientos de su cara y por su cuerpo. Ella se hallaba sentada en el interior de la carreta, apoyada sobre los adrales cubiertos de cuero, mientras Artemio yacía de espaldas, la cabeza sobre sus piernas y las manos, de dedos largos y delgados, descansaban sobre un torso tan peludo que ella, cuando deseaba lamer sus tetillas, se abría paso entre la espesa mata rubia como el arado que amelga la tierra. Aunque de rostro curtido y oscuro, en aquellas partes donde el sol no lo tocaba, su piel era casi translúcida. Con delicadeza para no despertarlo, enredó los dedos en el vello de sus pectorales y probó la dureza de su carne, y se enorgulleció al concluir que se trataba de la consecuencia de su trabajo con las reses y los caballos. Pocas veces había visto tal despliegue de fuerza y pericia combinadas. Descendió hacia el ombligo. Sonrió al advertir que el miembro de Furia respondía a su caricia.

Al despertar, Artemio se encontró con los pechos de Rafaela columpiándose sobre su rostro. Un dije turquesa le colgaba del cuello. No controló el acento desconfiado y duro con que preguntó:

—¿Quién le ha dao eso? —y lo balanceó con el índice.

—¿Qué sucedería si le confesase que me lo ha obsequiado un hombre?

—Usté no querría saber.

—Sí, quiero saber. Dígamelo.

—Lo degollaría por haberse atrevió a darle algo a mi mujer —la aferró por los brazos y la atrajo hacia él. Le habló cerca de la boca—. Y después la mataría a usté por acetarlo.

—Ñuque —contestó ella—, me lo ha regalado Ñuque —lo besó en los labios para aplacarlo con la paciencia de una taurina, como habría apuntado tía Pola—. Cuando le conté que usted tenía los ojos de un turquesa similar al de su talismán, se lo quitó y me lo entregó. ¿Y estos anillos? —quiso saber a su vez, y levantó el tiento de cuero que Artemio jamás se quitaba.

—De mis padres —dijo, cortante.

Furia no había hablado de sus padres salvo para informarle que estaban muertos. Sin entrar en detalles y poniendo en claro que no le gustaba referirse al pasado, había mencionado sus años en el convento y la educación que el padre Ciríaco le había impartido. «Hablo como mi gente porque ansina me he acostumbrao dispués de tantos años y porqu’é con ellos que comparto la vida», le explicó, marcando el acento campestre a propósito, cuando ella le manifestó que la desconcertaba que se expresara de ese modo cuando podía emplear un perfecto castizo. «¿A usté le molesta?», la había cuestionado. «Usted bien sabe que no», había sido la contestación de Rafaela.

—¿Hace mucho tiempo que perdió a sus padres?

—Veinte años —dijo, reluctante.

—¿Murieron juntos? —Furia asintió—. ¿Cómo fue?

—Los desgraciaron.

Rafaela se quedó mirándolo. El instinto le marcó que no ahondara en la cuestión. Podía ver el sufrimiento que lo embargaba. Sintió tanto amor por él en ese momento que habría deseado que su dolor pasara a ella para librarlo de la carga.

Tomó el frasco con su perfume y se mojó detrás de las orejas, a lo largo del cuello y entre los pechos antes de inclinarse sobre su nariz y tentarlo. Ya había reparado en el poder que sus aromas ejercían sobre la voluntad del gaucho Furia. Él comenzó a olisquearla, de manera renuente al principio, con avidez creciente a medida que las manos de Rafaela se paseaban por su miembro y sus testículos de manera indolente.

—Huélame, señor Furia. Sé que es algo de mí que le gusta. Huélame hasta saciarse. Soy toda suya, señor Furia, con mis aromas y con todo lo que hay en mí.

Ante esas palabras, Artemio la tomó por los brazos y la apartó para mirarla con esa expresión inescrutable que le resultaba familiar, aunque turbadora.

—¡Dios mío, Rafaela! —exclamó, y Rafaela quedó perpleja porque sabía que él jamás usaba el nombre de Dios en vano, no tanto por respeto como por resentimiento y orgullo—. Usté, Rafaela, es l’único que no me hace perder por completo la fe en este mundo. Por usté sería capá de vivir otra vé tuito lo que he vivió. Por usté, Rafaela. Sólo por usté, mi Rafaela.

—Y yo, por usted, señor Furia, daría mi vida. Lo amo, señor Furia, como jamás he amado a nadie. Como nunca amaré a nadie. Lo sé. Sé que usted está grabado a fuego en mi corazón y que ya nadie podrá borrarlo de allí.

—Que naides me borre de su corazón —suplicó él, con feroz ansiedad—. Que naides se atreva a borrarme de su corazón.

Se incorporó para tumbarla sobre las mantas que cubrían las tablas de la carreta y la penetró lentamente, sin apartar la vista de ella. Rafaela Palafox componía la visión más maravillosa que él conocía, pero en el gozo, ella se convertía en un espectáculo sublime. Le robaba el aliento.

Días atrás, Rafaela había recibido una nota de su amiga Pilar Montes donde le informaba que Melody Blackraven, condesa de Stoneville, y ella deseaban visitarla en Laguna Larga. Proponía un día y una hora. Rafaela, emocionada, garabateó un «Sí, os espero con ansias» y le devolvió el papel doblado al mensajero.

Esa tarde, por fin conocería a la famosa Melody Blackraven, la mujer que por mucho tiempo se había encontrado en el centro de las hablillas de Buenos Aires. Su prima Cristiana, que la había conocido en casa de Rafaela del Pino, más conocida como la virreina vieja, aseguraba que «la negrófila», como la llamaba su madre, Clotilde, no era ni bella ni agraciada y que tenía la figura de un tonel. «Dicen que está en estado de buena esperanza», adujo Rafaela en aquella ocasión. «Pues le costará mucho recuperar su figura, si alguna vez la tuvo», profetizó su prima.

Como se trataba de una jornada agradable de principios de marzo, con el cielo diáfano, acomodaron una mesa y varias sillas en el patio principal, donde la brisa arrastraba el perfume de los muguetes que trepaban por las columnas de la galería. Rafaela echó un vistazo a su alrededor y quedó conforme con el resultado. La mesa, cubierta con un mantel blanco de hilo, reflejaba la alegría que anidaba en su corazón. Gracias a las provisiones compradas por el señor Furia en San Fernando de la Buena Vista, la habían colmado de manjares y bebidas. Del jardín de Rafaela, habían obtenido las flores del ciclamor y del naranjo amargo para decorarla. Incluso Rafaela se había acicalado para la ocasión, y creía que el jubón de muselina en un tenue amarillo y la basquina de bombasí en un tono verdemar le sentaban a su tez pálida y acentuaban el color de sus ojos. Se estudió en el espejo de su dormitorio y se vio hermosa, con una tonalidad saludable gracias al papel con polvo de cochinilla que Creóla le había pasado por los pómulos. Sus ojos lucían grandes y brillantes, en parte porque los había aclarado con té de manzanilla y también porque Creóla le había arqueado las pestañas apretándolas contra la parte cóncava de una cucharita caliente. Su tocado consistía en dos trenzas que le rodeaban la cabeza como coronas y en las cuales Peregrina había colocado pequeñas flores de muguete y de azahar. Se perfumó con prodigalidad y sonrió al imaginar la mueca de Furia ante ese festín de aromas. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Se encontraría en el rodeo, o en el potrero con los caballos, o curando la herida de un toro o ayudando a parir a esa vaca que estaba a punto de reventar. Amaba verlo reconcentrado en sus labores. La pasmaba la pericia y el conocimiento con que se desempeñaba. Su vigor la volvía blanda de deseo. Esparció en sus labios el bálsamo con sabor a vainilla, mientras una idea que cobraba vigor la hacía sonreír como una bribona. «Esta noche», prometió.

Mimita lucía muy linda también, con su vestidito de tafetán rosa y sus chapines blancos. Rafaela la perfumó con una colonia almizclada, le ajustó el moño en cada trenza y la abrazó.

—Te quiero, Mimita —le dijo al oído, y percibió que las manitos de la niña se ajustaban en su espalda.

Cerca de las cuatro, Peregrina entró en el patio, sacudiendo los brazos y vociferando como una gallina clueca. La señora Pilarita y su amiga, la condesa, acababan de llegar. Rafaela, con Mimita de la mano y sus esclavas como escoltas, salió a recibirlas. Dos carruajes estacionaron frente al portón principal, y a Rafaela le dio la impresión de que nunca acababan de vaciarse. Muchos niños, varias mujeres y un hombre exótico, con turbante y aspecto amenazador, componían el grupo. Rafaela supo, apenas posó sus ojos en ella, quién era la condesa de Stoneville. «Ha recuperado la figura». Pilar Montes las presentó.

—Señorita Palafox —dijo, y tendió sus manos a Rafaela, que las tomó con incomodidad pues no se acostumbraba el contacto físico entre los porteños—. ¡Tenía tantos deseos de conocerla!

—Al igual que yo, señora condesa —admitió, con una corta reverencia.

—Nada de señora condesa. Llámeme Melody.

—Y vuesa merced, por favor, llámeme Rafaela.

Habituada al silencio y al orden, Rafaela se vio desbordada por las risas y los gritos de los niños. En medio de la algarabía, Melody realizó las presentaciones. Rafaela asentía con una sonrisa y no recordaba los nombres. La hechizaba la manera natural con que la condesa desplegaba su encanto y repartía su amor a todos. Pensó en tía Clotilde, en cómo habría desaprobado esos modos francos y abiertos, que implicaban muchos apretones de manos, besos y sonrisas, todo lo que ella detestaba, aunque concluyó que, si la condesa de Stoneville hubiese mostrado preferencia por conocer a su hija Cristiana en lugar de a ella, para tía Clotilde se habría constituido en el epítome del buen gusto y de la delicadeza, ya no la habría llamado «negrófila» y hasta habría desestimado que concediera el mismo trato a Pilar Montes, baronesa de Pontevedra, que a la tal Miora, una negra.

Ante el asombro de Rafaela, Melody se acuclilló frente a ella y tendió la mano hacia Mimita, que se ocultaba entre los pliegues de su basquiña, atemorizada por la invasión de niños y de ruidos disonantes.

—Tú debes de ser Mimita, ¿verdad? ¡Qué vestido tan bonito llevas! Y mira qué zapatos tan elegantes. Ella es Rosie, mi hija —la niña se aproximó con el paso vacilante del que recién empieza a caminar, y un paquete en la mano—. Vamos, Rosie, entrégale el regalo a Mimita. Esto es para ti, cariño —dijo Melody.

Una pelota se formó en la garganta de Rafaela y enseguida un escozor le ganó los ojos. Con disimulo, bajó la cara, sacó el pañuelo que llevaba bajo el puño y se secó las lágrimas que amenazaban con desbordar. Se acuclilló a su vez.

—¡Oh, señora condesa! No debería haberse molestado.

—Llámame Melody, por favor. Quienes me conocen saben cuánto me irrita que utilicen mi título para llamarme.

—Disculpe. Abre tu regalo, tesoro —Mimita rompió el papel de arroz que cubría la caja. Rafaela la abrió—. ¡Qué magnífica muñeca! ¡Mira, tesoro, que bonita es! Dile gracias a Melody. Vamos, dile «gra-cias».

Mimita, en cambio, se echó al cuello de la condesa y le dio un beso ruidoso y salivoso en la mejilla. Todos rieron, incluso el tal Somar.

Tomaron asiento en torno a la mesa. Creóla y Peregrina llenaron los vasos con horchata, hordiate y té de menta, y repartieron los dulces, masas y confites. Todos parecían disfrutar la tarde. Rafaela suspiró, complacida.

—Entiendo que eres muy hábil con las plantas y las flores —comentó Melody—. El señor Belgrano me aseguró que sabes tanto como el naturalista Haenke.

No supo qué responder. No sabía que Manuel Belgrano, amigo de Corina Bonmer, hubiera reparado en ella alguna vez.

—Manuel —terció Pilarita— te ha dicho la verdad, Melody. Tú misma has podido comprobar las dotes de nuestra querida Rafaela al ver el jardín del hospicio.

—No logro imaginar —dijo Melody— la belleza de tu jardín, Rafaela, si has conseguido que el nuestro luzca tan espléndido.

—En verdad, Melody, mi jardín, el de nuestra quinta en Buenos Aires —aclaró—, es mi orgullo. En primavera, cuando todas las plantas florecen a porfía, con tantos aromas y colores que se entremezclan, su exuberancia lo vuelve casi vulgar.

—Me han referido Pilar y Lupe que fabricas perfumes y afeites.

—Y también velas, jabones, pastillas para pebeteros y rosarios de pétalos de rosa. Los preparo con las flores y las plantas de mi propio jardín. Si gustan, las invito a conocer la habitación donde Creóla, Peregrina y yo fabricamos nuestros productos, aquí, en La Larga. Aunque debo admitir que es un taller precario. El de la ciudad es realmente muy completo.

—¡Me encantaría conocerlo! —aseguró Béatrice, prima de la condesa.

A punto de incorporarse, Rafaela vio ingresar en el patio a Artemio Furia con el desenfado que había adquirido en las últimas semanas. Él se detuvo de pronto ante el inesperado cuadro.

—Disculpen —dijo, y volteó para retirarse.

—¡Señor Furia! —Rafaela abandonó su sitio y caminó hacia él—. Por favor, señor Furia, no se vaya. Me gustaría presentarle a unas amigas —se miraron fijamente—. No se vaya, por favor —le suplicó en un susurro.

—¡Atiemo! —Mimita abandonó la muñeca y a sus nuevos amigos, corrió donde el gaucho y se abrazó a sus piernas. Él la levantó en brazos y continuó observando a la concurrencia con cara difidente.

—Pase, señor Furia, por favor —insistió Rafaela.

—Señoras —dijo Artemio, y se quitó el pañuelo para inclinar la cabeza.

Rafaela atestiguó el instante en que los ojos de Furia se detuvieron en la condesa de Stoneville, y advirtió el cambio en su expresión, cómo la tensión de sus músculos se relajaba, y apreció la lentitud con que se entreabrían sus labios y la luz que pareció circundarlo y que le dio un aspecto de beatitud, como si hubiese hallado lo más preciado para él. No se equivocaba: la condesa de Stoneville había farfullado, casi sin aliento: «¡Dios mío!», y su semblante también reflejaba el impacto del encuentro con ese hombre. Se contemplaron durante unos segundos.

Al alternar la vista de una a otro, Rafaela cayó en la cuenta de que la tonalidad de sus ojos, los de la condesa y los de Furia, era la misma, ese sólido turquesa, casi inverosímil. Carraspeó, se compuso e inició las presentaciones. El ambiente se había enrarecido y, después de que Furia se excusó, no prosiguió la conversación amena del principio. Media hora más tarde, las invitadas regresaron a San Isidro.

Rafaela se incorporó dentro de la cuba que le habían acondicionado para bañarse. El agua tibia despedía el perfume del aceite de bergamota, y, si movía la cabeza, la inundaba el del aceite de almendras que llevaba en el pelo. Los aromas que desde hacía años formaban parte de su vida habían adquirido un nuevo significado, el que les había dado el señor Furia. No usaría de nuevo su perfume sin pensar en él, ni se frotaría con el bálsamo de melisa sin recordar el efecto que le ocasionaba, ni se colocaría manteca de cacao en los labios sin evocar la voracidad de sus besos.

Una lágrima se mezcló con las gotas de agua que humectaban sus mejillas. Artemio Furia había deseado a la condesa de Stoneville con una intensidad que no había podido ocultar; la deseó abiertamente, como su espíritu arisco y libre se lo permitía. Por su parte, la condesa de Stoneville se había conmovido ante la belleza de sus facciones y la imponencia de su figura. En cierta manera, la comprendía; ella también había sido víctima del conjuro que ese hombre echaba sobre las mujeres, el conjuro que a ella la había privado de cordura, moral y sentido común. Recordó las palabras de Creóla, que parecían tan lejanas en el tiempo: La Felisarda dice que a Furia, donde sea que vaya, nunca le falta un palenque donde rascarse. La campaña ha de estar poblada de sus guachitos. Y pensó en la actriz, la tal Albana, y en las otras que lo amarían. Un hombre como él no permanecería fiel a un amor si existían tantas mujeres dispuestas a entregárselo a manos llenas.

Rafaela lloró en silencio y amargamente. Lo quería sólo para ella o no lo quería. Se puso de pie y permaneció quieta en la cuba, aguardando a que el agua escurriera junto con las lágrimas. Bajó la vista y se miró. Estaba desnuda por completo. Ya no usaba el camisón de liencillo para bañarse, otra costumbre decente a la que había renunciado desde la pérdida de su virginidad. De pronto, la urgió la determinación de recuperar lo que había abandonado por él. Necesitaba aferrarse a las máximas y a los principios desechados durante esas semanas de locura y pasión. Resultaba imperioso volver a ser la Rafaela de antes.

Dio un respingo y ahogó un chillido al advertir que alguien se movía en la habitación. Artemio Furia emergió de un sector oscuro y caminó hacia el círculo donde la bujía echaba una luz trémula y amarillenta. La contemplaba con una severidad que le dio miedo. Se cubrió los pechos y el triángulo entre las piernas. ¿Cuánto tiempo había permanecido oculto, observándola? Podía ser sigiloso si se lo proponía.

—¿Cómo entró en la casa? —quiso saber, con voz quebrada.

—La Creóla me dejó entrar. ¿Qué pasa? —se dirigió a ella en un susurro áspero y exigente—. ¿Por qué llora? ¿Por qué se cubre?

Rafaela salió de la cuba y se envolvió con la toalla. Volvieron a mirarse a través de la corta distancia y de la penumbra. Lo vio avanzar con rapidez, sin arrancar un sonido al piso de ladrillos, y caer sobre ella para tomarla por los brazos, justo bajo las axilas. La sacudió para que lo mirase, pero ella se negó.

Artemio quería que le dijera a la cara que ya no lo amaba, que la visita de sus amigas refinadas la había llevado a evaluar cuánto perdía al unirse a un pana como él. El mal presentimiento que lo embargó al ver a ese grupo tan peripuesto junto a su Rafaela, que ya no vestía las sayas y blusas de género barato sino un jubón y una basquina costosos y que se había coloreado las mejillas y peinado con un tocado bastante complicado, permaneció el resto de la tarde y creció por la noche mientras el tiempo pasaba y ella no se escabullía para encontrarse con él. En ese momento, sintiéndola fría, las sospechas se convirtieron en certezas.

—Dígame lo que tiene que decirme —le exigió, cerca de los labios.

—¿Qué tendría que decirle?

—¿Por qué no vino a mí esta noche? ’Tuve esperándola como un zonzo ahí juera.

—¿Tengo que ir cada noche?

Artemio hundió sus dedos en la carne de Rafaela y apretó el ceño. Hizo ademán de hablar y calló. Sus respiraciones agitadas componían el único sonido de la habitación, que crispaba las feroces emociones en que se hallaban envueltos.

—Cada noche. Sí, cada noche —repitió, con los dientes apretados—, cada día, cada hora, cada minuto. Usté é mía, Rafaela, y la quiero pa’mí, sempre.

—En cambio, usted, señor Furia, no me pertenece —él manifestó su desconcierto levantando las cejas—. Una vez le dije que quería que sus besos fuesen sólo para mí, que usted fuese sólo para mí.

—Y yo le juré que ansina era. Yo no juro al ñudo, Rafaela.

—Pues mintió.

Pensó que la destrozaría. Jamás había visto esa furia en su mirada. Le temió como nunca había temido a un ser humano. Su intensidad y fortaleza la envolvieron y le quitaron la respiración. La mano de Furia se cerró en torno a su cuello y lo apretó, causándole un cosquilleo incómodo en la garganta.

—¡Suélteme! —alcanzó a articular.

—Jama güelva a dudar de mi palabra. E porque soy lo que soy que ya no me quiere, ¿verdá? ¡Dígamelo! No sea cobarde.

—¿Qué dice? ¡Es usted un necio! ¡Lo quiero! ¡Lo quiero de esta manera desesperante! ¡Lo quiero a pesar de saber que usted no merece mi amor! Porque para usted, yo sólo soy una más.

Furia se echó hacia atrás como si hubiese recibido un empujón.

—Usté é l’única —dijo, con escaso aliento, y se quedó mirándola, sin pestañear, agitado, perplejo.

—¡Descarado! ¿Cómo se atreve a decirme que soy la única después de haber devorado con la mirada a la condesa de Stoneville? ¿Piensa que soy idiota? ¿Acaso ciega?

—No —dijo en voz baja, y levantó la mano para acariciar el cuello de Rafaela, donde le había hecho daño. Ella se retiró, se alejó, le dio la espalda—. Rafaela —se aproximó con prudencia, temiendo espantarla—. Rafaela, amor mío.

Rafaela se mordió el labio, cerró los ojos y ajustó los brazos en torno a la toalla. Era la primera vez que la llamaba «amor mío». «Dígalo una vez más, señor Furia. Por favor, una vez más».

—Amor mío —lo escuchó pronunciar de nuevo, y en un instante se halló en la trampa que constituía su abrazo. Él la había obligado a volverse y la apretaba contra su pecho y la besaba y le pasaba las manos por el cuerpo, completamente abandonado a sus instintos y a sus pasiones—. Amor mío —repetía—. Mío. Mío y único.

La toalla cayó a sus pies, y Rafaela quedó perdida entre las ropas y los brazos de él, envuelta en su aroma a tabaco y humo. El género del poncho le raspaba los pezones, el metal del tirador se clavaba en su vientre, y los empeines le picaban a causa de los flecos del calzón. Desnuda y descalza, se sintió pequeña e inerme. Él se erguía como un titán sobre ella.

—Tonce, ¿no va a dejarme?

—No. No podría —admitió ella, ya sin orgullo ni rabia.

Furia le buscó los labios y los devoró. No se trataba de un beso. Él no estaba besándola sino tratando de aplacar en ella la locura de miedo y furia que se había desatado en su interior al creer que la perdía. La lamía, la succionaba, la mordía. Arrastraba sus labios calientes por su boca, sus mejillas y su cuello. Le apretaba el trasero y la restregaba contra su bulto. Rafaela notó que se deshacía del tirador y liberaba su miembro. Lo sintió duro y viscoso contra el vientre.

La tumbó en la cama, y Rafaela, aunque movida por otra disposición, levantó las piernas y le permitió que se introdujera dentro de ella. Artemio vibró mientras se deslizaba en la apretada calidez de su vagina y explotó segundos después. Rafaela lo contempló en el orgasmo, extasiada al verlo abrir la boca en un grito mudo, que terminó por convertirse en un gemido prolongado, ronco, que al final se tornó afónico. La mecía con brutalidad, mientras impulsaba su pelvis para eyacular cada vez más dentro de ella. Se desplomó, extenuado por la pasión.

Rafaela lo envolvió con sus brazos y le besó la cabeza. Alcanzó a comprender que Furia le susurraba:

—Durante el día, intento arrancarla de mi cabeza. Pero cuando cae la noche, la ansio. Tanto. Tanto.

Rafaela guardó silencio y siguió acariciándole la espalda y el cabello, creyéndolo tan suyo que deseó no sentir así. Artemio Furia no pertenecía a nadie. Las lágrimas brotaron y resbalaron por sus sienes.

—Rafaela —pronunció Artemio, conmovido al verla llorar—, hoy, cuando vide a la condesa, me pareció que era otra persona. Creí que…

—¿Qué creyó, señor Furia?

—Creí ’tar frente a mi madre. Creí que volvía a verla. Tuito me la ricordaba, su mirada, el color de su pelo, el de sus ojos.

—Era igual al suyo —apuntó ella—. Turquesa.

—Rafaela, no vide a la condesa como un hombre vide a una mujer, como yo a usté, sino como un hijo a su madre.

—¿Tan parecida es la condesa a su madre?

—Mi madre se jué hace veinte años y a veces su cara se va de mi mente. Pero hoy… Hoy la ricordé como si juese ayer. La condesa me la ricordó.

—Lo siento, señor Furia. Lamento haber desconfiado de usted. Creí morir cuando sus ojos se posaron en ella. La condesa también se mostró afectada. Aunque eso no debería sorprenderme. Sé bien lo que su belleza causa en las de mi género.

Artemio se puso de pie. No apartó la mirada de Rafaela mientras se desvestía. Su pene comenzó a erguirse y sus testículos se volvieron pesados. Lo tenía en un puño, lo dominaba como a un niño sólo por mirarlo de ese modo, por estar allí tendida, desnuda, con las piernas volcadas hacia un costado, los pechos relajados y generosos. Su piel blanca, casi iridiscente, lo atraía en la oscuridad de la habitación. Se acostó sobre ella y escuchó que se le cortaba el aliento al recibir el peso de su cuerpo.

—Rafaela. Rafaela mía. ¿Soy lindo pa’usté? —ella exhaló un suspiro de exasperación que causó la risa de Artemio—. Dígamelo. Dígame que yo le gusto a usté.

—Señor Furia —habló la joven, pasado un momento—, usted sabe lo que pienso porque lo leyó en mi libreta. La primera vez que lo vi me quedé mirándolo como necia, alimentando su vanidad, acrecentando su soberbia. No finja que no lo recuerda porque mi actitud fue tan palmaria que hasta un ciego la habría notado —Artemio lucía divertido con la confesión y volvió a carcajear—. No se ría. Ya ni dignidad me queda para ocultarle que imagino a las otras, mirándolo como yo lo hice, boquiabiertas y ofreciéndose a usted para que las ame; los celos me ciegan y despiertan en mí una hostilidad que no sabía que existía en mi interior. Me hacen sentir mundana y frivola.

—Le juré que era sólo pa’usté —insistió, mientras la besaba en el cuello y le imprimía un caricia húmeda y caliente en su descenso hasta los pechos.

—¿Qué ha visto en mí, señor Furia? —se arqueó y jadeó cuando Artemio usó la punta de su lengua para dibujarle el contorno de la areola—. No soy hermosa como la condesa ni como mi prima Cristiana, la que conoció en Bosque Alegre. ¿Qué ve en mí cuando me mira?

Artemio sonrió sobre su pezón y se propuso no iluminarla acerca del efecto que causaba en los hombres; por ejemplo, no le mencionaría que don Juan Andrés había quedado medio enamorado de ella, ni que Mariano Orma, amigo de Buenaventura Arzac, andaba preguntado por la señorita de las flores ni que Manuel Belgrano la admiraba como a pocas. En verdad, su belleza se soslayaba con el primer vistazo, porque no se reducía a facciones perfectas sino a un conjunto de elementos —el matiz de su voz, la tonalidad untuosa y pareja de su piel, la dulzura de su carácter, la buena disposición que mostraba, los aromas que despedía su cuerpo, el color y tamaño de sus ojos, su pasión por las plantas, la voluptuosidad de su figura y la poca conciencia de sí misma—, los cuales, a medida que iban descubriéndose —y sólo los descubriría aquel que contara con la paciencia y el discernimiento para ver más allá de una simple cara bonita—, delineaban a una persona completa, cuerpo, alma y temperamento, que podía definirse con la palabra «tesoro». Quien ganase su favor, jamás querría perderlo. Artemio experimentó una exultante euforia: Rafaela Palafox sólo le había pertenecido a él, y si bien lo fastidiaba que hubiese amado al tal Juan de Dios, se consolaba diciendo «A nadie ha querido como a mí», porque a nadie se había entregado en cuerpo y alma. Para eso lo había elegido a él, un gaucho, un mal entretenido.

La tomó por los hombros y, riendo, dio un giro en la cama para quedar de espaldas, con Rafaela a horcajadas sobre su pelvis.

—¿Quiere saber qué veo cuando la miro?

De pronto, Rafaela no quería saber. Ella no era bonita. ¿Qué le diría? No deseaba que le mintiera para complacerla. Se inclinó sobre él y le ofreció sus pechos porque, al menos de eso estaba segura, él los encontraba apetecibles. Se los pasó por las mejillas y se estremeció con el contacto de su barba. La tenía espesa y dura. Hacía días que no se rasuraba.

—Me gustan sus comisuras, señor Furia. Son marcadas, muy varoniles. Me gusta besarlas justo en el pliegue —dijo, para distraerlo.

—¿No quiere que le diga qué veo cuando la miro? —Rafaela negó con la cabeza—. ¿Qué quiere, pué?

—Usted sabe —dijo, evitando su mirada.

Artemio sonrió, esa sonrisa amplia en la que mostraba sus dientes perfectos, en la que destacaba su nariz, pequeña y afilada, en la que se le formaban arrugas en torno a los ojos, que chispeaban con picardía. Rafaela suspiró, abrumada por tanta belleza.

—Quiero que me lo diga —insistió, y sus manos comenzaron a vagar por la espalda de ella—. Quiero que me diga qué quiere que le haga —Rafaela volvió a sacudir la cabeza, y Artemio advirtió que sus carrillos se coloreaban—. Quiero oírselo mentar.

Rafaela lo contemplaba con una seriedad que a Furia le daba risa. Se habían amado muchas veces y, en general, de formas poco ortodoxas; ella se había entregado con confianza y, sin embargo, le costaba expresar lo que deseaba.

—¿Por qué no me lo dice?

Rafaela le susurró al oído:

—Me da vergüenza.

Artemio reflexionó que nunca una mujer había despertado en él tanta pasión y ternura al mismo tiempo.

—A mí no me daría vergüenza porque me fío de usté. ¿Usté se fía de mí?

—Sí. En nadie confío como en usted, señor Furia.

—Rafaela —susurró él, y levantó los brazos para acunarle el rostro con las manos.

Ella se reclinó sobre él y volvió a hablarle al oído:

—Se lo diré. Le diré lo que quiero. Quiero que mis pezones estén en su boca y que usted los chupe como si estuviera alimentándose de mí —las pupilas de Furia se dilataron y Rafaela sintió en el vientre la presión de su miembro que crecía—. Quiero también que me chupe aquí —dijo, y se señaló entre las piernas.

—¿Dónde? —la instigó él, con una voz oscura que la enmudeció—. Dende aquí, no veo. Dígame cuál é la gracia de esa parte.

—No lo sé —admitió, en un hilo de voz, y enseguida agregó—: En verdad no sé su nombre, pero sé cómo se llama su dueño. Él es el gaucho Artemio Furia, el único que la ha tenido alguna vez, él único que la tendrá siempre.

Con un movimiento rápido que la asustó, Furia se incorporó y quedó sentado frente a ella, rodeado por sus piernas. Entonces, él inclinó su cabeza y le dio lo que ella había pedido. Y después, mientras la tenía saciada entre sus brazos, le confesó:

—Cuando la miro a usté, mi Rafaela, veo a mi mujer, a l’única que he querío, a l’única que he deseao, a la que llevo clavá’aquí —y se golpeó el pecho—. No llore, Rafaela. No le he dicho esto pa’que llore.

—Lloro de felicidad, Artemio. Ahora me doy cuenta de que ésta la primera vez que soy feliz. Y se lo debo a usted. Mi señor Furia.

Roger Blackraven y su anfitrión, Abelardo Montes, conversaban después de la cena, disfrutando de un excelente coñac y de unos vegueros fabricados con el tabaco de La Isabella, la finca de Blackraven en Antigua. Después de discutir asuntos de negocios, Montes comentó:

—Sus compatriotas andan queriendo quedarse en el Río de la Plata. Parece que el comercio aquí se les da bien. Pero Cisneros se muestra renuente a permitirles que se queden. Los ingleses se han unido, formando un pequeño comité. A la cabeza está Alexander Mackinnon, cuyas gestiones lograron que el Sordo prorrogara el plazo hasta el 18 de abril.

—Estuve con ellos en Buenos Aires. Me comentaron la situación.

—El doctor Moreno es su notario. Están bien representados —aseguró—, y harán lo posible para quedarse, incluso sacar a Cisneros.

—¿De veras? —Blackraven simuló sorprenderse.

—Las aguas están muy turbulentas, Roger. La marejada que azota la España alcanza estas costas. La muchachada criolla anda con los espolones de punta. No quieren saber nada con que nos gobiernen Juntas españolas, las cuales, según ellos, no tienen soberanía sobre nosotros. Alegan que nosotros pertenecemos a la Corona de la España, o a la España misma. Y si la Corona no está, dado que Napoleón la mantiene prisionera, entonces nosotros tenemos derecho a gobernarnos por nuestra cuenta. En medio de este escenario, los comerciantes ingleses aprovechan la situación. Además, cuentan con el apoyo de la flota inglesa recalada en las costas del Plata. Querido amigo, estamos sentados en un polvorín.

Más tarde, antes de retirarse a la habitación que Blackraven compartía con su esposa en la estancia de San Isidro, propiedad de los Montes, cruzó unas palabras con el turco Somar, que había acompañado a Melody a San Fernando de la Buena Vista.

—Todo marchó bien. Miss Melody conoció a la señorita Rafaela Palafox y pasó un momento agradable. Aunque ocurrió algo que llamó mi atención. Apareció un hombre, un paisano, por las prendas que usaba, aunque de aspecto extraño.

—¿A qué te refieres con «aspecto extraño»?

—A que era rubio, muy rubio, y sus ojos de un turquesa similar al de miss Melody. Ella se mostró muy sorprendida al verlo y se quedó mirándolo fijamente. La señorita Palafox lo presentó. Dijo que se llamaba Artemio Furia.

—Sí, lo he sentido nombrar. Es amigo de Eddie —Somar ensayó un gesto de asombro—. Está bien, Somar. Vete a descansar. Buenas noches.

Blackraven marchó hacia su dormitorio con un ánimo negro. Encontró a su esposa amamantando a Rosie, y Melody creyó que el vistazo que le dispensó se debía a eso; hacía meses que le pedía que destetara a la criatura. «Terminarás piel y hueso», le reprochaba a menudo.

La niña se quedó dormida con el pezón en la boca. Melody le limpió la leche de las comisuras, la obligó a eructar aun dormida y la recostó en la cuna ubicada al lado de la cama. Se aproximó a su esposo y le abrazó el torso desnudo por detrás. Enseguida percibió su enojo.

—¿Qué ocurre, Roger?

—¿Cómo te fue esta tarde en lo de Palafox? —disparó él.

—Bien, aunque…

—¿Aunque qué?

—Sucedió algo que me ha dejado inquieta. Mientras compartíamos unas bebidas en el patio de la casa, apareció un hombre, un peón, imagino, al que Rafaela presentó como la persona que está haciéndose cargo de la administración de la estancia. Su nombre es Artemio Furia.

Blackraven giró con brusquedad, y Melody advirtió la ira que fulguraba en sus ojos azules.

—¿Qué hay con el tal Furia?

—Es que… ¡Oh, Roger! De pronto pensé que tenía a mi padre frente a mí.

—¿Qué?

—Sí, a mi padre. Furia me lo recordó de un modo tan vivido e intenso que me quedé mirándolo como tonta. Di un espectáculo lamentable, lo sé. La impresión me hizo actuar así.

—¿Qué puede tener en común un hombre de la campaña con tu padre?

—Si bien su cabello era rubio, no como el de mi padre, que tiraba a rojizo, así, como el mío, sus facciones y sus ojos eran los de él. No puedo quitármelo de la cabeza.

—Así que te recordaba a tu padre.

—Sí, vividamente.

Blackraven experimentó alivio cuando los celos se esfumaron. Terminó de higienizarse y se metió desnudo en la cama.

—Ven —le ordenó a su esposa, que acomodaba la ropa y los enseres—. Deja eso, mujer. Te necesito aquí conmigo.

Melody se acostó junto él y se acurrucó en su abrazo.

—¿Qué edad crees que tiene el tal Artemio Furia?

—Diría que unos treinta —calculó Melody.

—El parecido con tu padre podría tratarse simplemente de una casualidad o bien Artemio Furia podría ser su bastardo.

—¿Hijo de mi padre? Oh, por Dios…

—Dime, cariño, ¿qué sabes de la familia de tu padre?

—Muy poco, en realidad. Mi padre no hablaba de su pasado en la Irlanda ni de su familia, salvo para despotricar contra los ingleses y para relatar la ordalía por la que lo habían hecho pasar cuando lo torturaron. Ni siquiera después de la llegada de Enda a Bella Esmeralda, él se mostró afecto a recordar los viejos tiempos. Y Enda, por supuesto, jamás mencionaba su vida pasada. Pero te referiré lo que sé.