CAPÍTULO XXV.
Los prisioneros de Martín García.
Le dijeron que la niebla tan espesa era común a esas horas tempranas, y que poco a poco remitiría y comenzarían a divisar el horizonte. Por el momento, Nahueltruz no podía verse la mano. Estaba frío en cubierta y buscó refugio en la cabina. Mientras navegaba a ciegas, el capitán le dijo que había realizado ese viaje tantas veces como para perder la cuenta, que conocía el río y sus secretos de memoria, y que podía llegar a cualquier punto de la Banda Oriental con los ojos cerrados. Nahueltruz se limitó a asentir con la cabeza. El capitán, propenso a la charla, habló de Martín García.
Los primeros presos de la isla (desertores del ejército) databan de 1765. Desde ese momento, estuvo relacionada con funciones militares, en especial por su conveniente posición estratégica. Tiempo más tarde llegaron delincuentes comunes que, junto a los otros, desarrollaban trabajos forzosos como mantener a raya la vegetación, picar piedra de las canteras para empedrar las calles de Buenos Aires, fabricar ladrillos y construir fortificaciones, baterías y casamatas. Según el capitán, en aquellos años del siglo XVIII las condiciones de los presos habían sido paupérrimas. Variadas enfermedades asolaban la isla. La vestimenta inadecuada o la falta de ella, la mala alimentación y las ratas contaban entre las principales causas.
—La cosa ha mejorado —explicó el capitán—, pero no se crea que mucho. El año pasado tuve que traer a Buenos Aires a varios presos con fiebre tifoidea. Todos murieron.
Horas más tarde, la niebla se había disipado. A la distancia, la isla presentaba un aspecto selvático y solitario. Al momento de atracar, sin embargo, las construcciones comenzaban a divisarse. La fortificación, construida a mediados del siglo XVIII, era el primer edificio que se veía. En contra de su apariencia de isla solitaria e impenetrable, en tierra se apreciaba un considerable movimiento.
Guor presentó el salvoconducto a dos soldados que, luego de leerlo atentamente, le hicieron preguntas relacionadas con el motivo de su visita. El capitán de la corbeta ofreció acompañarlo a la única pulpería donde hallaría alojamiento.
—A menos —expresó el capitán— que desee regresar hoy mismo. Mi corbeta zarpa apenas terminemos de cargar adoquines y ladrillos, alrededor de las cinco de la tarde.
—Gracias, pero creo que me quedaré dos o tres días.
—Serán cuatro —aseguró el capitán—, pues ése es el tiempo que tardaré en regresar con carne y alimentos.
—Cuatro, entonces —dijo Guor.
La ansiedad llevó a Nahueltruz a arreglar con el pulpero, sin regatear, una habitación y agua caliente para bañarse todas las noches, a pesar de que le pidió una fortuna. Sólo entró en la habitación para dejar su bolso de cuero y cambiarse. Camino a la prisión, debió presentar varias veces el salvoconducto antes de que lo condujeran al patio. Estaba vacío excepto por un hombre que, sentado sobre un tocón, tallaba un pedazo de madera: su tío. Se trataba de una imagen recurrente de su niñez, Epumer tallando madera en la enramada de su rancho, muchas veces haciendo un juguete para sus hijos o sobrinos.
Aunque Epumer fijaba sus ojos en la pieza de madera, Nahueltruz estaba seguro de que se había dado cuenta de que alguien se aproximaba. Apenas se distinguía su perfil, oscurecido por un manto de sombra, pero sin duda se trataba de él, de su tío, el hermano menor de su padre, el último de la dinastía de los Zorros. El corazón le palpitó con rapidez.
Saludó en araucano.
—Mari-mari —dijo, y aguardó a unos pasos.
Epumer movió el rostro hacia el costado y miró fijamente a quien interrumpía su labor. Nahueltruz permaneció mudo, estudiando ese rostro tan familiar, tan paradójicamente ajeno, agradeciendo, al mismo tiempo, el buen tino de haber comprado ropas sencillas en vista de los harapos que mal cubrían a su tío. Epumer llevaba en la frente una vincha de henzo que alguna vez había sido blanca. Los cabellos, duros y rectos como clavos, le rozaban los hombros. Sus facciones, aunque no eran oscuras sino rosáceas, le parecieron más toscas e inacabadas de lo que recordaba, la nariz lo impresionó especialmente, del color del hígado y con excrecencias a causa de la bebida. Se trataba de un hombre bajo, aspecto que siempre había contrastado con los otros hombres de la dinastía Guor, y más bien gordo. Como solía ocurrir con los de su raza, resultaba difícil calcularle la edad, pero Nahueltruz juzgó que debía rondar los sesenta y cinco años. Sus ojos verdosos, iguales a los del cacique Parné, se habían apagado; ya no brillaban con la vivacidad y fiereza de la juventud. Nada quedaba del guerrero que, con valor casi demente, se había puesto al frente de sus lanceros en batallas y malones. Nahueltruz sufrió una fuerte desilusión No obstante, sonrió al decir:
—Tío, soy su sobrino, Nahueltruz, hijo de su hermano Mariano Rosas.
Epumer levantó los párpados como única muestra de sorpresa, y casi de inmediato los regresó a su posición original. Se puso de pie, se limpió la mano derecha en el pantalón de percal y la extendió hacia su sobrino, que la estrechó con embarazo.
—Estuve enfermo —dijo el cacique—, por eso me encuentras acá. Si no, estaría picando piedra con tus primos y Pincén.
—¿Ya está mejor?
—Nunca voy a volver a estar bien.
—Comprendo.
Epumer volvió al tocón y a su tallado. Nahueltruz se sentó a su lado, sobre el piso. Por un rato, sólo se escuchó el chasquido del verduguillo sobre el trozo de madera.
—Hacía tiempo que quería venir a verlo, tío, pero resultaba muy difícil conseguir el permiso para entrar en Martín García. Por fin, con la intervención del padre Agustín, conseguí la papeleta y pude viajar.
—Llegaste en buen momento. Antes me habrías encontrado medio muerto a causa de la viruela. Los soldados nos reprochan que trajimos la peste a esta isla. Esta vez me salvé. Tuve más suerte que tu padre.
Siguió tallando; Nahueltruz mantenía la cabeza baja y la vista fija en el empedrado.
—Habría sido bueno que hubieras visto a tu padre antes de que muriera —expresó el cacique, sin mirarlo.
—Me enteré tiempo después. Ya no tenía sentido viajar.
—Habría tenido sentido para mí y para tu cucu. Para ella fue una gran tristeza ver que el tiempo pasaba y tú no venías. No sé qué ha sido de ella.
—Vive conmigo —dijo Nahueltruz, y Epumer movió la cabeza y lo miró a los ojos en señal de complacencia—. La habían llevado a un cañaveral en Tucumán, a ella y a Dorotea Bazán. Dorotea no soportó el viaje y murió. Pero mi cucu resistió. Me la llevé a Buenos Aires. Vive en mi casa, junto a Miguelito y su familia.
El silencio volvió a cernirse. Transcurridos tantos años, y con ellos, tantas situaciones, conflictos y pérdidas, existían infinidad de cuestiones de las que hablar. Nahueltruz aguardaba a que su tío Epumer se aviniera a compartirlas con él.
—El último pensamiento de tu padre —dijo Epumer— fue para ti y para tu madre. Cuando se dio cuenta de que había perdido la batalla contra el Hueza Huecubú me mandó llamar y me ordenó que lo enterraran junto a Uchaimañé. Me dijo «Quiero descansar al lado de Blanca y quiero que me vistan con el poncho que ella me tejió». Pidió que, luego de su muerte, no se buscasen culpables entre las machis. Después me dijo «Entrégale la caja con mis pertenencias más preciadas a mi hijo Nahueltruz. Pídele al padre Agustín que se las mande».
—Nunca recibí la caja.
—La tengo aquí, no te inquietes. No se la mandé al padre Agustín, pero, por fortuna, la llevaba ese día que nos apresaron a traición. Entre las cosas de tu padre, está el reloj, ése que Uchaimañé le regaló. Las agujas ya no se mueven.
—Pertenecía a mi abuelo, Leopoldo Montes.
Epumer se explayó en los pormenores de los funerales de Mariano con una ansiedad y esmero que denotaban que había querido contárselo a su sobrino desde hacía tiempo. Según aclaró, la pompa y la solemnidad habían prevalecido. Apenas muerto, las cautivas lavaron el cuerpo del gran cacique devastado por la viruela y lo vistieron con sus mejores prendas de gaucho y el poncho de Uchaimañé. De inmediato, se lo expuso en la enramada de su toldo donde permaneció durante un día rodeado por más de doscientas mujeres que lloraban amargamente y gemían «¡Marianito! ¡Ay, Marianito!». Al día siguiente, mientras despuntaba el sol, una procesión, encabezada por los lanceros de Epumer los de Ramón Cabral (el Platero) y Baigorrita, lo escoltó a su última morada, junto a la sepultura de Uchaimañe. Los hijos mayores (Guayquiner, Manuel Amunao, Pichi Mariano y Puitrinao) soportaron las angarillas con su cuerpo, mientras las mujeres seguían el cortejo sin dejar de llorar y lamentar. Unos cavaron la fosa, mientras otros degollaron tres caballos, los mejores del gran cacique, y una yegua gorda, para que no le faltara alimento en su viaje al Mapú-Cahuelo o País de los Caballos, el paraíso de los ranqueles. Además de los animales muertos, ubicaron en torno a él otras de sus pertenencias más queridas apero, lazo, boleadoras y facón.
—Yo fui el primero en echar tierra sobre tu padre —se ufanó Epumer—. Luego lo hizo Ramón, después tu tío Huenchu y Baigorrita y por último los capitanejos. Todos estaban verdaderamente apenados porque lo querían y respetaban. Los yapaís duraron dos días porque todos padecíamos terriblemente.
Nahueltruz escuchaba con impasibilidad el relato de su tío, que poco a poco se convertía en imágenes vividas; podía recrear cada instancia, cada detalle. No experimentaba tristeza o amargura sino orgullo por haber sido el primogénito de un hombre tan querido y respetado por el pueblo ranquel.
—Fue una epidemia muy brava, hijo —explicó Epumer—. Tú ya debes de saber que tus hermanos Linconao y Pichi Epumer murieron pocos días después de tu padre.
Nahueltruz se llevó la mano derecha a la frente para ocultar la pena. Él amaba profundamente a sus hermanos Linconao y Pichi Epumer o Epumer Chico, algunos años menores; incluso había nombrado a su hijo en honor del mayor, Linconao, ambos signados por el mismo nefasto destino. En cuanto a Pichi Epumer, Nahueltruz lo recordaba manso y benévolo, muy aficionado al padre Burela, quien le enseñó a leer y escribir el castellano. Mostraba siempre buena predisposición con todos, incluso con los cristianos. Fue él quien abogó por el coronel Mansilla cuando en oportunidad de su excursión al País de los Ranqueles en el 70, durante un acalorado parlamento, los principales loncos y ancianos querían comérselo vivo. Con la ayuda de Miguelito, se ocupó de protegerlo el tiempo que duró su estadía en Leuvucó. Para ese entonces, Nahueltruz se hallaba demasiado ocupado en conocer a su medio hermano, el padre Agustín Escalante, y se desentendió de las cuestiones políticas y del osado coronel.
Epumer siguió hablando hasta que atardeció, respondiendo a las preguntas de su sobrino, contándole acerca de tanta gente y acontecimientos. Cuando tuvieron hambre, Nahueltruz puso varias monedas en la mano de un soldado para que les trajeran comida y bebida decentes. Epumer le confesó que era la primera vez que comía tan bien en Martín García, y Nahueltruz hizo llevar una parte a sus tías y primas, que permanecían en la pieza porque Epumer no les había autorizado acercarse. Espiaban desde el trapo que hacía de puerta. Cada tanto, Nahueltruz se daba vuelta y les sonreía, y ellas se ocultaban.
Al ponerse el sol, llegaron los demás prisioneros, entre los que contaban los hijos varones de Epumer, el cacique Pincén y los suyos. Caminaban en fila, engrillados.
—Hace unos días —comentó Epumer, con la vista apartada de la comitiva—, el general Roca le ordenó a Matoso —se refería al capitán jefe del regimiento de la isla— que a mí y a Pincén nos quitaran los grillos.
El reencuentro de Nahueltruz con sus primos y el cacique Pincén resultó tan frío e incómodo como con Epumer, agravado por el cansancio y el hambre después de una jornada de trabajos forzosos en las canteras y en el monte. Enseguida, mientras mateaban y comían pan de maíz y tortas fritas, la timidez y cortedad se disiparon. Algunos, los más jóvenes, apenas recordaban a este primo mayor, que sabía leer y escribir en varias lenguas, que había cruzado una laguna millones de veces más ancha que la de Leuvucó, que era rico y que vivía en la tierra más vieja e importante del mundo. También lo contemplaban con admiración porque sabían que era un gran cazador de tigres, que sólo podía compararse su habilidad para montar, pialar y domar con la del tío Mariano y que él debería haber sido su heredero natural. Estaban convencidos, sin mayor asidero, que él los habría llevado a la victoria final contra el humea. El primo Nahueltruz, sin embargo, había decidido dejarlos por los huincas. En ningún momento se lo recriminaron, ni siquiera con la mirada, pero Nahueltruz sabía que lo pensaban.
La tarde del segundo día, algo entrado en copas, Epumer mencionó el tema. Dijo:
—Tú y tu padre permitieron que dos huincas se les metieran en la sangre y los manejaran como a niños. Ustedes se olvidaron de que eran ranqueles. Se olvidaron de su pueblo. Tu padre siempre quiso la paz con los huincas a cualquier precio porque Uchaimañé era huinca, y nunca maloqueó por ella, aunque él haya dado otras razones, yo sé que lo hacía porque no quería matar a la gente de ella.
—Mi padre no quiso la paz a cualquier precio —terció Nahueltruz con prudencia, conocedor del temperamento de su tío cuando estaba beodo—, él puso sus condiciones. Y si bien no puedo asegurarle que mi madre estaba fuera de sus pensamientos cuando buscaba la paz, sí puedo decirle que el cacique Mariano Rosas quería la paz porque sabía que era la única forma de salvar a su gente. El huinca es superior, y eso incluso usted lo sabe, tío. Entiendo —prosiguió, al ver que Epumer lo escuchaba mansamente— que, luego de convertirse en el gran cacique, usted también buscó la paz con los huincas.
—Sí, porque se lo juré a tu padre antes de que muriera. Y yo nunca rompo una promesa —aclaró en voz alta, con gesto amenazante—. Pero mira lo que he conseguido con la paz, que los huincas me apresaran a traición. No creas que yo no quise a tu madre. Era buena y generosa y amaba a nuestra gente. Fue la machí más grande de nuestro pueblo y curó a muchos enfermos. Pero era de otro mundo, no pertenecía al desierto. Se robó el corazón de tu padre, que, por sobre todo, la puso a ella delante. Y tú —continuó Epumer— te volviste huinca para agradarle a la hermana del padre Agustín porque en el fondo te avergonzaba ser ranquel. Por eso nos dejaste, porque ya no querías a tu pueblo.
Nahueltruz bajó la vista y eligió callar porque lo que Epumer decía era cierto. Al fin, la verdad tan temida había sido expresada. No obstante, y más allá del enojo de su tío, Nahueltruz sentía que Epumer aún lo amaba y que, a pesar de la traición, jamás lo apartaría de su corazón. Se dio cuenta de que su tío era incondicional.
—Voy a sacarlo de aquí —prometió Nahueltruz—, a usted y al resto de su familia.
Los cuatro días en la isla, signados por los recuerdos y las largas conversaciones acerca de parientes, amigos y conocidos, transcurrieron con lentitud. En general, los relatos terminaban mal; la mayoría de sus hermanos, primos y tíos habían muerto, ya fuera a causa de la viruela o en alguna escaramuza; otros tenían paradero desconocido luego de que la milicia se los llevara; seguramente habían sido reubicados en haciendas, casas de familia o conventos.
Nahueltruz recibía con gratitud y alivio las invitaciones del capitán Matoso, con quien conversaba banalidades que lo ayudaban a alejar el fantasma de la culpa. Solían encontrarse en la pulpería o en el despacho del capitán. La amistad con Matoso, un hombre soltero, de mediana edad, sin mayores aspiraciones, pero con un corazón clemente, sirvió para que Nahueltruz se moviera libremente dentro del cuartel y para que pudiera mejorar las condiciones misérrimas de su tío y sus primos. Incluso autorizó, sin mayores requisas, que Nahueltruz entregara la totalidad de los paquetes y bultos que había traído para los reos.
—No comprendo —dijo en una oportunidad Matoso— el interés que usted tiene, señor Rosas, por estos salvajes.
—Estoy aquí —expresó Nahueltruz— en nombre de un misionero franciscano a quien debo mucho, casi todo lo que tengo. Él me pidió que viniera a conocer la suerte que habían corrido estos pobres diablos, y aquí me tiene, capitán.
—Algunos soldados me reportaron que lo han escuchado hablar en araucano con estas gentes.
—Lo balbuceo —mintió Nahueltruz—. Soy políglota por naturaleza, capitán. Mi avidez por las lenguas no conoce límite. Luego de haber aprendido las más tradicionales (inglés, francés, italiano), me incliné por aquellas más exóticas. Este padre misionero del que le hablaba me enseñó algo del idioma de los indios del sur.
Horas antes de que la corbeta zarpara de regreso a Buenos Aires, Nahueltruz reiteró su promesa de mover cielo y tierra para conseguir a libertad a Epumer y a su familia. El cacique lo contempló con escepticismo y le palmeó el hombro, mientras esbozaba la primera sonrisa de a visita.
—Gracias por lo que nos has traído, Nahueltruz, en especial, las mantas y la ropa de abrigo. Pasamos mucho frío aquí.
—Ya arreglé con el capitán del barco para que, en cada viaje, les traiga más provisiones y ropa. Creo que se trata de un buen hombre, que no se robará el contenido.
—Es huinca —sentenció Epumer—. No confíes.
A propósito, el cacique le refirió la feroz persecución que habían llevado a cabo el coronel Rudecindo Roca, hermano del ministro de Guerra y Marina, el coronel Vintter y el coronel Eduardo Racedo contra las tribus ranqueles y salineras.
—Tuvimos que dejar Leuvucó porque sabíamos que vendrían por nosotros, que el tratado de paz ya no servía. Ellos proponían otra paz, pero nosotros no la aceptamos querían que nos entregáramos y que nos fuéramos a vivir adonde ellos nos dijeran, que abandonáramos nuestras tierras para que ellos las ocuparan. El huinca es traicionero, Nahueltruz, nunca olvides eso, no respeta su propia palabra y, ¿cómo se puede confiar en quien no honra sus promesas? Ya ni siquiera le creemos al padre Donatti y al padre Agustín. Ellos son buenos, pero son huincas al fin y al cabo.
—El padre Agustín me consiguió este permiso para venir a verte y, de seguro, medió para que Roca diera la orden de que te quitaran los grilletes.
Epumer movió la cabeza en señal de asentimiento. Al cabo, como si retomase el hilo de un pensamiento extraviado, dijo:
—Fue el coronel Racedo, el tío del militar que mataste en Río Cuarto, quien nos cayó encima esa tarde. Nosotros habíamos abandonado Leuvucó porque, como ya te dije, nos perseguían, pero regresamos un día para recoger la cebada, y allí nos encontraron. Nos moríamos de hambre vagando por el desierto y no podíamos dejar que ese grano se echara a perder en las sementeras. El capitanejo Carripilán, que se había vendido a los humeas, estaba con Racedo e hizo de lenguaraz ordenándonos, en nombre del coronel, que nos entregáramos sin presentar pelea. ¿Qué pelea podíamos presentar muertos de hambre como estábamos y sin otras armas que las herramientas que usábamos para recoger la cebada?
Nahueltruz podía imaginar la humillación que debió de haber experimentado el feroz Epumer Guor, conocido por su arrojo casi desmesurado en batalla, al rendirse ante un grupo de soldados y de indios traidores. ¡Qué triste final para un guerrero como su tío! Sin pena ni gloria. Y en manos de Racedo.
—Luego de que me engrillaron —prosiguió Epumer—, Racedo me mandó llamar. De nuevo Carripilán ofició de lenguaraz. Lo primero que quiso saber Racedo fue quién de todos esos era mi sobrino Nahueltruz Guor, el primogénito de mi hermano Mariano Rosas. Yo le dije que tú habías muerto a causa de la viruela días después de tu padre. No me creyó. Le preguntó a los que estaban conmigo, que dijeron lo mismo. Le preguntó incluso a Carripilán, pero éste no sabía. En Río Cuarto siguió porfiándome y mandó llamar al padre Donatti y al padre Agustín. Les dijo lo que yo había contado acerca de ti y les preguntó si era verdad o mentira. Debe de haber sido duro para ellos mentir, porque en la religión de ellos la mentira es cosa del Hueza Huecubú, pero lo cierto es que mintieron. El padre Donatti dijo que no sabía nada de ti y el padre Agustín dijo que lo que yo había dicho era cierto ¡Vaya a saber si Racedo le creyó!
El periplo desde el Fuerte Sarmiento en Río Cuarto hasta la isla Martín García estuvo plagado de sinsabores y malos tratos. Pasaron hambre y frío. Los aterrorizó el viaje en barco y todos, grandes y chicos, se descompusieron de tal modo que, al llegar a la isla, estaban prácticamente deshidratados. La estadía en Martín García había sido penosa desde un comienzo. Las pestes, la falta de alimentos, de espacio y de ropa habían signado los largos meses. Nahueltruz esperaba que, a partir de su visita, las condiciones mejoraran.
A medida que se aproximaba la despedida, Nahueltruz se ponía más inquieto; ya quería salir de Martín García y regresar a los brazos de Laura. Sólo a ella le confesaría los tormentos que padecía. La esperanza del reencuentro lo salvaba de caer en una profunda angustia. Al sentimiento de culpa por dejar atrás a Epumer se contraponía uno de alivio pues esos cuatro días habían servido para mostrarle que, aunque por sus venas corriera la misma sangre que la de su tío y sus primos, el abismo que los enfrentaba era insalvable. Admitía que no podría convivir con ellos, porque, aunque los había escuchado con paciencia, sus temas y preocupaciones no le interesaban, y sus costumbres y modos se habían vuelto ajenos. Ya no experimentaba ansias por regresar a Tierra Adentro como al dejar el convento de los dominicos en San Rafael, cuando, joven y romántico, había juzgado la vida montaraz superior a la culta que le ofrecían. Además, en aquella oportunidad su padre había estado aguardándolo en Leuvucó.
Nahueltruz se había despedido de sus primos la noche anterior porque sabía que el momento de zarpar los encontraría trabajando. Le entregó dinero al mayor y le pidió que lo repartiera entre sus peñis (hermanos). La generosidad de Nahueltruz los estimuló y le pidieron un sinfín de cosas que él prometió hacerles llegar con el capitán de la corbeta.
Pasó las últimas horas en Martín García a solas con su tío. Epumer le habló del cacique Ramón Cabral, más conocido como el Platero, que había entregado sus tierras a los huincas para establecerse donde el gobierno nacional le indicó. Luego de mucho trashumar, lo destinaron, junto a su indiada, a El Tala, a una legua del Fuerte Sarmiento. Se lo obligó a convertirse en teniente general del “Escuadrón de Ranqueles” bajo las órdenes de Eduardo Racedo y a pelear contra su propio pueblo.
—Los destinos de nuestra gente —dijo el cacique— han sido dos: entregarse, como el Platero, y vivir bajo el yugo huinca, o ser perseguido hasta morir en combate o caer preso, como Pincén y yo. Estoy contento de haber elegido este destino porque nadie puede acusarme de traición.
—Tampoco me animo a juzgar a Ramón Cabral —dijo Nahueltruz—, pues él tenía mucha gente a su cargo y habrá querido evitar una matanza.
—Piensas como huinca —expresó Epumer con una sacudida de hombros, y siguió tallando.
Nahueltruz le preguntó por su primo Llancamil, hijo de su tío Huenchu Guor, al que lo había unido una fuerte amistad.
—Tu primo Llancamil —habló Epumer— se convirtió en el hombre de confianza de tu padre cuando nos abandonaste. Se dejó acristianar por el padre Donatti allá por el 74, pero, salvo eso, siempre ha sido muy fiel. Tu padre lo mandó a conferenciar a Río Cuarto con el general Julio Roca en el 76. Allí estuvo con el padre Agustín y trajo una carta que habías escrito. Tu padre la leyó muchas veces y la conservó en su caja. Cuando tu padre murió y tu hermano Guayquiner no quiso hacerse cargo de las tribus, los Loncos me eligieron a mí, y de inmediato tu primo Llancamil se convirtió en el más valiente de mis lanceros. Cuando lo del Platero, que dejó sus tierras y se fue al Tala, yo mandé a Llancamil a salirle al paso y obligarlo a regresar a Carrilobo, pero Racedo, que es bien pícaro, le había mandado una escolta de muchos soldados para que lo protegiera, y Llancamil nada pudo hacer, aunque luchó como un toro. Ahora está preso.
—¿Llancamil preso? —repitió Nahueltruz.
—Sí, lo capturaron también a traición poco tiempo antes que a mí. Lo envié a Villa Mercedes a recoger las raciones pactadas en el acuerdo de paz cuando el coronel Arredondo le cayó encima y lo engrilló, a él y a muchos más.
—¡Mierda! —soltó Nahueltruz, y Epumer lo miró con sorpresa porque se trataba del primer exabrupto de su sobrino a pesar de que le había relatado una ringlera de injusticias.
—No se dejaron así nomás —añadió el cacique con orgullo—. Tu primo y los otros lanceros se resistieron. Dicen que fue una pelea sangrienta y que muchos murieron, pero supimos que Llancamil sobrevivió. El padre Agustín nos lo dijo. Después de que apresaron a Llancamil, decidí abandonar los toldos de Leuvucó porque sabía que, tarde o temprano, vendrían por mí. Los tratados habían sido rotos sin aviso. Muchos cayeron así, cuando iban a reclamar las raciones: Chancoleta, Chouquil, Leficurá, Huancamil. Muchos —dijo, con tono y mirada ausentes.
«Están exterminándonos, —masculló Nahueltruz—, como a una plaga de insectos». Siempre había desconfiado de los acuerdos de paz; le habían resultado humillantes las raciones y deshonrosos los cargos militares con sueldos misérrimos que les otorgaba el Ejército Argentino. El rencor, sin embargo, no lo enceguecía hasta el punto de no admitir que su pueblo se había avenido con gusto a estos pactos violados una y otra vez por una u otra de las partes. La relación entre indios y cristianos había estado, desde el primer momento, viciada por la mezquindad de unos y la ignorancia y tozudez de otros. Aunque Agustín lo tildara de pesimista, Nahueltruz creía que la ruina era el lógico final. «¿No logras ver, —le había dicho Agustín en una oportunidad—, que eres el vivo ejemplo de lo que podría haberse hecho con los tuyos?». Y él le había respondido con sarcasmo: «¿Volverlos huincas? Ellos jamás habrían consentido semejante traición».
—¿Y qué sabe de Guayquiner? —preguntó Nahueltruz, refiriéndose a su medio hermano, el segundo hijo de su padre.
—Me has preguntado por la suerte de todos tus hermanos —comentó Epumer—, pero no lo habías hecho por la de él. Nunca lo quisiste —apuntó.
—Fue Guayqumer el que nunca me quiso.
—Te tenía celos. —Nahueltruz no comentó al respecto y Epumer prosiguió—. Lo cierto es que tu hermano sabía que eras el preferido de Mariano y sufría por eso. Te celaba incluso de mi madre. Se puso contento cuando te marchaste, y hubo quienes dijeron que Guayquiner había hechos pactos con el Hueza Huecubú a través de alguna pucalcú poderosa para que esa tragedia cayera sobre ti. Pero Mariano hizo oídos sordos y ninguna pucalcú fue llevada ante el Consejo de Loncos para saber qué había de cierto.
Se hizo un silencio. Cuando Epumer retomó, habló con menos ímpetu, casi con tristeza.
—Guayquiner demostró poca hombría cuando rechazó el puesto que tu padre había dejado al morir.
—¿Qué ha sido de él? —insistió Nahueltruz.
—Lo último que supe fue que andaba huyendo a la cabeza de un grupo de cien indios. Lo avistaron por la zona del Colorado. Creo que buscaba aliarse con Baigorrita y su hermano, Lucho, para mantener las tribus unidas.
Al momento de partir, Nahueltruz abrazó a Epumer y le reiteró sus promesas. Este volvió a palmearlo en la mejilla al tiempo que expresó:
—Te has convertido en un hombre importante, hijo. Tu madre estaría orgullosa de ti. Tu padre también, que te amaba tanto. Quiero que sepas que ni un solo día mi hermano Mariano mostró enojo o despecho por tu partida, y que siempre te justificó cuando los Loncos le reprochaban haberte dejado huir tan lejos.
Durante el viaje de regreso, mientras la corbeta se alejaba de Martín García, Nahueltruz llegó a pensar que habría sido mejor que su tío se enfureciera y terminara por renegar de él. «Al menos, —pensó—, debería lidiar con rabia y enojo y no con esta pena y esta culpa con las que no sé qué hacer». Ansiaba regresar a Laura y al refugio y al solaz que representaba para él.
Se sentó sobre un barril y abrió la caja de Mariano Rosas. Pasó los dedos por aquellos objetos tan disímiles y se le ocurrió que su padre y su madre también los habían tocado. Se llevó la mano a la frente para ocultar que lloraba.