CAPÍTULO IX.

Tardías confesiones

El día después de la azarosa cena en lo de tía Carolita, Laura permaneció en cama con fiebre y malestar en el estómago. A la mañana siguiente, sólo la esperanza de reencontrarse con su hermano en la estación de trenes la indujo a levantarse, tomar un baño, arreglarse y subir al landó. María Pancha se acomodó a su lado y la miró de reojo. Le vinieron a la mente aquellos primeros días luego de la boda con el doctor Riglos, cuando creyeron que perdería la razón o se dejaría morir. Esa mañana, mientras el coche avanzaba lentamente por las calles angostas y transitadas, Laura contemplaba a los peatones con un aire ausente similar al de aquella triste época. A María Pancha no le gustó lo que vio y tuvo miedo. Ella no era mujer de amedrentarse fácilmente, pero, si de Laura o de Agustín se trataba, se llenaba de escrúpulos.

A medida que se aproximaban a la estación, Laura recuperaba el buen ánimo. No veía a Agustín desde el día después de su boda, cuando prácticamente huyó a casa de su padre en Córdoba para evitar a Julián Riglos. Dos años más tarde, en ocasión de la muerte del general, Agustín, de viaje en Mendoza por unas semanas, recibió la noticia cuando su padre llevaba más de diez días enterrado, y decidió que carecía de sentido viajar y abandonar sus obligaciones. Al cabo de un tiempo, Laura marchó hacia Buenos Aires y Agustín nunca encontró el tiempo para visitarla. Aunque se escribían con regularidad, Laura no hablaba de ella sino de los demás, en especial de sus sobrinos, protegidos y obras de beneficencia. Evitaba el tema de su matrimonio, a pesar de que Agustín se mostraba ansioso por saber del doctor Riglos, y nunca se animó a mencionar la muerte del coronel Racedo y las circunstancias que la habían rodeado. Por su parte, Agustín jamás mencionó la tragedia, y Laura no sabía si su hermano seguía en Babia, lo cual dudaba en un pueblo tan pequeño como Río Cuarto, o si había decidido cerrar ese capítulo y no volver a abrirlo.

Caminó deprisa del brazo de María Pancha hasta el andén porque, a causa del tráfico, estaban llegando tarde. Sin razón aparente, María Pancha se detuvo y, mirando fijamente a la multitud, se limitó a levantar la mano y señalar el gentío. A Laura le llevó unos segundos distinguir a su hermano y a Nahueltruz Guor que conversaban animadamente en el andén. El espacio en torno a ellos terminó por despejarse, y Laura avistó también a Blasco que abrazaba y besaba a una anciana diminuta y encorvada; la reconoció de inmediato: doña Carmen, la abuela del muchacho. Un grupo de gente, inconfundibles sus rasgos y ropas de indios, aguardaba con sumisión y timidez detrás de Agustín. Nahueltruz se acercó y abrazó y besó a una de las mujeres, la de aspecto más maduro; también abrazó al hombre a su lado, que estrujaba una boina entre las manos y trataba en vano de no lloriquear. Otras dos mujeres, más jóvenes, con niños en los brazos, saludaron a Nahueltruz y se dieron vuelta para presentarle a dos hombres que sostenían a su vez bultos y más niños.

—Regresemos a la casa —susurró María Pancha, y tironeó levemente a Laura.

—Sí, regresemos.

Laura volvió a meterse en la cama donde lloró amargamente hasta que la valeriana que María Pancha la obligó a tomar hizo efecto. Durmió por horas, pero no se trató de un sueño reparador sino de uno plagado de pesadillas. Despertó sobresaltada cuando María Pancha le acarició la mejilla.

—¿Qué pasa?

—Nada pasa. Tu hermano está aquí, ha venido a verte.

—No quiero verlo.

—Laura —contemporizó María Pancha—, Agustín quiere verte, se ha preocupado porque le dije que estás indispuesta. No te enojes con la persona equivocada.

Aunque dejó la cama, Laura recibió a Agustín en su dormitorio, recostada sobre el diván y en bata. Lo encontró muy delgado, la sotana parecía bailarle sobre el cuerpo; también lucía demacrado, con arrugas en el entrecejo y a los costados de la boca que evidenciaban las preocupaciones que lo abrumaban. Se puso de pie, olvidada la amargura y el enojo, y se echó al cuello de su hermano. El repentino esfuerzo le provocó un mareo y Agustín la ayudó a recostarse. Se arrodilló junto a ella y la contempló con cariño. Le retiró el cabello de la frente y se la besó.

—Fui a buscarte a la estación —le reprochó Laura—, pero al llegar me di cuenta de que ya habían ido otras personas a recogerte y creí prudente retirarme.

—Tonta. Habríamos necesitado tu coche ¡Éramos tantos!

Laura mantenía la vista baja mientras reunía coraje para hablar con su hermano. Agustín interpretó su vacilación y decidió ayudarla con el problema.

—Ya sé que fue la presencia de Nahueltruz la que te movió a dejar la estación. De una vez y por todas, Laura, enfrentemos este asunto, aquel horrible episodio que ocurrió en Río Cuarto seis años atrás y que cambió tu vida.

Laura no deseaba rememorar aquellos sucesos tan penosos, pero sabía que tarde o temprano tendría que aclararlos con su hermano, y ese momento parecía tan bueno como cualquier otro.

—Me enteré de lo que sucedió —empezó Agustín— semanas más tarde de tu partida a Córdoba, cuando por fin el doctor Javier me permitió salir de su casa y regresar a mis obligaciones en el fuerte. Como imaginarás, una vez dentro del fuerte, los soldados me pusieron al tanto de lo acontecido en menos de media hora, y nadie creyó necesario obviar el hecho de que tú y Nahueltruz habían sido amantes.

—Ese día Nahueltruz iba a confesártelo —justificó Laura—, no queríamos seguir ocultándotelo.

—Debiste recurrir a mí, Laura, debiste contarme todo y pedirme ayuda. Jamás debiste casarte con Riglos por el bien de las apariencias.

Laura apoyó la cabeza en el diván y cerró los ojos, dolida por la injusta acusación. «Por el bien de las apariencias, —repitió para sí—. Después de todo, ¿qué más da por qué lo hice? Lo hice, y es lo único que cuenta. Fui una cobarde que se dejó dominar por el miedo y por una voluntad a la que juzgué superior a la mía, incluso superior a la de Nahuel, y eso es imperdonable; tendría que haber confiado en él, en su capacidad para enfrentar las adversidades, debí haber resistido, claudiqué tan fácilmente. ¡Oh, Dios! Por primera vez reparo en la inmensidad de mi error; no luché por Nahuel ni por nuestro amor. Quizás mi matrimonio con Julián fue una salida cómoda después de todo. El sufrimiento que he padecido y que padezco es el justo castigo por mi traición».

—Sigue contándome —pidió Laura.

—No me enteré de la suerte que había corrido Nahueltruz hasta tiempo después, cuando recibí carta del doctor Carvajal, el notario de San Luis, donde me informaba que Nahueltruz había pasado por su despacho y retirado los documentos que faltaban para hacer efectiva la herencia de tío Lorenzo. De inmediato decidí viajar a Tierra Adentro. Nahueltruz me debía una explicación. Él tenía que rendirme cuentas por lo que te había hecho, por lo que había ocurrido entre ustedes.

—¡Oh, Agustín! Había ocurrido lo más hermoso. Nos habíamos enamorado.

Agustín le palmeó la mano con indulgencia y prosiguió:

—En Tierra Adentro, Mariano Rosas me dijo que su hijo había regresado a Leuvucó sólo para ponerlo al tanto de la muerte de Racedo y de que pensaba marcharse del país. Mariano Rosas trató de disuadirlo, pero la voluntad de Nahueltruz es de piedra y expresó que su decisión era inamovible. Cruzó a Chile y se embarcó en Valparaíso hacia Lima. Una vez allí, hizo efectiva la herencia de tío Lorenzo. Desde Lima me escribió una larga carta relatándome los hechos más o menos como yo los conocía y me confesó que había decidido marchar a París. Como nuestra madre le había hablado de los Beaumont, me pidió que redactara una carta de confianza que le presentaría a Armand para que lo ayudara a abrirse camino los primeros tiempos. Le envié la carta de confianza a Lima y de inmediato se embarcó en el Callao rumbo a París junto a Blasco, de quien se ha hecho cargo desde entonces. Ésta es, más o menos, la sucinta relación de los hechos. Durante todo este tiempo, Nahueltruz y yo hemos mantenido una fluida comunicación epistolar, siempre a nombre de Lorenzo Rosas.

—Supiste todo el tiempo que Nahueltruz no había muerto y me dejaste vivir con esta angustia.

—Lo siento, Laura, pero jamás sospeché que creyeras muerto a Nahueltruz. Él me prohibió mencionar sus intenciones a nadie, y me remarcó que en especial debía ocultártelas a ti.

—¡Qué crueldad! ¡Cualquier cosa habría sido preferible a la incertidumbre en la que viví todos estos años! No sabía si estaba vivo o muerto, ¿comprendes, Agustín? No, no puedes comprender cuando no has padecido lo que yo.

—En su momento lo juzgué correcto. Consideré que mantenerte al margen te ayudaría a olvidar. Por el vínculo sagrado del matrimonio pertenecías a otro hombre y revolver el pasado sólo traería dolor y más vacilación y dudas a tu vida. De todos modos, como tú jamás mencionabas el tema, creí que también habías decidido olvidar.

—No me animaba, tenía vergüenza, sí, sí, quería olvidar, enterrar aquella tragedia y hacer de cuenta que nunca había ocurrido, que no había trastornado mi vida y la de Nahuel tan radicalmente. —Las fuerzas la abandonaron y volvió a recostarse en el diván—. Nunca es bueno fingir —murmuró—. Ocultar la verdad es dañino. He vivido con esta angustia todos estos años y sólo he conseguido ser desdichada. ¡Cuánto bien me habría hecho contártelo, Agustín! Y que tú me revelaras la verdad, también.

—Ahora entiendo que cometí un error irreparable y que has sufrido por eso Laura, las circunstancias eran tan confusas en aquel momento. Lamento no haber estado allí para ayudarte. Si hubieras recurrido a mí, tu matrimonio con Riglos jamás habría tenido lugar. Sé que te presionaron, sé que te casaste movida por el miedo. Tu matrimonio fue el resultado de una gran conspiración en la que incluso el padre Donatti jugó un rol detestable. Sí, no me mires así. El conocía la verdad al dedillo cuando te casó con Riglos y sabía que, mientras jurabas frente al altar serle fiel a un hombre por el resto de tu vida, pensabas en otro. Nuestra relación no ha vuelto a ser la misma desde que le eché en cara la responsabilidad por tu infelicidad.

—¡No, Agustín, por favor, no digas eso! El padre Marcos no tiene culpa alguna Yo tenía que casarme con Julián. Si de alguien es la culpa, es enteramente mía. Fue mi decisión, en su momento consideré que era lo mejor, que de esa forma protegería a Nahueltruz. Sólo ahora me doy cuenta de que tomé decisiones dominada por el miedo, y que cometí un error que nunca terminaré de lamentar, pero no ha sido culpa del padre Marcos, de ninguna manera ha sido su culpa.

Laura se cubrió el rostro y empezó a llorar. Agustín se sentó junto a ella en el diván y la tomó entre sus brazos.

—Nahuel me odia.

—Oh, no, por supuesto que no te odia. Quizás, en un principio, sintió rabia y rencor; estaba muy herido, su orgullo estaba muy herido. Él interpretó tu boda con Riglos como una traición y, para un indio, la traición es algo que no se perdona. Son muy rencorosos, ¿sabes? Pero Nahueltruz es un hombre feliz ahora y parece haber dejado el pasado a sus espaldas. ¿No puedes hacer lo mismo, dejarlo todo atrás y empezar una nueva vida?

Las palabras de Agustín, aunque bien intencionadas, la lastimaron profundamente. Nahueltruz Guor era feliz ahora. Con Geneviéve era feliz, con sus amigos excéntricos, aristocráticos y ricos, con la vida suntuosa e incansable que llevaba en París, también en Firenze. Ella, en cambio, era una desgraciada. A diferencia de Nahueltruz, no había sido capaz de sobreponerse al dolor y recuperar el timón de su vida. Las heridas habían sangrado durante seis años. El dolor y la amargura habían regido su destino convirtiéndola en un ser desesperanzado Había existido un tiempo en el que ella había sido feliz en un maltrecho establo, recostada desnuda sobre el pienso de la caballada, el pelo suelto y mezclado con la alfalfa, cubierta con caronas y mantas ranqueles, el hedor de las bestias impregnado en sus fosas nasales, pero entre los brazos fuertes de su amante, que la habían confortado como nada. Ahora, circundada por el más estupendo boato, ataviada con sedas de China y brocados de Lyon, sus cabellos de oro entrelazados con miríadas de perlas asiáticas, envidiada y admirada, tenía ganas de morirse.

Con el general Roca se había permitido algo del placer y el gozo tan negados y postergados, él había sido una débil esperanza; y, aunque sus encuentros, siempre plagados de sentimientos contradictorios, nunca la satisfacían por completo, quizás en él radicaba el secreto para volver a ser feliz. Lo echó de menos y deseó que estuviera en Buenos Aires y que le enviara la nota para encontrarse en la soledad de la casa de Chavango.

Laura dejó de llorar. Estaba cansada de llorar. Agustín tenía razón, si Nahueltruz había superado aquel mal trago, ella también lo conseguiría. No tocaría el tema del pasado nuevamente. Quería dejarlo atrás, olvidarlo. No seguiría recriminando ni indagando.

—¿Quiénes eran las personas que estaban en la estación contigo? preguntó, mientras se secaba las lágrimas.

—Lucero y Miguelito, sus hijas, sus yernos y sus nietos. Y doña Carmen, pero a ella seguramente la reconociste.

—¿Lucero y Miguelito? ¿Los amigos de tía Blanca? —Agustín asintió—. ¿Qué hacen en Buenos Aires? ¿Por qué han dejado Tierra Adentro?

Agustín le explicó que Tierra Adentro dejaría de existir en pocos días, cuando las columnas del general Roca acabasen con los pueblos ya desmembrados de ranqueles, salineros, tehuelches, vorohueches, pehuenches, mapuches y demás habitantes de la Pampa. Miguelito, temeroso de su familia, había aceptado la propuesta del padrecito Agustín de marchar a la ciudad en busca de trabajo y dejar para siempre Leuvucó.

—Dirás que es una paradoja —añadió Agustín, con gesto risueño— pero parte del dinero que me envió el general Roca semanas atrás lo uso en los pasajes de tren para la familia de Miguelito.

—Hiciste muy bien, pero me pregunto qué será del resto. No podrán enfrentar a Roca y a sus Remington con lanzas y boleadoras. Imagino que el cacique Epumer es consciente de esto.

Epumer, el último de la dinastía de los Zorros, se había convertido en cacique general de las tribus ranculches a la muerte de su hermano Mariano Rosas, en agosto del 77. Aunque los loncos del Consejo admitían que Epumer carecía de la inteligencia y liderazgo de su hermano Mariano, igualmente lo designaron cabeza de las tribus por su valentía y ferocidad en batalla. Se avecinaban tiempos difíciles en los cuales se apreciaría más un luchador aguerrido e implacable que un gran negociador.

—Epumer está preso en Martín García —manifestó Agustín.

—¿Preso?

—El año pasado, casi a finales de año, el coronel Racedo y el capitán Ambrosio cayeron sobre Leuvucó y los tomaron prisioneros. Epumer y su familia fueron llevados a la isla Martín García. Muchas mujeres y niños fueron cautivados y repartidos en haciendas y casas de familia. Miguelito y los suyos se salvaron porque visitaban al cacique Ramón Cabral, al que llaman Platero, el día de la masacre.

Con los años, Agustín había aprendido a reconocer sus propias limitaciones y a sobrellevar sus fracasos con actitud positiva y digna. En los últimos meses, sin embargo, había tenido que recurrir a toda su voluntad y entereza para no dejarse vencer por la amargura que invariablemente lo asaltaba cuando pensaba en la suerte que corrían los pueblos a los que defendía con ahínco, en especial los ranculches, que tanto significaban en su vida. El desenlace se aproximaba, y él, atado de pies y manos, se sentía más inútil e impotente que nunca.

—Que nuestro Señor los ampare —susurró, mientras palmeaba la mano de su hermana.

—Amén —replicó Laura—. Entonces, ¿ése es el verdadero motivo del viaje de Nahuel? —preguntó, avergonzada de mencionarlo nuevamente cuando minutos atrás había prometido dejarlo en paz.

—Sí. —Agustín reflexionó unos instantes antes de agregar—: Lo cierto es que Nahueltruz está deshecho. Varios de sus medios hermanos, hijos de Mariano Rosas, han muerto de viruela o en alguna escaramuza con el ejército. Racedo se ha mal enquistado con los Guor especialmente.

—¡Maldita casta, esos Racedo! —se enfureció Laura.

—Laura, por favor.

—Es cierto, Agustín. Son hombres viles, sin principios ni valores, desprovistos absolutamente de compasión.

—Racedo ha tomado este asunto como algo personal, para vengar la muerte de su tío Hilario. Su odio a veces me asusta, no sé de qué es capaz.

—¿Es que esta pesadilla jamás terminará? —prorrumpió Laura—. Me preocupa Nahuel, Agustín. Él no puede exponerse, es peligroso, alguien podría reconocerlo. ¿Crees que Lucio Victorio lo haya reconocido? Aunque no es de extrañarse que no lo haya hecho ni lo haga, siendo la transformación de Nahuel tan profunda. De todos modos, no debe arriesgarse. Todavía pesa sobre su cabeza un pedido de captura.

—Lo sé, Laura, lo sé. Pero, ¿qué puedo hacer cuando es tan voluntarioso? Me dijo que ha vuelto para ayudar a su gente, que se siente culpable, que los abandonó a su suerte, que los traicionó. En fin, le pesa la conciencia. Insiste en que no es digno de llamarse ranquel.

—Te suplico, Agustín —gimoteó Laura, y aferró ambas manos de su hermano—, convéncelo de que regrese a París, de que no se exponga. ¡Dios mío, moriría de dolor si algo le sucediese! ¡No lo soportaría! ¡No podría resistirlo! |Todo es por mi culpa! ¡A causa mía! ¡No podría resistirlo!

—Laura, por favor, serénate.

—No voy a serenarme hasta que me prometas que intentarás convencerlo de que abandone Buenos Aires. Prefiero saberlo lejos pero a salvo y no cerca de mí pero en peligro ¡Prométemelo!

—Te lo prometo.

María Pancha entró en la habitación con una bandeja y de inmediato notó la agitación de Laura y el rictus amargo en los labios de Agustín. Sin pronunciar palabra, dejó la bandeja sobre el tocador y sirvió el chocolate caliente. En su experiencia, nada como una buena taza de chocolate espeso y fragante para ayudar a recobrar los ánimos. Tanto Laura como Agustín admitieron la necesidad de una pausa y la miraron con agradecimiento cuando les pasó las tazas humeantes.

—¿Dónde están alojados Miguelito y su familia?

—En casa de tía Carolita.

—Debes traerlos aquí. Hay lugar y de sobra. Lo de tía Carolita, en cambio, parece un hotel. —Agustín movió la cabeza sin entusiasmo—. ¿Sabe tía Carolita quién es en realidad Lorenzo Rosas?

—No, en absoluto. Sabe que Lorenzo Rosas es un gran amigo mío y que fui yo quien le proporcionó la carta de confianza para Armand, pero nada más.

—Tiene derecho a saber que Lorenzo Rosas es hijo de tía Blanca —señaló Laura.

—Eso es algo que sólo corresponde a Nahueltruz decidir.

Laura apenas asintió y bebió otro sorbo de chocolate.

—Me dices que Miguelito ha venido a buscar trabajo —retomó—. Pues bien, yo siempre necesito manos con ganas de trabajar en Los Olmos y en Punta de Piedra.

—Miguelito me comentó que a él le gustaría trabajar en el campo, que no es hombre de ciudad, que se siente sapo de otro pozo. Es extremadamente hábil para las tareas rurales. Era la mano derecha de Mariano, en especial en las sementeras.

—Eso es muy interesante en vistas de que estoy planeando mandar a sembrar cebada y trigo en Los Olmos. Me lo recomendó lord Leighton, pero ni Cantalicio en Los Olmos ni Camacho en Punta de Piedra entienden de eso. Sólo de vacas y ovejas. Nada de cebada y trigo.

—¿Mencionaste a lord Leighton? ¿El amigo de papá?

—No, su hijo. Lord James murió antes que papá. Ahora su hijo, Edward, se encarga de mis inversiones en Inglaterra. Como te decía, estuvo en Buenos Aires hace dos años, muy interesado en la compra de tierras, y me dijo que no entendía por qué el cultivo no es una actividad generalizada en nuestra campaña. «Lo que ustedes cosechasen, nosotros lo compraríamos sin hesitar», aseguró. Si Miguelito sabe de sementeras, él podría encargarse. Cuando quieras podemos enviarlo a Los Olmos. Avisaré a Cantalicio para que lo reciba apenas me digas que Miguelito está interesado.

—¿No habrá problemas con Cantalicio? ¿No sentirá minada su autoridad?

—¿Cantalicio? Ese hombre es la versión masculina de tía Carolita. Además ya está viejo y achacoso. Recibirá la ayuda de Miguelito como los judíos el maná. ¿Qué será de las hijas y yernos de Miguelito? A ellas podemos ubicarlas como domésticas en casas de buenas familias; a ellos… ya se verá. Los niños que estaban en la estación deberían ir al colegio. ¿Por qué no le dices a Lucero y a sus hijas que vengan a verme mañana por la tarde para hablar?

—Veo que ya te sientes mejor —apuntó María Pancha—, queriendo solucionar los problemas del mundo, como de costumbre.

—Te traje un regalo —dijo Agustín, y sacó un libro forrado en cuero del bolsillo de su sotana.

Laura enseguida reconoció el cuaderno de su tía Blanca Montes. Lo hojeó rápidamente y se dejó embriagar por el aroma que despedían sus hojas, el mismo de seis años atrás. Tantos recuerdos le vinieron a la mente, de las noches en vela mientras lo leía, de las tardes mientras aguardaba a Nahueltruz, de las mañanas mientras Agustín dormitaba. Aunque doloroso, su pasado también encerraba memorias entrañables.

—Ahora que escribes —explicó Agustín—, se me ocurrió que quizás podría serte útil, que tal vez te interesaría escribir la historia de mi madre.

—¿No desapruebas que escriba? —preguntó Laura, y Agustín se acordó de cuando era niña, quizás por el tono de voz que usó, tal vez por la manera en que ladeó la cabeza y suavizó la mirada, trucos a los que solía echar mano para engatusarlo.

—Claro que no desapruebo —aseguró vehementemente—, claro que no. Estoy orgulloso de ti, Laura.

Ella, que lo abrazaba, percibió cansancio en el temblor de su cuerpo.

—Te confieso que a veces me gustaría volver a ser un muchacho y jugar contigo en el solado de la casa de Córdoba.

—A mí también. Volver a aquellos días cuando tú eras mi héroe de armadura lustrosa capaz de salvarme de cualquier peligro, aquel tiempo en que sentía que yo era lo más importante para ti.

—Después del Señor, hermana mía, eres lo más querido para mí.

Antes de la cena, mientras Laura se cambiaba, recibió una esquela de su hermano donde le informaba que pasaría la noche en lo de tía Carolita. A continuación, la nota rezaba: «En cuanto a la familia de Miguelito, no te preocupes. El señor Rosas ha decidido registrarlos en el hotel Roma en la calle de Cochabamba».

A pesar de su temperamento melancólico, Laura nunca se encontraba abúlica, el orgullo no se lo permitía. «Que piensen de mí lo que quieran, —se decía—, excepto que soy una haragana frívola y consentida». En realidad, Laura era una mujer muy industriosa y ocupada. Esa mañana, por ejemplo, debía reunirse con el director del colegio para niños huérfanos y de familias indigentes que funcionaba en la casa que había pertenecido a la familia de Julián y que ella, por supuesto, había heredado. La escuela, creada el año anterior, contaba con dos alas, una para niñas y otra para niños, y con comodidades e innovaciones poco comunes en la edificación escolar. A excepción de una pequeña partida mensual proveniente del gobierno obtenida gracias a su amistad con Avellaneda y Sarmiento, el resto del dinero salía de su bolsillo. De todas sus obras de beneficencia, la escuelita en los altos de Riglos era la que le proporcionaba más satisfacciones.

En el despacho del profesor Pacheco, el director, Laura acordó la necesidad de reparaciones en las salas de la planta baja, aceptó la incorporación de un nuevo maestro y firmó un giro en contra de su banco para pagar a quien les proveía a diario la leche para los cuarenta y tres niños.

—Esta tarde regresaré con nuevos alumnos —informó Laura—. Se trata de cuatro niños Son indios.

—¿Indios? —repitió el director, sin ocultar una nota de displicencia.

—Sí, indios. Específicamente ranqueles, Profesor Pacheco —pronunció Laura—, no se olvide de la índole de esta escuela. Aquí se educan los más necesitados, aquellos que, de otra manera, serían analfabetos por falta de recursos. Estos niños de los que le hablo acaban de llegar a Buenos Aires escapando de la expedición del general Roca. Seguramente están asustados y no entienden por qué han debido abandonar su tierra. Jamás le he pedido un trato preferencial para ninguno de los alumnos, pero hago hincapié en que a todos se los trate con respeto, aunque sean indios.

El hotel Roma en la calle de Cochabamba se hallaba lejos de granjearse el calificativo de lujoso, pero era limpio y en su palier se respiraba un ambiente cómodo y distendido. Laura coligió que Lucero y su familia, luego de haber pasado la vida en toldos, encontrarían ese lugar simplemente desconcertante. El registro se había hecho a nombre de Lorenzo Rosas. Puso unas monedas en la mano del botones que la acompañó a la planta alta. En la habitación encontró a Miguelito, con el gesto de un león que acaba de ser cautivado, a Lucero, que cosía sentada en el borde de la cama, y a doña Carmen, que contemplaba por la ventana. Laura despidió al empleado y sonrió a tres semblantes confundidos que no apartaban los ojos de esa magnífica señora rubia envuelta en una capa de terciopelo azul marino.

Laura se presentó como la hermana del padre Agustín Escalante y sobrina en segundo grado de Blanca Montes. Aunque Carmen mencionó que la había conocido en Río Cuarto, cuando su nieto Blasco la seguía como perro faldero por toda la villa, ni su voz ni su gesto denunciaron que se hallaba enteramente al tanto del papel que había jugado en la muerte del coronel Racedo y del amorío con Guor. Laura, por su parte, no dudó de que la anciana conocía el cuento de memoria, pero no se incomodó; cierta afabilidad en la mirada vidriosa y senil de esa mujer la hizo sentir a gusto.

Lucero y Miguelito al unísono la invitaron a pasar. El recibimiento fue deferente y hospitalario. Le indicaron la única silla de la habitación; ellos se sentaron en el borde la cama. Laura enseguida notó que su atuendo los intimidaba. «Debería haberme puesto una pollera de algodón, un justillo de merino y la pamela de paja», meditó.

—Me gustaría ofrecerle algo, señora Riglos —se disculpó Lucero—, pero no tengo donde prender un fueguito aquí. Nahueltruz… quiero decir, Lorenzo nos dijo que el hotel tiene cocina y que yo puedo pedir lo que quiera, pero no me animo a bajar.

—No se preocupe, Lucero. Estoy perfectamente bien. Sólo vine a darles la bienvenida y decirles que pueden contar conmigo para lo que necesiten. —Se dirigió a Miguelito y le comentó—: El padre Agustín dice que usted, Miguel, estaría interesado en trabajar en el campo.

—Y, sí, señora. Me la he pasado toda la vida en el campo. No me hallo en la ciudad, pa’qué le voy a mentir.

Laura, que expuso su intención de sembrar en Los Olmos y de encargarle el trabajo a él, advirtió el entusiasmo en los ojos de ese cristiano que había desertado de su religión décadas atrás para seguir a Mariano Rosas porque le había salvado la vida en un potrero de El Pino. Laura preguntó por las intenciones de las hijas y yernos de Miguelito y Lucero, y se enteró de que «los desagradecidos le estaban tomando el gustito al gentío y al bullicio de la ciudá y que ya no tenían tantas ganas de marchar pa´l campo».

—De acuerdo con lo que sepan hacer —indicó Laura—, podremos ocuparlos en algo. Siempre se necesitan manos con ganas de trabajar.

—¡Ah, señora! —exclamó Lucero—. Ganas de trabajar no nos faltan, a pesar de que algunos digan que los indios somos vagos.

—No, por supuesto que no son vagos —convino Laura—. Me dijo el padre Agustín que tienen nietos en edad escolar. Acabo de hablar con el profesor Pacheco, director de la Escuela “María del Pilar Montes”, y me dijo que estaría encantado de recibirlos.

—Nosotros no tenemos con qué pagar una escuela, señora —se apenó Lucero.

—No tendrían que pagar un centavo —explicó Laura—. Sólo es necesario que los niños asistan con puntualidad y cumplan con sus deberes. La escuela los proveerá de útiles y cuadernos. Incluso se les dará una taza de leche por la mañana y el almuerzo.

—Ah, si es así… —dudó Miguelito—. Pero tenemos que preguntarle a Lorenzo —agregó deprisa.

—Sí, por supuesto —farfulló Laura, y cambió el tema de conversación; preguntó por Dorotea Bazán y por Mariana como si las conociera de toda la vida.

—Cayeron cautivas, señora —contestó Miguelito, porque a Lucero se le había estrangulado la garganta y no podía hablar—. El día que ese diablo de Racedo atacó Leuvucó, se las llevó con los otros cautivos. Ni siquiera tuvo piedad al ver que eran dos viejitas. No sabemos qué ha sido de ellas ni dónde están. Racedo no las llevó al Fuerte Sarmiento como al resto. Quizás no soportaron el viaje hasta Río Cuarto y murieron en el camino.

—¡No digas eso! —lloriqueó Lucero.

—Lo siento —susurró Laura.

Se escucharon risas en el corredor y de inmediato se abrió la puerta de la habitación. Entraron Nahueltruz Guor, Blasco y Mario Javier. Al ver a Laura, se les desvanecieron las sonrisas y quedaron estaqueados bajo el dintel. El ambiente se torno tenso. Laura se puso de pie y recogió sus guantes y su bolso.

—Buenos días, señora Riglos —saludó Mario, y se acercó a estrechar su mano.

—Buenos días, Mario —dijo, en voz baja y medida—. Ya me voy, Lucero. Ha sido un placer conocerlos.

—Igualmente, señora. Y gracias por todo.

—¿A qué ha venido, señora Riglos? —tronó la voz de Guor en los oídos de Laura.

Levantó la vista y lo contempló fijamente por primera vez desde el nefasto encuentro en casa de tía Carolita. La lastimó profundamente el sarcasmo y desprecio que destilaban esos ojos grises que años atrás la habían admirado con pasión. Por fortuna, Lucero intercedió.

—Lorenzo, la señora Riglos ha sido tan generosa. Ha venido a ofrecernos trabajo. Incluso podremos mandar a los niños a una escuela sin pagar un rial, querido. La señora ya habló con el que manda ahí y dice que no hay problema. Les van a dar tuito, incluso leche y comida.

Guor se quitó el sombrero con estudiada parsimonia y lo dejó sobre la cama. Laura, que había vuelto a bajar la vista, sólo vio acercarse los lustrosos y elegantes zapatos de Nahueltruz. De todo, lo peor era el silencio. «¿Escucharán cómo me late el corazón?»

—No vuelva a inmiscuirse en mis asuntos, señora Riglos —habló Guor, y Laura se llevó la mano a la boca para ahogar un sollozo—. No necesitamos de su caridad ni de su malentendida generosidad. Yo me haré cargo de ellos, que son como mi familia. Los niños, Lucero —dijo, sin apartar la vista de Laura—, no irán a un colegio para indigentes sino a uno que yo pagaré. ¿O acaso ellos, por ser indios, no pueden mezclarse con los de su clase, señora Riglos?

Laura caminó hacia la puerta a paso rápido y abandonó la habitación sin cerrar. El cuerpo le temblaba de furia y dolor reprimidos. Casi corrió por el pasillo, pero al escuchar el portazo, se detuvo abruptamente, apoyó la espalda contra la pared del corredor y se dejó deslizar hasta quedar acurrucada en el piso.