CAPÍTULO XIV.
Un desafortunado encuentro
En los días posteriores al altercado con Nahueltruz, cierta paz se apoderó del interior de Laura. Quizás porque, al no resistirse a los que ella juzgaba malos pensamientos, la tensión desaparecía. Más allá de eso, nada se había resuelto. Se recluía en su boudoir gran parte del día. Allí recibía a su administrador, a sus asesores legales, contestaba cartas y escribía el primer capítulo de La gente de los carrizos. Ventura Monterosa había partido hacia Chile junto a su hermana, la duquesa Marietta, y Laura había preferido declinar la invitación para la cena de despedida en lo de tía Carolita. Por lo demás, la vida en la casa de la Santísima Trinidad seguía como de costumbre, si bien los preparativos para la boda de Magdalena le imprimían un ambiente jovial que no lograba contagiar a Laura.
La amistad con Eduarda Mansilla se afianzaba. Sus visitas eran motivo de alegría. Discurrían por horas acerca de las bondades o defectos de tal o cual escritor y leían párrafos de La gente de los carrizos o del nuevo libro de Eduarda, Recuerdos de viaje, que se publicaba como folletín en La Gaceta Musical. Eduarda recibía noticias frescas de los acontecimientos literarios en el Viejo Continente y los compartía con Laura: así fueron de las primeras en enterarse del escándalo que había provocado en los sectores más reaccionarios el estreno de la última obra del noruego Henrik Ibsen, Casa de muñecas. Les gustaba Madaine Bovary de Flaubert, que según Laura era de una belleza expresiva difícil de imitar. Se solazaban con la obra del conde Tolstoi, y coincidían en que La guerra y la paz y Anna Karenina eran sus creaciones más acabadas.
Si bien Laura no lo mencionaba, sabía que la sociedad porteña hostilizaba a Eduarda y la acusaba de mala madre y esposa. Sus seis hijos —los menores aún pequeños— habían quedado en Europa al cuidado del padre y de la hermana mayor, Eda, ya casada. Laura no juzgaba a Eduarda, pero íntimamente se decía que si ella hubiera tenido hijos con Nahueltruz jamás los habría dejado.
Eduarda lucía pálida esa tarde. La primera impresión de vitalidad y euforia que Laura recibió la noche que la conoció se había desvanecido con el correr del tiempo. Eduarda era, en realidad, una mujer de naturaleza valetudinaria; el doctor Wilde visitaba la casa de su madre, doña Agustina, con frecuencia.
Eduarda tocaba el piano con actitud lánguida y dedos gráciles que apenas rozaban el teclado. Su voz dulce y educada acompañaba la melodía con la recitación de algunos versos del Canzoniere de Petrarca.
—¡Magnífico! —exclamó Laura, mientras aplaudía—. Pocas personas conozco con tu talento, Eduarda. Hablas cinco idiomas con la fluidez del castellano, cantas como una soprano, ejecutas el piano con la destreza de Chopin y escribes con la maestría de Víctor Hugo.
—Si anoche hubieses aceptado la invitación de Guido y Spano, habrías escuchado una excelsa recitación de los versos de Petrarca, por cierto, infinitamente superior a ésta.
—Imposible.
—Nadie recita a Petrarca como Lorenzo Rosas, te lo aseguro.
—Te noto demacrada —se apresuró a comentar Laura.
—Esta mañana tuve un disgusto con mi amanuense, mademoiselle Frinet. Aunque solapadamente, ella también me reclamó haber dejado a mis hijos y a mi esposo en Europa. De mi círculo de íntimos, todos se han creído con derecho a expresar su opinión al respecto. Tú, querida, y Lorenzo han sido los únicos que de ninguna manera han condenado mi decisión.
—No conozco las circunstancias, Eduarda —adujo Laura.
—Supongo que no me condenas porque, al igual que mi querido Lorenzo tú también has sufrido. Las almas de aquellos que sufren y no amargan, son caritativas y condescendientes.
—¿Hace mucho que conoces al señor Rosas?
—Hace algunos años. Lo conocí en París; acompañaba a Geneviéve Ney, gran amiga mía.
—La prometida del señor Rosas, según entiendo.
—¿Prometida? Ya lo querría la pobre Geneviéve. En realidad, es la querida de Lorenzo. Tanto como lo es Esmeralda Balbastro en este momento. ¡Oh, he sido torpe! Mi falta de tacto no tiene perdón. Despues de todo, se trata de tu prima. Te he ofendido.
—No me has ofendido en absoluto —se repuso Laura—, y no es mi prima. Estuvo casada con Romualdo Montes, mi primo, a quien quise como a un hermano, pero a ella no la considero parte de mi familia.
—Pues Esmeralda te profesa una genuina admiración. Ayer por la noche, en lo de Guido y Spano, habló maravillas de ti y salió en tu defensa para enfrentar a su suegra, Celina Montes, cuando ésta arremetió en tu contra a causa de ese desvarío que tienes que algunos llaman escribir.
—Espero que Esmeralda no se ilusione en vano con el señor Rosas —señaló Laura, con solapada intención.
—Lorenzo Rosas posee un gran dominio de sí. Resulta imposible leer en su cara la sinceridad o la falsía de sus palabras. Dice lo que quiere; lo que siente, lo reserva a la soledad de su corazón. Pocas veces he conocido una persona más reservada. Mide sus palabras y sus gestos con destreza envidiable; nunca lo he visto cometer un exabrupto o salirse de madre. Sospecho que su mundo interior es rico. Lo envuelve cierto aire feroz que me lleva a pensar que no siempre fue lo que es. Quizás se trata de su gran tamaño, de sus manos enormes, un poco rudas, de su andar caviloso, no sé. Su mirada, aunque de un gris claro y puro, nunca es sincera. En París, algunos lo llaman le nouveau riche, pero nadie deja de caer bajo su encanto. Yo lo quiero entrañablemente, su nobleza y generosidad son proverbiales. Ya ves cómo adora a Blasco, ese muchacho que, a pesar de que algunos crean lo contrario, no es su hijo. Pero debo admitir que no conozco su naturaleza. Confío en él y en su cariño más guiada por el instinto que por un profundo conocimiento de su índole. Creo no equivocarme cuando afirmo que Lorenzo Rosas no logró reponerse de un mal de amor, y que esa misteriosa mujer aún sigue en su cabeza y en su corazón.
Incapaz de ocultar el efecto que esas palabras le habían causado, Laura se puso de pie y dio la espalda a Eduarda con la excusa de servir el té.
—Tal vez el señor Rosas vuelva pronto a París y finalmente se decida a desposar a la señorita Ney —expresó, al tiempo que pasaba una taza a Eduarda.
—Ése es el deseo de la pauvre Geneviéve, que escribe a Lorenzo semanalmente rogándoselo. Yo, sin embargo, lo veo muy instalado en Buenos Aires, compenetrado con su negocio de caballos. Quizás se esté enamorando verdaderamente de Esmeralda Balbastro o tal vez la misteriosa mujer de su pasado esté aquí, en Buenos Aires, y ése sea el verdadero motivo que lo ata a esta ciudad.
Sobrevino una pausa en la cual Laura se debatió en confesar a Eduarda Mansilla su historia. Desistió finalmente. No se trataba de un acto de desconfianza sino de la necesidad de proteger a Nahueltruz.
—Mario Javier me dijo que a fines de junio estará lista la edición de Lucía Miranda y El médico de San Luis —comentó Laura, y Eduarda ensayó una mueca de fastidio—. ¿Qué sucede?
—¿Cuándo te avendrás a confesarme que la Editora del Plata es de tu propiedad?
Laura sonrió con picardía.
—Tú y yo somos iguales —aseguró Eduarda.
—¿Iguales, cuando no te llego a los talones?
—Iguales. Es nuestra naturaleza escandalizar, romper cánones y moldes, y por eso vamos a sufrir. Pero nada se puede contra la naturaleza, siempre encuentra su camino aunque uno mismo la combata.
—No sé si es propio de mi naturaleza escandalizar; probablemente lo sea en el sentido que no acepto que mi vida transcurra en la misma pasividad, sumisión y ociosidad que las de mi abuela, mis tías y mi madre. Las mujeres somos como adornos en una sala, puestas allí para embellecer, pero no servimos para nada.
Laura pareció meditar sus próximas palabras; cuando habló, lo hizo con menos ímpetu.
—A veces me pregunto cuál es el sentido de lo que nos rodea, el sentido del mundo mismo, me refiero. Para qué existimos, por qué algunos son sanos y otros enfermos, algunos ricos y muchos pobres, pocos felices y la mayoría desdichados. ¿Cuál es el misterio sobrenatural que da sentido a este mundo tan tangible y real, tan injusto y alejado de todo cuanto pregona nuestra religión? A pesar de estas preguntas (que sé, nunca responderé satisfactoriamente), no me desanimo; por el contrario, experimento una arrolladora necesidad de hacer obras que perduren, obras cuyos frutos sean apreciados y beneficien a generaciones futuras, y no me refiero a un mantel bordado que forme parte del trousseau de mi nieta.
—Algunos te tildarían de vanidosa y ambiciosa —acicateó Eduarda.
—Pueden tildarme como gusten. Yo sé que mis intenciones obedecen a un impulso genuino que nada tiene que ver con esos sentimientos viles.
—¿Estás logrando lo que te has propuesto?
—¿En un mundo donde la mujer es considerada inferior, inestable y veleidosa, apta para bordar y cocinar, pero nunca para pensar?
—¿Te asusta el desafío?
—No, claro que no, pero avanzo lentamente y debo enfrentar una corriente antagónica que me permitirá seguir avanzando en tanto no me convierta en un peligro inminente.
—Son las armas con las que se defiende una sociedad cómodamente ubicada en el sitio que ocupa. Mujeres como tú o como yo trasforman la disciplinada rutina. Es increíble, pero son las mujeres (a quienes pretendemos dignificar) quienes se convierten en nuestras más feroces detractoras. Deberías escuchar lo que dicen de mí.
—Y deberías escuchar lo que dicen de mí —bromeó Laura.
—Se dice —habló Eduarda, y una sonrisa maliciosa le embelleció el semblante descarnado— que tu defensa por el indio del sur no se debe a la mentada influencia de tu hermano, el padre Agustín Escalante, sino a un apasionado amor de juventud que profesabas por un ranquel.
—Y que aún profeso —admitió Laura—. Todo lo que digo y hago es por él. Desde que lo perdí he vivido embargada de pena. Cuando ayudo a mi hermano Agustín en su causa por los pampas, en realidad, lo hago por él.
—¿Qué te atrajo de un hombre tan ajeno a todo cuanto te resultaba familiar?
A Laura la sorprendió la soltura de Eduarda Mansilla, aun más su propia serenidad.
—La primera vez que lo vi —empezó Laura—, le tuve miedo. Su mirada era dura, implacable, como la de una persona resentida. Volví a verlo al día siguiente y me pareció hermoso en su estilo salvaje, tan distinto al de los hombres de mi entorno. Luego me pasmaron su mesura, su sensatez, incluso la manera civil en que se desenvolvía cuando yo había esperado lo contrario. Lo habían educado unos monjes benedictinos, y no sólo leía y escribía el castellano sino el latín.
—Sorprendente —admitió Eduarda.
—Me exaspero cuando personas como el doctor Zeballos dicen que los indios del sur son irredimibles.
—¿Crees que te habrías enamorado de él si no se hubiese tratado de un hombre instruido?
Laura se había formulado la misma pregunta muchas veces. La respuesta que despuntaba la hacía sentir culpable.
—Creo que no —admitió finalmente.
—Es lógico —coincidió Eduarda—. En las relaciones, amorosas o de otra índole, es imperativo compartir ciertos códigos, lugares de encuentro que faciliten la comunicación y el entendimiento. De lo contrario, relacionarse sería tan difícil como que un chino y un francés trataran de comprenderse sin conocer uno la lengua del otro.
—De todos modos —se justificó Laura—, habría compartido con gusto su vida en Tierra Adentro.
—¿Quería llevarte a las tolderías?
—No, él no quería. Decía que aquello no era para mí.
—Ciertamente era un hombre sensato —reconoció Eduarda, con aire meditabundo—. ¿Qué ha sido de él, Laura?
—Lo perdí hace más de seis años en un acto de cobardía que aún me pesa. No supe protegerlo del antagonismo que pugnaba por separarnos. Pero he recibido mi castigo, Eduarda. Mi condena es de por vida. Nunca seré feliz.
—Nunca es demasiado tiempo, y tú no sabes nada acerca del futuro.
Laura levantó la vista y se reconfortó en la sonrisa optimista de Eduarda Mansilla, que tenía razón: después de todo, ¿qué sabía ella del futuro?
A Nahueltruz Guor le gustaba que Esmeralda Balbastro estimara la relación que los unía del mismo modo que él. A diferencia de Geneviéve, Esmeralda no exigía compromisos más allá de la pasión que compartían en la cama. También lo asombraba su marcada intuición, que siempre acertaba con sus estados de ánimo.
—Estás pensando en ella —expresó Esmeralda, sin atisbo de enojo.
Guor evitó mirarla y se puso el redingote.
—De hecho —insistió Esmeralda, mientras le acomodaba el nudo del plastrón—, siempre estás pensando en tu Laura.
—No es mi Laura —refunfuñó Guor.
—Sí, señor, tu Laura, y tú, su Lorenzo.
Guor meditó que, en realidad, Laura lo llamaría Nahuel, pero no corrigió a Esmeralda. A ella no le había confesado su verdadero nombre.
—¿Estás preocupado por lo que se comentó la otra noche en lo de Guido y Spano?
Nahueltruz examinó la mirada compasiva de su amante y guardó silencio. Esmeralda le sostuvo el rostro entre las manos y lo besó en los labios.
—Dudo que esté enferma, Lorenzo. No hagas caso de las hablillas.
—Dijeron que padece consunción de los pulmones —se delató Nahueltruz, a quien, desde la muerte de su madre, lo afectaba sobremanera esa enfermedad.
—Nada de eso —desestimó Esmeralda—. Es cierto que, desde hace un tiempo, rehuye la vida en sociedad, pero estoy segura de que no se trata de un problema de salud. Ya viste que Eduardo Wilde, que es su médico, negó lo que se comentaba.
Nahueltruz dejó la casa de Esmeralda Balbastro y avanzó por las calles desoladas a la hora de la siesta. Se trataba de una jornada particularmente fría, gris y húmeda de finales de junio. Había despedido a su cochero y preferido una caminata vigorizante hasta lo de Lynch. Quizás el viento sur, que parecía cortarle la carne del rostro, lo despejaría de ese pensamiento recurrente que lo inquietaba más de lo que le gustaba admitir: Laura Escalante, o la señora Riglos, como la llamaban por esos días. Jamás olvidaría que ahora era la viuda de Riglos, que por años le había pertenecido a ese empingorotado abogado de ciudad a pesar de que en Río Cuarto le había jurado que nada la unía a él excepto gratitud y cariño fraterno. No olvidaría. Olvidar era un error.
Lo anonadaba la majestuosidad del palacete de los Lynch. Se detuvo frente al portón principal y levantó la vista hacia el techo de pizarras traídas de la Liguria. El portón mismo, de hierro forjado, con el escudo de los Lynch dorado a la hoja, resultaba imponente; tenía entendido que lo habían mandado pedir a Francia. Aquel despliegue de opulencia seguía afectándolo, a pesar de que él mismo era un hombre de fortuna. Pero no se trataba del dinero —si ése fuera el caso, José Camilo Lynch se encontraba en bancarrota—, sino de la tradición de esas familias, de la antigüedad de sus apellidos y de la vinculación con la historia del país, atributos de los que él no podía ufanarse. A pesar de que lo trataban con deferencia, incluso con afabilidad, los miembros de la sociedad porteña, de un modo u otro, le marcaban que, aunque refinado y adinerado, él no pertenecía a su exclusivo círculo de gentil-hombres.
Nahueltruz hizo sonar la aldaba y aguardó al mayordomo, mientras permitía con indolencia que su ánimo declinara y se pusiera a tono con el impasible día de invierno. Algo de malhumor se entremezcló con el abatimiento, y estuvo a punto de dar media vuelta y regresar a su casa cuando Roque, el mayordomo de los Lynch, salió a recibirlo.
—El señor José Camilo —señaló Roque, mientras guiaba a Guor a la recepción— acaba de enviar un mensaje en el que ruega que lo aguarde. Se ha demorado en el bufete del doctor Quesada. Según indica en su nota, no lo hará esperar más de quince o veinte minutos. ¿Podrá usted aguardarlo, señor Rosas?
—Por supuesto, Roque.
—La señora Eugenia Victoria —prosiguió el mayordomo— acompañó al señor José Camilo a lo del doctor Quesada. A ella también la aguardan en la sala.
Abrió la puerta. Laura Escalante se puso de pie. Nahueltruz se detuvo abruptamente y la contempló con notoria confusión. A Laura le pareció que la figura de Guor de pronto ocupaba el recinto por completo. Se sintió pequeña y atrapada, y una opresión en el pecho le impidió pronunciar las palabras más básicas de urbanidad. Guor, por su parte, apenas inclinó la cabeza para saludarla y caminó hasta la mesa donde dejó su sombrero y su bastón; se quitó el redingote y se lo pasó a Roque. Se alejó en dirección de la ventana. Laura volvió a sentarse como si la voluntad de él tuviera poder sobre ella. Ninguno prestó atención al mayordomo, que aseguró que regresaría con el servicio de té.
Guor no parecía afectado por el silencio, incluso había abandonado el refugio de la ventana y tomado asiento. Hojeaba un periódico con aire despreocupado. Entretanto, Laura meditaba: «Aún conserva ese andar caviloso de quien va siempre reconcentrado. ¿Qué pensamientos ocuparán sus horas? ¿Quizás, alguna vez, por un efímero segundo, mi nombre se deslizará en su mente como el de él ocupa la mía día y noche?».
Minutos más tarde, al notar que Guor cerraba el periódico y lo dejaba a un costado, la curiosidad la llevó a levantar el rostro. Lo descubrió contemplándola fijamente. Lo hacía con la malicia resuelta y vengativa de quien nunca olvida ni perdona. Su mirada era claramente displicente; su fría cortesía, su gracia ceremoniosa, peor que nada. Así como había estado segura, contra toda creencia, de que su hermano no moriría de carbunco, ahora no tenía dudas de que Nahueltruz jamás la perdonaría.
Guor consultó su reloj y se puso de pie. Tomó el sombrero y el bastón y, tras la misma inclinación, marchó hacia la puerta. Se disponía a abandonar la sala cuando tres niños irrumpieron sin comedimiento e, indiferentes a su presencia, corrieron hasta Laura, que los abrazó y besó.
Guor quedó prendado de la transformación que se operó en ella. La tonalidad rosada que tiñó sus mejillas le otorgó un aire saludable que lo complació, lo mismo que el brillo que le resaltó el negro de los ojos. Laura se quitó los guantes y, con sus manos desnudas, acarició y beso cabecitas y carrillos. Los niños le hablaban a coro y ella les respondía con dulzura. Sentó a la más pequeña, Adela Lynch, en su falda, mientras los dos varones, Justo Máximo y Rafael, se ubicaron uno a cada lado. Enseguida se presentó la institutriz inglesa con Benjamín en brazos.
—Buenas tardes, señora Riglos. Buenas tardes —saludó al caballero que no conocía—. Niños, de inmediato regresan al cuarto de juegos —ordenó en inglés.
—Decidimos venir —explicó Justo Máximo, el mayor— cuando Roque nos dijo que estaba tía Laurita.
—Permítame unos momentos con mis sobrinos, Agnes —pidió Laura al tiempo que le quitaba a Benjamín de los brazos.
—¡Adela! —se escandalizó la mujer cuando la descubrió fisgoneando en el bolso de la señora Riglos.
—Tía Laura siempre trae regalos —fue la explicación de la niña.
—Busca bien, Adela —instó Laura—. Hay una cajita con frutas de mazapán que les envía María Pancha y el ejemplar de La Aurora con el primer capítulo de Siete locos en un barco. ¿Y mi sobrina, la señorita Pura?
—En su clase de francés, con el señor Tejada —explicó Agnes.
Nahueltruz observaba aquel momento de triunfo de su peor enemiga y no conseguía reunir la fuerza necesaria para desaparecer. Seguía ahí, de pie, mirándola como bobo, pensando en lo hermosa que lucía con Benjamín en brazos. «Si durante aquellos días felices en Río Cuarto le hubiera hecho un hijo», deseó mansamente, pero de inmediato resolvió con furia: «Ahora llevaría el apellido Riglos». Caminó hacia la puerta, pero Roque, que traía una bandeja con el servicio de té, le obstruyó el paso.
—Por favor, señor Rosas —habló el mayordomo—. ¿Desea té o café?
Agnes puso fin a la visita cuando ordenó a los niños regresar a sus actividades. Justo Máximo, Rafael y Adela despotricaron, pero nada pudo con la determinación de la nana inglesa. Laura entregó a Benjamín y se despidió de los mayores, que le imploraban un día de picnic en el paseo de la Alameda.
—Cuando mejore el tiempo —prometió Laura—, ahora está muy frío —agregó, y Nahueltruz se preguntó si los resquemores con respecto al clima de algún modo se relacionaban con sus pulmones.
La nana caminó hacia la puerta y los niños la siguieron con gestos agravados.
—Yo me encargo de servir el té, Roque —indicó Laura.
El mayordomo apoyó la tetera nuevamente sobre la bandeja y se retiró. El silencio que siguió exaltó lo embarazoso de la situación. A Laura, sin embargo, no parecía incomodarla como en un principio y, bastante segura, preguntó:
—¿Todavía toma el café negro y con cuatro cucharadas de azúcar?
Lo desconcertó que recordara ese detalle. Laura, al juzgarlo impenetrable en su rencor, le habló francamente.
—Señor Rosas —dijo, y le pasó la taza—, ambos somos personas civilizadas. No veo ningún impedimento para que usted y yo compartamos una sala mientras aguardamos a ser recibidos.
Lo exasperaron su flema y desparpajo. Apoyó la taza sobre la mesa y dio media vuelta para huir antes de golpearla. Pero Laura lo aferró por el antebrazo con obstinación, y él, un hombre maduro que se jactaba de conocer cabalmente al sexo opuesto, sufrió la conmoción de un muchacho al sentir la mano de ella alrededor de su brazo.
—No te vayas, Nahuel.
—Ya te dije que no uses ese nombre.
—Aún me cuesta creer que estoy viéndote, que puedo tocarte después de tantos años de pensar que estabas muerto.
Nahueltruz permaneció quieto, expectante, como si aguardara una frase definitiva y contundente que le cambiara la vida.
—Durante mucho tiempo esperé que alguien me informara qué había sido de ti. Solía decirme: «Si está vivo, tratará de ponerse en contacto, de hacérmelo saber», pero el tiempo pasaba y ni una palabra acerca de tu suerte. Nunca me resigné a la idea de que hubieras muerto, pero era un martirio vivir con la duda. ¿Por qué no me hiciste saber que estabas bien? —Laura se aproximó, pero no lo tocó—. ¿Por qué le prohibiste a Agustín que me diera cuenta de tu paradero? ¡Oh, qué cruel has sido conmigo! —se quebró sin remedio.
Guor se movió como impelido por una fuerza extrema. El blanco de sus ojos se tornó rojo, y Laura experimentó un instante de terror pues había furia asesina en ese rostro oscuro y ajeno. Se retiró hacia atrás, pero él la aferró por los hombros y la pegó a su cuerpo.
—¿Cruel? ¿Eres tan desfachatada que me llamas cruel? ¿Cruel a mí, cuando me abandonaste en el peor momento para casarte con Riglos?
—¡Tuve que hacerlo! ¡Me vi obligada! —exclamó con voz estrangulada.
Guor la tomó por la cintura y, con la fuerza que imprimían sus dedos, le enterró las ballenas del corsé en las costillas. Laura gimió de dolor, pero él no disminuyó la presión. Nada lo conmovería; se había transformado en una bestia ciega de rencor. Aferrada a dos manos a sus solapas, le gritó:
—¿No te das cuenta de que cuando te abandoné sacrifiqué mi vida para salvar la tuya? Sí, mi vida, porque desde ese día estoy muerta.
—Eres una mujer ladina y traidora —expresó Guor—. No volverás a engatusarme con tus artimañas.
La apartó con desprecio y se retiró hacia el lado de la puerta.
—¡Pues te diré lo que tengo guardado aquí desde hace más de seis años! —vociferó ella, y se golpeó el pecho—. ¡Y me escucharás!
Temió que Nahueltruz se marchara, pero él, aunque de espaldas e infranqueable, no hizo ademán de irse.
—Después de la tarde en que el coronel Racedo nos sorprendió en el establo, mi único deseo era conocer tu paradero para unirme a ti y asistirte. Sabía de tu herida de bala y me trastornaba pensar que sufrías. Creí que me volvería loca. Nunca he vuelto a experimentar martirio semejante. Julián Riglos llegó a saber adonde te ocultabas y me dijo que acudiría en tu ayuda. Le rogué que me permitiera acompañarlo, pero se negó. En aquel momento su excusa sonó plausible: los soldados del Fuerte Sarmiento me seguirían apenas pusiera pie fuera de lo de doña Sabrina. Acepté, entonces, que él te llevara ropa, medicamentos, víveres y una carta mía.
—Nunca recibí esa carta —manifestó Guor, aún de espaldas, con voz lúgubre.
—Nunca fue intención de Julián dártela. Cuando regresó al hotel de doña Sabrina y me entregó el guardapelo me dijo que era tu deseo que yo regresara con mi familia y que me olvidara de ti y de aquel sórdido asunto.
—¿Y le creíste? —se enfureció Guor, y se volvió para enfrentarla—. ¿Tan poco conocías lo profundo que era mi amor que aceptaste semejante embuste tan fácilmente?
—Por supuesto que no le creí. Cuando lo intimé a que me contara la verdad, Julián echó mano de la trampa más abyecta para lograr su objetivo: amenazarme con denunciar tu escondite al teniente Carpio si yo no aceptaba casarme con él.
Laura esperó la reacción de Nahueltruz. Él la estudiaba intensamente, y nada en su gesto transmitía la sorpresa y el desconcierto por los que ella bregaba. La impotencia se apoderó de su ánimo; era evidente que Guor jamás se avendría a creerle.
—Huiste del establo y me dejaste solo cuando te había ordenado que no te movieras de allí.
—Salí a buscar ayuda.
—Huíste movida por la vergüenza de haber sido encontrada en mis brazos.
—¡No! —se indignó Laura—. ¡Salí en busca de ayuda!
—¿No confiabas en mí? ¿No sabías que podía con esos dos palurdos?
Laura cerró los ojos, avergonzada. Sin proponérselo, lo había humillado al dudar de su hombría, le había socavado la fuerza. Con la contundencia de un golpe, la devastó la idea de que si ella hubiese permanecido en el establo, todo habría sido diferente.
—El matrimonio con Riglos —habló Nahueltruz— te convirtió en una mujer muy rica. Desde mi óptica, con esa unión sólo has conseguido favorecerte. Y no pareces muy a disgusto con lo aventajada de tu nueva posición: te complace vestir bien, lucir joyas, vivir en una gran mansión y pasearte en una lujosa victoria. En cambio, junto a un hombre como yo, que no sólo era pobre sino perseguido por la Justicia, sólo habrías conseguido pasar penurias y necesidades para las que no estabas ni remotamente preparada. En resumidas cuentas, sólo habrías conseguido denigrarte. ¿Pretendes que crea que estos pensamientos no cruzaron tu cabeza y te influenciaron para aceptar la propuesta de Riglos?
—Jamás reparé en eso. Mi único deseo era salvarte.
—¿No se te ocurrió pensar que dejaría el lugar donde me refugiaba para ocultarme en otro? Ya conocías lo precavido que había sido en el pasado.
—Sí, sí —aceptó Laura—, pero Julián me aseguró que te encontrabas malherido y que no serías capaz de dar dos pasos para alejarte del lugar donde te hallabas.
Nahueltruz se llevó las manos al rostro. La voluntad le flaqueaba, y deseó que aquella historia, aunque plagada de fisuras, fuera cierta. Caminó hacia la ventana y perdió la vista en el jardín. Desde allí, sin volverse, recordó con voz melancólica:
—Habías jurado que, adonde yo fuera, me seguirías.
—Era lo único que deseaba, seguirte adonde fuera que marcharas.
Nahueltruz se volvió para mirarla y buscó en los ojos de Laura un atisbo de sinceridad. Pero, herido como estaba, no logró sobreponerse al rencor, y su corazón se cerró a creerle. Todo en ella le resultaba artero y mendaz. Repentinamente, se sintió débil y entristecido.
—Lamentablemente —prosiguió—, el único testigo que podría refrendar tus decires, es decir, tu esposo, está muerto. Y yo, Laura, no volveré a creer una palabra que salga de tu boca.
—María Pancha. Ella fue testigo de cuanto sucedió en Río Cuarto.
—¿María Pancha? ¿Que afirmaría bajo juramento que las vacas hablan si tú se lo pidieras?
Guor la miró con dureza a los ojos y de pronto dijo con marcado resentimiento:
—Te gusta flirtear con todos, que todos te adulen y te proclamen la más hermosa. Yo fui una diversión en Río Cuarto durante los tediosos días en que cuidaste a Agustín. Pero, cuando esos días llegaron estrepitosamente a su fin, nada te habría hecho cambiar todo este lujo por la compañía de un indio pobre.
—Tu corazón se ha vuelto de piedra.
—Tan de piedra como el tuyo —se defendió él rápidamente, aunque de inmediato pareció abatirse—: ¿Por qué me dices todo esto cuando ya no tiene sentido? ¿Qué quieres de mí, Laura?
La pregunta la tomó por sorpresa y, desprovista de una respuesta, se quedó mirándolo. Ahora entendía que sólo ella se aferraba a un pasado que no regresaría, sólo ella mantenía la esperanza de una reconciliación cuando Nahueltruz había dejado de amarla. No obstante, volver a perderlo resultaba insoportable y, al verlo decidido a marcharse, fue presa del pánico.
—¡Créeme, Nahuel! —exclamó—. ¡Por amor de Dios, créeme! ¡No te miento! ¡No te miento!
Guor, implacable, avanzó sin mirar atrás. Laura se desmoronó en el piso donde siguió repitiendo entre sollozos: «No te miento, no te miento».
Eugenia Victoria, que entraba en la sala, casi se dio de bruces con Nahueltruz y, al ver a su prima en aquel quebranto, se llevó la mano a la boca para ahogar una exclamación.
—¿Qué sucedió aquí?
—Con su permiso, señora Lynch —dijo Guor—, yo me retiro. —Y abandonó por fin la sala.
—¡Laura, Laurita! —exclamó Eugenia Victoria, y corrió a levantarla.
Nahueltruz Guor dejó lo de Lynch sin recordar los negocios que lo habían llevado hasta allí. Su primer impulso fue dirigirse a lo de Esmeralda Balbastro, pero desestimó la idea de inmediato. A su casa no regresaría; su abuela, Lucero y Blasco demandarían su atención, como de costumbre. Necesitaba un momento a solas. Recordó la mención de los niños Lynch y caminó hacia el Bajo, en dirección del Paseo de la Alameda. A esa hora del día había poca gente, y Nahueltruz caminó entre los álamos volviendo la vista cada tanto hacia el río, que se había tornado de un marrón oscuro a causa de una tormenta inminente. Se levantó viento sur, fresco y con olor a lluvia, y el paseo quedó desolado.
Se sentó bajo un árbol, en un declive que terminaba bañado por las olas cada vez más impetuosas del río. Por el contrario, su estado de ánimo se serenaba. Geneviéve y las tardes de domingo a orillas del Sena se presentaron como un recuerdo grato. La dulzura de Geneviéve siempre apaciguaba su espíritu inquieto, aun a la distancia. «¡Ojala te amara, Geneviéve querida!», gritó su alma apenada.
Cerró los ojos, repentinamente abrumado por una verdad que no aceptaba por orgullo. Porque no le gustaba reconocer que había vivido en la esperanza de volver a verla; que ni un día había pasado sin que la recordara; que cada vez que hacía el amor era a ella a quien deseaba ver desnuda; incluso cuando amaba a Geneviéve era a Laura a quien escuchaba gemir, a Laura a quien besaba, a quien poseía, a quien anhelaba satisfacer. Y tampoco le gustaba aceptar que en los versos de Petrarca también la buscaba a ella, en las referencias a Laura de Noves quería descubrir su belleza y sus virtudes, y el consuelo de quien ama locamente sólo para sufrir. No la odiaba. Por supuesto que no. La amaba. La amaba como un idiota; la pasión de las noches en la pulpería de doña Sabrina permanecía intacta, a pesar del tiempo, de los engaños y las traiciones. La había echado tanto de menos. ¿O acaso no la había buscado entre la audiencia del Palais Garnier convencido de que una dama de sus recursos y de su alcurnia algún día viajaría al Viejo Continente? ¿No había desplegado sus magníficas dotes de jinete mientras jugaba al polo imaginando que ella lo observaba desde las tribunas? ¿Acaso no había escudriñado los rostros que se ocultaban bajo los parasoles en Champs Elysée ansioso por encontrar sus adorables facciones que ni los años ni el odio conseguían desvanecer? ¿No había visitado a menudo a Armand Beaumont para conocer el contenido de las cartas de la señora Carolina y no era cierto que su corazón palpitaba frenéticamente cuando alguna línea la mencionaba? Aunque las noticias siempre resultaban escasas e insatisfactorias.
Se puso de pie y se sacudió el polvo con manos bruscas. Abstraído en la intensidad de sus pensamientos, emprendió el regreso. Dio vueltas hasta acabar frente a la casa de Esmeralda Balbastro. El ama de llaves le informó que la señora no se encontraba y le ofreció aguardarla. Minutos más tarde, Guor escuchó la voz de Esmeralda que ordenaba que enviaran por el señor Rosas.
—El señor Rosas la aguarda en la sala —dijo el ama de llaves, y a continuación siguió el repiqueteo apurado de los tacones de Esmeralda que entró como un vendaval de sedas y puntillas.
—¡Qué oportuna coincidencia, querido! Tengo algo que contarte. Vamos, aquí, a mi lado —e indicó el sofá con gesto impaciente, mientras se despojaba del sombrero y los guantes—. Acabo de estar en casa de mi cuñada, Eugenia Victoria Lynch. Fui a visitar a mi ahijado, el pequeño Benjamín —aclaró innecesariamente—. Al llegar, encontré la casa en un gran revuelo. Agnes, la institutriz de mis sobrinos, me informó que la señora Riglos había sufrido una crisis y que la habían llevado a la habitación de Eugenia Victoria y que habían mandado llamar al doctor Wilde, que llegó poco después y se encerró en la habitación con ella cerca de una hora. Cuando por fin salieron, Wilde llevaba del brazo a Laura, muy demacrada, por cierto. La subió en su coche y se marcharon. Eugenia Victoria me informó que Laura se había descompuesto, pero que no era para alarmarse. Te diré, Lorenzo: no le creí una palabra. Ahora temo que las murmuraciones acerca de su salud sean ciertas —concluyó con un mohín.
—Yo también estuve en lo de Lynch —manifestó Guor—. Allí me encontré con Laura. Hablamos.
Esmeralda enarcó las cejas y lo contempló con expectación.
—Si Laura se descompuso —prosiguió Guor—, fue por mi culpa, la traté duramente, y creo que por un momento estuve a punto de golpearla. Tantas mentiras, tantas patrañas —masculló—. Ni siquiera sé por qué accedí a escuchar sus embustes.
—Supongo que movido por el inmenso amor que sientes por ella —tentó Esmeralda.
Guor pareció atravesarla de un vistazo, aunque de inmediato relajó el gesto para decirle:
—Eres un extraño tipo de mujer, Esmeralda Balbastro. Cualquiera en tu posición desearía que mi interés por Laura acabara. Tú, en cambio, pareces interesada en reavivar lo que alguna vez existió entre nosotros, jugando más el papel de mi mejor amigo que el de mi amante.
—Como he llegado a conocerte, sé que careces absolutamente de vanidad, por eso me atrevo a decirte, sin riesgo a que te ensoberbezcas, que, como amante, eres extraordinario, el mejor que he tenido. Sin embargo, no te amo. Pero te quiero y deseo que seas feliz. ¿Sabes, Lorenzo? Es muy triste, pero existen personas que pasan por esta vida sin saber lo que es amar. Tú y yo, aunque muriésemos hoy, jóvenes y vitales, no deberíamos lamentarlo, pues hemos amado profundamente. Yo, a mi adorado Romualdo; tú, a Laura. ¿No es algo extraordinario? ¿No te resulta maravilloso?
—En absoluto —fue la respuesta sombría de Guor—. Romualdo murió de una enfermedad sin sentido y te dejó sola cuando no llegabas ni a los treinta. Laura me abandonó y se casó con otro por su dinero. El amor sólo nos ha hecho sufrir.
—¡Oh, Lorenzo! —simuló enfadarse Esmeralda—. Pareces un viejo amargado.
Sobrevino un silencio en el cual Guor evitó la mirada inquisitiva de su amante, que lo estudiaba sin recato.
—¿Por qué regresaste a la Argentina? —preguntó repentinamente.
—Bien lo sabes —se enfadó Guor.
—Sí, sí, por lo de tu familia y la expedición del general Roca. Sin embargo, creo que existieron motivaciones aun más poderosas.
—¿Más poderosas que el bienestar de mi familia?
—¿Cuándo supiste que Riglos había muerto?
Aunque la pregunta lo tomó por sorpresa, Guor intentó disimularlo.
—La señora Riglos quedó viuda hace más de dos años, mientras que hace sólo tres meses que regresé a la Argentina.
—Y, seguramente, te enteraste de la muerte de su marido hace más de dos años, ¿verdad?
Guor titubeó y de inmediato se refugió en la ira.
—No creas que, por compartir una cama, permitiré que sigas inmiscuyéndote en mis asuntos con esta impertinencia.
—Vamos, Lorenzo —contemporizó Esmeralda, y lo aferró por el brazo para que no dejara el sofá—. Dime, ¿cuándo supiste de la muerte de Riglos? ¿Hace más de dos años?
—Las noticias no llegan tan rápidamente al Viejo Continente.
—¿Cuándo?
—No recuerdo con exactitud.
—¿Cuándo?
Guor se empecinó en su mutismo.
—Pues bien —claudicó Esmeralda—, tendré que suponerlo. Te enteraste pocas semanas antes de emprender tu regreso. ¿Es así o estoy equivocada? —Guor no la miró ni respondió, e hizo el ademán de ponerse de pie, pero Esmeralda volvió a sujetarlo—. No seguiré importunándote, querido. Dejaremos de lado este tema —expresó, y lo besó ligeramente en los labios.