CAPÍTULO XXII.
Cruz y delicia
Hacía frío. Se trataba de una desapacible tarde de principios de agosto. Laura, sin embargo, se hallaba muy a gusto. Envuelta en una manta de merino, los pies ocultos bajo la falda, se acunaba en la mecedora que Nahueltruz había hecho poner para ella en la galería de la quinta de Caballito. Cada tanto, se llevaba un tazón de chocolate a los labios sin apartar la vista del camino que traería a Guor de regreso.
Esa mañana muy temprano había recibido un mensaje de Miguelito donde le pedía que se presentara en la casa de la calle de Cuyo por un asunto urgente. Nahueltruz se inquietó porque pensó que se trataba de la salud de su abuela Mariana. Se despidió de Laura con un beso rápido que demostraba su ansiedad, y se marchó sobre el lomo de Emperador, su purasangre. Laura lo vio galopar hasta que él y el caballo se convirtieron en una nube de polvo.
La primera noche que compartieron en Caballito, prácticamente no durmieron y, cuando Guor se dio cuenta de que el cielo clareaba, abrió la puertaventana de par en par y la invitó a contemplar el amanecer. El aire gélido golpeó la cara de Laura. A pesar de la bata de lana, le tembló el cuerpo de frío y se le erizó la piel, pero enseguida, al sentir los brazos de Guor en torno a su espalda, la envolvió una agradable y cálida sensación. Se acomodaron sobre los almohadones de un banco de jardín y se cubrieron con dos frazadas. Laura recogió los pies y apoyó la espalda sobre el pecho de Nahueltruz, que la abrazó y le besó el cuello.
El pasto aún brillaba a causa del rocío, y la brisa fresca arrastraba el aroma de la tierra húmeda. Laura inspiró profundamente, cerró los ojos y se dijo: «¡Qué paz!». No se refería a la paz del lugar sino a esa armonía que experimentaba por primera vez y que se originaba en su mente y en su alma. No habría podido explicarlo con palabras. Aunque sí sabía que se debía exclusivamente al hecho de tener a Nahueltruz a su lado. A diferencia de Río Cuarto, en ese momento no existían escollos que sortear. Ella era una mujer sin ataduras; él, un hombre respetable y culto a quien nadie habría objetado. Incluso el tema del pasado había perdido significación. Ella no sabía si Nahueltruz finalmente se había avenido a creerle o, al menos, a considerar su postura desde una óptica más conciliadora. Sabía que la amaba, que nunca había dejado de hacerlo, y que su indiferencia primero y su furia más tarde habían sido máscaras para ocultar su corazón destrozado.
Tanto sufrimiento y desencuentro quedaban olvidados y enterrados con una mirada amorosa de Nahueltruz. Aún la asaltaban esas premuras virginales cuando él le pasaba las manos por el cuerpo desnudo o le susurraba sus intenciones más arcanas. Se le aceleraban los latidos al verlo entrar en la sala con sus breeches —esos pantalones tan peculiares que los ingleses usan para montar— y sus botas de caña alta, la camisa abierta a la mitad del pecho, que exponía sus músculos brillantes de sudor, el jopo lacio sobre la frente y el ceño marcado si hablaba con el capataz acerca de sus adorados caballos. Ella lo deseaba intensamente en ese papel de patrón exigente y respetado. Y también cuando, en la intimidad de la recámara, se desnudaba y la invitaba a compartir un baño con él. En esas ocasiones, se le relajaba el ceño, sus manos se volvían suaves y pacientes, su voz, que momentos atrás había tronado con sus empleados, adoptaba una nota grave y sensual. Le decía al oído que amaba su cuerpo y que la amaba a ella, que nunca tendría suficiente, que siempre querría más, que nunca se saciaría. Laura percibía un tinte desesperado cuando le hablaba de ese modo.
—Eres una hechicera —le dijo una noche, rendido sobre ella después del amor—. ¿Qué has hecho de mí? Estoy a tus pies desde el momento en que puse los ojos sobre ti. Dependo de ti para sentirme vivo. ¿Cómo puedo amarte tanto cuando trastornaste mi vida por completo? Desearía no amarte tanto —añadió con una nota amarga—, desearía no haber caído bajo tu conjuro. Así no sería tan vulnerable. Porque si volvieras a lastimarme…
Pero ella no lo dejó terminar. Lo aferró por la nuca y lo besó. Su discurso la había asustado y no había sabido cómo responder. Sólo atinó a besarlo para no escuchar la amenaza que de seguro iba a proferir. Porque, aunque últimamente con ella mostraba el aspecto benévolo de su naturaleza, Laura conocía su lado más cruel. Guor era capaz de destruirla por resentimiento.
Oscurecía, y ya no divisaba el camino con claridad. Se incorporó en la mecedora cuando creyó distinguir una figura que discordaba en la invariable lejanía. No sabía si se trataba de una ilusión motivada por el juego de luces y sombras del atardecer o si, en verdad, algo se movía a la distancia. «Un indio, —pensó—, de esos tan baqueanos, sabría decirme con precisión de qué se trata». Volvió a recostarse, terminó el chocolate y concentró la vista en el horizonte. A poco, no le quedaron dudas de que un jinete se aproximaba a gran velocidad. Rogó que se tratara de Nahueltruz y no de un mensajero para comunicarle que la cacica Mariana había enfermado y que el señor Rosas no regresaría. Aún les quedaban algunos días por compartir. La noche anterior, Guor le había pedido que pasaran juntos otra semana en Caballito.
—Deseo permanecer aquí toda la vida —se justificó ella—, pero, como ya te expliqué, la boda de mi madre se aproxima y le prometí estar en la Santísima Trinidad los días previos para acompañarla. Mi madre ha sido paciente y indulgente conmigo, Nahuel. Pocas veces me ha exigido o pedido algo. No puedo dejarla sola en este momento tan especial para ella.
—¿Y yo no cuento? ¿Yo, que te necesito tanto?
—No tanto como yo —replicó Laura—. Volveremos cuando haya pasado la boda y ningún compromiso nos ate a Buenos Aires.
El jinete era Nahueltruz. Durante esos días había aprendido a reconocer su estilo, ese modo tan particular de acompañar el movimiento del animal convirtiéndose en parte de la montura, como si jinete y bestia fueran uno solo. Se notaba que había forzado la marcha pues el caballo tenía el cuello y la cruz empapados de sudor y echaba espuma por la boca. Él mismo presentaba un aspecto descuidado.
Se quitó la manta de encima y se puso de pie. Sonrió y levantó la mano para saludar. El atardecer había traído consigo nubes de lluvia. Las primeras gotas, gruesas y pesadas, comenzaron a repiquetear sobre los mazaríes de la galería. El viento sur cobró fuerza y azotó las ramas de las tipas y los eucaliptos que acompañaban el ingreso a la quinta. La temperatura descendió notablemente. Laura, sin embargo, no parecía darse cuenta de la tormenta que se avecinaba ni de que tenía piel de gallina, y corrió al encuentro de Nahueltruz sin advertir que sólo llevaba escarpines de raso.
Lo primero que notó Guor fue que tenía el pelo suelto. Largo, espeso y luminoso en contraste con la penumbra remante, se batía al compás del viento y de la carrera de Laura, que ya había perdido el pañolón por el camino y se levantaba la falda hasta las rodillas para no trastabillar. Guor desmontó de un brinco y la observó aproximarse con creciente excitación. Parecía una niña corriendo de ese modo, con los cabellos al viento, la nariz roja por el frío, mostrando las canillas. Dejó la fusta sobre la montura y la recibió en sus brazos, levantándola del suelo, haciéndola dar vueltas. La risa de Laura era contagiosa y vigorizante ¡Ah, cómo la había echado de menos!
—Este día me pareció un año —dijo ella, muy agitada.
—Sí, sí —replicó él, mientras le llenaba el rostro de besos—. Sí, mi amor, sí.
Se aproximó un empleado y se llevó a Emperador.
—Tienes la carita helada —dijo Guor—. Las manos también. Vamos adentro antes de que pesques una influenza.
La levantó en brazos y Laura se aferró a su cuello. Al llegar junto al pañolón, Guor se inclinó y Laura lo recogió del piso, riendo.
—¿Cómo está tu abuela?
—Ella está bien. Todos están bien.
—Gracias a Dios —expresó Laura, y de inmediato preguntó—. ¿Por qué te mandaron llamar con tanta urgencia, entonces? —aunque enseguida se arrepintió pues no sabía si a Guor le gustaba que se inmiscuyera.
—Un asunto del que hacía tiempo esperaba noticias. Miguelito conocía mi interés y por eso creyó que debía hacérmelo saber.
—¿De qué se trata? —quiso saber ella a pesar de sí.
—El senador Cambaceres me consiguió el permiso para ir a visitar a mi tío Epumer que lo tienen preso en la isla Martín García.
El corazón de Laura dio un vuelco «Julio», pensó, con profundo amor. Ocultó el rostro porque sabía que se había sonrojado. Sin levantar la vista, preguntó.
—¿Fuiste a ver al senador?
—No pude Cambaceres se ausentó de Buenos Aires ayer, creo que viajo a su estancia en Bragado. No obstante, antes de irse mandó a su secretario con los papeles. ¡Casilda! —llamó, una vez dentro de la casa.
—Mande el patrón. ¡Qué le pasó a la señora! —se asustó la mujer al verla en brazos de Guor.
—Nada, Casilda —replicó él, con impaciencia—. Prepara un baño bien caliente para la señora antes de que se enferme.
La mujer dejó la sala a paso diligente, y Guor se encaminó hacia el dormitorio.
—Aunque, pensándolo mejor —dijo—, yo conozco una medicina que te hará entrar en calor mucho antes que un baño.
Entre los resquicios de sus párpados la alcanzó la imagen de Nahueltruz reflejada en el espejo de caballete ubicado junto a la cama. Era una imagen de él que le gustaba contemplar mientras hacían el amor: los movimientos ondulantes de su cuerpo desnudo sobre el de ella; sus glúteos, pequeños y más blancos que el resto, que se tensaban y se relajaban a un ritmo creciente; el juego de los músculos de sus piernas y de su espalda bajo la piel cobriza. También podía ver sus propias piernas, blancas, muy blancas en contraste con las él, caídas hacia los costados en franco abandono. Le hundió los dedos en los glúteos para tenerlo aun más dentro y lo escuchó gruñir de placer. Nahueltruz la penetraba con delectación y profundidad. El era tan magníficamente intrépido, dominante y experto.
—Te quedarás una semana más —lo escuchó decir—. No quiero compartirte con nadie, ni siquiera con tu madre. Siempre pareces dispuesta a complacer a todos excepto a mí. Una semana más.
—Sí, sí —accedió ella, apremiada por la sensación de un orgasmo inminente.
Con un movimiento rápido, Guor se recostó de espaldas y acomodó a Laura a horcajadas sobre sus piernas. Volvió a penetrarla, mientras, con sus manos, la recorría de la cintura a los pechos, le acariciaba el cuello y los hombros, descendía por su espalda. El cabello de Laura le rozaba las piernas, y sentía la energía de sus dedos que se le enterraban en los muslos. Cuando por fin el orgasmo se apoderó de ella y, con la cabeza echada hacia atrás, clamó «Nahuel, oh, Nahuel», a Guor le pareció imposible que un hombre pudiera amar a una mujer más de lo que él amaba a Laura Escalante.
Laura cayó junto a Guor, exhausta, los ojos cerrados y la boca apenas abierta. Aún sentía los latidos de su sexo que, lentamente, comenzaban a diluirse. Guor le apartó el pelo ensortijado de la cara y le besó los párpados, la nariz, los labios. Relajada por completo, ella se dejaba besar y acariciar, y sonreía con complacencia. A él lo llenaba de paz verla. Su adorada Laura, su vida, su amor, su todo.
En ocasiones, cuando las domésticas se retiraban a descansar, solían amarse en la sala, sobre la alfombra, junto a la salamandra. No encendían velas, les bastaba la luz de la luna que se filtraba por las puertaventanas, esa luz blanquecina que bañaba el cuerpo de Laura y le confería el aspecto de un hada. Ella se sentía como una diosa adorada por su súbdito más fiel. Él nunca parecía obtener bastante de ella, nunca parecía cansarse de admirarla, de acariciarla, de besarla, de amarla. La sed que ella le despertaba parecía insaciable.
—Es increíble —le susurró una noche—, que después de tantos años siga amándote con locura —Le abarcó el vientre con la mano y se acercó para decirle—. Quiero que me des un hijo, Laura.
Se colocó sobre ella, le separó las piernas y volvió a tomarla. A Laura le gustaba que Nahueltruz se apartara cuando le hacía el amor, de ese modo podía estudiarle el rostro mientras él llegaba desarmado a su clímax. Y mientras lo miraba en esa ocasión, pensó en lo que él acababa de pedirle. Fue extraño, porque, aunque dichosa, se acordó del momento más negro de su vida, de esa mañana en que dejó Río Cuarto para marchar a Córdoba recién casada con Riglos. El pensamiento se coló furtivamente y la tomó por sorpresa. Tuvo miedo y se abrazó a Nahueltruz con desesperación.
—A veces —dijo— miro hacia atrás, todos esos años vividos sin ti, cada día transcurrido, cada hora, y me pregunto cómo pude sobrellevarlos.
Después del baño, cenaron en el dormitorio. Guor leía algunos periódicos que había traído de Buenos Aires, entre ellos La Aurora. De una u otra forma, los artículos se referían a la delicada situación política que no había cambiado desde que dejaron la ciudad, se trataba de la misma tensión entre el gobierno nacional y el provincial por imponer sus candidatos para las elecciones presidenciales del año siguiente.
—¿Ya cerraste el sobre con la carta para Agustín?
—Aún no —respondió Laura.
—¿Le dices que estamos juntos?
—Sí. Se pondrá muy feliz cuando lo sepa.
—Si le cuentas de lo nuestro, entonces no lo sorprenderá encontrar unas palabras mías después de las tuyas. Quiero informarle acerca del permiso para visitar a mi tío Epumer.
Laura dejó la silla, buscó la carta en su mesa de noche y se la pasó a Guor.
—¿A quién más le contaste acerca de lo nuestro?
—A mi prima Eugenia Victoria y, por supuesto, María Pancha sabe todo. Quisiera contárselo a todo el mundo, gritarlo para que todos escuchen.
—¿Por qué no lo haces? —quiso saber Guor, y Laura tardó en responder.
—Porque tengo miedo de que vuelvan a lastimarnos. Quiero que todos sepan, pero también quiero preservarlo de la malicia que me rodea.
Guor la contempló extrañamente, en silencio. Inclinó la cabeza y siguió leyendo.
—Roca y Tejedor están sacándose los ojos por conseguir el apoyo electoral de las provincias —comentó, sin apartar la vista de El Mosquito.
Laura permaneció callada y no se atrevió a mirarlo. Era la primera vez que se deslizaba ese nombre entre ellos.
—Saturnino Laspiur renunció a su cargo de ministro del Interior.
—¿De veras? —dijo ella, sin ánimo.
—Un golpe de suerte para Roca. Lo interesante será ver a quién ponen en su lugar. Escucha lo que le escribió Laspiur a Avellaneda en la renuncia. «Veo a usted alejado hoy de aquella política que restableció la confianza y la seguridad general, después de desarmar un partido que pretendía derrocarlo, y le veo contemplando impasible la tempestad que puede otra vez arrasarlo todo, lanzando al país en la guerra civil con sus fatales consecuencias. Le veo más impasible tolerando y dejando hacer a los que pretenden dar a usted un sucesor resultado de la violencia o imposición a la fuerza».
—¿Acaso los que defienden la candidatura de Tejedor no pretenden imponerla con violencia y a la fuerza igualmente? —se quejó Laura.
Guor levantó la vista y la contempló de un modo indescifrable, pero no hizo comentario alguno. Siguió leyendo en silencio y Laura simulando comer.
—Mañana por la noche —habló Guor—, habrá una velada en el teatro Pohteama, donde, según dice este artículo, se lanzará formalmente la candidatura de Roca. Por los nombres que se barajan, lo apoya gran parte de la sociedad. Esto está convirtiéndose en un nido de víboras —dijo al cabo, sin mostrar visos de preocupación o condena.
Dejó de lado El Mosquito y tomó La Aurora. Repasaba las páginas con reconcentrada atención, y a Laura le pareció notar que su gesto se endurecía. Un momento después, se puso de pie, haciendo temblar la pequeña mesa, provocándole un sobresalto. En un tono estudiado que denotaba la rabia sofrenada, dijo:
—Ya se habla de la repartija de las tierras del sur. No te quepa duda de que las utilizarán como medio para sobornar a quien haga falta para conseguir votos. Me pregunto con cuántas leguas se quedará tu querido general Roca.
—No es mi querido general Roca —protestó Laura, entre nerviosa y enojada.
—No es lo que comentan los de tu círculo —repuso él—. No es lo que a uno le parece después de leer La Aurora, que se muestra tan a favor de su candidatura —añadió, blandiendo el diario en el aire.
Lo arrojó al suelo, pero Laura no trató de levantarlo. Le temía cuando perdía la calma porque lo sabía capaz de lastimarla profundamente.
—Mario Javier es el director de la editora y cuenta con la mayor independencia para manejarla.
—¡Vamos, Laura! No me tomes por lo que no soy. La dueña de la editora eres tú y, si no contara con tu aprobación, Mario no escribiría siquiera la fecha en el periódico.
—La Aurora no apoya a ninguna candidatura —tentó—. Se mantiene neutral.
—¡Neutral! ¿Llamas a este artículo neutral? —la increpó, y, recogiendo el periódico del piso, lo echó sobre la mesa.
Laura lo tomó con manos inseguras y leyó rápidamente un párrafo que condenaba la creación de ejércitos provinciales, una de las ideas de Tejedor.
—No encuentro parcialidad en este artículo —objetó—. La creación de un ejército de la provincia de Buenos Aires iría en contra de la Constitución Nacional, y eso es lo que Mario está condenando.
—No es momento para hacerse el constitucionalista —replicó Guor—. Estás con ellos o contra ellos Y, por lo que se trasluce, La Aurora está con Roca. No por nada apedrearon la fachada de la editora.
—Eso fue con motivo de un artículo que denostaba la creación del Tiro Nacional, una idea aberrante que muchos desaprobaron, incluso aquellos que no están a favor de la candidatura de Roca. En La Aurora —retomó, con mayor compostura— escriben personas de todas las facciones. Recientemente Rufino de Elizalde ha aceptado una columna política, y él es del Partido Nacionalista que apoya a Tejedor. También Sarmiento a veces acepta escribir para La Aurora, al igual que Aristóbulo del Valle. De todos modos, le pediré a Mario Javier que acentúe la neutralidad del periódico —añadió, pero Guor parecía no conformarse.
Se había ido junto a la ventana; se mantenía alejado y en silencio. Laura no hablaba por temor a decir algo que lo importunara y abriera viejas heridas. No le gustaba temerle, pero le temía. Nahueltruz había reaccionado mal en el pasado y seguía haciéndolo después de tantos años, a pesar de sus evidentes pruebas de amor. Apartó el periódico y trató de conciliar.
—Nahuel, por favor, dejemos de lado la política y las cuestiones de gobierno. ¿Qué nos importan a nosotros? No permitas que arruinen este momento que compartimos. Ha sido tan maravilloso.
Guor se volvió bruscamente y disparó sin preámbulos.
—¿Fuiste la amante de Roca?
Laura no respondió de inmediato. Los ojos irascibles de él parecían haberla privado de toda voluntad.
—No, no lo fui —respondió un momento después con bastante aplomo.
Más tarde, cuando las velas se habían extinguido por completo, Laura y Nahueltruz permanecían despiertos en la cama, conscientes de que el otro no dormía. Evitaban tocarse. Laura se había recostado casi al borde y le daba la espalda Nahueltruz, con los brazos a modo de almohada, horadaba la oscuridad y se mantenía atento a cualquier sonido de ella.
Laura meditaba con angustia que le había mentido cuando debió decirle la verdad. Después de todo, ella había tenido tanto derecho como él de volver a ser amada, más derecho aún porque lo había creído muerto. Pero la verdad simplemente estaba fuera de discusión. Hablarle con franqueza habría significado enfrentar una ruptura. Ella conocía demasiado la profundidad de su resentimiento para decirle la verdad. Sus antiguos complejos habrían aflorado con la fuerza de los tiempos en que había sido un indio marginado. Laura decidió que, si era necesario, con la mentira lo defendería de él mismo y preservaría su amor, lo único que contaba.
Guor estaba consciente de que había actuado como un patán. Había desconfiado de ella, sentimiento imperdonable en una relación como la que mantenían. Sin embargo, Laura siempre le suscitaba desconfianza. Así había sido en el pasado y así era en ese momento. Resultaba difícil evitarlo. Había tantos hombres relacionados a ella, la lista parecía interminable: Hilario Racedo (el cachondo y maldito Racedo), Alfredo Lahitte, su antiguo prometido, que aún la cortejaba, el doctor Riglos, que había terminado por arrebatársela, dejándolo perplejo de dolor, Ventura Monterosa, dispuesto a batirse a duelo, que aún vagaba por el mundo en su eterno grand tour suspirando por el amor no correspondido; el tal Cristian Demaría, que, a pesar de estar comprometido con otra, la miraba con cara de babieca, y por último, el general Roca, el maldito general Roca, el exterminador de su pueblo. En realidad, de todos, era Roca quien lo inquietaba y le atizaba los celos, pues, aunque le revolviera las tripas admitirlo, lo sabía un digno adversario. Poseía tal donaire, tal reciedumbre en su mirar, que lo revelaban como un hombre inteligente y determinado, valiente, no en el sentido romántico del término sino en uno más frío y calculador; un hombre feroz. Un hombre capaz de cautivar a una mujer tan peculiar como Laura. Que él la miraba con ojos de cazador no cabía duda; en cuanto a ella, su actitud era inextricable.
Laura se movió delicadamente y le rozó la pierna sin intención. Ese fugaz, casi imperceptible contacto agitó las entrañas de Nahueltruz y lo rescató de sus lúgubres pensamientos. Cerró los ojos y la desnudez de Laura se dibujó en la oscuridad de su mente, y, como si la tocara, fue recordándola: su tobillo, sus piernas desnudas, el hueso delicado de su rodilla y también sus muslos, su monte de Venus, apenas cubierto por ese vello castaño que él nunca se cansaba de besar y explorar, su vientre, siempre palpitante cuando estaba excitada, y la curva de su cintura. La conocía exhaustivamente, podía detallar cada centímetro de su piel.
Estiró la mano y la apoyó sobre la cadera de Laura. Ahí la dejó a la espera de una reacción, pero ella, aunque no hizo ademán de rechazarlo, se mantuvo quieta y en silencio. Guor se movió hacia el costado y le pegó el cuerpo a la espalda; la rodeó con sus brazos y le susurró:
—Los celos están volviéndome loco.
—No te he dado motivos para sentirlos.
—Sí —replicó él, y su respuesta surgió con la cadencia de una súplica—. Siempre me das motivos.
—Te resulta fácil pensar mal de mí. Es ya una costumbre entre nosotros —remarcó.
—Las circunstancias estuvieron siempre en nuestra contra.
Laura habría querido decirle que desde un principio habían sabido que él, por indio, y ella, por cristiana, se verían obligados a enfrentar la hostilidad de la gente, en especial la de su entorno. A ella, sin embargo, nada la había amedrentado. En medio de la incertidumbre, el claro e inequívoco deseo de ser la mujer del cacique Nahueltruz Guor había operado como vela de tormenta. Pero no habían estado unidos. Una grieta que, desde el comienzo, los había debilitado, permitió a sus enemigos ganar la batalla: la desconfianza de Nahueltruz. Tiempo más tarde, su resentimiento hizo que esa grieta fuese aun más profunda e infranqueable. Si él no hubiera dudado de su amor, si no hubiera albergado tanto rencor después de lo sucedido en Río Cuarto, le habría hecho saber que aún estaba vivo y adonde se encontraba, y ella habría corrido a su lado abandonando a su esposo y a toda su familia para siempre.
Pero Laura no dijo nada de esto y tras dominar las ganas de llorar, exclamó:
—¡Oh, Nahuel! Si por un instante pudieras penetrar mi corazón y darte cuenta de que sólo hay amor para ti. ¿Es que acaso no me conoces? ¿Qué debo hacer para que creas en mí? Si yo pudiera cambiar tu naturaleza incrédula… —dijo, con desánimo.
—Sería una grave afrenta para mí si entre Roca y tú hubiera habido algo —expresó él, sordo a las palabras de ella—. No con él, Laura, no con él —repitió en un murmullo de furia mal contenida.
—Shhhh. No hables más —pidió ella, y se dio vuelta para encontrarlo en la oscuridad.
Le tocó la cara como el ciego que reconoce a quien tiene enfrente. Sus manos supieron que Guor tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Ese contacto parecía haberlo apaciguado, porque enseguida se escuchó su respiración regular y moderada. Laura siguió el contorno de sus labios con el índice hasta introducirlo en su boca. Guor lo mordisqueó y succionó delicadamente, y ajustó sus brazos en torno a ella para pegarla aun más a su cuerpo.
—Ámame, Nahuel. Ya no me reclames más. Sólo ámame.