CAPÍTULO XIII.
La gente de los carrizos
El confinamiento y el silencio a los que Laura se sometió operaron favorablemente en su ánimo. Se resignó a que debería vivir sin Nahueltruz Guor y a aceptar su indiferencia. Repasar los penosos eventos de los últimos días en Río Cuarto o achacarse que debería haber actuado de esta o aquella manera sólo convertían el martirio en un estado permanente que terminaría con su cordura. Ella quería seguir viviendo. El pasado estaba tan muerto como Riglos, y, si bien de buena gana habría hecho lo que Guor le hubiese ordenado para ganarse su cariño y consideración, Laura se repetía que ya no pensaría en esa posibilidad. Lo había perdido y comenzó a aceptar esa pérdida.
Las circunstancias de la vida fueron moldeándola como a cualquiera, ella no escapó a la regla general. Sus escritos y actividades de beneficencia la satisfacían, mientras el cariño de su familia y amigos llenaba el vacío dejado por Nahueltruz. La publicación del capítulo final de La verdad de Jimena Palmer había significado un relevante incremento en la tirada de La Aurora; Mario Javier aseguraba que, por primera vez desde la apertura de la editora, obtendrían ganancias. Además, la promesa del nuevo folletín de Laura Escalante, La gente de los carrizos, atraía nuevos suscriptores. Eduarda y Ventura parecían los más impacientes.
—¿Cuándo publicarás el primer capítulo de La gente de los carrizos, querida? —preguntó Eduarda mientras tomaban el té.
—No seas impaciente, Eduarda —la reconvino Ventura—. ¿De qué trata la obra, Laura? ¿Es que nos mantendrá en esta congoja sin adelantarnos ni una palabra? El título es de lo más sugestivo.
Laura rió, contenta de que sus nuevos amigos compartieran esa tarde con ella. Ese no había sido un buen día. Agustín, recién llegado de Tafí Viejo, le había traído sólo malas noticias. Sí, habían dado con el paradero de Mariana; Dorotea Bazán, sin embargo, había sucumbido al largo viaje y fallecido apenas arribada a la hacienda.
—¿Cómo está Lucero? —se interesó Laura.
—Verás, Laura —habló Agustín—, estas gentes tienen un sentido del fatalismo y de la resignación que son admirables. Viven siempre en el límite, como si de continuo aguardasen lo peor y, cuando lo peor llega, lo aceptan con envidiable renuncia. No diré que Lucero está bien de ánimos, pero tampoco puedo decir que se haya quebrantado. Es Nahueltruz el que tiene el alma por el suelo. Ya sabes, se culpa. Insiste en lo del abandono, en la traición, y no tiene paz.
El sufrimiento de Nahueltruz era para Laura una emoción difícil de soportar, máxime cuando, a los ojos de él, ella era la culpable de su desvelo, quien lo había empujado a la traición.
—¿Cómo está la cacica Mariana?
—Muy envejecida y encorvada, pero bien, gracias a Dios. Aunque ya se ha instalado en la casa de Nahueltruz, dice que no le gusta eso de abrir y cerrar puertas.
Rieron, y Agustín aprovechó para anunciar su regreso a Río Cuarto en pocos días. Laura, que se había acostumbrado a no contar con su hermano salvo en breves momentos, aceptó la noticia mejor de lo que Agustín había esperado. Ahora que lo notaba, su hermana lucía indiferente, no se le había quebrado la voz cada vez que nombró a Nahueltruz y no preguntó por él siquiera una vez; usaba un tono medido, en ocasiones casi inaudible, movía las manos con lentitud, como si hubiese perdido la fuerza, cuando, en realidad, solía usarlas activamente para acompañar sus palabras. Sobrevino un silencio, y Agustín la observó detenidamente. Allí reclinada en su sillón, envuelta en la blancura de su vestido, los ojos entrecerrados y los labios relajados, Agustín recibió la impresión de que su hermana se había cansado de vivir.
—Durante este viaje hemos tenido mucho tiempo con Nahueltruz para hablar acerca de lo que sucedió en Río Cuarto —expresó atropelladamente, casi sin medir lo que decía, movido por el deseo de sacudir a su hermana de ese letárgico comportamiento.
—Ya no hablaré de eso, Agustín. En cambio —dijo Laura—, cuéntame del senador Cambaceres.
—¿El senador Cambaceres? —repitió Agustín, abiertamente confundido.
—Sí, el amigo de papá que los ayudaría a obtener el permiso para visitar al cacique Epumer en la isla Martín García. ¿Lo han conseguido? Ahora que la cacica Mariana está en Buenos Aires querrá saber de su hijo.
—Ah, sí, sí, el senador —replicó el franciscano, aún sorprendido por la severidad de su hermana—. No, no hemos vuelto a saber de él. Nahueltruz irá mañana a verlo, supongo. Han hecho buenas migas. Sé que el senador nos ayudará —Agustín se retrepó en el sofá y carraspeó—. Laura, has cambiado tanto desde la última vez que te vi. ¿Qué ha sucedido? Se trata siempre de Nahueltruz, ¿verdad? Dime si algo nuevo ha sucedido. Hablemos, Laura, siempre te escucho.
—¿No era tu deseo que dejara atrás el pasado, que me tranquilizara? Pues bien, estoy más tranquila y más resignada. No hablemos de todo aquello, estoy tan cansada. Más bien quiero contarte que he comenzado a escribir el nuevo folletín, el que se basará en la vida de tu madre. La gente de los carrizos, así he decidido titularlo. ¿Te gusta? ¿Lo apruebas, hermano? Cambiaré los nombres y algunas situaciones para no comprometer a nadie, pero respetaré la esencia de la historia, la que tu madre tan bien narró en sus Memorias. Lo haré para ayudar a los ranqueles, para que la gente sepa que ellos también son gente.
Agustín no intentó volver al tema del pasado, más allá de que sabía que Laura, al igual que Nahueltruz, no lo enfrentaba, sólo le echaba un manto de silencio y de fingida indiferencia. Dejó el sofá. Laura le extendió la mano y Agustín la besó suavemente.
—Prométeme que harás las paces con el padre Donatti —pidió Laura—. No soporto otra carga más, Agustín. No me dejes con otro peso sobre esta conciencia mía tan atribulada. Soy la culpable de la infelicidad de tanta gente, no permitas que lo sea también de la del padre Donatti, que te adora como si fueras su hijo. Él no es responsable de lo que ocurrió seis años atrás. Él no, él no.
—Te prometo —aseguró Agustín en voz baja, compelido por la debilidad de Laura—. Te lo prometo, pero no llores, por favor.
—No lloraré. Ya no voy a llorar.
Luego de la visita de su hermano, Laura regresó a sus escritos. A pesar de la partida de Agustín y de la noticia de la muerte de Dorotea Bazán, no perdió la calma. A veces, cuando se ponía nostálgica, dejaba vagar la vista por los rosales que la abuela Ignacia había plantado bajo su ventana. Todavía existían cosas hermosas en el mundo.
A las cuatro, María Pancha le recordó que el señor Monterosa y la señora Eduarda García llegarían a la hora del té y se aprestó con bastante entusiasmo.
A finales de mayo, el cumpleaños de Eugenia Victoria fue el primer evento social al que Laura asistió luego de semanas de confinamiento. Simplemente resultaba imposible decirle no a Eugenia Victoria. Llegó a la mansión de los Lynch acompañada de sus abuelos; su madre y sus tías habían ido más temprano en el coche del prometido de Magdalena, Nazario Pereda. Desde el vestíbulo, Laura recibió el estruendo de las risotadas de Sarmiento.
Eugenia Victoria salió a recibirla y entrelazó su brazo al de Laura. En actitud confidente, le dijo:
—Temía que no vinieras. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que me visitaste. Tú sabes, yo soy esclava de esta casa y de mis hijos, en especial de Benjamincito, y no encontraba el tiempo para ir a la Santísima Trinidad. De todos modos, no te hemos visto tampoco en las tertulias de doña Joaquina y me sorprendió cuando Cristian Demaría me dijo que no asistirías a su fiesta de compromiso con Eufemia Schedden. ¿Qué ha pasado? Nada con tu salud, espero.
—Nada con mi salud —aseguró Laura—. Sencillamente sin ánimos para socializar. Cuéntame de ti, ¿cómo has estado? Te he desatendido sin excusa todas estas semanas a pesar de tus problemas. ¿Qué pasó con los Carracci que solían estar aquí? —se extrañó Laura, al ver las marcas sobre el estuco de la pared.
Eugenia Victoria detuvo su mirada en el sitio donde, por décadas, se habían exhibido los famosos óleos de los hermanos Carracci. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Laura le pasó un brazo por los hombros e intentó reanimarla. Eugenia Victoria desahogó la angustia que había callado desde que el tasador se llevó los cuadros y otras obras de arte para rematarlas. Las deudas de juego de su suegro parecían no tener fin.
—¡Oh, si Julián viviera! —exclamó Eugenia Victoria—. Él podría ayudarnos, en nadie confiaría más que en él. Ahora debemos ponernos en manos de un abogado que no es amigo de la familia.
—¿Para qué un abogado?
—José Camilo ha decidido quitarle los derechos sobre propiedades y demás bienes a su padre. Será muy duro para don Justo Máximo y un escándalo que la familia deberá soportar, pero, Laura, si no lo hacemos en pocos meses tendremos que vivir de la caridad.
—¿Pueden hacer eso? Me refiero, despojarlo en vida de sus derechos sobre los bienes.
—El doctor Quesada asegura que existe una figura en el Código Civil que habla del manirroto, aquel que dilapida su fortuna. Los parientes tienen derecho, para preservar el patrimonio familiar, de solicitar a la Justicia que revoque los derechos de la persona considerada como pródiga.
Laura ponderó las palabras de su prima. Los Lynch, de las familias de más prosapia de Buenos Aires, contaban con una inmensa fortuna. Sin embargo, algunos desaciertos en el manejo de las estancias, sumados al vicio de don Justo Máximo, habían puesto de manifiesto que no existía patrimonio invulnerable. Deslizó un sobre entre las manos de Eugenia Victoria, que lo abrió con extrañeza.
—No puedo aceptar —dijo, y le devolvió el dinero.
—Conmigo no interpretes el papel de ofendida. Ese papel le corresponde a tu esposo, que, como buen hombre, es orgulloso y machista. Me pregunto, ¿cómo costearás los gastos de esta celebración? Eres muy querida entre nuestras amistades y parece que toda Buenos Aires se ha dado cita esta noche.
Eugenia Victoria no articuló palabra. Contempló largamente a su prima y le apretó la mano. Laura le sonrió con aire triste, y Eugenia Victoria sintió que la gratitud y el cariño se entremezclaban con la pena que Laura siempre le inspiraba. Caminaron en dirección al salón.
—¿Sabes? —retomó Eugenia Victoria—. Climaco Lezica ha sido muy generoso. Ha ofrecido ayudarnos. Le ha propuesto a José Camilo un negocio que podría ser muy rentable. Se trata de la cría de caballos.
Al acercarse Purita, Eugenia Victoria detuvo abruptamente el comentario. Laura notó a su sobrina especialmente agraciada e intuyó que, más allá de lo bien que le sentaba el vestido de brocado lila y amarillo, su belleza tenía que ver con un buen estado de ánimo. Laura la tomó del brazo y entraron en el salón principal.
—¿Cómo van tus clases de francés? —se interesó.
—Ah, tres bien, tante. Merci de demander. J’ai envié de parler avec toi!
—Veo que tu pronunciación ha mejorado ostensiblemente. La influencia del señor Tejada es manifiesta.
—¡Oh, mais oui, tante! Cuando el señor Tejada se dirige en francés es como si recitase los versos de un poema de amor, tan dulce y perfecto es su modo de hablarlo.
Blasco Tejada les salió al paso y saludó con marcada simpatía.
—Buenas noches, señor Tejada. Espero que esté bien.
—Muy bien, señora Riglos.
—Lo felicito Es notoria la mejoría en la pronunciación de mi sobrina Pura. Pronto averiguaré si Eulalia, Dora y Genara han sido tan aplicadas en sus clases.
—Ninguna como la señorita Pura —respondió Blasco con una vehemencia que de inmediato lamentó—. Las señoritas Eulalia, Dora y Genara son excelentes alumnas también. Las cuatro lo son.
Laura se excusó y los dejó solos, y advirtió que los jóvenes se escabullían a la biblioteca. Ella, por su parte, se adentró en el salón y comenzó a saludar a los invitados, que le reclamaban la ausencia de tantas semanas. Se sorprendió de encontrar a Clara Funes, que departía con sus primas Iluminada y María del Pilar. Laura la saludó con simpatía y le preguntó por los niños, pero Clara le respondió con cortedad, nada quedaba de la maternal y dulce Clara que la había invitado a compartir su mesa en la chocolatería de Godet. Sin duda, la habrían alcanzado las hablillas acerca de su romance con Roca. Iluminada y María del Pilar también parecían incómodas.
—¿Alguna noticia del general? —preguntó Laura.
—Sólo las que publica La Tribuna —replicó Clara.
—Espero que su campaña finalice exitosamente.
Clara se limitó a asentir con aire altanero, ése que Laura identificaba con los modos de los cordobeses. Se alejó con el ánimo atribulado, pero el doctor Eduardo Wilde, que participaba en una polémica acerca de la educación de las masas, al invitarla a verter su opinión, la ayudó a dejar atrás el desplante.
—No se puede pensar en el voto universal sin una educación previa de las masas —opinó don Carlos Tejedor, el gobernador de Buenos Aires.
—Ese concepto de la universalidad del voto —remarcó Wilde con sarcasmo— es simplemente el triunfo de la ignorancia universal.
Domingo Sarmiento lanzó una risotada y, palmeando a Wilde en la espalda, le reprochó su exacerbado elitismo. Armand Beaumont, que se unía al grupo secundado por su cuñado y por su amigo Lorenzo Rosas, quiso saber de qué hablaban.
—Discurrimos acerca de las bonanzas y los males de la educación universal, es decir, de la educación extendida a las masas —explicó Estalisnao Zeballos—. Entre las bonanzas —prosiguió—, estamos de acuerdo en que convivir con personas educadas resulta infinitamente superior a hacerlo con desaforados. Por el lado de los males, como ha remarcado inteligentemente el doctor Wilde, podrían contarse las derivaciones políticas poco favorables.
—¿En qué sentido? —se interesó Ventura Monterosa.
—Pues bien —vaciló Zeballos—, se trataría de una oportunidad para que sectores de las bajas esferas accedieran a posiciones que hoy sólo ocupan las gentes decentes.
—Entonces —puntualizó Laura—, tengo que interpretar que la conveniencia o no de una educación extensiva a las masas se discute o se decide a partir del riesgo más o menos inminente de la pérdida de poder sobre el manejo de la cosa pública.
Maldito el instante, masculló Zeballos, en que Wilde la había invitado a formar parte de la polémica cuando, en realidad, el lugar de la viuda de Riglos debería haber sido algún grupúsculo femenino donde se discutiera la mejor manera de hacer el punto cruz o de cocinar el dulce de leche.
—Querida Laura, no es tan así —contemporizó Eduardo Wilde, aferrándole la mano.
A Laura la molestó el tono condescendiente, el que se habría empleado con una niña encaprichada.
—La historia muestra —manifestó Armand Beaumont— que cuando estos sectores inferiores acceden a puestos superiores lo hacen con una carga de resentimiento y violencia que termina por ensombrecer cualquier objetivo noble que hubiesen trazado.
—El resentimiento y la violencia no se engendran en los sectores inferiores simplemente por que sean estos inferiores —retrucó Laura—. Nadie se resiente si es tratado con justicia y ecuanimidad.
—Los esfuerzos de la señora Riglos para que la educación se extienda a las clases más bajas son bien conocidos por todos, en especial por mí —intervino el doctor Avellaneda—. Disminuir los niveles de analfabetismo es un anhelo para ella.
—Una utopía, si el señor presidente me permite —habló Nahueltruz, y sorprendió a los demás, pues, hasta el momento, lucía apático.
Laura, que se había propuesto recobrar el espíritu aunque las palabras de Guor la intimidasen, lo contempló con entereza a los ojos. Su acto de bizarría, sin embargo, no sirvió de nada. Una mirada efímera de Nahueltruz resultó suficiente para empequeñecerla y humillarla. Él ni siquiera había tenido la decencia de dirigirse a ella. Ellos no conversaban, no se relacionaban sino con la elemental cortesía, aunque alguna vez habían significado tanto el uno para el otro. Ahora nada. Había existido un tiempo en que les resultaba difícil dejar de hablar. Ahora eran extraños, no, peor que extraños, porque entre ellos no exitía la posibilidad de que llegasen a ser amigos. Se trataba de un alejamiento perpetuo.
Por el rabillo del ojo, Guor notó el abatimiento de Laura. Lo que experimentó nada tenía que ver con el sentimiento de triunfo que había pretendido. Continuó sin entusiasmo.
—Es mi opinión que los estratos superiores siempre serán superiores y los inferiores siempre inferiores. El mundo se balancea en un delicado equilibrio del cual, quienes ostentan la riqueza y el poder, son responsables, pues ése es el equilibrio que les asegura que la riqueza y el poder permanecerán en sus manos. No por ser una situación de equilibrio quiero decir que sea justa. En absoluto. Simplemente digo que se trata de una situación hegemónica difícil de romper. Por ende, una propuesta como “la educación universal”, completamente desprovista de intenciones materialistas y mezquinas, suena casi irrisoria y de difícil cumplimiento.
—Se equivoca, amigo —tronó la voz de Sarmiento—. Han existido revoluciones que han puesto de cabeza a los más ricos.
—¿Se refiere a la francesa? —preguntó Guor—. No lo creo. Hoy en día, en Francia, estar emparentado o relacionado de modo alguno con la ancienne noblesse es un mérito al que todos aspiran. ¿Acaso Napoleón, gran defensor de la revolución, que invadió toda Europa en nombre de la liberté, egalité et fratenité, no terminó coronándose emperador, asumiendo las prerrogativas de los mismos reyes a quienes con tanto encono persiguió? La verdad es, señores, que resulta propio de la naturaleza humana la propensión a la codicia y a la sed de poder. Es parte de lo que somos, imposible combatirlo o cambiarlo. En caso de que los superiores hicieran alguna concesión a los de abajo, no les quepan dudas, seria para su propio beneficio. Incluso, el deseo de educarlos.
—Mío Dio, Lorenzo! —proclamó Ventura—. Te encarnizas como si pertenecieras a los estratos inferiores.
—No me malinterpreten —pidió Guor—. Estoy convencido de que los hombres no pueden ser todos iguales. Una sociedad clasista es la consecuencia lógica de esta desigualdad. Esto no lo apruebo ni desapruebo es propio de la naturaleza humana, como ya dije. Pero lo que sí creo es que debería existir más tráfico entre los distintos estratos. Es decir, más oportunidades para que los de abajo accedan a niveles superiores, si lo merecen, y los de arriba bajen a inferiores, si lo merecen también. Es decir, aquellos que, habiéndose esforzado, vean recompensado el duro trabajo, y aquellos que, teniendo poder y dinero, lo usen incorrectamente, sean castigados. Después de todo, lo único que diferencia a unos de otros es la educación, por lo que si alguien de abajo accede a ella no presentará diferencias con los de arriba.
—Le faltará —interpuso Zeballos— la tradición que otorga el apellido ilustre de una familia. El buen nombre le faltará.
—Si revisáramos —dijo Nahueltruz— los árboles genealógicos de la mayoría de las familias patricias de Buenos Aires, descubriríamos que la raíz de tanta tradición y abolengo es un reo expulsado de España que bajó, medio muerto de hambre y desnudo, de los barcos de Juan de Garay. Provenimos de mendigos que, por un golpe de suerte o por mérito propio, se convirtieron en príncipes —Como nadie objetó, Nahueltruz siguió hablando—. He vivido lo suficiente para saber que la bondad y la maldad se encuentran tanto en las clases altas como en las bajas. El mayor pecado de las clases altas es menospreciar a aquel que llega sin una familia con tradición que lo respalde, como también a proteger a los suyos aunque sean execrables. Por el lado de las clases bajas, ocultan su indolencia y vagancia detrás de un resentimiento crónico generado por la vida tan injusta que les toca vivir. De todos modos, considero que, de las dos, es la clase alta la que tiene más responsabilidades sociales simplemente porque es la más educada y culta.
—Su teoría es muy interesante —expresó Sarmiento, y agregó algunos conceptos que Laura no escuchó porque, balbuceando una disculpa, se alejó del grupo.
Ventura Monterosa le notó el semblante sombrío y el paso lánguido. Ese aspecto de la señora Riglos también lo atraía, su naturaleza melancólica y sus maneras lentas, sus ojos negros insondables, tan insondables como la tristeza que la perturbaba. Lo atraía que escondiese un secreto. La siguió hasta un grupo de parientas, a quienes saludo con galantería, y enseguida le ofreció su brazo para entrar en el comedor.
Ella no se esforzaba en alterar su estado de ánimo, seguía abatida e insegura. Los esfuerzos por neutralizar la preponderancia de Guor se mostraban inútiles, ni mil días de encierro y ayuno la habrían salvado del efecto devastador de una de sus miradas o comentarios mordaces. Ajena al interés de Monterosa, caminó de su brazo y notó que Esmeralda Balbastro lo hacía del de Nahueltruz.
Apenas iniciada la comida, se habló de la cría de caballos, un negocio rentable en el que José Camilo Lynch y Climaco Lezica pensaban arriesgar parte de su fortuna, en realidad, era Lezica quien aportaría la mayor parte de los fondos, Lynch, el campo y su pericia. Armand Beaumont puntualizó que no conocía a otra persona más experta en caballos que Lorenzo Rosas, y tanto Lynch como Lezica se mostraron interesados en conocer su opinión.
El tema parecía agradarle a Rosas pues se explayó en la mención de las distintas razas, sus características, utilidades y enfermedades más comunes. Comentó que había traído de Europa un caballo normando, un andaluz y un purasangre árabe, su debilidad, según confesó, a pesar del mal genio del animal. El interés de Lezica y de Lynch aumentaba momento a momento. Le pidieron que los llevara a conocer esos ejemplares. Guor dijo que sí, y el tópico languideció rápidamente. El doctor Wilde mencionó la proeza del general Roca, que había desbaratado a las hordas de salvajes del sur, y felicitó a Clara Funes, que asintió, sonrojada.
—Y pensar —habló Estanislao Zeballos— que hay quienes se oponen al exterminio de tan baja casta.
—Por favor, señor Zeballos —suplicó tía Carolita—, no hable de exterminio. Ellos también son seres humanos.
—¡Bestias, eso es lo que son, madame! —insistió Zeballos.
Involuntariamente, Laura miró a Nahueltruz, que comía con impasibilidad. Sólo ella, que conocía sus modos, interpretó en la arruga que le ocupaba la frente el esfuerzo que hacía para controlar su genio. Sin razón, experimentó el peso de la responsabilidad de la campaña de Roca sobre sus hombros.
—Y ahora —insistió Zeballos—, si es necesario, a punta de Remington les enseñaremos a trabajar duro en las estancias.
—Ya le he dicho anteriormente, doctor Zeballos —replicó Laura con firmeza—, que los indios del sur saben trabajar. Cultivan la tierra y crían ganado de todo tipo, en especial yegúerizo y bovino.
—¡Crían ganado! —se exasperó Zeballos—. ¡Por favor, señora! No sea usted tan candida. Esa gentuza come el ganado que nos roba.
Laura apretó las manos bajo el mantel para controlar un arranque de cólera. Le molestaba Zeballos; su soberbia resultaba imperdonable. Pero más la irritaba que con sus palabras hería al hombre que ella amaba.
El silencio que sobrevino lo rompió la duquesa de Parma.
—Sabe usted mucho acerca de esos salvajes, señora Riglos —comentó sin malicia—. ¿Acaso ha tenido oportunidad de conocerlos en persona?
Muy pocos en la mesa recibieron la pregunta con la misma inocencia con la que fue expresada. Las miradas se posaron en Laura, que pugnó para que su rostro no trasuntara el menor vestigio de incomodidad o vergüenza, no con Nahueltruz Guor tan cerca. La incomodidad y la vergüenza de la abuela Ignacia y de sus hijas, en cambio, resultaban tan evidentes como la sorna en otros semblantes.
—Duquesa —habló Eugenia Victoria—, mi primo, el padre Agustín Escalante, un misionero franciscano, hermano mayor de la señora Riglos, mantiene trato muy asiduo con los indios del sur. Incluso convive con algunos de ellos en el Fuerte Sarmiento, que está en la villa del Río Cuarto, al sur de Córdoba. Laura sabe acerca de los indios por lo que su hermano, el padre Agustín, le cuenta.
—Más allá de las opiniones favorables o encontradas en cuanto a los indios —contemporizó Eduardo Wilde—, nadie puede negar, desde el punto de vista militar, que la campaña del general Roca es una epopeya digna de las antiguas legiones romanas. La precisión con que se movieron las distintas columnas, sorteando todo tipo de escollos, se asemeja al mecanismo de un reloj. Su llegada a la isla Choele-Choel el día 25 de mayo pasado es el resultado de un plan metódicamente delineado.
—¡Rufino! —tronó la voz de Sarmiento, que se dirigía a de Elizalde—. Aquel mediodía en el Soubisa semanas atrás debería haberte apostado mucho dinero ¿Recuerdas tu incredulidad acerca del éxito de la campaña de Roca cuando yo te aseguraba que si del Barbilindo se trataba seguro que vencíamos?
Rufino de Elizalde no tuvo otra opción y, levantando su copa, proclamó:
—¡Brindo a la salud del general Roca!
—¡Por el general Roca! —se aunaron los demás comensales.
Durante el choque de copas, Laura advirtió que Guor no levantaba la suya. En cambio, se inclinaba sobre el oído de Esmeralda Balbastro y le susurraba. Reanudada la cena, la duquesa de Parma demostró su poca perspicacia al preguntar nuevamente por los indios del sur.
—Señora Riglos —habló—, cuénteme acerca de esos salvajes que tanto alboroto causan en estas tierras. Nosotros jamás hemos experimentado con bárbaros. Imagino que debe de tratarse de una vivencia fascinante.
—Cara duchessa Marietta —intervino Eduarda Mansilla—, pronto podrá conocer todo acerca de los indios del sur cuando el nuevo folletín de Laura se publique en La Aurora.
—Davero? ¿Cuándo será eso?
—En pocas semanas —replicó Laura elusivamente.
—¿Cómo se titulará? —se empecinó la duquesa.
—La gente de los carrizos —manifestó Laura, y de inmediato tradujo al francés.
—Un nombre muy sugestivo —comentó Saulina Beaumont.
—¿Por qué ese nombre? —se interesó Armand.
—El folletín tratará acerca de una tribu llamada ranquel. Ranquel, en lengua araucana, significa «gente de los carrizos».
—¿Se ajustará a la realidad y a lo que conoce de estas gentes —preguntó Saulina— o su vivida imaginación jugará un rol importante?
Laura recibió de buen grado la pregunta. Habló con la seguridad que le había faltado a lo largo de la velada.
—El folletín será la historia más o menos exacta de los avatares de mi tía Blanca Montes entre los ranqueles. En el año 40, mi tía, madre de mi medio hermano, el padre Agustín Escalante, fue cautivada por un malón y llevada a las tolderías de los ranqueles. En las memorias de mi tía Blanca Montes basaré mi próximo folletín. Es a través de sus escritos que conozco a los ranqueles. Ella los amaba y respetaba como pueblo, y yo también.
Movió la cabeza deliberadamente y miró a Nahueltruz a los ojos. La máscara que usaba para enfrentarla había caído; su semblante revelaba desorientación. En cuanto a los demás, incluso tía Carolita se había contrariado. Un secreto familiar celosamente custodiado, Laura lo exponía con descuido e irresponsabilidad. La declaración había sido clara y precisa, y no daba lugar a enmiendas, y hasta la abuela Ignacia debió guardar silencio. Armand Beaumont tomó la palabra antes de que su cuñada la duquesa volviera a preguntar acerca de los ranqueles, y comentó sobre la exquisitez de la naturaleza muerta que colgaba sobre el vajillero. Eugenia Victoria explicó que se trataba de un óleo que los expertos adjudicaban a Giuseppe Cesari, el maestro de Caravaggio. La conversación derivó en el tenebrismo caravagiesco y, hasta el final de la comida, sólo se habló del arte renacentista.
Como de costumbre, luego de la cena, bebieron café y licores. Los comensales abandonaron la mesa y pasaron al salón. Laura, fastidiada por un vistazo de la abuela Ignacia, decidió visitar a sus sobrinos menores. Se escurrió hacia el interior de la casa sin percibir que Guor dejaba su sitio junto a Esmeralda y la seguía. Subió las escaleras y caminó en puntas de pie por el corredor apenas iluminado.
—¡Laura!
Un temblor le recorrió el cuerpo al escuchar a Nahueltruz pronunciar su nombre de pila después de tantos años. Se dio vuelta y lo vio aproximarse a paso rápido. Guor se detuvo frente a ella y, en su proximidad, sufrió un breve quebranto. A él también decir «Laura» después de tanto tiempo lo había afectado íntimamente. Pero los recuerdos amargos prevalecieron como de costumbre y lo tornaron hosco.
—¿Qué derecho invocas para hacer pública la vida de mi madre?
—Mi tía Blanca fue también la madre de mi hermano Agustín —adujo Laura en un hilo de voz.
—Que Agustín sea tu medio hermano no te da derecho a ventilar las intimidades de mi madre a personas que sólo buscarán destrozar su memoria.
—Quiero hacerlo, Nahuel —expresó ella en tono suplicante.
—No vuelvas a llamarme de ese modo.
—Discúlpame —expresó Laura, con la vista baja.
—Te prohíbo que publiques las memorias de mi madre. No harás de ella el hazmerreír de esta sociedad de pacatos a la que perteneces.
—Agustín me entregó el cuaderno con las memorias de mi tía Blanca y me autorizó a usarlas para escribir una historia, si yo lo juzgaba propicio. Y lo haré —se empecinó Laura, de pronto resentida por tanto maltrato—. Agustín fue tan hijo de Blanca Montes como tú.
—Devuélveme el cuaderno de mi madre. Su lugar no es contigo. Si Agustín no lo quiere, yo sí.
—No te lo daré. Agustín me lo confió.
—¡Laura, devuélvemelo! —prorrumpió Guor.
Sus ojos grises brillaban de rabia; tensaba el cuello y los tendones se le remarcaban con el esfuerzo; la nuez de Adán le subía y le bajaba. Laura le tuvo miedo. No obstante, repuso con ecuanimidad que no se lo devolvería.
—¡Me lo darás! —vociferó él.
La aferró por los hombros y la sacudió brutalmente. Laura soltó un grito de dolor, aunque nada tenía el poder de herirla tan profundamente como el desprecio de él.
—Lorenzo, lasciala in pace! Súbito!
Ventura Monterosa se precipitó sobre Guor en dos zancadas, arrebató a Laura de sus manos descontroladas y la cobijó entre sus brazos. Laura escondió el rostro en su chaqueta y rompió a llorar amargamente. Guor se apartó tambaleando y, con el gesto de un chiquillo asustado, contempló la figura de Laura sacudirse sobre el pecho de su protector. Extendió la mano para tocarla, pero Monterosa la protegió con su cuerpo.
—¡Responderás por esto, Rosas!
—¡No, no! —gimoteó Laura—. ¡Ha sido todo por mi culpa!
—¡Responderás por esto! —insistió Monterosa.
—Le imploro, Ventura. Que esto termine aquí y ahora, sin consecuencias para nadie. Por favor, lléveme a casa. Sólo deseo llegar a mi casa.
Monterosa bajó la vista para dar con un rostro suplicante que sólo infundía piedad. Asintió gravemente y la acompañó por la escalera de servicio. Durante el viaje, eligió permanecer callado. En la casa de la Santísima Trinidad, la acompañó hasta el vestíbulo donde se contemplaron en silencio. Laura sólo deseaba correr a su cuarto y refugiarse en el descanso. De todos modos, debía una explicación.
—Señor Monterosa, le agradezco lo que ha hecho por mí esta noche. No juzgue con demasiada dureza al señor Rosas. Fui yo la culpable, yo quien lo sacó de quicio. Que el episodio de esta noche no sea el causante de un malestar entre ustedes, que son tan buenos amigos.
—Yo no soy amigo de Rosas. Es amigo de mi cuñado, no mío. Lo siento, Laura, pero Rosas deberá rendir cuentas por el trato abyecto al que la sometió. Supongo que será en vano preguntarle qué sucedió.
—No dudo de sus buenas intenciones —expresó Laura—, y si es su deseo ayudarme, le suplico que olvide este nefasto momento. Usted no conoce nada de mi vida ni de la del señor Rosas. Sólo sepa que el señor Rosas tiene motivos para enfurecerse conmigo como lo hizo esta noche.
—¿Debo colegir, entonces, que usted y Rosas se conocieron en el pasado?
Laura titubeó, acorralada. La continua necesidad de ocultar y simular que, desde hacía más de seis años, se había impuesto como una condena la agobió con un peso que, de repente, no quiso seguir llevando a cuestas.
—Yo amo al señor Rosas desde hace muchos años. Él es y será el único y verdadero amor de mi vida. Si usted le hace daño, me lo hace a mí también.
Guardaron silencio sin apartar la vista el uno del otro. A pesar de la confesión, Monterosa deseó besarla en los labios.
—Él no la merece —manifestó duramente.
—Soy yo quien no lo merece a él.
—Jamás creeré eso, Laura. Rosas se ha comportado esta noche como un patán y tendrá que responder por su canallada.
Ante los ojos arrasados de ella, Ventura se dio cuenta de que la desilusión estaba volviéndolo intratable. Le aferró ambas manos y se las besó.
—Perdóneme, Laura. Si ésa es su voluntad, no exigiré explicación alguna. Cuenta, además, con mi absoluta discreción.
María Pancha escuchó la relación de los incidentes con la parsimonia habitual. No solía echar mano al «yo te dije» porque lo juzgaba inútil. Bien sabía Laura que el consejo de su criada había sido llegar a un entendimiento con Guor, pues, en su opinión, el enfado sin confrontación empeora las cosas. La ayudó a quitarse el traje, las enaguas y el corsé, le cepilló el cabello más suavemente que otras veces y la mimó con leche tibia y bizcochuelo.
—Lo del cuaderno de Blanca —manifestó María Pancha— fue la excusa de la que se valió ese indio para ventilar el rencor que le carcome el alma. Siempre existirán excusas.
—Mi Nahuel ya no existe —murmuró Laura—. Un hombre mundano y frívolo ha tomado su lugar. El cabello largo ha sido prolijamente mondado y peinado hacia atrás con fijador; una levita de exquisita confección reemplazó al poncho y el chiripá. Su voz, sin embargo, me hizo temblar porque cuando me llamó «Laura» por un momento creí que estábamos de regreso en el hospedaje de doña Sabrina. —Lanzó un suspiro y dejó la silla frente al tocador. Ya en la cama, manifestó con amargura—. Resulta obvio para mí, María Pancha, que Nahuel y yo no podemos compartir el mismo sitio. Otra velada como ésta y terminaré por enfermarme de los nervios. No volveré a verlo.
Algo más tarde, Guor fumaba en la cama mientras recibía con indolencia las caricias que Esmeralda Balbastro le prodigaba. Después de haber visto a Laura partir de lo de Lynch llorando en brazos de Monterosa, había necesitado un momento para reponerse. El temblor de su cuerpo finalmente cedió y pudo volver a la sala donde le informo a Esmeralda que se iba y que esperaba encontrarla en casa de ella en una hora. A Blasco, a quien vio conmovido junto a la señorita Pura, prefirió no molestarlo.
Dejó lo de Lynch ciego de rencor, incapaz de sopesar con mente fría e imparcial lo ocurrido con Laura. En ese momento, ya saciado físicamente, analizaba con más detalle, por ejemplo, el efecto que ridículas nimiedades habían ejercido sobre él, como el contacto de sus manos sobre los hombros de Laura o ese «Nahuel» que casi lo desarmó. La intervención de Ventura sirvió para evidenciar una obviedad que se había negado a aceptar desde el reencuentro, porque había tardado en saber que sentía celos no sólo de quienes la cortejaban sino de todas las palabras. Le indicó una silla, pero Ventura desestimó el ofrecimiento con un movimiento de mano.
—Sólo permaneceré un momento. Parto en dos días a Santiago de Chile y es perentorio que comience a empacar. Lo que me detenía en esta mediocre ciudad se ha desvanecido anoche cuando la señora Riglos me confesó que te ama, que te ha amado siempre y que siempre te amará. Ya ves —dijo, con una sonrisa forzada—, has salvado el pellejo, porque te aseguro que era mi intención pedirte una explicación por la infamia de la que fui testigo. Pero no te pediré cuentas porque ella me lo ha implorado. Tienes suerte y te envidio. La única mujer que me ha hecho pensar en abandonar esta vida errante y anhelar una reposada y familiar te ama más allá de todo entendimiento. Y lo que me llena de ira es que no eres digno de limpiarle el polvo de los zapatos. Buenas tardes.
Monterosa apenas inclinó la cabeza en señal de saludo y marchó hacia el recibo. Nahueltruz Guor no atinó a acompañarlo, en realidad, ni siquiera reparó cuando Monterosa dejó la sala. La exposición había tenido el efecto de un rayo y, por espacio de varios minutos, permaneció inmóvil, la vista fija en un punto. Tampoco escuchó el paso cansino de su abuela Mariana y se volvió bruscamente cuando ella le tocó el brazo.
—Estabas aquí —dijo la mujer en araucano—. ¿No escuchas la campana que suena?
Guor se precipitó a su dormitorio Necesitaba mojarse el rostro y despabilarse. Al poco su abuela le indicó que Lynch y Lezica lo aguardaban en la sala.
—Quizás pensó que nuestro interés en sus caballos no era sincero —manifestó Jose Camilo mientras sonreía amistosamente—. Pues bien, nuestro interés es tal que con mi amigo Climaco no quisimos dejar pasar un día. Como usted dejó mi casa anoche tan deprisa no tuve tiempo de fijar una cita. Por eso nos atrevemos a molestarlo hoy en su casa.
—No me molesta usted en absoluto, señor Lynch. Aprovecho la oportunidad para agradecerle tan grata velada, la de anoche. Y pido disculpas también por la manera intempestiva en que dejé su casa. Asuntos de naturaleza impostergable me reclamaban. En cuanto a los caballos, me honrarían usted y el señor Lezica si los consideraran para su negocio. Me he tomado el trabajo de traerlos desde Europa justamente para eso, para hacer negocios. Apenas llegué a Buenos Aires, los mantuve en un establo de la calle Florida, cercano a la Plaza de Marte, pero no me gustaba la manera en que los cuidaban y los saqué de allí. Ahora están en una quinta que alquilo en la localidad de Caballito. Sean mis invitados y permanezcan en mi quinta el tiempo que estimen necesario.
—He sabido por Armand —habló Lynch— que usted monta como nadie.
—Aprendí a montar antes que a caminar —expresó Guor sin visos de vanidad.
—También nos dijo que usted se dedica a la cría de caballos en Europa y que le va muy bien.
—No puedo quejarme.
Lynch y Guor acordaron en partir a primera hora del día siguiente hacia Caballito. Lezica, en tanto, permanecería en Buenos Aires a cargo de su tienda. Según aclaró, no era momento propicio para dejar la ciudad.