CAPÍTULO XXIV.
El retrato a la carbonilla
De nuevo en la Santísima Trinidad, Laura se encontró con varias novedades, entre ellas que Pura había vuelto a casa de sus padres. Según la versión de María Pancha, el propio José Camilo Lynch había ido a rogarle. Doña Luisa parecía inconsolable hasta que Pura le prometió volver a diario. La visitaba por la tarde, escoltada por una sirvienta y el cochero, que la aguardaban en la cocina. Sentado a la mesa de doña Luisa siempre estaba Blasco Tejada. Al final de la tarde, cuando Pura debía regresar, la anfitriona los dejaba a solas en el comedor. Apenas desaparecía doña Luisa, Blasco tomaba entre sus brazos a Pura y la llenaba de besos y volvía a declararle su promesa de amor eterno. Pura se dejaba besar y abrazar, respondía a las promesas con el mismo fervor, pero enseguida lo obligaba a volver a su sitio para conversar. Quería conocerlo exhaustivamente. Quería hablar del futuro. Le gustaba que Blasco hubiera decidido empezar a estudiar leyes.
—Creo que regresaré a vivir con Lorenzo —le confesó una tarde.
—¿Por qué?
—Él me lo ha pedido tantas veces, Pura. Yo le debo tanto a él. Le debo todo lo que soy. Además, si regreso a su casa, podré ahorrar gran parte de lo que gano en la editora. Así, cuando nos casemos, contaremos con algo para empezar. No será mucho…
Pura apoyó su pequeña mano sobre los labios de Blasco para acallarlo.
—El dinero es importante —expresó—, no soy tan ingenua para creer que no lo es. Pero lo que más deseo es que seas feliz. Quiero que regreses a casa del señor Rosas únicamente si eso te hace feliz.
—Amor mío —susurró Blasco, conmovido—. Sí, me hace feliz que Lorenzo sea feliz. Él sufrió enormemente toda su vida. Me gustaría que algun día viviese lo que yo vivo ahora gracias a ti.
—Estoy enamorada de usted, señor Tejada, por muchas cosas, pero a medida que conozco más profundamente su noble corazón, creo que todo el amor que siento no cabría en el mundo entero.
Más allá de que a José Camilo Lynch no lo complacía el festejante de Pura —su hija merecía poco menos que un aristócrata europeo, tal como la hija mayor de Eduarda Mansilla—, había permitido que cenara dos veces en la mansión. A diferencia de Eugenia Victoria, que lo trataba con dulzura entrañable, Lynch prácticamente no le dirigía la palabra y se limitaba a observarlo y a ponerlo nervioso. Blasco, sin embargo, mostraba una conducta ecuánime que terminó por granjearse la simpatía de Lynch. En la última ocasión, al momento del café, se dignó a preguntarle cuándo comenzaría sus estudios en leyes y si estaba interesado en trabajar en un bufete.
—Las relaciones sociales son indispensables en esa profesión —indicó Lynch—. Y usted, señor Tejada, carece absolutamente de ellas. Si se desempeñara junto a algún prestigioso letrado desde joven, podría cultivar amistades que serían sumamente valiosas para su futuro bufete. Porque, imagino, usted aspira a tener su propio bufete, ¿verdad?
Blasco, que ni siquiera había empezado, agitó rápidamente la cabeza en señal de asentimiento.
—Sí, claro, señor.
—Pues bien —continuó Lynch—, yo podría pedirle a algunos de mis amigos que consideren una posición para usted. ¿Qué le parece? —preguntó en un tono que no aceptaba otra respuesta excepto la que ofreció Blasco.
—Me parece excelente, señor.
—Supongo que su tutor se habrá ofrecido a costear sus estudios, ¿no?
—Sí —respondió Blasco—. El señor Rosas ha prometido hacerlo.
Mientras desempacaba los baúles de Laura, María Pancha también le contó que, días después del banquete en el Pohteama, cuando Roca compareció en el Congreso para rendir cuentas de los gastos de la campaña al desierto, trataron de matarlo. Laura se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de espanto. Más tarde, de visita en la editora, Mario Javier la puso al tanto de los pormenores. Después de la sesión de rendición de cuentas, en la cual ni sus más acérrimos detractores pudieron cuestionarlo, tan clara y minuciosa había sido, Roca dejó el Congreso usando un coche distinto al que lo había llevado. La turba enardecida que lo esperaba afuera se abalanzó sobre el landó donde creía que viajaba el general. Sin duda, lo habrían matado de encontrarlo dentro. Laura decidió que iría a visitarlo.
La otra novedad importante era la llegada de lord Leighton, que había telegrafiado desde Río de Janeiro informando que tocaría el puerto de Buenos Aires el 10 de agosto. Faltaban sólo tres días. El telegrama advertía que lord Leighton no llegaba solo sino acompañado por su hermana, lady Pelham. Avisaba además que se alojarían en el hotel Victoria, frente a la plaza, donde un empleado de lord Leighton había hecho reservaciones.
—De ninguna manera —expresó Magdalena—, lord Leighton y su hermana se alojarán en la Santísima Trinidad, como habíamos previsto. Durante semanas he preparado la casa para recibirlo. Que venga con su hermana no es excusa para que no se quede aquí. Para ella, prepararemos la habitación que era de Dolores, que es más acogedora y calentita que la otra de huéspedes. Mandaré enviar un telegrama ahora mismo a Río de Janeiro para avisarles que los esperamos en la Santísima Trinidad. Entiendo —dijo, con acento solemne— que lady Pelham es una mujer de gran prestigio en la sociedad inglesa. Tu padre me dijo una vez que su esposo, Henry Pelham, pertenece a una familia de gran alcurnia. Algunos de sus miembros han formado parte del gobierno. Uno de ellos fue primer ministro, que es como decir presidente aquí. El cuñado de lady Pelham, hermano mayor de Henry, es el duque de Newcastle. ¡Lady Pelham es amiga de la reina Victoria! —exclamó, más con espanto que con admiración—. Como ves, Laura, lidiaremos con gente del más alto rango, acostumbradas al boato y al protocolo. Debes causar una buena impresión a tu futura cuñada —ordenó, y, antes de marchar deprisa a los interiores de la casa, dijo—: El doctor Pereda y yo hemos decidido postergar nuestro viaje de bodas hasta que tú y lord Edward partan hacia Inglaterra.
—Se ha puesto muy inquieta a medida que se aproxima su boda —explicó María Pancha, mientras contemplaba la figura de Magdalena desvanecerse en la penumbra del corredor—. La llegada de lord Leighton y de su hermana, la amiga de la reina de Inglaterra —acotó con malicia—, la tiene más nerviosa de lo que yo esperaba. Tu repentino viaje a Córdoba la ha fastidiado hasta el punto de tenernos a todos en vilo con sus exigencias y protestas. Una tarde echó con cajas destempladas a tu tía Dolores cuando hizo el intento de regresar mientras tu estabas en Caballito.
A Laura le costaba imaginar a su madre tan alterada, menos aún discutiendo con su hermana mayor a quien siempre había temido.
—¿Tía Dolores trató de regresar?
—Quizás —reflexionó María Pancha—, tu tía pensó que si volvía a instalarse en la Santísima Trinidad mientras tú te ausentabas, a tu regreso no tendrías corazón para echarla de nuevo.
—Quizás tenía razón —admitió Laura—. No me gusta ver al abuelo Francisco tan caído.
—El amor siempre nos vuelve compasivos —meditó María Pancha—. ¿Cómo le dirás a tu madre que tu matrimonio con lord Leighton no se llevará a cabo? Creo que contaba con eso para hacer migas con la reina Victoria.
—No seas sarcástica —reprochó Laura, aunque sonreía—. Sabes que será una debacle cuando mi madre se entere de que no lo desposaré.
—Más debacle será cuando sepa que has cambiado a un hombre como Leighton por uno como Guor. ¿No vas a contarme nada de tu temporada con él? ¿Ya sabe de la visita de lord Leighton?
—No —admitió Laura—, no sabe nada.
—No te animaste a decírselo —adivinó María Pancha.
—No, no me animé.
—Laura —dijo la criada, con reproche.
—Lo haré cuando regrese de Martín García.
—¿Por fin consiguió el permiso para visitar a su tío?
—Sí.
—Gracias al general Roca, imagino.
—Sí, gracias al general Roca.
—¿Y cuando partirá hacia Martín García?
—Pasado mañana, al alba. Ya le escribimos a Agustín para contarle. En cuanto a Nahuel respecta, fue el senador Cambaceres quien consiguió el salvoconducto. El nombre de Roca no será mencionado en ningún momento.
—La mentira —sentenció María Pancha— tiene patas cortas.
La mañana en que Guor partió hacia la isla Martín García, Laura fue a visitar al general Roca. Había enviado a un sirviente con una nota avisándole de sus intenciones, y el general le había contestado que la esperaba a las once. Como no quería que reconocieran su landó a las puertas del ministerio, mandó a María Pancha rentar un coche en la plaza de la Victoria. Durante el trayecto, pensó en Nahueltruz.
La noche anterior había cenado en la Santísima Trinidad por primera vez. No había llegado solo. Blasco, Armand Beaumont, Saulina y tía Carolita también habían aceptado la invitación. Para decepción de Blasco, Pura no se encontraba presente, sus padres no habían podido asistir a causa de otro compromiso, y Lynch no le había permitido ir sola. Con el correr de la noche, Blasco fue cobrando ánimos pues se trató de una velada muy placentera. Nadie mencionó el problema político ni las próximas elecciones de diputados; se habló mayormente de Europa, y tanto Armand como Nahueltruz divirtieron a los demás con sus anécdotas. En varias ocasiones se mencionó a Geneviéve Ney, y Laura terminó por entender lo estrecha que había sido la relación entre la afamada bailarina francesa y Nahueltruz; a pesar de estar segura de su amor, los celos la abrumaron porque se dio cuenta de que él aún la admiraba, quizás la amaba.
Más tarde, Geneviéve y los celos que le despertaba se esfumaron cuando Nahueltruz se deslizó dentro de su dormitorio y le hizo el amor. Había simulado despedirse junto al resto sólo para dar vuelta en la esquina con su coche y detenerse frente al portón de los caballos que María Pancha se había ocupado de dejar sin traba. Esperó que la Santísima Trinidad se fuera a dormir y entró en los establos con la ansiedad de un mozalbete. Laura lo aguardaba envuelta en su bata de merino junto a la puerta de la cocina, la que daba al patio. Salió a recibirlo y él la regañó pues hacía mucho frío. La protegió con su abrazo y caminaron hacia la casa en silencio. Ya en el dormitorio, Guor se dedicó a estudiar el ambiente, percibiendo la mano de ella en cada particularidad en la feminidad de los adornos, en la elegancia de los muebles, en la delicadeza de los colores; la presencia de Laura palpitaba en los cuatro rincones. Adyacente, detrás de un cortinado de terciopelo, halló el boudoír con su biblioteca que iba de pared a pared abarrotada de libros y un escritorio estilo Chippendale cubierto de papeles y más libros. En esa pequeña sala se descubría ese otro aspecto de Laura que la volvía insaciable, rebelde, escandalosa.
—Aquí paso mayormente mi tiempo cuando estoy en casa —la escuchó decir con voz tenue.
Repasó los lomos de los libros y encontró, entre los más aceptados y comunes, los otros, los anatematizados, como Candide de Voltaire, El contrato social de Rousseau, Dialogue des morts de Fontenelle, varios de Marivaux, El hombre máquina de La Mettrie, El hijo natural de Diderot, Peer Gynt de Ibsen y los más famosos de George Sand, Indiana y Leda, la mayoría en castellano, pero también en francés y en inglés.
—No sabía que hablaras inglés.
—Estoy aprendiendo —dijo ella, y, como no quería entrar en detalles, le pidió que volvieran al dormitorio—. No quiero hablar de libros ahora. Esperé el día entero este momento.
—¿Qué momento? —preguntó Nahueltruz, sin tocarla ni mirarla.
—El momento en que estaríamos a solas en esta habitación.
Guor se había alejado en dirección del tocador y hurgaba entre sus lociones, afeites y cepillos. Tomó un frasco, lo destapó y aspiró la fragancia. Se trataba de la loción de rosas, la que tantas evocaciones encerraba, esa que él había aprendido a vincular exclusivamente con Laura y su piel. Caminó hacia ella con el frasco en la mano. Sonrió de una manera irónica y los ojos le brillaron lujuriosamente al descubrir su desnudez que se traslucía a la luz de las velas. Mientras lo contemplaba aproximarse, Laura pensó: «¡Dios, qué hermoso es!». Guor mojó la tapa de cristal con perfume y la deslizó por el cuello de Laura y por el escote también hasta hundirla entre sus senos. Volvió a embeberla y le mojó los pezones endurecidos que asomaban a través de la seda del camisón. Notó que el pecho de Laura se agitaba y sintió que sus manos se aferraban a él en busca de sostén.
—¿Te gusta que te toque?
—Sí —susurró ella.
—¿Qué te gusta que te haga? —preguntó, manteniéndose deliberadamente apartado.
Ella no respondió de inmediato. Cuando lo hizo, habló claramente y de corrido, sin dubitaciones.
—Me gusta que tus manos recorran mi cuerpo desnudo, que mis pezones estén en tu boca, tu aliento sobre mi piel, tu peso sobre mi cuerpo, que me hables mientras gozo. También me gusta observarte mientras tú gozas, pero yo no puedo hablarte porque tu imagen me deja sin aliento. Me gusta que me conozcas en detalle, a veces creo que hay partes de mí que son más tuyas que mías. Amo la intimidad que compartimos. Jamás me cansaría de contemplar nuestros cuerpos desnudos amándose reflejados en el espejo. Me gusta que estés dentro de mí porque es cuando más mío te siento. Que seas mío, eso es lo que más me gusta.
Guor la escuchó enmudecido. Desde tiempos de su madre, nunca se había sentido tan amado. El amor de Laura era lo más perfecto y precioso que poseía. La tomó entre sus brazos y, mientras la besaba, le confesó que la única razón para regresar a la Argentina había sido ella, cuando supo tardíamente de la muerte de Riglos. Le dijo también que no había pasado un día de esos seis años en que él no la hubiera recordado.
—Traté de odiarte. ¡Oh, por Dios, cómo quería odiarte! Pero este amor que siento por ti es más grande que el odio y que el rencor. Tiene voluntad propia y vive dentro de mí sin que yo pueda resistirlo.
—No lo resistas, mi amor.
—No, no —aseguró él, vehementemente—. Ahora no. Pero durante los años que estuvimos separados traté de olvidarte.
Se amaron sobre la alfombra, envueltos en el calor que refractaba el brasero, abandonados a la pasión que los dominaba, sin reparar que a pocos metros la familia Montes dormía.
—Debo irme —dijo Guor, aún sobre la alfombra, con Laura recostada sobre su pecho—. La corbeta sale muy temprano mañana. Hay detalles que ultimar.
—Dicen que los presos de Martín García sufren muchas necesidades —comentó ella.
—Sí, lo sé. Por eso llevo vituallas, ropa de abrigo y toda clase de utensilios que, sé, les servirán a mi tío y a mis primos.
Laura se puso la bata y encendió la palmatoria, mientras Guor se vestía a medias. Salieron al corredor, frío y a duras penas iluminado por la vela que Laura llevaba en la mano.
—Antes de que te vayas, quiero mostrarte algo. Está en el despacho de mi abuelo.
Las maderas del piso crujían y, en el silencio de la Santísima Trinidad, sonaban como campanazos. Guor se puso nervioso, pero la tranquilidad de Laura lo reanimó. En el despacho de Francisco Montes, se movieron hacia un rincón junto a la biblioteca donde Laura levantó la palmatoria e iluminó un cuadro sobre la pared.
—Es un retrato del cacique Mariano Rosas —explicó—. El coronel Mansilla se lo regaló a mi abuelo.
A claras se veía que Guor sufría una fuerte emoción, le brillaban los ojos y su nuez de Adán subía y bajaba rápidamente. Tomó la palmatoria de mano de Laura y la acercó aun más. El parecido resultaba sorprendente.
—Lucio se lo regaló a mi abuelo, que siempre está sacándolo de apuros, en especial financieros. Lo dibujó uno de los oficiales que lo acompañaron al País de los Ranqueles en el 70. Parece que era diestro con la carbonilla.
—Sí, lo era —confirmó Guor.
Una lágrima rodó por su mejilla, y Laura se la secó con la mano. Pero las lagrimas siguieron cayendo para convertirse en un llanto profundo y silencioso. Laura le quitó la palmatoria, la dejó sobre la mesa y lo abrazó. Nahueltruz se aferró a ella con desesperación.
—Amor mío, amor mío —repetía ella—. No llores, no puedo verte sufrir. Creí que te gustaría ver el retrato.
Lo guió hasta el sofá y le alcanzó una copa de brandy, que Nahueltruz bebió de un trago. Se sentó sobre sus rodillas y le rodeó el cuello con los brazos. Pasaron algunos minutos en silencio. Nahueltruz mantenía la vista perdida en un punto, mientras Laura aguardaba con paciencia que regresara a ella.
—Es la primera vez que lloro a mi padre desde que me enteré de su muerte —confesó—. Murió en el 77.
—Sí, lo sé —dijo, y fue hasta un cajón del escritorio de donde sacó un sobre abultado; hurgó su contenido hasta dar con un recorte de periódico, que entregó a Nahueltruz.
—Es del diario La Mañana del Sur —explicó, mientras él lo repasaba con la vista.
El artículo, que se titulaba «Muerte de un cacique», decía que Mariano Rosas había fallecido el 18 de agosto:
«Acaba de morir el poderoso cacique de la tribu de los Ranqueles, de muerte natural. Mariano Rosas era una autoridad del desierto. Por su influjo, su valor y, sobre todo, por su prudencia, ha sido posible mantener la paz con él, y el general Roca había logrado imponerle respeto e inspirado confianza».
—Apenas leí este artículo —comentó Laura—, escribí de inmediato a Agustín que me ratificó que tu padre había sido una más de las víctimas de la epidemia de viruela.
—Como mi Linconao —acotó Guor.
La mención del hijo muerto de Nahueltruz dejó callada a Laura. «¡Cuántos recuerdos dolorosos he traído a su cabeza a causa de mi capricho de mostrarle el retrato! Jamás debí hacerlo. Jamás», se reprochó.
—Perdón, amor mío —dijo—. Perdón por haberte causado este momento tan amargo.
Guor la miró fijamente y le tomó el rostro entre las manos como solía hacer cuando quería decirle algo definitivo e importante.
—No, Laura, no me pidas perdón. Me has traído aquí con la mejor intención, lo sé. Con la intención de recordar a mi padre. No podías saber que, a causa de razones que llevo muy dentro de mí, no puedo recordarlo con alegría sino con la más angustiosa tristeza. Pero, ¿qué culpa tienes tú? ¿Por qué deberías pedirme perdón?
«Debería pedirte perdón de rodillas, —dijo Laura para sí—, debería flagelar mi cuerpo mientras lo hago, debería penar y penar hasta que me concedieras tu perdón, amor mío, porque fue por mi causa que abandonaste a tu padre y sé que es eso lo que te pesa en el alma». Pero no dijo nada. La aterrorizaba pronunciar esa verdad.
—¿Se parece a tu padre? —preguntó, en cambio.
—El parecido es increíble —aseguró Guor.
—Mi abuelo siempre repite que se trata de un indio gallardo y de excelente estampa.
—No debe de decir lo mismo desde que se enteró, gracias a tu folletín, que este cacique cautivó a su sobrina Blanca Montes treinta y nueve años atrás.
—No ha dicho nada. No conoces a mi abuelo. Tiene la naturaleza más compasiva y misericordiosa que conozco. Él y su hermana, tía Carolita; ellos son así. Sus corazones no tienen espacio para el rencor.
—Y el resto de tu familia, ¿qué ha dicho?
—Nadie sabe de quién es este retrato. No le prestan atención —agregó, y sonó más displicente de lo que habría querido—. ¿Aún resientes que escriba La gente de los carrizos?
—No —aseguró él—. Jamás lo resentí. Si alguna vez me opuse fue por otras razones que nada tienen que ver con el folletín. Estoy orgulloso de mi madre y de su historia. —Después de una pausa agrego—: Aunque la perdí cuando era muy niño, su recuerdo siempre me acompaña. Se trataba de una mujer extraordinaria. Muchas veces me hizo falta.
—Nahuel —susurró Laura, y le acarició la mejilla.
Dejó el sofá y caminó hacia el cuadro Guor se puso de pie y la siguió.
—Es tuyo —pronunció, mientras lo descolgaba—. Quiero que lo lleves a tu casa, que lo compartas con tu gente, que lo cuelgues en un lugar adonde todos puedan apreciarlo.
—¿Y tu abuelo? —musitó Guor.
—¿Mi abuelo? —repitió Laura con una sonrisa bribona—. Suficiente que su Laurita haya decidido regalar el cuadro para que él esté de acuerdo.
—Pocas mujeres conozco —expresó Guor— que poseen tu capacidad para dominar la voluntad de los hombres.
Tomó el cuadro de manos de Laura, y salieron del despacho de Francisco Montes. Cruzaron en silencio la vieja casona. Nahueltruz no quería que Laura saliera al patio porque helaba, pero ella se empecinó. La envolvió en su zamarra de barragán y caminaron abrazados hasta el establo. Antes de despedirse, Guor le confesó:
—Tengo miedo de enfrentar a mi tío Epumer.
—¿Por qué, mi amor?
—Tengo miedo de que me reclame estos años de abandono.
Laura se quedó en silencio.
—Tengo miedo —retomó Guor, y en la oscuridad no percibió la consternación de ella— de que me reclame no haber estado junto a mi padre cuando murió. Tú sabes que no le temo a nada, Laura.
—Sí, lo sé —dijo ella, con pasión.
—Pero el dolor de mi gente es una cruz con la que no sé cómo lidiar. Culpa, rencor, impotencia, muchos sentimientos se entremezclan y me dejan vacío el corazón y la cabeza. No sé qué hacer.
—Nahuel, amor mío, tú mismo me dijiste años atrás que algún día llegaría el fin de la guerra entre cristianos y ranqueles, y que ese día sería cuando uno de los dos bandos aplastara al otro. Me atrevo a decir que incluso sabías que tu gente sucumbiría ante el poderío del blanco. No te achaques culpas que no te corresponden. El sufrimiento de tu pueblo no es tu culpa. El destino de los pampas se selló años atrás.
—¡Yo los abandoné, Laura, cuando más me necesitaban!
—¡Eso fue por mi culpa, Nahuel, no por la tuya! —pronunció, y Nahueltruz se retiró como empujado por la vehemencia de ella—. Mi culpa —repitió—, no la tuya. Yo te arruiné la vida. Jamás debería haberte amado porque sabía que nuestros mundos no se entenderían. Es mi culpa, culpa de este amor tan inmenso que siento por ti. No debería haberte amado, Nahuel ¡Mira cómo has sufrido! ¡Mira cómo sufres aún! ¡Oh, Dios mío!
Guor apoyó el cuadro contra la pared y aferró a Laura por los brazos.
—No es tu culpa, Laura —dijo con firmeza—. ¿Cómo piensas que es tu culpa? Yo pude haberme quedado en Tierra Adentro luego de lo de Racedo bajo el amparo que me brindaban mi tierra y mi padre y, sin embargo, elegí partir. Otras cuestiones me llevaron a hacerlo.
—¿Qué otras cuestiones excepto poner la mayor distancia entre tú y la mujer pérfida que te había abandonado?
—No digas eso. Y no vuelvas a culpar a nuestro amor, que es lo más grande que tengo. No quiero volver a escucharte decir que no deberías haberme amado. Si no me hubieses amado me habrías sumido en un infierno mil veces mayor que el que me tocó vivir. Basta. De este tema no hablaré más. No debí mencionarte los escrúpulos que albergo respecto de volver a ver a mi tío Epumer.
—¿Y a quién mencionarías tus escrúpulos si no a mí, tu mujer?
—¡Ah, mi mujer! —repitió él—. Escuchar esas palabras de tus labios me hace olvidar todo aquello que me atormenta.
Se besaron, y Nahueltruz sintió en su boca el gusto salobre de las lágrimas de Laura.
—Cuando regrese de Martín García, nos casaremos. No tenemos por qué seguir esperando. Seis años han sido demasiado.
—Lo anunciaremos después de la boda de mi madre —manifestó Laura, que debía resolver varias cuestiones antes de anunciar su matrimonio con otro que no fuera lord Leighton.
En el despacho de Roca, Laura se encontró con el mismo amanuense de la vez anterior, que volvió a ruborizarse y a mirarla con ojos apreciativos. El muchacho le indicó que tomara asiento y que aguardase unos instantes; el general la recibiría apenas terminara la reunión con el coronel Gramajo. Laura tomó asiento y se dispuso a esperar. Desde lejos llegaban los sonidos de una manifestación que avanzaba desde la Plaza de la Victoria. Se trataba de los rifleros camino al Tiro Nacional. Las vociferaciones y los disparos al aire los alcanzaban con mayor nitidez a cada momento. Resultaba evidente que planeaban pasar por el Ministerio de Guerra y Marina.
—Estamos acostumbrados a este bullicio —comentó el amanuense.
Se abrió la puerta del despacho y aparecieron Roca y Gramajo.
—¡Señora Riglos! —exclamó el coronel, visiblemente complacido.
—Artemio, ¿cómo está usted? —dijo Laura, y le extendió la mano.
—¡Qué placer! —volvió a exclamar—. Lamenté mucho su ausencia en la fiesta del Pohteama.
—Debí ausentarme de la ciudad —explicó evasivamente, sin mirar a Roca.
—Señora Riglos —dijo el general, y le dio la mano—. Espero que no haya tenido que aguardar mucho tiempo.
—No, no, general. Acabo de llegar.
Artemio Gramajo se despidió y marchó hacia su oficina. Antes de indicarle a Laura que entrase en su despacho, Roca le pidió al amanuense que trajera café. Cerró la puerta y, sin palabras, indicó a Laura un sillón. Él se sentó frente a ella.
—Supe que atentaron contra tu vida.
—¿Te afligiste? —preguntó Roca, sin ocultar su hostilidad.
—Por supuesto. Sabes que todo lo que concierne a tu vida no me es indiferente. Eres mi gran amigo, ya te lo he dicho en el pasado y te lo repito ahora.
—Amigo —repitió el general, y se calló porque el amanuense entró con el café. Lo sirvió y se retiró luego de una breve inclinación.
—¿Cómo están tus hijos?
—Bien, gracias.
—¿Tu familia no corre peligro? Me refiero —aclaró Laura, ante el ceño de Roca— a si no sería prudente sacarlos de Buenos Aires hasta que la convulsión se aplaque.
La turba ya había pasado por debajo de la ventana del despacho del ministro. No se habían producido disparos, sólo se habían vociféralo algunos improperios que no inmutaron al general. Quizás, la presencia de soldados a las puertas del Ministerio había disuadido a los rifleros de continuar hacia el Tiro Nacional sin mayor escándalo.
—Probablemente —admitió Roca—, sería prudente que yo dejara la ciudad.
—¿Estás pensando en renunciar al cargo de ministro?
—En algún momento tendré que hacerlo para ocuparme de la campaña.
Sorbieron el café en silencio. Laura apoyó la taza sobre una mesita y miró fijamente a Roca.
—¿Por qué rechazas mi amistad, Julio?
El general soltó un suspiro y se acomodó en el sillón con la actitud de quien abandona la lucha.
—No rechazo tu amistad, Laura. Simplemente, me cuesta verte como amiga después de lo que vivimos.
—Entiendo.
Laura se puso de pie, y Roca la imitó.
—En realidad, hoy quise verte —explicó ella— para comprobar con mis propios ojos que estabas bien y además para agradecerte el permiso para visitar al cacique Epumer en Martín García.
—Debo decirte —habló Roca, y su acento sonó menos hostil— que el senador Cambaceres se mostró muy sorprendido ante mi interés por gestionar el salvoconducto. Me excusé en mi amistad con el padre Agustín Escalante y pareció satisfecho, pero cuando le pedí que no mencionara mi intervención, se sorprendió más aún. ¿Sabes cuándo irá Rosas a ver a su tío?
—Partió esta mañana.
—Ustedes reanudaron sus relaciones, imagino.
—Sí —dijo Laura.
—Me alegro por ti, porque sé que has sufrido.
—Gracias, Julio —y le tomó la mano, emocionada.
Roca le aferró el brazo y la atrajo hacia él. Se abrazaron, y Laura repitió «gracias, Julio, gracias», hasta que se le anudó la garganta. Roca la separó de sí y le dio una palmada en la mejilla con la actitud de un padre benevolente.
—Si vamos a ser amigos —expresó—, tendremos que aprender a despedirnos sin tanto dramatismo.
Laura rió, y Roca debió sofocar la oleada de deseo que le provocó. Tenerla cerca y no poder besarla se convertía en una tortura segundo a segundo. Por suerte Laura dijo que se marchaba.
—Cualquier cosa que necesites, Julio (y, cuando digo «cualquier cosa» me refiero a cualquier cosa), quiero que me lo hagas saber. Siempre contarás con mi ayuda.
—Me pregunto —dijo Roca, apelando al sarcasmo nuevamente— qué diría Rosas si supiera de nuestra amistad.
—No la aprobaría, por cierto.
—Entonces, éste será nuestro secreto —y la besó en los labios, dulcemente, sin vestigios de las pasiones que lo habían alterado desde que lo alcanzaron los cotilleos que tenían a Laura y a Rosas por amantes; permanecía tranquilo incluso después de haber recibido la confirmación de ella. No quería perderla, se conformaba con la amistad ofrecida. De alguna manera, la vida se encargaría de reencontrarlos.
Roca abrió la puerta y salieron. En el recibo, conversando con el amanuense, estaba el senador Cambaceres. Laura se puso nerviosa y palideció, y enseguida sintió que Roca le apretaba el brazo, quedó claro entre ellos que sería el general quien manejaría la situación.
—Buenos días, general —dijo Cambaceres, y se aproximó—. Señora Riglos, un placer verla. Hacía tiempo que no tenía la suerte de estrechar su mano.
Cambaceres no lucía en absoluto sorprendido de encontrársela allí, por lo que Laura dedujo que el amanuense lo habría puesto en autos.
—¿Usted también hace de embajadora del padre Agustín?
—Exactamente —dijo Roca—. Pero le explicaba a la señora Riglos que su viaje hasta aquí fue en vano pues el salvoconducto para visitar al cacique Epumer fue emitido días atrás.
—Sí, sí —ratificó Cambaceres—. El señor Lorenzo Rosas, gran amigo de su hermano según entiendo, viajará a Martín García y lo visitará para conocer en qué situación se encuentra. Cuando le escriba al padre Agustín, señora, cuéntele que la posibilidad de entrevistar al cacique Epumer se la debemos al general Roca que, motu proprio, gestionó y consiguió los añorados papeles.
—Me enteré por terceras partes —explicó Roca— del deseo del padre Agustín de visitar a Epumer Guor e hice lo que cualquier buen cristiano habría hecho: ayudarlo. Jamás podría negarle un petitorio a un misionero de la talla del padre Escalante, merecedor de todo mi respeto y admiración. Siempre que he podido lo he ayudado.
—Y para nada cuentan las divergencias que existen entre usted y él en materia de indios —comentó Cambaceres.
—Para nada —aseguró el general—. Me resulta admirable la abnegación del padre Agustín por esas gentes cuando yo les tengo tan poca paciencia.
—Gracias por haberme recibido —habló Laura por primera vez—, y gracias por haber concedido a mi hermano lo que tanto quería.
Se despidieron. Roca y Cambaceres entraron en el despacho. Volvieron a tocar efímeramente el tema de la visita a Martín García y de inmediato se zambulleron en cuestiones más relevantes, entre ellas, las próximas elecciones de legisladores.