34.
M
is padres cogieron por costumbre cenar una vez a la semana en casa de la señora Fernanda que casi siempre acababa enfadada. Los padres se reían mucho y no sé porqué. Dicen que la Fernanda enfadada es como una tormenta que empieza a tronar despacio y después, poco a poco, va creciendo el ruido y los rayos caen por todas partes hasta que de repente el cielo se calma y la lluvia riega los campos dulcemente.
La Fernanda no dice tantas palabrotas como Pepita la Cojones pero dice “me cago en el copón bendito” y el señor Ramón se pone todo rojo de la vergüenza y murmura bajito “Dios mío, Dios mío perdónala, perdónala”.
—¿Cómo puede blasfemar de ese modo, mujer?
—Pudiendo, ya lo oye. No me paga bastante para que cambie mi modo de ser, así que a callar.
—Usted es una buena mujer, debería controlar su lengua por el amor de Dios que soy un cura.
—Un cura sin sotana es sólo un hombre. ¿O acaso no tiene usted lo mismo que mi marido dentro de los calzones?
—¡Fernanda! —exclamaba Félix que pensaba que su mujer se había excedido.
Mis padres reían despacio, para no ofender, pues sabían que tras esas batallas todos se llevaban bien y se respetaban. Yo también reía pues pensaba que el copón era el orinal de la Fernanda y que los hombres se enfadaban porque quería cagarse allí mismo, delante de todos y me imaginaba el culo gordo de la mujer sentado en él.
—Tengo que salir de esta casa y que me dé el aire o esta mujer acaba con mi paciencia —decía Ramón.
—Eso no va a ocurrir. Si le ven pondrá en peligro a mi familia. Si pone en riesgo la vida de mis hijos, yo misma le mataré. Tiene usted una cara de cura que tira para atrás.
Y era verdad que lo parecía, como don José.
—Fernanda, Fernanda, usted me ataca con su desconfianza. Yo jamás les pondré en peligro después de los que hacen por mí. ¿Por qué ese desdén a mi persona?
—La vida de cualquiera de mis hijos vale más que usted y todos los curas de España. Se creen que son Dios y que están más cerca de él que nosotros, los pobres. Pero no es verdad, alguno hay de bueno pero muchos de malos, sin compasión, sin misericordia. Diciendo a las gentes lo que tienen que hacer desde su púlpito pero pecando más que nadie cuando bajan de allí.
—¿Yo pensaba que usted creía en Dios, Fernanda?
—¿Y qué sí creo? Pero desde luego en los curas que condenan a mis bebés inocentes a quedar en el limbo toda la eternidad, en esos no creo más —las lágrimas caen por su cara pero no deja de hablar—. Supliqué hasta quedar extenuada. Supliqué por cada uno de mis bebés. Tres veces supliqué a uno de su especie que bautizara a mis niños para salvarlos del limbo. Quería que fueran al cielo mis pequeños hijitos inocentes. Tres bebés y tres súplicas amargas y desesperadas y tres veces me dijo uno de los tuyos que no. No quisieron bautizar a mis bebés muertos condenándolos para siempre. Maldigo a todos los curas y por mí que se caigan todas las iglesias a pedazos con los curas dentro.
—No sé qué decirle Fernanda. Todos los curas no somos igual que aquel que te negó la paz con su falta de caridad cristiana. Le faltó compasión y comprensión pero no nos juzgues a todos igual.
Se hizo el silencio en la casa y nadie osaba romperlo, solo se oía el llanto de Fernanda y los besos que su marido depositaba en sus manos. Nadie sabía esa historia, la mujer nunca hablaba de su pasado. Mis padres estaban acongojados, sin saber si marcharse o quedarse. Los niños oíamos todo desde el cuarto.
—Pobre madre, pobre de mi madre —sollozaba Juan mientras Manuela solo lloraba. Yo me levanté y fui a abrazar a la señora Fernanda que lloraba sentada en su vieja mecedora con la cabeza entre las manos.
—No llore señora Fernanda —quise calmarla yo— No llore que los curas son tan tontos que a lo mejor el limbo es más bonito que el cielo para los bebés.
—¡Demonio de chiquillo! —exclamó Félix y ya me iba a arrear una colleja cuando la Fernanda se empezó a reír casi tan fuerte como lloraba hacía dos segundos.
—¿Y si el chico tiene razón? Si los curas van todos al cielo debe ser un lugar bien podrido.
Ahora todos reían, yo también pero en verdad no sabía por qué.
Eso no reconcilió a Fernanda con la iglesia ni con los curas pero Ramón le prometió que si salía de ésta triste época con vida iría con el matrimonio hasta su pueblo y bautizaría a los tres bebés.
—Obtendré los permisos pertinentes. Apelaré incluso ante el Papa si es necesario, te lo prometo.
Seis años después de acabada la guerra, Fernanda y Félix con sus, ahora, cinco hijos partieron hacia Villamalea y asistieron al bautizo de sus tres bebés, oficiado por su amigo Ramón.
Escogieron los nombres de Ramón, Jesús y María y la losa de mármol que su madre llevaba siempre en el alma desapareció. El rencor a los curas todavía no y esa fue la última vez que entró en una iglesia en toda su vida.