30.      

 

A

quel día mi casa parecía un mercado. Los cuatro hermanos varones de mi padre llegaron de Valencia y mi madre se afanaba en la cocina para preparar la mejor comida que pudiera con los pocos alimentos de los que disponía. Se veía a mis padres felices, bromeaban con mis tíos y se abrazaban con lágrimas en los ojos que hacía tiempo que no se veían. Le hacían carantoñas a José y a mí me daban palmadas en la espalda que casi me tumban. La mano de mi tío Ximo es más grande que toda mi espalda. Después de los saludos y los pellizcos en la cara, los mayores se sientan a hablar alrededor del hogar apagado y yo me aburro tanto que pido permiso para salir con mis amigos, hace ya un rato que los oigo jugando en la calle y los tíos, pasado el momento emotivo del reencuentro, ya no me interesan. Mi padre no me deja salir:

—Por un día que no juegues no te va a pasar nada y a tus tíos no los ves nunca —, sentencia mi padre.

—Con la muda de los domingos, no —me dice mi madre cuando le planteo la misma pregunta.

—No es justo, yo no quería ponerme la muda buena —, protesto ganándome la primera colleja del día.

—¿Justicia? La justicia se la ha llevado la guerra, Así que a callar que como te oiga padre te va a dar él su justicia.

La guerra se ha llevado muchas cosas, hasta la justicia dice mi madre, pero no sé muy bien qué es eso de la justicia. Cuando la guerra se acabe y nos tenga que devolver todo lo que se ha llevado tendrá que ir el papa de Vicente Bernat con su camión y le tocara  hacer muchos viajes para traerlo todo.

Los hombres estuvieron enfrascados en conversación durante todo el día, no dejaron de hablar ni para comer. Mi padre sacó una garrafa de cinco litros de vino tinto que tenía reservada para ocasiones especiales y los hombres se iban sirviendo sin parar. Mi mamá mató dos pollos y lo sirvió con boniatos asados y pan negro. La sobremesa fue larga y tediosa, mi papa y sus hermanos hablaban en voz baja y mi mamá asentía con la cabeza a todo lo que dijera mi padre. Yo estaba muy aburrido y me dediqué a dar vueltas a la mesa y a beber sorbitos de vino de los vasos de mis tíos. Nadie me dijo que parara, creo que no me vieron o no le dieron importancia al hecho de que yo estaba bebiendo demasiado vino. De repente, empecé a encontrarme muy enfermo, la cabeza me daba vueltas y no podía mantenerme vertical, las nauseas llegaron pero podía arrojar, el cuerpo me temblaba pero esta vez no era de miedo. Me tumbé debajo de la mesa con la frente contra el suelo a ver si me pasaba y mi familia seguía ignorándome. Una idea tomó cuerpo en mi mente, si me encontraba tan mal por culpa de beber vino, que no sé cómo ni porque pero yo sabía que el vino era el causante de mi malestar, quizás si comía más se me pasaría. Salí de debajo de la mesa y busqué sobre la mesa algo solido que llevarme a la boca pero no quedaba nada, mis tíos eran unos gorrones y se lo han acabado todo. Ni un mendrugo de pan, ni un trozo de boniato o algo de carne para echarme a la boca. No podía pensar con claridad y sólo quería que aquello pasara y mis padres no se dieran cuenta así que empecé a comer lo único que había sobre la mesa, los huesos de pollo. Empecé con los huesos tiernos de la pechuga y las rotulas de los muslos, después con las puntas de las alitas pero yo no me encontraba mejor. Conseguí comerme los huesos de los dos cuellos  y las cabezas del pollo y las falanges de las patas. Tengo buenos dientes de leche y roer todo aquello no fue problema pero el malestar no paró y además ahora tenía un fuerte dolor de barriga.

La angustia era ya total, entre lo enfermo que me sentía y el parloteo de los hombres que me traspasaba los oídos y me taladraba el cerebro,  no conseguía mantenerme en pie. Un sudor frío empezó a recorrer mi cuerpo de arriba hacia abajo y la cara me quemaba en contraste con el frío que me hacía tiritar. Me levanté como pude para ir a la cocina a mojarme la cabeza y mi cuerpo venció a mi intención vomitando todo lo que llevaba en la barriga. Recuerdo que los hombres se quedaron mirándome al oír las arcadas, mi madre llegó enseguida a mi lado y me sostenía la cabeza con una mano mientras exclamaba:

—¿Pero esto qué es? ¿Esto qué es lo que es? 

—Madre, madre —gimoteaba yo entre arcada y arcada.

—Que cosa más extraña —, murmuraban mis tíos.

—Por todos los santos del calendario —gritaba mi padre enfadado— ¿Qué demonios está pasando?

—Está vomitando sangre y huesos, como si estuviera embrujado. Debe ser cosa del demonio.

—¿Qué sangre ni sangre ni ná? —gritaba mi padre— ¡Vino! ¡Es vino tinto!  El niño está borracho.

—¿Pero como explicas lo de los huesos?

Ya no recuerdo nada más porque perdí el conocimiento, dice mi madre que me quedé como muerto pero respirando. Nunca me había desmayado y no está mal, no te enteras de nada y no te duele nada tampoco. Se parece a estar muerto, creo, solo que a los muertos se los comen los gusanos y huelen mal me ha dicho Juan, pero no sé si me lo creo porque siempre nos está gastando bromas de miedo para reírse de nosotros.

Estuve dos días enfermo y aún vomitaba huesos de cuello de pollo. Mis padres no me castigaron por beber vino, dicen que el malestar es el mejor castigo. No sé porque los hombres van siempre a la taberna si luego se ponen tan enfermos como yo me puse. Creo que les gusta estar enfermos de borrachera pero no entiendo porque con lo mal que se pasa.

Cuando mis tíos volvieron a Valencia mi tío Ximo se lo contó a todo el mundo y ahora me llaman el niño “embrujao” que vomita huesos de rabo de diablo. No pienso ir nunca en la vida a Valencia.

En mi calle saben que ha sido por el vino, la gente de mi calle es más lista que mi tío Ximo al que no quiero ver más porque me pellizca la cara y me duele. Creo que es mejor que se quede en Valencia. Mi padre se ha enfadado cuando se lo he dicho y me ha dado unos azotes que la familia es sagrada dice, aunque no te gusten.

Creo que mi padre tiene razón porque yo querré a mi hermano para siempre aunque le pellizque la cara a mi hijo cuando tenga uno.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

31.      

 

 

H

oy hace mucho calor y como no hay cole nos quedamos a la fresca después de cenar. Los papás se van a dormir y sólo hay mujeres y niños.

Los chicos jugamos al chavo negro y las chicas al sambori y a la cuerda. Las mujeres conversan sentadas a la puerta de casa de la señora engracia, la más vieja de mi calle, que no puede arrastrar la silla por la calle. Hablan en voz baja para no molestar a los que descansan y se tapan la boca con las manos para amortiguar el sonido de las risas. “Hay ropa tendida” dicen siempre que nos acercamos pero no es verdad porque ya hemos mirado por toda la calle, habrán tendido en el corral y lo repiten mucho para que todas las mamás lo sepan.

Me encantan esos momentos de serenidad en medio del caos, rodeados de refugios, montones de tierra y escombros con la vista siempre puesta en el cielo en mi calle encontramos ese momento sereno en el que podemos volver a reír y jugar con alegría.

Fernanda nos llama a todos y jugamos a tantaramona. Uno de nosotros se inclina en las faldas de la señora y todos los demás palmeamos suavemente su espalda mientras cantamos “tantaramona jarrita de mona que vayan que vayan a por chichona, que vayaaaaan…” y en ese momento Fernanda nos daba una orden que todos habíamos de cumplir, el último que volvía era el siguiente en pagar y ser la mona.

—Tantaramona jarrita de mona, que vayan que vayan a por chichona, que vayaaaan a la casa embrujada y golpeando la puerta digan “un dos tres que vengan los muertos y me cojan por los pies”.

Todos salíamos corriendo, empujándonos unos a otros para no ser el último, y cumplíamos la orden que no nos daba tanto miedo porque íbamos todos juntos. Los últimos que casi siempre eran las chicas y el Comemierda, que es muy pequeño, no acababan de decir la frase de marras y farfullaban cualquier cosa ininteligible para disimular. La casa embrujada todavía nos causaba pavor, sobre todo por la noche. Imaginabamos los fantasmas y espíritus que habitaban entre sus paredes y los días más tétricos incluso los veíamos asomándose por aquellos sucios ventanales y llamarnos con el gesto o amenazarnos con la mirada.

Jugamos casi una hora a la tantaramona, una de las veces la Fernanda nos mandó rodear al Donato diciendo “Donato, Donato, cara de pato”. Todas las mujeres reían alegres cuando el hombre se levantó arrollando la silla y entró corriendo en su casa no sin antes tropezar y caer de bruces contra el suelo. Esos eran los grandes momentos de alegría que todos sabíamos valorar como se merecen, disfrutando de ellos sin cometer la estupidez de pensar en lo que podría ocurrir al día siguiente. El mañana era incierto y el pasado ya no podía volver, así que solo nos quedaba el presente para robarle a la guerra esos instantes de risas francas, de camaradería y de vida que se niega a quedar sepultada entre los estrechos túneles que la Fernanda llamaba toperas.

Castellón siempre había sido un buen lugar para vivir, rodeada de tierra fértil, la ciudad que se refleja en el mar y mira a los ojos al sol cada día al amanecer. Con las espaldas cubiertas por el mejor guardián, Peñagolosa coronado de nieves eternas que buscan mirarse en el mediterráneo.  Castellón, en el centro de verdes naranjales que inundan la ciudad de aromas de azahar y de hermosos frutos cuál pepitas de oro suspendidas entre las olas de sal mediterráneo  y el romero en flor del maestrazgo.

—Cuéntenos una historia señora Fernanda por favor.

Parecía que no nos había escuchado y todos los niños esperábamos expectantes la respuesta de la buena mujer. Fernanda, lentamente, dejo a un lado la colcha que estaba tejiendo con el ganchillo. Todos, corrimos a ocupar un buen sitio junto a la mujer para no perdernos detalle de la historia. Los ojos nos brillaban de placer imaginando la aventura que íbamos a oír. La mujer había vivido grandes historias, tantas que si las juntaran algún día se podría escribir un libro enorme.

Estábamos las mujeres de mi pueblo ocupadas en esbrinar el azafrán  cuando esto que voy a contaros sucedió.

Esbrinar es separar los estambres de la flor sin romperlos, se necesita mucha experiencia, no todas valían para esa faena. En la casa en la que yo trabajaba nos colocábamos las mujeres rodeando la mesa en la que estaban las flores del azafrán que habíamos recolectado nosotras mismas por la mañana. El esbrinado se realiza por la tarde y por la noche para que no se estropee el producto y solo lo hacían las mujeres.

Eran días de compartir historias y experiencias con otras mujeres que llegaban de fuera del pueblo contratadas para esta labor. Os podéis imaginar quince o veinte mujeres parloteando de sus cosas a la luz de las velas, si no fuera una labor tan ardua hubiera sido como unos días de fiesta. Las jóvenes aprovechaban aquellas estancias para conocer mozos casaderos y más de un matrimonio salió de la rosa del azafrán. Mientras trabajábamos la más vieja o las niñas espabiladas preparaban la cena y comíamos juntos patrones y asalariadas que las buenas  esbrinadoras eran tratadas con respeto por los patrones para que volvieran a trabajar en su casa al año siguiente o recomendaran la casa a otras buenas empleadas.

En aquellas largas horas de trabajo nos enterábamos de los noviazgos de unas, las bodas de otras o de qué pie cojeaban los maridos o las suegras.

¡Ah, las suegras, terribles criaturas algunas!

Además como venían mozas de otros lugares salían no pocos noviazgos serios, de los que terminan en boda por la iglesia, aunque no todas las mozas podían casarse de blanco.

Aquel año trabajamos en casa de la Modesta y su madre la vieja Angelita nos preparaba la comida. Siempre había sido la suegra, Sagrario, quien realizaba esos menesteres pero la mujer murió aquél invierno pasado y su lugar en los quehaceres  del azafrán lo pasó a ocupar la madre de Modesta, una muy buena mujer.

Así, las mujeres trabajábamos durante más o menos dos semanas, por la mañana en los campos en la recolección y por la tarde noche en las casas esbrinando, a la luz de las velas, lo que habíamos recogido por la mañana pues los estambres del azafrán no pueden esperar porque se secan y se estropean.

Después de esto las mujeres más expertas, que en mi pueblo era yo tras la muerte de Sagrario, nos dedicamos a tostar el azafrán, sobre un cedazo. El tueste debía hacerse delicadamente, ni poco ni mucho, sino el tiempo justo. Se guardaba el azafrán tostado en un lugar seco donde no diera la luz y cubierto con un paño, normalmente en el granero.

Cuando todo acababa se hacía un baile para celebrar la buena cosecha. Mi Félix tocaba la mandurria y todas las parejas bailaban menos yo que tenía que ver como mi novio tocaba y tocaba durante toda la noche, pero eso es otra historia.

Como os decía: Estábamos todas las mujeres alrededor de la gran mesa, esbrinando y parloteando cuando oímos unos ruidos en las escaleras que bajaban del desván y seguidamente unos golpes en la puerta que al pie de la escalera daba al comedor.

—¿Qué ha sido eso, guacho? —preguntó Modesta a su marido que acababa de entrar.

—Paréceme patatas que habrán caído rodando por las escaleras.

—¿Cómo patatas? No puede ser, que están lejos y bien amarradas en sus sacos.

—Pues no sé, mujer.

—Mira a ver qué es lo que ha sido, hombre asustadizo —reclamó impaciente.

El marido se armó de valor, que el hombre era honrado  pero muy cobarde y abrió despacio la puerta que lleva al piso superior pero ni él ni todas nosotras que mirábamos curiosas vimos absolutamente nada.

—Algo que ha caído arriba, habrá sido mujer. Vosotras a lo vuestro. No hay nada que ver aquí.

Pero Modesta, una de las más grandes cotillas de toda la provincia no se quedó tranquila y rezongando entre dientes en contra de su esposo, se armó de valor y subió.

No pasaba nada en el pueblo de lo que Modesta no se enterara, sabía mejor los defectos de sus vecinos y amigos que los de su propia familia y siempre era la corre-ve-y-dile de todas las noticias. Aparte de eso no era mala mujer y aunque más de una la tuvimos que poner alguna vez en su sitio, la tolerábamos bastante bien.

Subió Modesta a comprobar el estado de las patatas y las encontró como siempre habían estado, dentro de sus sacos, apoyados contra la pared más alejada de la escalera. Nada en el granero estaba fuera de su sitio. Los embutidos colgaban de sus ganchos, las almendras en sus sacos como las patatas, la harina y el aceite en sus jarras y las herramientas, como los cedazos,  en su lugar bien ordenadas.

—Cada cosa en su sitio —nos comunicó Modesta extrañada pues pensaba ver algo caído o fuera de su sitio, pero no. Todo estaba como siempre.

Continuamos con nuestra tarea y nuestras historias, reímos los miedos de la Paca que se casaba dentro de un mes y temía al marido y su primera noche. Escuchamos atentamente las historias de Jacinta y sus desavenencias con su marido,  que era un pelele el pobre,  y cómo lo tenían amargado entre ella y su madre.  Nos enteramos quien andaba de ronda en cama ajena y como su mujer era la única que no lo sabía. En fin, lo de todos los años hasta que, de repente, volvimos a oír claramente el sonido de algo que rodaba escaleras abajo y a continuación golpeaba la puerta que estaba a nuestro lado. Esta vez, todas lo oímos claramente. Nos miramos las unas a las otras en silencio y Modesta fue hacia la puerta con el rodillo de amasar en alto y gritó todo lo alto que pudo:

—¿Quién anda ahí?

Pero no obtuvo respuesta. Eso sí, los golpes dejaron de oírse y tras la puerta se hizo el silencio más absoluto. Aquello ya no era normal, alguien estaba trajinando en el desván ciertamente. Dejamos nuestra tarea por un minuto y contuvimos el aliento esperando que Modesta abriera la puerta. ¿Qué nos íbamos a encontrar al otro lado? No lo sabíamos pero no tardaríamos ni dos segundos en averiguarlo.

Modesta cogió, muy despacio, la manecilla de la puerta y la empujo hacia abajo para liberar el pestillo. El cuerpo en tensión, la otra mano en alto, presta a sacudir un rodillazo a quien anduviera trasteando en su desván. Echó los pies hacia atrás y con el cuerpo arqueado abrió de golpe la puerta. Automáticamente las patatas, que eso es lo que golpeaba contra la puerta, volvieron a caer por los escalones y aquellas que ya habían llegado bajo se desparramaron por todo el comedor como si algo o alguien las estuviera lanzando desde arriba.

Mudas nos quedamos, mudas y con los ojos como platos, paralizados e incapaces de entender aquello hasta que Modesta gritó de nuevo:

—¿Quién vive? Guacho o guacha, al que pille no va a tener frio este invierno próximo de la tunda que le arreo.

Silencio, se podían oír las flores de azafrán resbalar hasta el suelo frío de la casa. Ni un sonido salía de aquel granero, nada.

Modesta con el rodillo por delante empezó a subir las escaleras y cuando llevaba tres escalones se quedó inmóvil con la vista puesta en la pared del frente, lugar en el que se guardaban  las herramientas de la casa.

Lo que vio la asustó tanto que volvió a bajar los escalones, primero uno, luego dos y tras un tiempo que nos pareció eterno el tercer escalón. Ya se encontraba justo debajo del marco de la puerta, lívida como una muerta cuando oímos claramente:

—Menos mal que no subiste Modesta, nuera traidora, o hubieras bajado rodando como las patatas y te hubieras roto la crisma por maldita.

Era la voz de la Sagrario, sin lugar a duda, la  oímos todas y la conocíamos bien pero la mujer llevaba ya meses muerta y enterrada que yo misma fui a su velatorio. Cerramos la puerta de golpe y la atrancamos con unas sillas para que fuese lo que fuese aquello no pudiera salir al comedor hasta que viniera el cura a solucionar el problema  de esa alma en pena.

Cuando la Modesta pudo hablar nos contó que el cedazo de tostar el azafrán la miraba con unos ojos vacíos que espantaban al más valiente y una sonrisa infernal que le congeló la sangre en el corazón pero hasta que el cedazo no habló no reconoció a su suegra. Después de aquello la mujer mandó quemar la herramienta y le hizo cantar diez misas al señor cura. Roció toda la casa con agua bendita y mandó bautizar a todos los de su familia. Aquello debió dar buen resultado pues la suegra ya no volvió a aparecerse nunca más. ¿O sí?