1.
N
ací dos, tres o cuatro años antes de la guerra, en un hogar humilde. Nunca supe muy bien cuantos años tenía. En aquella época, las madres no iban al hospital a dar a luz. Parir era un proceso natural que se producía en la intimidad del hogar con la asistencia de otras mujeres, cuando tenían suerte. Debían ser casadas que ya hubiesen pasado por el mismo proceso. Los hombres y las solteras no participaban del acontecimiento.
Cuenta mi madre que aquél día, veinticinco de diciembre, estando un operario del tendido eléctrico trabajando en nuestra fachada, sintió un ligero dolor que la obligó a entrar en casa. Nací en ese momento, sin llamar demasiado la atención. De hecho, nací igual que viví, discretamente. Llegué a la vida de mis padres al mismo tiempo que la electricidad y creo que de los dos, yo soy quien menos ilusión les hizo. Mi madre apenas sufrió y, tras envolverme en un trapo blanco y limpio, salió a enseñarme a aquél hombre que no podía creer que yo fuera fruto del vientre de la mujer que apenas diez minutos antes hablaba con él tranquilamente.
—Yo sí que di a luz, pero de verdad —decía mi madre— Tal día como hoy me pusieron la electricidad en casa hace…¿Chiquillo, cuántos años tienes?
Siempre fui consciente que si hubiese nacido cualquier otro día, mi madre no lo recordaría. También sé que tener luz fue mucho más importante para ella. Con eso no quiero decir que mi madre no me quisiera, es solo que tener hijos no era nada extraordinario entonces.
Mi madre se llamaba Natividad, pero ninguno lo supimos hasta que fue una anciana. Cuando mis padres dejaron el pueblo para vivir en Castellón, el ambiente era muy hostil hacia todo lo relacionado con la iglesia y la religión. Siguiendo el consejo de sus familiares, mi madre nunca dijo su nombre y, desde ese momento, pasó a llamarse Felicidad para todo el mundo. Era común entre la gente de izquierdas poner a sus hijos nombres abstractos como Libertad, Paz o cualquiera que no guardara relación con santorales católicos. Nunca cometieron un error y solo en la vejez se atrevió a contarnos la verdad. Debió ser bien triste para ella renunciar a su verdadero nombre y creo que podría ser la razón de que mi madre haya sido siempre una persona desubicada, sin arraigos personales. Creo que dejó de ser ella misma cuando la vida la obligó a renunciar al nombre que la identificaba y no se reencontró más que a las puertas de la muerte, cuando la enfermedad le permitió volver a ser la pequeña Natividad. Demasiado tarde para la vida, demasiado tarde para el amor.
Mi padre se llamaba José y aunque lo lógico pareciera que me hubiesen llamado Jesús, me pusieron Vicente, nombre valenciano y muy común en Castellón.
Nacer el día de navidad no es mejor ni peor que nacer cualquier otro día pero, eso sí, fue una excusa perfecta para no recibir regalos nunca.
—¡Te podrás quejar! —Exclamaba mi madre— Has tenido el mejor regalo de todos, el más valioso, la vida. No deberías ser tan desagradecido y corre a celebrar que estás vivo y sano. La salud es también un gran regalo —, añadía muy convencida.
Pero no lograba convencerme a mí. Tener vida y salud está genial pero no me hubiera importado recibir algún presente. Mi madre procuraba cocinar algo especial ese día pero en aquellos años no había mucho con que celebrar. Una vez comimos mondas de naranja fritas que mi madre colocaba en el plato de modo que pareciera que había más cantidad de la que realmente había.
Yo era muy pequeño cuando la guerra llegó a Castellón y no guardo demasiada memoria de los primeros meses del terror. Después, todo lo que viví se convierte en una sucesión de anécdotas y hechos que por más que lo intento no consigo ordenar cronológicamente. Se encuentran en mi mente como si las hubiese barajado y no se sabe que vivencia ocurrió antes y cual después. Es muy probable que algunas escenas estén exageradas y otras se queden cortas. Castellón, ciudad de labradores, dónde todos nos conocíamos, se llenó de extraños con uniformes variopintos. No había dos soldados vestidos igual. Aquellos jóvenes me parecieron muy altos. Fue la primera vez que oí hablar en un idioma extranjero. Recuerdo que pensé: “seguro que ganan la guerra estos soldados tan grandes”. La guerra era la única realidad que conocíamos. De todos modos y a pesar de esto, todo es real y todo ocurrió. Recuerdo perfectamente a las personas, familiares, vecinos y amigos. Si cierro los ojos los veo todavía como eran entonces y si la naturaleza me hubiese otorgado el don de la maestría de Velázquez podría reproducir sus semblantes e incluso las emociones que se reflejaban en sus rostros en cada suceso del que fuimos protagonistas. Olvidé, sin embargo, las facciones de los soldados que se cruzaron en nuestros destinos. Son, hoy por hoy, tan irreales como las pesadillas que no consigues recordar cuando despiertas. Has olvidado el contenido del mal sueño y solo te queda el sentimiento de miedo. Eso me ayudó a no guardar en mi corazón ningún atisbo de sentimiento de odio hacia ellos. No se puede odiar a la nada o a un borrón. A mis amigos les pasó lo mismo y pudimos crecer sin ese monstruo que ocupa en el alma todo el espacio de los buenos sentimientos. Nuestros primeros años de vida no hubiesen sido iguales sin la guerra. Hubiesen sido diferentes pero puede que no mejores, o puede que sí, pero eso nunca lo sabremos. ¿Verdad?
Moreno, de cabello negro ensortijado y ojos vivaces que miraban al mundo con esperanzas de no se sabe qué. Los pantalones me venían siempre grandes y creo que todos mis amigos cabían dentro de mi camisa. No había, sobre mis huesos, bastante carne para llenarlos bien. Los zapatos, demasiado viejos y rotos, cubrían mis pies descalzos en verano y mis calcetines agujereados en invierno. El frío no fue un problema, corríamos tan rápido que ni el viento helado del norte nos podía alcanzar. Hijos de obreros agrícolas o de oficios manuales que ya no existen y de amas de casa que solo eran madres y esposas, crecimos felices por aquellas calles polvorientas de la vieja Castellón.
Tengo entre cuatro a seis o siete años y mis amigos lo mismo, año arriba, año abajo. Vivimos todos en la misma calle en la zona sur de la ciudad de Castellón. “La maltratada”, cómo la llamaba mi padre. Hubo un momento durante la guerra en que allí solo había mujeres, ancianos, niños y tullidos. Todos los hombres de dieciocho a cuarenta y cinco años fueron movilizados y muchos no volvieron jamás.
La vida era fácil para los niños, igual que en todas las épocas, pero a nosotros la niñez se nos acababa pronto. A los ocho años dejé la escuela para empezar a trabajar. Como a la mayoría de mis compañeros, a la fuerza y a traición, sin tener en cuenta si queríamos o no. Todavía no llevábamos pantalón largo y ya nos convertían en hombres. Yo tuve suerte y pude aprender a leer, escribir correctamente y algo de cuentas. Las justas para que no me engañasen con el cambio. Algunos niños que tenían la mala suerte de tener muchos hermanos. Empezaban a trabajar sin saber aún leer.
Cuando partieron a España en dos, Castellón quedó en zona republicana, pero de eso nosotros no sabíamos nada. No obstante, vimos como destruyeron las iglesias, cambiaron el nombre de muchas calles y todos los curas desaparecieron. Después supimos que la mayoría había muerto. Los que pudieron esconderse, lo hicieron en casa de familiares o amigos poniendo en peligro la vida de quienes los ayudaban. Ser sospechoso de faccioso, desafecto al régimen o simpatizante del clero era causa suficiente para ser condenado a muerte y/o expropiado de todos tus bienes.
Castellón no era lo bastante grande como para perderte por sus calles. Ciudad pequeña o pueblo grande, acogedora, amable y familiar. La ciudad escondida entre naranjos y arrozales aun tenía la frescura de esas frutas que sabes que les falta mucho para estar maduras. Sus calles olían a azahar y a mar. Aún puedo cerrar los ojos y sentir el aroma a tierra mojada cuando llueve y a la hierbabuena que mi madre tenía plantada en el corral.
También recuerdo, como si fuera hoy, el olor de la guerra. Ese aroma acre de los refugios, mezcla de tierra insana y sudor. Dicen que los perros pueden oler el miedo y yo sé que es verdad. El miedo tiene un rastro especial que lo impregna todo y se contagia de nariz en nariz, infectando el corazón para siempre. Cuando has olido una vez el miedo, nunca lo olvidas. Es muy parecido a lo que ocurre con el mar, cuando lo hueles ya eres su esclavo para siempre y vivas donde vivas, necesitas volver a su orilla porque ya no podrás respirar con normalidad si no lo tienes cerca. Los que nacimos a la orilla del mar no podemos alejarnos demasiado de él y solo seremos felices al alcance de su brisa fresca.
Los más pequeños ni siquiera recordábamos el mar. Nos llegaban aromas a sal los días que soplaba el viento de Levante y los padres nos decían que respirásemos hondo que ese era el mejor de los aires, muy bueno para los pulmones. Pero no sabíamos muy bien que era eso que todos llamaban mar con profunda añoranza.
Recuerdo mi ciudad con sus calles estrechas y polvorientas y sus puertas siempre abiertas. Los vecinos que nos veían jugar y los que habían de apartarnos con los pies para poder salir a la calle, porque ocupábamos toda la acera. Las mujeres riendo y cantando mientras hacían sus tareas. Los hombres, cansados y sucios del trabajo duro, regresando al atardecer y saludando a todos los que se cruzaban por el camino.
Recuerdo la sensación de seguridad que sentía en cuanto ponía un pie en mi calle. Los sonidos tan familiares que sólo se daban allí. El mugido de las vacas del Donato, el martilleo en el taller de la zapatería y esa mezcla de aroma a hierbabuena, a estiércol y a cuero nuevo eran inconfundibles. Podías saber cuál es mi calle con los ojos cerrados. La paz es saber que nada malo ha de ocurrirte en un determinado lugar. El mío era mi calle. El de mis padres era España entera. Un día, de repente, todo cambió y el mundo en el que yo crecía se volvió loco. En los dos bandos decían que había que defender España pero nosotros éramos España y nadie nos defendió. Nadie.
Creo que lo ocurrido en mi ciudad nació del odio, más que de pensamientos políticos enfrentados. Nació del odio y del ansia de poder, unos sentimientos que te pintan de negro el corazón. No se respetó a los débiles. Murieron veinticuatro niños durante los bombardeos. No hubo ni un atisbo de compasión con la población civil. Fuimos masacrados.
Mi padre decía que en España había tres bandos claramente diferenciados, no dos como cuenta la historia. Estaban los de derechas, los de izquierdas y los que sólo querían trabajar para dar de comer a sus familias. Los dos primeros luchaban por lo mismo, el poder. Los otros luchaban por seguir viviendo y porque les dejaran trabajar en paz. A pie de calle, entre la clase obrera, convivían normalmente unos y otros. Sabemos de republicanos que ayudaron a los curas y franquistas que ayudaron a milicianos. También conocemos a quienes, llevados por el odio, cometieron las más atroces fechorías en nombre de una de las dos causas. Mi padre resumía la historia en una frase. “A los que queríamos vivir en paz, nos dieron de hostias por los dos lados”.
Sin embargo, entre el principio de la guerra y el final ocurrió algo inesperado: crecimos. No demasiado, solo lo suficiente para entender que el mundo en el que vivíamos era un lugar hostil y peligroso. Comprendimos el dolor que causan los hombres a veces. El hambre y el miedo nos lesionó el alma y la nuestra era tan tierna que quedó marcada para siempre.
Mi vida con todos sus años pasó. Demasiado rápida para perder el tiempo en lamentaciones de lo que hubiera podido ser si la guerra no hubiese irrumpido en mi niñez. La vida nos fue poniendo parches de amor en las heridas. También nos fue grabando nuevas muescas en la culata del alma que habíamos de volver a remendar.
Hoy hemos añadido una muesca más. Hoy he vuelto a pasear por mi vieja calle y aunque parezca imposible he vuelto a oír el inconfundible martilleo del taller de zapatería y el mugido de aquellas vacas del bueno del Donato. Cada pliegue de mi piel se ha llenado del aroma de hierbabuena de los corrales y aquél olor al polvo que las mujeres no conseguían vencer. Con los ojos cerrados, puedo oír la algarabía de los chiquillos y las voces de las madres llamándonos a cenar. El viento del norte vuelve a entrar por las perneras de mis pantalones para helarme el culo, como entonces. Juro por lo más sagrado que oigo a María Isabel y sus hermanas cantar las alegres cancioncillas que acompañan sus juegos infantiles. Me tambaleo de la impresión, la emoción me embarga. Todo es tan real que parece que haya vuelto todos esos años atrás. Miro mis manos y siguen tan arrugadas como ésta mañana, entonces oigo la risa profunda del viejo Félix y tengo que apoyarme en la pared para no caer. Sigo con los ojos cerrados, temo que si los abro todo volverá a desaparecer en el pasado aunque sé que todo está en mi corazón. Una lágrima cae por mi mejilla y se convierte en sollozo cuando reconozco la voz de mis amigos. Pozo con su bufanda de cuadros gris, Rojo con su pelo encendido y sus millones de pecas, Vicente con sus chichones y esos ojos tan verdes que miraban al mundo con una eterna interrogación. Sé, sin mirar, que el bueno del comemierdas corretea detrás de todos. No sé si yo voy con ellos. Sabe Dios que no me importaría dejarlo todo y volver a mi vieja calle polvorienta. Me llaman ahora, oigo mi nombre y sigo llorando sin querer mirar. Retengo la respiración, se han apagado hasta los latidos de mi corazón, la sangre de mis venas se detiene expectante y me oigo contestarles con voz aguda, la de antes de madurar.
—Voy.
En ese instante siento como taladra mi cuerpo, brutal y lacerante el irracional deseo de abrir los ojos y volver a ver a mis amigos como fueron entonces. Como nunca más volverán a ser, niños a los que todavía no les han arrebatado la paz. Abro los ojos con ferocidad y muero un poco por dentro. La calle que estoy mirando ya no es mi vieja calle y mis amigos no están. Ya no queda nadie. Nos robaron la niñez. Nos robaron la alegría. Nos han robado la calle donde vivimos el intenso terror de esos años que procuramos no olvidar. Ya no queda nadie para acompañar a los amigos en su último viaje. Sólo Manuela queda y Vicente que es un niño bendito. Cuando otro de nosotros se marcha para siempre, como hoy, regreso aquí y vuelven a mi mente todos los recuerdos, marcados a fuego y hierro, tan profundos y mortíferos como las bombas y los soldados que una vez quisieron acabar con la esperanza de un pueblo, mi pueblo. Vuelvo a prometer como entonces, como cada vez que uno de nosotros se va a reunirse en el cielo con los demás, que no voy a olvidar a nadie, que nada voy a olvidar. El primer día del mes de abril de mil novecientos treinta y nueve, la primera vez que hubimos de despedir a uno de los nuestros, prometimos como hacen los hombres, con una mano en los testículos y la otra sobre el corazón. Colocados en círculo dimos tres vueltas y al grito de “prometemos” escupimos en el centro, todos a la vez. Prometimos no olvidar nada ni a nadie y, sobre todo, juramos no hacer nunca ninguna guerra por muy viejos y estúpidos que nos volvamos. Seremos leales a la palabra dada hasta el día de nuestra muerte. Yo lo prometo. Lo prometo tan intensamente como entonces y solo entonces puedo levantarme del viejo banco donde los ancianos como yo reposan sus cansados pies aunque no puedan descansar el alma. Dejo atrás mi vieja calle y sé que esta vez será la última pues la próxima vez que diga “voy” será con mi anciana voz. Cada una de las veces que quería acordarme de todo, fue más dura que la anterior y, estoy tan cansado de recordar…
En mi larga vida me he visto obligado a sumergirme en lo más profundo de mi mente para rescatar del olvido aquellos recuerdos que con el paso de los años se vuelven borrosos. Los años los van difuminando porque los seres humanos necesitamos olvidar para vivir sin ese veneno que te come la sangre. Sentido común le llaman algunos. Yo le llamo supervivencia pues no se puede vivir con los sentimientos hipotecados por el miedo.
La niñez era muy breve para todos pero para nosotros todavía lo fue más si tenemos en cuenta que nos sorprendió la guerra justo en esos pocos años en los que debimos ser niños. Somos la generación de los niños topos. Media vida la pasamos bajo tierra, en los refugios antiaéreos, temblando de miedo. Aun así, con todo en nuestra contra, conseguimos disfrutar como solo los niños saben hacerlo, alegres en medio de un mundo que vivía al borde del abismo de la destrucción.
Aún asi fui capaz de volver a sentir ese mismo palpitar que notaba cuando era niño y la guerra no había llegado aún a mi casa. El latido de la paz golpeando mis sienes con un ritmo monótono y lánguido. Los niños tuvimos la capacidad de sanar. Los que fueron adultos aquellos años nunca volvieron a encontrar su lugar seguro. Cuando el país necesitó de nuevo encontrar la paz, nosotros, los niños de aquella guerra, demostramos que no habíamos olvidado nada. Teníamos sobre cuarenta años y entregamos al mundo nuestro legado: la paz y el perdón. Habían nacido fuertes y sólidos. Habían nacido de la memoria de los topos.