14. Estrategias de supervivencia

Interior

Bosco miró adelante y atrás con un nudo en el estómago. Taheña no estaba. Apenas tardó en comprender.

—¡La hemos matado! ¡La hemos matado! —gritó con desespero.

—¿A quién? —le preguntó Blonda, alarmada.

—¡A Taheña! ¡Se quedó en la esclusa! —exclamó—. ¡La hemos expulsado con los muertos!

—¿La has mandado viva al espacio?

—¡Taheña! ¡Taheña! —llamó Bruna, que fue corriendo hacia la cabina auxiliar.

Bosco se derrumbó en el banco. Bruna volvió al cabo de unos segundos con los ojos anegados de lágrimas:

—¡No está! ¡No está!

Blonda miró a Bosco horrorizada.

—¿No comprobaste que estuviera fuera de la esclusa? —le preguntó a gritos—. ¿No lo hiciste?

Bosco negó con la cabeza.

—Pero, ¿no te diste cuenta de que no estaba en sus cabales? —insistió Blonda.

—¡Yo no he sido! —chilló doña Cocó desde la esclusa—. ¡No tengo culpa! ¡Ha sido él! —y señaló a Bosco—. ¡Él dijo que apretara el botón! ¡Él es el asesino!

—¿Está loca? —Bosco temblaba en una mezcla de ira, culpabilidad y terror—. ¿Quién dijo que estábamos preparados? ¿Quién lo dijo?

—Creo que fue una voz de mujer. Igual fuiste tú, Blonda —dijo Bruna, con lágrimas en los ojos.

Blonda se volvió hacia ella, enrojecida de furia:

—¿Qué dices? Yo no dije nada, ¿verdad Bosco? Me hubieras oído. Estaba delante de ti, ¿no? —y añadió a continuación—: Quizá fue la propia Taheña quien lo dijo. Quizá no quería seguir viviendo.

—Quizá —apoyó Bruna—. En muchas ocasiones hablaba de suicidarse.

—¡No soy una asesina! ¿Verdad que no? —le gritó doña Cocó a Blonda.

Andrés intervino:

—Ha sido de nuevo la voluntad de Dios.

—¡Sí! Es cosa de Dios, como con papá y mamá —le secundó Bruna.

—Estáis locos. Ven conmigo, Blonda. Uno de ellos es un asesino y ha saboteado la nave —sentenció Bosco paseando la mirada por el grupo. La cogió del brazo y se apartaron del grupo.

 

Andrés necesitaba rezar para que Dios le resolviera su dilema. Definitivamente era incapaz de sacrificar a Bruna.

Él quería la recompensa que San Buenaventura decía que Dios otorgaba a los justos que cumplían con los sacrificios que les imponía. A la vez quería la vida de Bruna. De repente, una voz interna, tan profunda como acusatoria, le dijo que Dios lo sabía todo y que no había habido amor verdadero en sus actos, sino egoísmo y vanidad.

La voz le acusó de egoísmo porque quería quedarse con Bruna y de vanidad por pensar que podía decidir sobre los planes de Dios.

Andrés se echó a temblar porque la voz tenía razón. Se sintió indigno del amor de Dios y cayó de rodillas en el suelo del pasillo.

Al acercarse al doctor De Vries, doña Cocó vio cómo el adolescente se hincaba de rodillas con la expresión terriblemente angustiada. Para ella, eso solo podía deberse a un sentimiento atroz de culpabilidad.

Cuando César De Vries vio que doña Cocó iba en su dirección supo que había llegado el momento de jugar sus cartas.

La abuela se sentó a su lado y él le dijo sin más:

—Cocó, ¿cómo se las ingenió para matar al negro?

La abuela abrió mucho los ojos.

—¡Yo no he matado a nadie!

—Entonces ha sido Bruna.

—¿Está loco? ¡Si es idiota!

—¿Todavía no se ha dado cuenta? El aire mejora cuando muere alguien. Esa niña trabajaba en el submarino turístico de sus padres y sabe lo que hay que saber. Está eliminando a los más débiles. Ahora me toca a mí, pero la siguiente serás tú, María Dolores. Nos tenemos que ayudar.

—No seas idiota, César. El venus te ablanda el cerebro.

—No me vengas con eso, Cocó —le interrumpió el médico—. Y solo tienes razón en una cosa: el venus me está ablandando el corazón, no el talento.

—César, he venido para que me ayudes a descubrir quién es el asesino.

—Te lo estoy diciendo: ¡es ella!

 

El doctor De Vries vio irse a doña Cocó sintiendo la muerte muy cerca. Notaba cómo se le iba la vida en el dolor sordo y continuo del costado y en la dificultad creciente de respirar. Ya había jugado la primera de sus cartas. Ahora debía jugar la segunda.

Llamó a Bruna y la trilliza acudió a su lado.

—Qué lástima los accidentes, ¿no doctor? —le dijo ella.

De Vries, desde el banco, le respondió:

—No. Accidentes, no. Asesinatos, ¿verdad? ¿Me alcanzas el maletín, por favor? De paso te daré otra pastilla para el dolor.

Bruna se lo alcanzó. De Vries le dio una pastilla y separó el forro interior de seda, metió los dedos y sacó un estuche de cuero negro con varias jeringuillas llenas de un líquido de color rojo.

—¿Y eso?

—Mi medicina para las emergencias —le dijo sonriendo—. Alea jacta est.

—¿Qué dice? No le entiendo.

—¡Ay niña! Digo que la suerte está echada, pero eso ya lo sabes tú, ¿verdad?

De Vries la miraba con los ojos desorbitados, el pelo blanco en mechones desordenados y acompañaba sus palabras con los gestos de unas manos con las uñas roídas hasta lo imposible. La que fuera la mejor bata de Helena Haass estaba arrugada y con manchas de sangre seca.

—¿Qué me quería decir?

—Que como no hagamos algo, tu abuelita nos va a matar como hizo con David, con Taheña, con Sevilla y con el negro.

—¿Calvo René?

—Sí. Ese.

—Ellos murieron por la voluntad de Dios, como papá y mamá.

—No niña. Conmigo no tienes que hacerte la idiota. ¿No te has fijado que el aire se va cargando poco a poco?

—No —Bruna levantó la vista y se extrañó de ver a Andrés hablando animadamente con doña Cocó.

—¿Ves las gotitas de agua en la pared? A veces están y a veces no —le dijo él señalando el agua condensada en las paredes del salvavidas.

Ella asintió con un gesto. Él continuó:

—Eso es que el aire se renueva poco. Lo sabes perfectamente porque trabajabas con tu padre, ¿no? —Bruna le miró, inexpresiva—. Si no hubieran muerto David, tu hermana, el negro y Sevilla, el ambiente sería ahora mucho más húmedo y más pesado y todos tendríamos un dolor de cabeza tremendo. Sé que lo sabes: no hay oxígeno suficiente para que nos salvemos todos. La que llamas abuela quiere asegurarse que habrá aire para ella hasta llegar al hito. Por eso nos está matando.

—¿Y usted qué quiere?

—Yo no quiero morir aquí. Si haces lo que yo digo no morirá nadie más, pero para eso tienes que eliminarla para que no siga matándonos. Ni por el aire ni por los celos que tiene de vosotras.

—¡Está loco!

—La que dice ser tu abuela es un monstruo, Bruna. Un monstruo. Para empezar, tú no eres su nieta —Bruna se cruzó de brazos, incómoda—. Eres su clon. Las tres sois clones de Cocó. Yo os creé y tú eres la más perfecta de todas.

—¡Baje la voz! ¡No soy un clon! —exclamó Bruna en un susurro angustiado.

—Sí que lo eres. Y sé que tú no enfermarás nunca.

—¿Nunca? —Bruna le miró asombrada.

—Nunca en tu vida, si es que Cocó no te usa antes, claro. La vieja quiere vivir por encima de todo… y de todos. Todos respiramos el aire de esta nave y, como se lo estamos gastando, nos matará para quedárselo todo.

—¡Qué tonto! —replicó ella—. Se lo inventa porque tiene miedo.

De Vries sonrió son tristeza y no respondió. La jeringuilla le temblaba en la mano.

Se oyó una voz pidiendo auxilio. Bruna volvió la cabeza. Vio a Blonda desaparecer por la compuerta de la cabina auxiliar. Andrés y la abuela no estaban a la vista.

—¡Cuida de que no me maten y nos salvaremos, Bruna! —le dijo De Vries cuando ella echó a correr por el pasillo. A medio camino tropezó con Bosco, que también iba para allá.

El médico no pudo aguantar más y se inyectó la dosis de Venus que quedaba en la jeringuilla.


Andrés no se atrevió a desobedecer a doña Cocó, cuando esta le invitó a sentarse a su lado. No sabía qué decirle para no equivocarse y temió que su silencio enfadara a la anciana pero la mujer no pareció contrariarse, más bien al contrario. La que habló fue ella y de una manera tan amable y llana sobre Dios, el arrepentimiento y el pecado que hacía sencillo lo que Andrés nunca había comprendido. La escuchaba sintiendo que sus palabras apaciguaban su interior atormentado y que no estaba tan abandonado de Dios como él creía. Ignoraba si sus pecados habían sido perdonados, pero lo que sí sabía era que el Señor le obsequiaba con los esfuerzos que estaba haciendo por él doña Cocó, esa mujer buena a la que tan mal había juzgado desde el primer momento.

Miró a Bruna, que estaba hablando con el médico. Le pareció la mujer más hermosa del Universo. Pensó que sería capaz de cualquier cosa por ella.

Se sentía bien con la abuelita, que era como ella le dijo que la podía llamar, porque opinaban lo mismo de la religión y de los sacrificios que había que hacer por los demás. Para su satisfacción, los dos compartían la dicha que significaba llevarlos a cabo cuando dignificaban al Hombre, porque eso honraba a la vez el nombre del Señor.

Cuando Andrés descubrió que su sentido de la justicia divina era otra cuestión en común entre ambos fue cuando le reveló a doña Cocó que Dios le enviaba señales y mensajes de lo que tenía que hacer, y que no era casual que él, Andrés, estuviera con ellos en la nave salvavidas. Tras un momento de vacilación, Andrés le dijo con solemnidad:

—Estoy aquí para cumplir una misión divina.

Tras un largo silencio, Andrés le contó que él era un pecador terrible y le describió su huida cobarde de El Buen Pastor sin saltarse ni uno solo de los detalles que consideraba más dignos de castigo y más vergonzantes. Le habló del Ojo y de cómo Dios le había escogido.

La abuelita le abrazó y le dijo que Dios escogía caminos peculiares y misteriosos como el del Ojo. Fue entonces cuando doña Cocó le recordó el episodio bíblico de la soga de Jezabel, la hija del cordelero.

—Jezabel —le dijo doña Cocó—, era una niña muy piadosa que decidió quitarse la vida porque no podía seguir viviendo con sus pensamientos traidores. Y, ¿sabes?, cuando estaba a punto de morir, Dios la salvó de la muerte enviando un ángel hermoso y resplandeciente que cortó con una espada de fuego la soga trenzada por su padre con la que se estaba ahorcando.

A Andrés se le abrieron mucho los ojos al oír ese pasaje que desconocía de la Historia Sagrada, y lo encontró muy hermoso y apropiado a su caso. La abuelita le aclaró que Jezabel se quiso suicidar porque no podía vivir con la vergüenza de haber traicionado a su familia y que Dios impidió su suicidio porque Jezabel siempre había sido una buena sierva del Señor.

—Ella demostró que estaba dispuesta a sacrificar su propia vida y el Señor, en su bondad infinita, se lo impidió. La recompensó con su vida, ¿lo entiendes?

—¡Claro!

Andrés le dijo a doña Cocó que ignoraba esa historia y esta le dijo que era una de las del Deuteronomio que se citaba poco porque la traición de Jezabel había sido seducir a su padre para tener hijos suyos, y eso era muy feo.

—¿Tienes hermanitas? —le preguntó doña Cocó—. Pues imagínate.

Y él se imaginó a su hermanita Lucía coqueteando con su padre como Jezabel y se le revolvió el estómago.

La abuela continuó hablándole con serenidad y comprensión sobre Jezabel. Al final, Andrés lloró lágrimas de agradecimiento, y estalló en sollozos de alegría porque por fin alguien le entendía. Con la suavidad de una nana, doña Cocó añadió:

—Desde luego, con semejantes pruebas, seguro que tienes una misión muy importante que cumplir aquí. Yo también he cometido grandes pecados como Jezabel. Seguro que no tan graves como tú —continuó ella—, pero he pecado mucho porque soy muy vieja.

—¿Cuánto de vieja?

—Ni te lo imaginas. ¡Pero eso no se pregunta a una mujer, gamberrillo! —y le alborotó el cabello—. Siempre he aceptado con resignación a lo largo de mi vida la penitencia que me ha impuesto la voluntad del Señor. Pero esta vez mis pecados deben haber sido muy grandes porque nunca he pasado tanta pena como cuando tuve que ir a Océano a enterrar a mi hijo. Y ahora que Taheña ha desaparecido lloro mucho por ella, a pesar de lo que me hizo.

—Debió de ser terrible —le contestó Andrés.

—Nunca he llorado tanto. Pero me di cuenta de que Su misericordia es realmente infinita porque allí conocí a mis tres nietas. Hacerme cargo de ellas ha sido el mejor regalo que me podía haber hecho Dios, porque las niñas son hermosas y buenas, ya lo sabes. Incluso Taheña, que en paz descanse. Cuando las miro, veo en ellas a mi hijo.

—¡Ah! Debe ser muy bonito —Andrés estaba impresionado por la fortaleza de la abuelita.

—Las quiero mucho pero, y esto es un secreto —le dijo doña Coco bajando la voz—, mi preferida es Bruna porque es la más dulce de todas. Te habrás dado cuenta, ¿no?

Al oír hablar de Bruna, los ojos de Andrés se llenaron de lágrimas. Unos instantes más tarde, que a doña Cocó se le hicieron eternos, Andrés le dijo en un susurro entre hipidos incontenibles:

—Abuelita, Dios me mandó que matara a Bruna —Andrés la miraba congestionado de llanto y de miedo—. ¡No me odies por favor! Dios me lo mandó a través del Ojo, porque fue el Ojo quien me escogió para actuar por cuenta del Señor.

La abuela lo miró impertérrita.

—¡Con todo lo que la debes querer! —exclamó al fin—. ¡Debió de ser un espanto estar con ella sabiendo que la tienes que sacrificar!

Andrés sintió que el cielo se abría ante él, encarnado en doña Cocó. La abrazó, agradecido y sacudido por los sollozos. Doña Cocó le apartó y le dijo muy seria:

—¡Témplate muchacho! ¿Qué vas a hacer?

—¡No quiero hacerlo y ahora Dios está enfadado conmigo! No me habla. ¡Dios no me quiere! ¡No me querrá si no lo hago! —le confesó, aterrado.

—Lo entiendo, lo entiendo —le contestó doña Cocó, y luego le dijo—: Pero Dios aún te quiere y te seguirá queriendo.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Porque aún estás a tiempo de cumplir su voluntad. Bruna debe morir —afirmó la abuela con una firmeza y una seguridad que heló al propio Andrés—. Debe morir porque así lo quiere Dios ya que es el mandamiento que te ha hecho a través del Ojo. Cuando lo hagas tu misión habrá terminado.

Doña Cocó se entristeció y los ojos se le llenaron de lágrimas. Sollozó:

—¡A qué prueba más terrible me somete Dios! Bruna es mi nieta más querida.

—¡Como en el sacrificio de Isaac! —Andrés tenía la boca seca de nervios.

—Estoy triste y a la vez soy feliz. Triste porque debo permitir que sacrifiques a mi nieta y feliz porque así podré demostrarle mi amor.

—Y yo, ¿qué debo hacer?

—Debes cumplir con tu obligación. Quizá esta noche.

—¿Y si no puedo?

—Dios te dará fuerzas. Tienes razón. Tienes una misión que cumplir aquí y cuando la termines te podrás reunir con tu familia.

—¿Y si la prueba fuera para ti, abuelita? —le preguntó esperanzado—. ¿No tendrías que encargarte tú?

—Cuando lleves a cabo tu trabajo, ellos, tu familia, te estará esperando en el cielo con los brazos abiertos.

El joven la miró dubitativo un instante y luego se le iluminó la expresión:

—Solo hay un camino para reunirme con ellos. Con misión o sin ella.

—Dios es amor —le dijo doña Cocó—. Quizá lo que oíste es que el Señor quiere comprobar la fuerza de tu fe en Él y en el amor a tu familia.

Andrés sonrió feliz por segunda vez desde que estaba en el salvavidas. Doña Cocó continuó:

—A veces no somos capaces de juzgarnos de forma correcta porque somos demasiado complacientes con nosotros mismos…

—¡La soga de Jezabel! —murmuró Andrés.

—¿Qué dices?

Andrés Arese tomó su decisión. Se apartó bruscamente de doña Cocó porque no quería oír nada que le impidiera lo que quería hacer. Cogió la cinta de la bata de seda del doctor De Vries y, antes de irse, se despidió con un beso de doña Cocó:

—Gracias abuelita. Dios es amor. Tienes razón, seguro que me comprenderá.