5. Los náufragos

Interior

Calvo René no había creído a Wilson e iba a levantarse para buscar el alcohol del botiquín. Se detuvo porque de súbito tuvo la inspiración de pintar una nueva Balsa del Medusa con lo que estaba viendo en el salvavidas. Su nuevo cuadro sería una interpretación moderna y real, más eterna aún que la pintura de Géricault. La del francés era una obra en un espacio abierto, por el contrario, la suya reflejaría un espacio cerrado y opresivo.

Tenía ante los ojos el ambiente perfecto: pequeño, maloliente y sucio, y los personajes allí mismo. En el grupo de la esperanza estaría la morena de la sábana ocupando un lugar destacado con un pecho al aire como mandaba el canon más rancio. A su lado pondría a las dos niñas ingenuas y la hermana retrasada. Con ellas estaría la oficial, desesperada, a punto de renunciar. En el fondo, colocaría a la mujer de Nuevo Oriente completamente desconsolada. El grupo de la resignación estaría formado por la mujer pequeña y su amiga con la mujer grande.

Los homólogos del anciano y el cadáver del cuadro de Géricault serían la abuela y el médico. Hasta el tosco, abnegado y simple bombero tendría un sitio en la composición. Y, para mayor dramatismo, en el grupo de la esperanza pondría a la madre con el bebé representando la voluntad de vivir.

Calvo René buscó en sus bolsillos su libreta de apuntes y su lápiz para no perder la idea y achicar a la vez sus penas y su desasosiego. Decidió comenzar con una caricatura de la anciana y luego dibujaría a la oficial Wilson, sin saber dónde pondría en su obra al tipo fuerte con piel de muerto que le había salvado la vida.

La oficial de estiba Irma Wilson no sabía lo que tenía que hacer ahora que la nave salvavidas se había separado de El Buen Pastor. Meses atrás, Irma se había presentado voluntaria al curso de capacitación para tripulante de salvavidas, no por interés o para mejorar su paga, sino para hacerse más atractiva ante su novio de entonces, Mario Daza, doce años más joven que ella.

Lo cierto fue que, a pesar de su intención de deslumbrarlo con su profesionalidad y experiencia, el primer día del curso de capacitación le resultó tan aburrido y tan para hombres que esa misma noche le dijo entre las sábanas:

—Ve tú y luego me lo cuentas, que seguro que me lo explicas mejor.

Ahora, Irma Wilson tenía ante sí el micrófono que surgía de la consola de mando apagada y no sabía ni cómo se encendía. De repente y sin que ella hiciera nada, la consola se iluminó con un montón incontable de rótulos, iconos y lucecitas de colores. Por hacer algo, a ver qué pasaba, deslizó los dedos por un mando sin saber qué era. Ella y el resto se llevaron un susto impresionante porque los altavoces de a bordo atronaron a toda potencia con el alboroto escalofriante de las peticiones de auxilio y las súplicas desesperadas procedentes de las otras naves salvavidas.

Una voz profunda y grave se impuso con autoridad sobre la barahúnda. Se identificó como Chu Salazar, oficial tercero de derrota. Salazar preguntó si había alguien de rango mayor a la escucha.

Nadie respondió a la pregunta y el aire estalló de nuevo en peticiones de socorro.

—Por favor, presten atención —pidió Salazar varias veces hasta que se hizo el silencio—. Nadie está a la deriva. Estaremos en comunidad dentro de poco. Ninguna de las naves salvavidas está sola sino que están programadas para que nos reunamos. Cuando eso suceda, las naves se adosarán automáticamente entre sí formando un espacio común, podremos pasar de una a otra, nuestros implantes funcionarán y nos podremos ayudar. La unión es nuestra fuerza. Algunos de los salvavidas ya lo están haciendo. Habremos terminado la maniobra en menos de un día. Ahora les propongo que recemos todos juntos para pedirle a Dios que nos asista en estos momentos tan difíciles. Aquí está el padre Pablo, que dirigirá la oración.

Yin Hong no hizo el menor caso al padre Pablo y le preguntó a Dubroski. Este le hizo un gesto para que no interrumpiera el rezo común. Cuando acabó, la miró inquisitivo. Ella le dijo:

—¿Y cuando estemos todos juntos habrá aire y comida para todos? Porque me parece a mí que ese hombre es muy optimista.

Al oírla, Irma Wilson pensó que quizá tuviera razón. Entonces probó a encontrar en la consola los programas de soporte vital, pero no los encontró. Sabía que a bordo de cada salvavidas había un reactor Melissa para cultivar las algas de comer, pero no sabía cómo se ponía en marcha y menos cómo funcionaba. En esos momentos se acordó de su novio y deseó que estuviera allí con ella.

Después de la oración escucharon atentamente todas y cada una de las palabras del oficial y del padre Pablo, que no dejaban de dar ánimos y esperanza. El rescate no tardaría en llegar, decían, porque el accidente se había producido en la derrota más transitada del Universo.

Dubroski le dijo a Bosco en un susurro:

—Ni es tan transitada ni se pudo enviar un mensaje de socorro con nuestra posición.

Bosco mantuvo la expresión neutra pero el corazón le dio un vuelco.

Sevilla Tiles ajustó la sábana a su cuerpo espectacular y se levantó. Yin Hong, que no se había apartado de ella, le preguntó:

—¿Dónde vas?

Sevilla recogió una esquina de la tela que tocaba el suelo y le dijo:

—A preguntar por mi Alfredo —y se dirigió hacia el sillón de mando con andar decidido.

Andrés Arese, el adolescente, la oyó desde el fondo del pasillo y salió como un rayo detrás de ella para saber de su familia. Al pasar por delante de las trillizas su mirada se vio atraída por la morena. Esta le sonrió y le preguntó a la anciana:

—Abuela, ¿y ahora qué va a pasar?

Doña Cocó la miró con dulzura y le dijo:

—No lo sé, mi niña Bruna. No lo sé. Tenemos que confiar en Dios.

Helena Haass, la colona menuda, se adelantó en el asiento y el olor a colonia de niño llenó el aire con su movimiento.

—Rezo a Jesús por nuestras almas, y por él —les dijo, señalando al cura—. ¿Podemos hacer algo por el sacerdote?

—Mi médico dice que, de momento, no —le respondió doña Cocó.

—¡Qué lástima! Si estuviéramos en Comunidad quizá a alguien se le ocurriría algo. —El doctor De Vries la fulminó con la mirada y ella continuó—: Me siento muy sola sin la Comunidad. ¿Ustedes no?

—Lo imagino —replicó educadamente la anciana—. A mí me tuvieron que quitar el implante y lo pasé muy mal. La oración me ayudó mucho.

La pelirroja, Taheña, terció para interpelar a Helena:

—Mejor rezas para que volvamos pronto a casa, ¿sí?

Doña Cocó intervino:

—Le ruego que la disculpe. Han perdido a sus padres, y cuando Taheña está nerviosa se vuelve muy desagradable.

—¿Lo harás? —insistió la pelirroja.

Helena Haass, un mar de serenidad, asintió:

—Sí. Rezaré por todos y por volver a casa. Y haré especial penitencia por ti —y volvió de nuevo a su oración. Al recostarse de nuevo en el asiento desapareció con ella el olor a colonia, como si el aroma le fuera fiel.

Bruna notó la mirada de Bosco, que la desvió hacia Blonda cuando ella levantó la cabeza. Pensó que ese hombre con la piel rara no se equivocaba: su hermana sí que disfrutaba que la miraban; en especial si quienes lo hacían eran hombres mayores.

Blonda enrolló un mechón de pelo entre los dedos. No le caía bien su abuela ni tampoco el médico que la acompañaba a todas partes, aunque ese doctor, que se comía las uñas hasta dejarse los dedos deformes, les ponía las inyecciones mensuales mejor que el doctor Karim, su médico desde que tenía memoria.

Después del hundimiento del sumergible turístico en el que se ahogaron sus padres, el seguro no alcanzó para pagar todas las deudas y los acreedores las amenazaron con el desahucio. Entonces, la madre de su padre, a la que nunca había visto, apareció de repente en Arrecife, la capital de Océano, como si las conociera de toda la vida y les ofreció un trato: ella se hacía cargo de todos los compromisos y las tres dejaban Océano y se volvían con ella a Tassili, una próspera ciudad de Níger, el sexto de los 7 Mundos. Allí no les faltaría de nada y las podría atender su médico personal hasta que se curaran del todo.

Las deudas y su minoría de edad en Océano fueron inapelables y no tuvieron otra elección que aceptar la propuesta y seguir las exigencias, las manías y los chantajes de anciana rica de su abuela.

Para Blonda, el cambio significaba abandonar su sueño de dedicarse a la mar y despedirse de una capital moderna, limpia y tecnificada, construida a medias sobre el continente y el agua. Junto con sus hermanas, había investigado su destino. Tassili era un pueblo de provincias del planeta Níger, un mundo seco de matojos y ganado. El planeta estaba muy poco poblado y la casa de la abuela, aunque enorme, estaba muy lejos de cualquier núcleo de población. Bruna lo dijo por las tres:

—Estaremos muy solas y solo tendremos el futuro que ella quiera.

Blonda oyó en el oído la voz del diablo y se movió para que la luz exigua de la lámpara le diera en el rostro. Cuando estuvo segura de que Bosco y Dubroski la habían contemplado se apartó de la luz para que su rostro bronceado volviera a quedar en el misterio de la semioscuridad.

Ver el testículo de un hombre tan serio y fuerte asomando por la pernera del pantalón le hizo mucha gracia y se volvió hacia su izquierda, para señalárselo a Taheña y ver de paso qué era lo que tanto interesaba a su hermana.

Taheña miraba de soslayo a su abuela y se tapaba la boca para esconder su risa al ver el dibujo que estaba haciendo su vecino de banco por la izquierda, el tipo de piel negra, calvo y feo como ningún otro hombre que ella hubiera visto nunca. El hombre vestía un pijama de lino blanco cuyo corte le pareció tan exquisito que era elegante, incluso arrugado y manchado de carbonilla y hollín.

Para Taheña cualquier excusa era buena para ridiculizar a la vieja mandona que había visto por primera vez en el funeral de sus padres, donde había aparecido con la pompa de una alcaldesa, diciendo que era la madre de su padre, que el accidente había sido una desgracia, que desde que se enteró no había dejado de llorar y que, como era rica, las sacaba de pobres y se las llevaba a Tassili a vivir con ella hasta que se curaran de su extraña enfermedad genética. Aquel día se quedó estupefacta porque su padre solo había hablado una única vez de su familia, y había sido para decir que nunca había conocido a su madre.

Los personajes del dibujo del hombre negro parecían tener vida propia. En trazos ágiles, limpios y decididos, el lápiz en aquellas manos grandes de dedos toscos mostraba el ambiente del salvavidas con una fidelidad y un detalle asombrosos. Doña Cocó vestida de capitán, muy seria y muy grande, pasaba revista a las caricaturas de los supervivientes, muchos de los cuales se escondían debajo de los bancos. A Taheña le fascinó el acierto con el que ese hombre retrataba a doña Cocó y se acercó un poco más a él.

Calvo René, no se dio cuenta de la proximidad de la joven porque mientras su mano dibujaba, se obligaba a pensar en su Balsa del Medusa para no acordarse de Yamila.

Cuando Yamila y él se dieron cuenta del incendio era tarde. Ambos salieron del camarote y fueron a tientas por los pasillos abrasadores de El Buen Pastor cegados por el humo y cogidos de la mano para ayudarse mutuamente. Oyeron voces a lo lejos y se apresuraron en esa dirección. Llegaron a la esclusa de un bote salvavidas en la que unos hombres asomados gritaban: «Solo cabe uno, solo uno y nos vamos».

Él se detuvo pero su amada Yamila, la mujer que le juró que solo la muerte podría separarla de él, su compañera libertina en toda clase de aventuras y de desgracias, su musa, le soltó la mano y le dio tal patada en los testículos que lo dejó de rodillas doblado en el suelo del pasillo mareado de dolor. Su último recuerdo antes de perder el sentido fue verla dentro del salvavidas.

Después de que Bosco le dejara en el banco, el pintor se sintió tan vacío e indiferente a cualquier cosa que pudiera pasarle que ni siquiera pensó en dar las gracias por haber sido salvado. En esos momentos, mientras dibujaba y aunque intentaba evitarlo, la inspiración de su nueva pintura se veía desplazada por la imagen recurrente de Yamila abandonándole. Se centró en el dibujo que estaba haciendo y le preguntó a Taheña señalando con el lápiz a Bruna:

—¿La morenita es tu hermana?

—Sí —contestó ella, extrañada.

—Es un poco corta, ¿no?

Taheña no supo qué contestarle. Bruna era la más inteligente de las tres, pero desde que llegó la abuela se hacía la tonta a todas horas, quizá para trabajar menos o para que la vieja la protegiera más. Antes de que pudiera decir algo, Calvo René continuó:

—No hace falta que lo digas. Imagino que duele tener una hermana así.

Ella calló y él continuó como si nada con sus dibujos en la libreta fabricada expresamente para él en Tierra Original con papel verdadero. Se dedicó a dibujar a la trilliza morena sin que pareciera demasiado atrasada.


Bosco contó que eran diecisiete personas a bordo: siete hombres, nueve mujeres y un bebé. Le hizo una caricia e intentó llamar su atención, pero el niño no mostró ningún interés en él. No insistió y se preguntó si alguna vez le habían gustado los niños. Tenía la sensación de que no.

Le preguntó a Svetlana:

—¿Cómo se llama?

Ella lo apretó contra su pecho y le dijo en voz baja:

—Le llamo David, como mi hermano. No soy su madre. Yo corría por el pasillo, hubo una explosión y vi su burbuja y los biberones un poco más allá, junto a una mujer muerta.

Bosco enarcó las cejas, sorprendido.

—Ya he tenido dos y estoy sola —le dijo al ver su expresión—. Los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la crianza.

Svetlana se concentró de nuevo en el bebé, que la obsequió con una sonrisa inocente y un gorjeo feliz. Más allá de la pianista, a su derecha, estaba Yin Hong, aferrada al brazo de Sevilla Tiles.

Sevilla descansaba envuelta en la sábana, con los ojos cerrados, tendida al descuido en una pose lánguida que acentuaba su figura de hembra espectacular con una piel más tersa que la de una niña. El brillante descansaba en su pecho y el reflejo de sus facetas resaltaba sus curvas de una forma sencilla y sorprendente.

Yin Hong le había preguntado a Sevilla si podía cogerla de la mano y Sevilla le había respondido que sí. Unos minutos después, Yin Hong la agarró del brazo y le preguntó:

—¿Cómo estás? Como estás tan callada, pensé que te pasaba algo.

Sevilla contestó:

—Estoy todo lo bien que se puede estar vestida con una sábana de hilo en un vagón lleno de gente.

—¡Y yo qué! Solo llevo un camisón y es más fino que tu sábana —y añadió—: Hubiera sido mejor que el bombero nos llevara a un salvavidas de primera, ¿no crees? Se conoce que son más grandes.

Sevilla cerró los ojos y no respondió. Yin Hong iba a continuar hablando cuando su sentido del olfato le envió un mensaje claro y tajante: el aire allí dentro tenía algo raro porque, de otro modo, no era posible que fuera tan denso, tan viciado y tan maloliente.

Yin Hong olisqueó con atención y percibió además un olor suave y dulzón, como de colonia de niño. Tuvo una sensación extraña en el pecho, como si se le encogieran los pulmones. Se echó a temblar con la convicción de que estaba infectada con una bacteria del aire. Se dijo de nuevo que hubiera sido mejor estar en un salvavidas de primera clase porque en ese de segunda estarían todos muertos en unas pocas horas o lo que era peor, sufriendo una agonía larga y dolorosa de fiebres y vómitos.

Intentó calmarse y pensó que tarde o temprano alguien más se daría cuenta y haría algo o, al menos, alguien de la Comunidad le daría la razón. Echó de menos estar en Comunidad, pero se sintió confortada por ese pensamiento y por el calor que le daba el cuerpo de Sevilla, aunque hubiera preferido que la chica llevara un pijama normal o un camisón y que se hubiera puesto en otra postura. Le dolían los brazos de estar cogida y le incomodaba sentir las formas rotundas y firmes que notaba a través de la sábana en el respirar acompasado y tranquilo de Sevilla.

Le dijo a Sevilla en un susurro:

—¿No notas un olor raro en el aire?

Sevilla Tiles le respondió, sin abrir los ojos:

—¿Y a qué quieres que huela? Huele a miedo y a humanidad.

—Es como dulce —susurró.

—Es la colonia de bebé que usa aquella —y señaló con la cabeza hacia Helena Haass.

—¡No! Es aire contaminado y tengo asma.

—Pues abre la ventana y ventila, cariño. ¿Me permites? —Y Sevilla agitó el brazo para que Yin Hong se lo soltara. Lo movió para desentumecerlo a la vez que buscaba con la vista otro sitio en el salvavidas porque bastante tenía con haber perdido su gran oportunidad como para seguir aguantando a esa mujer.

El naufragio había significado para Sevilla Tiles que se fuera al traste su ilusión de acabar de una vez por todas con la vida que llevaba. De haber tenido un par de días más, hubiera logrado que el viejo Alfredo Narbona, el director de explotaciones ganaderas del planeta Níger, se enamorara de ella con los ardores de un adolescente y la retirara definitivamente del puteo llevándola al altar.

Desde que se conocieron, él solo había tenido ojos para ella y sus caprichos en las tiendas de a bordo. En tan solo una semana, Alfredo ya le había regalado el brillante más grande y más hermoso de la joyería más cara de El Buen Pastor, diciéndole:

—No te lo quites nunca. Será el símbolo de nuestro amor —y ella le había sido fiel en ese sentido hasta el final: a pesar del naufragio, allí estaba la joya colgando de su cuello.

Sevilla se juró a sí misma que saldría de esta y que encontraría a su viudo allí donde estuviera, porque estaba segura de que Alfredo Narbona era su hombre. Era rico y no muy viejo, se había portado bien con ella, había sido muy generoso y no le había pedido nada a cambio. No como Alí Ben Shafir, el autor de las estrategias más audaces de la Armada Musulmana, un hombre muy rico, muy atractivo y muy viril que le siguió el juego de los amores fingidos.

Ella no se dio cuenta y compartió con el militar sexo a todas horas y planearon hasta el último detalle de la boda para cuando desembarcaran en Cruz de Término. Sin embargo, el héroe se desvaneció de sus planes, de su vida y de la nave cuando desembarcó sin avisar en Órbita Lecz, su destino real. Sevilla no le perdonó el engaño, y menos después de que la noche anterior le dijera tras un beso apasionado:

—Mañana renunciaría al Islam para casarme contigo si tú no quisieras convertirte.

Con el orgullo desbaratado y la fe en sí misma completamente perdida, Sevilla apareció esa noche en el comedor muy entristecida y allí conoció a Alfredo, que estuvo consolándola de su pena hasta mucho después de que cerraran el salón.

Se preguntó si Alfredo estaría pensando en ella en esos momentos. Sabía que él estaba a salvo porque se lo decía ese corazón suyo que nunca se equivocaba y porque, en cuanto supo del incendio fue a buscarle corriendo por los pasillos incendiados, pero cuando llegó a su camarote, la puerta estaba abierta de par en par y no había nadie dentro.

Entonces fue cuando volvió a maldecir al salido de Ben Shafir, porque si el militar no la hubiera engañado con promesas de una vida extraordinaria, ella hubiera tenido tiempo para consolidar entre las sábanas el celo y el amor de Alberto y entonces hubiera sido el viudo quien la hubiera ido a buscar entre el humo y las llamas y no al revés.

Se arrebujó en la sábana, que fue lo único que pudo coger para taparse con las prisas de ir a buscar a su hombre, y suspiró. Pensó que quizá no hubiera debido ser tan grosera con Yin Hong; al fin y al cabo estaban todos en el mismo desastre y lo único que tenían que hacer era llevarse bien y esperar con paciencia que les rescataran.

Antes de cerrar los ojos para descansar un rato, miró a la trilliza rubia, sentada entre la morena y la pelirroja, y la descubrió mirando a hurtadillas a Bosco, que estaba al lado de la madre con el niño y que la miraba a ella en ese momento.

El pelo largo y negro de rizos prietos de Sevilla le recordaban a Bosco algo difuso y relacionado con las mujeres de su pasado. Se sintió confundido y frustrado. Miró al fondo, hacia el lado del motor. Allí estaba el sacerdote probablemente intoxicado por el humo y en el banco de enfrente estaba el tipo pequeño que no le había gustado, tan quieto como cuando le vio por primera vez. Le dio la sensación de que era militar por lo rígido de su postura. A su lado estaba el chico con cara de pena que antes había pasado por delante de él.

Andrés Arese tenía el rostro manchado de lágrimas y hollín. Estaba inclinado hacia adelante mirando también lo que dibujaba el artista con el afán de los que quieren dejar atrás el dolor de la pérdida pero no podía apartar de su cabeza el pensamiento de ser un egoísta y un cobarde.

El único que sabía la historia de su huida de El Buen Pastor era el hombre que ahora estaba sentado frente a él y que era una réplica tan sofisticada y verdadera de un ser humano que ni Andrés ni nadie se había dado cuenta de que era un androide.

A causa del humo, Andrés había salido despavorido del camarote sin despertar a sus padres y a sus hermanos, a los que dejó durmiendo ajenos por completo al peligro. Corrió enloquecido de miedo por el pasillo hacia donde creyó que estaba el salvavidas, pero el fuego y las explosiones le confundieron y se perdió por los corredores y las escaleras. Se sentía desamparado porque la Comunidad estaba muerta. Cuando pensó que iba a morir, se cruzó en su camino con un hombre que llevaba en los brazos el cuerpo de un sacerdote.

Para Andrés fue una señal divina. Su paso firme era elocuente y su frente despejada denotaba inteligencia. El tipo sabía dónde se dirigía y él le siguió ciegamente a través del humo y las llamas corriendo cuando corría y parándose cuando se detenía a meter la mano en unos nichos casi invisibles que el hombre lograba encontrar en cada cubierta.

Ellos fueron los primeros en llegar a la nave salvavidas. Una vez allí, el hombre tumbó con delicadeza al cura en el banco y le alisó la sotana. Luego abrió un armario lleno de cables al fondo de la cabina, metió la mano, hubo un chispazo y cerró el portillo. A continuación se sentó en el banco que estaba frente al herido y se quedó inmóvil.

El tiempo pasó sin que nadie apareciera. Andrés tenía la necesidad de desahogarse de la culpabilidad que le atormentaba la conciencia y lo hizo contándole su pena al hombre, sin ver que los ojos de su interlocutor no le prestaban la menor atención y que sus párpados se movían con una cadencia casi invariable. Luego llegaron los abuelos, las trillizas, Dubroski y la oficial Wilson.

Para el androide, la presencia de Andrés era una variable más en el cálculo de probabilidades de éxito de su misión. La máquina estimó la vía de escape más segura hasta el salvavidas más cercano y la fue modificando a medida que extraía información sobre el incendio entrando en contacto con la agonizante IA del transestelar a través del cableado del interior de las cajas de comunicación.

Los programas del androide estaban dedicados por completo a reparar los daños que le había producido el calor del incendio. A la vez, también atendía a través del implante la evolución de las constantes vitales de su dueño, el nuncio de Su Santidad.

Bosco vio a la oficial Wilson pasar hacia el fondo de la cabina, dar vueltas al volante de la escotilla para abrirla y entrar a la cabina auxiliar. La siguió. El otro lado parecía el interior de una nevera. El aire era gélido y el suelo y las paredes estaban cubiertos de escarcha. Comenzó a tiritar y anduvo con cuidado de no resbalar en el suelo helado. Se acercó a la oficial, que tiritaba a pesar del uniforme.

Wilson trasteaba en el interior del armario de supervivencia sin saber qué hacer con las piezas que había en los estantes y sin comprender el galimatías de gráficos e instrucciones grabado en el dorso de la puerta del armario. Al verle, dudó y luego le tendió el cilindro de plástico gris que tenía en la mano:

—¿Sabe usted algo de esto?

Bosco cogió el cilindro y al notar su peso supo al instante lo que era, para qué servía y dónde tenía que ir. Aunque era más pequeño, tenía el mismo diseño y las mismas boquillas que el que recordaba. Tener ese recuerdo tan claro le produjo una gran seguridad porque sintió que con aquel objeto se tendía un puente firme hacia su pasado.

—Creo que sí. Es uno de los tres filtros del reactor Melissa.

—¿Y usted sabría hacer comida y bebida?

Bosco tuvo la sensación de haberlo hecho antes y le respondió:

—Creo que sería mejor que lo hiciera Dubroski o usted misma.

—Dubroski es un buen hombre, pero sería capaz de engrasar las algas para que crecieran más rápido. A partir de este momento es usted el jefe de la cocina de esta nave. Yo tengo otras cosas que hacer —y a continuación la oficial Wilson salió de allí a toda prisa, sin resistir la tentación de marcarse un farol para transmitir una confianza que no sentía—: Si tiene dudas, pregúnteme. Si no puede, ya le ayudará la Comunidad.

El armario de soporte vital estaba a la derecha del pasillo y ocupaba la mitad de la longitud de la cabina; la otra mitad era un espacio destinado al equipaje que pudieran traer consigo los náufragos.

Frente al armario estaba el banco de la gran olla del reactor Melissa con su tapa, grande y pesada, y con las algas liofilizadas dentro. Frente al espacio para equipajes estaba el aseo. Al fondo había otra escotilla con un gran anagrama amarillo y negro con el aviso universal de «peligro, radiación».

La puerta del retrete era una hoja corredera manual con un pestillo por el exterior. Al principio se sorprendió pero luego recordó que el pestillo estaba fuera para que nadie se pudiera encerrar allí con el fin de aislarse de los demás.

Se asomó para echar un vistazo. El diseño del retrete tampoco había variado. Continuaba siendo una especie de silla de montar en lo alto de un saliente del suelo, con una abertura para que el usuario se subiera como quien monta en un caballo e hiciera sus necesidades en el hueco.

Bosco sabía que en el fondo del inodoro estaba el aspirador que se llevaba las deposiciones y la orina al Melissa. De esta manera, las heces abonaban las algas que les daban de comer y no se quedaban flotando si fallaba el sistema de gravedad artificial. Tampoco faltaba el embudo aspirador de plástico blanco inmaculado, que servía para que las mujeres pudieran orinar sin problemas.

Se dio la vuelta y se cayó al resbalar en la escarcha del suelo. Maldijo por todo lo alto a la oficial, que aún no había puesto en funcionamiento la calefacción de esa parte del salvavidas.

Se dirigió a la escotilla del motor arrastrando los pies para no resbalar de nuevo. Sin pensar escupió en el volante de apertura. El salivazo se heló al instante. Bosco no había olvidado el truco para evitar que el metal helado le congelara el sudor de las manos ni la frase de alguien llamado Omar, al que no logró poner rostro:

—Que las manos se te peguen no es grave, pero es muy incómodo tenerlas despellejadas, ¿no te parece?

Bosco se apresuró a preparar la instalación de producción de comida para volver cuanto antes a la cabina principal. El conocimiento sobre lo que tenía que hacer llegaba a él de manera fluida y continua y se sintió orgulloso. Al terminar, para comprobar si lo había hecho bien orinó en el embudo y al cabo de un par de minutos pudo ver el goteo en la olla donde, tras unos filtrados, las algas aprovecharían todas las sales que su cuerpo había desechado.

Tiritando mucho más que antes, encendió las luces de la tapa de la olla para que se iniciara la reacción de fotosíntesis. A partir de ese momento solo haría falta orina, tiempo y heces para que las algas crecieran y se completaran las reacciones químicas que las harían comestibles y nutritivas, aunque sin sabor.

Salió de allí a toda prisa, calculando que tendrían suficiente para una comida diaria o más, porque los planetarios perdían el apetito en cuanto sabían cómo se obtenía el alimento. Pensó que el naufragio le estaba resultando más útil para recordar que los ejercicios de memoria en el hospital de Órbita Pequeño Sol.

Antes de volver buscó en el armario los saborizantes y los moldes para prensar las algas y darles aspecto de comida tradicional, pero el cajón correspondiente estaba vacío. Pensó que aquella era una miseria más de las varias de la General Cristiana de la Periferia. Solo encontró unos cubiertos de plástico blando y unos boles metálicos vitrificados con el anagrama de la compañía Estrella Blanca donde servir la comida.

No había trajes espaciales, pero en el estante inferior había dos trajes anti radiación. Con ellos solo podrían salir al exterior a costa de un gran riesgo porque no tenían equipo de comunicación y su provisión de aire y energía de calefacción era muy corta. Comprobó que las suelas no eran magnéticas, lo que descartaba cualquier salida extravehicular porque tampoco había líneas de vida a las que amarrarse. Se dijo que la General Cristiana de la Periferia era una naviera realmente mezquina.

En el estante inferior del armario había un cajón con unas pocas herramientas, unas tuberías de repuesto, bolsas anti mareo y un par de bolsas grandes, gruesas y negras que reconoció de inmediato al tacto sin necesidad de desplegarlas: eran bolsas para cadáveres.