10. Balgale
Sevilla caía por el hueco de un ascensor. Despertó cuando estaba a punto de estrellarse contra el suelo. Mantuvo los ojos cerrados bajo la anestesia del sueño y por unos instantes se sintió bien pero su bienestar desapareció casi al momento cuando fue sustituido por una molestia incómoda. Pensó que quizá se encontraba mejor.
—Tiene el vientre duro como una piedra —oyó que le decía Taheña a Calvo René—. No sé si eso es bueno o es malo.
Sevilla abrió los ojos de golpe al oírla y preguntó muy asustada:
—¿Qué pasa? ¿Me muero ya?
—No mientras estemos aquí —le contestó Calvo René—. ¿Cómo te encuentras?
—Me duele mucho, pero menos que antes. Tengo que ir al baño —Sevilla se miró y vio que estaba tapada—. ¿Y este abrigo?
—De una de las colonas —le contestó—. No sé de cuál.
—De la pequeña, ¿no? Huele a niño —le dijo Sevilla y Calvo René asintió con la cabeza.
—¿Puedes andar? —le preguntó Taheña—. Mejor te ayudamos, ¿sí?
—Sí, gracias.
Sevilla logró incorporarse con la ayuda de Taheña y Calvo René. Se llevó la mano al pecho para comprobar que no había perdido el brillante.
—Qué bonito —le dijo Blonda señalándolo—. ¿Quién te lo regaló?
—Es bonito y caro. Es un regalo de mi novio.
Cuando volvieron del aseo y una vez dejaron a Sevilla en el banco, Taheña le preguntó a Calvo René:
—¿Me acompañas? —señaló con una sonrisa la cabina auxiliar—. Los muertos me dan pánico.
La conversación entre Andrés y Bruna había llegado a un punto muerto y ambos guardaban silencio. Ahora que comenzaba a conocer a Bruna, el ánimo del muchacho flaqueaba y no se sentía con fuerzas para cumplir con su misión. Continuaba confuso; si bien el huérfano había muerto, y era seguro que tenía que morir porque así lo había dispuesto Dios, Andrés pensaba que Bruna se había ocupado del bebé como lo hubiera hecho su madre verdadera y había hecho todo lo posible por él mientras estuvo vivo.
En consecuencia, pensaba, hasta Dios se tenía que dar cuenta de eso y, por lo tanto, era justo que su recompensa fuera perdonarle la vida.
Luego recordó que la mujer que había rescatado al bebé y que se había ocupado de él había muerto. Entonces se preguntó si no sería que el niño era gafe.
Buscó el Ojo en el bolsillo. Sus dedos tocaron una masa blanda y gelatinosa. Se los olió y reprimió una mueca de asco. Se levantó para tirar disimuladamente el órgano bajo el banco de enfrente preguntándose por qué Dios había permitido que su Ojo acabara así.
Contempló a Bruna y sintió un calor que le ascendía desde el vientre. Era la primera vez que sentía deseo por una chica. La piel suave y nívea, entrevista por el cuello del camisón a pesar del abrigo que ella llevaba cerrado hasta el cuello, se le hacía lo más precioso del mundo.
Bruna, ajena en apariencia al efecto que producía en Andrés, se levantó para sentarse al lado de Sevilla, que en ese momento hablaba con doña Cocó.
Doña Cocó le preguntó a Sevilla:
—¿Tienes hambre?
—Tengo mucha sed. ¿Hay agua?
—Aquí tienes —doña Cocó le levantó la cabeza y le acercó un vaso a los labios.
Ella bebió con ansia y luego preguntó:
—¿Cuándo nos rescatarán? —al ver su cara, preguntó—: ¿Qué fue lo que pasó?
—Nos alcanzaron algunos restos del Buen Pastor y murieron varios: Dubroski, las colonas, la pianista, la secretaria… —le dijo doña Cocó—. Los llevamos a la otra cabina.
—¿Yin Hong?
—Sí.
—Lo siento —respondió Sevilla, realmente apenada—. ¿Y el bebé?
Doña Cocó la cogió de la mano:
—El niño se murió anoche.
—¿Sufrió?
—No, nada.
Sevilla cerró los ojos un instante y luego le preguntó:
—Señora, ¿era usted quién hablaba anoche con el androide o lo he soñado?
Doña Cocó le sonrió y le dijo:
—Creo que lo soñaste, querida. Yo dormí toda la noche.
Sevilla gimió de dolor y Doña Cocó apartó sin miramientos las piernas de Bruna para levantarse e ir a despertar al médico.
El doctor César De Vries estrujaba con desesperación los últimos efectos, vagos e irreconocibles, del venus. No quería abrir los ojos para impedir que el sentido de la vista terminara de arrebatarle la sensación esquiva de placer de ese momento. Al cabo de unos instantes, irritadísimo por la insistencia de doña Cocó, los abrió y le preguntó desabridamente:
—¿Qué pasa?
—¿Podemos darle algo a esa mujer? —y señaló a Sevilla—. Le duele mucho.
Para De Vries era una contrariedad que aquella descarada semidesnuda no se hubiera muerto ya, porque ahora le obligarían a darle los medicamentos que necesitaría él para aplacar su síndrome de abstinencia y sus dolores. Abrió los ojos y le hizo una seña a doña Cocó para que se acercara. Le susurró:
—No hay nada que se pueda hacer y puede que se cure sola. Guardemos las medicinas para alguien que las necesite más. Para mí.
Doña Cocó se separó de él y le miró con incredulidad. La fuerza del reproche en su mirada fue tan fuerte que el médico no pudo sostenerla y le dijo en otro susurro apresurado:
—¡Ella las necesita menos! ¡O se muere o se cura! Pensaba en el resto de nosotros…
Doña Cocó le miraba severa, sin contestar. Bruna, que se había acercado, se sumó a la anciana con idéntica mirada de censura.
—¡Bueno! ¡No me miren así! —De Vries hurgó en su maletín y con las manos temblorosas aún por efecto de la droga le tendió un frasco de metamorfina y una jeringa y les dijo señalándole un nivel:
—Con esto será suficiente.
Doña Cocó asintió con un gesto y le dio el vial a Bruna.
—Dáselo a Taheña, ¿quieres?
La muchacha lo cogió y se dirigió a su hermana.
—¿Le pones tú la inyección?
Taheña cogió el frasco y la jeringa, pero negó con un gesto de la cabeza:
—No, yo no sé poner inyecciones. La que sabe es Blonda; papá le enseño cómo hacerlo.
Taheña iba a devolverle el frasco a su hermana, pero por no apartarse para dejarla pasar, fue en busca de Blonda y le tendió la jeringuilla y el frasco:
—Es para Sevilla.
Blonda, al ver la marca que le señalaba Taheña en el vial levantó una ceja:
—No sé si es mucho o si es poco, pero es lo que ha dicho De Vries —respondió Taheña a la pregunta muda de su hermana, y señaló con el dedo al médico tumbado en el banco—. Y ya sabes: César no se equivoca nunca.
Blonda inyectó la metamorfina en el brazo de Sevilla y luego devolvió el frasco a Taheña, que lo metió en el maletín que le había alcanzado Bruna. Al cabo de unos instantes, Sevilla respiraba seguido y con mucha suavidad.
Blonda rechazó la ayuda de Bosco para recoger los boles y limpiarlos con la excusa de estar a solas con su hermana. Cuando estaban metiendo los boles en el armario limpiador, junto al reactor Melissa, Taheña dijo:
—Estoy harta de la vieja. ¿Viste cómo trataba a Bruna con el niño?
—Lo que me extrañó fue que la prefiriera a nosotras. Fue como si hubiera encontrado a mamá en ella.
—Será la más inteligente de las tres, pero es más tonta. La vieja nos trata fatal y encima ella le tiene devoción. No lo entiendo.
—Yo tampoco —contestó Blonda cuando sacaba los boles del aparato—. ¿La máquina terminó con los cubiertos?
—Sí. Aquí están… Por cierto, te veo muy unida a Bosco.
—Y yo a ti pegada al artista.
—¡Estoy enamorada! He descubierto que quiero a Calvo como nunca quise a nadie. Cuando estoy con él siento mariposas en el estómago. ¡Le deseo tanto!
—¿Lo vas a hacer aquí? —Blonda rio—. Estás loca. Por cierto, Calvo René será un buen chico, ¿no? Porque parece muy preocupado por Sevilla. Demasiado, me parece a mí.
Taheña la miró, muy dolida. Le dijo antes de dar media vuelta e irse:
—En serio te digo que eres tan odiosa como la abuela.
Bosco se levantaba para ser relevado por Taheña cuando una luz comenzó a parpadear en la esquina superior izquierda de la pantalla. Era un punto minúsculo que se trasladaba por el fondo negro a una velocidad pasmosa comparada con la de la mancha que les señalaba en su viaje hacia el hito estelar.
Inmediatamente, Bosco lanzó la señal de socorro y llamó a gritos a los demás, que acudieron de inmediato y se apretaron tras él con los ojos fijos en ese punto que podía ser su salvación.
—¿Es el rescate? —dijo Bruna.
—¡Ojalá! —le contestó doña Cocó con la voz esperanzada.
—Es una nave muy pequeña —dijo Bosco, interpretando los datos de la pantalla—. Muy rápida. Debe de ser militar.
—¿Nos han encontrado? —preguntó De Vries, que se había incorporado en el banco.
—Sí, César, por fin —el rostro de Doña Cocó era la imagen de la felicidad.
Estaban tan apelotonados en el pasillo y sobre los bancos que apenas se podían mover. Blonda puso las manos sobre los hombros de Bosco; Doña Cocó cogió la mano del doctor De Vries y Bruna se dio la vuelta para coger las manos de Andrés.
Calvo René, al final de la fila, estaba a punto de volverse para compartir su alegría con Taheña pero ella se le adelantó.
Taheña, emocionada por haber sido avistados y con el convencimiento de que serían rescatados en poco tiempo, no quiso reprimir el impulso de rodear con sus brazos al hombre que amaba y apretarse contra él con todas sus fuerzas. Luego se levantó sobre las puntas de los pies y le susurró un «te quiero» rozándole el lóbulo de la oreja con los labios. El roce sensual escalofrió de placer a Calvo René desde los pies a la cabeza y le puso el vello de punta. Él se volvió y la besó en los labios ante la mirada estupefacta de Bruna.
La alegría de Bosco se desvaneció porque aquella nave no varió en ningún momento ni su rumbo ni su velocidad para ir en su dirección. Entonces comprendió que un bólido así solo podía ser un Cartero.
Se oyó un «ping» en el altavoz de la consola acompañado de un mensaje de texto en la pantalla: «Señal de socorro recibida, localizada y procesada para retransmisión. Noviembre Charlie Charlie 1701. Bienvenidos al volumen de los 7 Mundos. Que Dios les bendiga. Fin de la transmisión».
Al leerlo, Bosco vociferó:
—¡Pero! ¿Esto qué es? ¡Nos abandona!
Bosco le dijo, decepcionado:
—Es un Cartero. No vendrá a ayudarnos.
—¡Mierda! —exclamó Calvo René.
—¿Nos rescatarán? —preguntó Andrés.
—No. No es una nave normal. Es un Cartero, una nave automatizada que salta de un sistema a otro llevando el correo y las noticias. No se detiene nunca y no lleva a nadie dentro —le respondió doña Cocó exasperada.
Blonda apretó aún más los hombros de Bosco, y este se levantó del asiento, la miró un instante y luego dijo:
—Es la guardia de Taheña. Voy a ver cómo está el Melissa. ¿Me dejas pasar?
Retrocedieron hasta sentarse de nuevo en los bancos salvo Bruna, que se quedó meditabunda mirando la pantalla. Bosco llegó hasta el final del pasillo y a su espalda, Cartero continuó su avance hasta desaparecer de la pantalla.
Calvo Rene le dijo, extrañado de su actitud:
—Pero la buena noticia es que ahora sí que saben dónde estamos, ¿no?
—Sí, pero no sabemos dónde lo sabrán ni cuándo, que es lo más importante —le respondió Bosco—. No estamos mejor que antes. Cartero se mueve tan rápido que sus segundos pueden ser meses o años para nosotros.
En la tranquilidad del otro lado de la escotilla, Bosco golpeó el mamparo para desahogarse de sus nervios, su desilusión y su tristeza. Paseó la vista por el montón de cadáveres apilados en el pasillo y se le ocurrió que si añadían más muertos, tendrían que atarlos para que no se movieran. Se rio de su propia broma.
En ese momento entró Bruna, que iba al lavabo. Con ella vino el aire del otro lado, húmedo, denso y con olor a sudor rancio. La chica le sonrió educadamente al verle. La picaba la barbilla. Se rascó y notó su barba crecida. Se sintió sucio y desgraciado.
En la cabina principal el ambiente era tranquilo. El médico estaba sentado muy derecho y muy pálido. Andrés dormitaba en el asiento de la mesa de control. Taheña y Calvo René conversaban en voz baja junto a Sevilla dormida.
Doña Cocó y Blonda habían improvisado entre los bancos una mesa con los petates y barajaban los naipes Rem. A su lado, el androide seguía inmutable. Blonda le preguntó a Bosco:
—¿Sabes jugar al balgale?
—Espero acordarme —respondió él, encantado.
Se sentó junto a Blonda y frente a Doña Cocó. Esta repartió las cartas con una sonrisa en los labios.
—¿A manos cortas o largas? —preguntó la abuela.
—Largas, que así dura más —respondió Blonda.
El juego anduvo muy disputado. Doña Cocó intentó sin éxito cerrar contra él pero Bosco logró cerrar antes sus cartas y ganó. Doña Cocó le miró desafiante y él le dijo:
—Juega usted muy bien, señora.
—Usted también. ¿Otra partida? Baraja usted.
Blonda les dijo a Taheña y a Calvo René:
—¿Queréis jugar?
—No, ahora no. Gracias —contestó ella.
Calvo René se levantó y pidió permiso para pasar entre ellos hacia el baño.
A Bosco le sorprendía que personas como Blonda o Doña Cocó jugaran balgale porque lo recordaba como un juego de tropa y gente sin recursos. En particular, doña Cocó parecía una profesional. Se concentró en los naipes y en los descartes. Su falta de práctica y la habilidad de la anciana exigían toda su atención. Se apartaron para dejar pasar a Taheña.
En la tercera mano, Doña Cocó tuvo suerte y les puso a todos en un apuro al abrir con la Apertura de Hué. Mientras Bosco y Blonda jugaban sus cartas para salir del aprieto, la abuela, satisfecha, decía:
—Yo no pierdo la esperanza de que nos rescaten como a los supervivientes del Aquiles. Aquella nave de pasajeros fue dejada a la deriva por unos piratas con cincuenta y tres supervivientes del asalto. Pasaron dos años y solo sobrevivieron diez. Al final, los encontró otra nave, el Jesús del Gran Poder. Gracias a Dios, nosotros lo tenemos mejor que ellos porque Cartero llevará nuestra llamada donde la oirán y nos vendrán a buscar.
—¿No los encontró el carguero Mare Imbrium?
—No, caballero. Fue el Jesús del Gran Poder, estoy segura.
—¿Sí?
—Me acuerdo muy bien.
Bosco la miró con curiosidad porque en ese momento vino a él de manera firme y clara el recuerdo de la evacuación forzosa de una estación minera causada por la Discrepancia de Emolia, una marea gravitatoria aparentemente periódica entre el planeta Iris, un gigante gaseoso, y su luna más grande, Emolia II.
Hubo científicos que predijeron que esa periodicidad se alteraría y otros aseguraron que no y de esa discusión surgió la Discrepancia. Al final, se produjo el desequilibrio y la estación fue evacuada con urgencia al hito más cercano horas antes de que se precipitara en el planeta Iris.
Bosco tenía la impresión de que había una relación entre el Jesús del Gran Poder, y la Discrepancia de Emolia, pero no lograba recordar qué tenían en común. Meneó la cabeza para quitarse de la mente la incomodidad de una nueva laguna en su memoria y preguntó lo primero que se le ocurrió:
—¿Ya no hay piratas?
—Dicen que solo en la Periferia —le respondió Blonda, enfrascada en las cartas—. Me gustan las historias de piratas.
—En mi tiempo se luchaba contra ellos con espadas y hachas. No se usaban pistolas para no abrir agujeros en los cascos de las naves. Supongo que ahora seguirá siendo lo mismo.
—Usted parece estar en otro mundo, joven —le dijo Doña Cocó a Bosco, molesta al ver cómo él miraba a Blonda. Luego se volvió hacia ella—. Niña, ¿juegas o no? El aire parece menos cargado, ¿verdad?
—Sí, sí… Debemos oler horrible… Ya voy. Espero que no nos pase lo mismo que a los del Aquiles —Blonda miraba sus cartas y no se decidía por ningún descarte—. Es una suerte que seas piloto. ¿Qué debió ser de aquellas personas? Dos años… ¡Qué terrible!
—Mucho, niña, mucho. Nunca llegaron a recuperarse de la tragedia.
A Bosco le sorprendió la naturalidad de Doña Cocó porque parecía que había vivido esos días. La mujer volvió a mirar sus cartas, escogió una y se descartó:
—¡Qué hambre tengo! Una partida más y cenamos, ¿os parece?
Bosco ganó la partida siguiente en el tiempo que consideró suficiente para no herir la sensibilidad de la abuela. A pesar de eso, hacía un buen rato que Doña Cocó había dejado de sonreír porque no le gustaba nada perder, y menos al balgale.
En la partida siguiente le tocó a ella barajar y repartir. Al cabo de unos minutos de comenzar el juego en silencio, cada uno concentrado en sus cartas, Doña Cocó se llevó las cartas al pecho y miró a lado y lado del pasillo buscando a Taheña y a Calvo René.
—¿Dónde está Tahe…?
En ese momento se abrió la escotilla y la pelirroja salió con la expresión soñadora y feliz.
Nada en el mundo podía quitarle a Taheña los momentos de felicidad y de poder vividos durante el tiempo que había estado a solas con su hombre. Con él había sentido su naturaleza verdadera de mujer. En su interior, la fuerza de su decisión de amarle era inapelable y arrolladora.
Doña Cocó comprendió al instante la causa de la ausencia simultánea. Su mirada colérica intentó que la muchacha se sintiera fulminada, pero fue inútil. Taheña la observó con indiferencia y pasó con ligereza por encima de la mesa improvisada sin tocarla siquiera con el borde de su abrigo.
Al otro lado de la escotilla, Calvo René retrasaba el momento de volver a la cabina para poner orden en sus ideas ante lo inevitable. Como en otras ocasiones, volvía a darse cuenta de que vivía a merced de unas fuerzas que le eran ajenas y que le llevaban por los caminos más extraños que pudiera imaginar.
El día anterior, cuando la flotilla de salvavidas fue destruida por la explosión, pensó que el Destino había pagado a Yamila como ella le había pagado a él y que nunca se sobrepondría a su desconfianza en el género humano. Sin embargo, Taheña le había cambiado. Esa niña casi adolescente le había iluminado el mundo en aquellos momentos átonos de sus sentimientos con la intensidad y la fuerza de un relámpago, y de ese destello había nacido un amor que mataba los sentimientos más vivos que hubiera podido tener por Yamila.
Su ánimo de artista le decía que estaba viviendo con ella el amor en su expresión más genuina. No obstante, su yo natural insistía con el peso de la certidumbre que el suyo era un amor de náufrago entre náufragos. Rechazó pensar más allá.
Taheña se sentó en el banco, a medio camino entre los jugadores y Bruna y Andrés, porque quería saborear a solas en su interior los besos y las caricias del amor y evocarlos una y otra vez para atesorarlos sin perder ningún detalle.
Los abrazos de aquel hombre feo y a la vez fascinante dejaban bien atrás los de Mario, su primer hombre y los de Servino, el muchacho que la había encendido de verdad con un beso robado. Los ojos verdes de Servino eran bellos, pero los pardos de Calvo René eran arrebatadores.
Evocó su primera impresión al ver las manos de su amado moviéndose en el papel como si acariciara cada dibujo. En aquel instante supo que ese hombre debía ser suyo, y deseó con todas sus fuerzas que sus manos se dedicaran por entero a ella.
Cuando acordaron encontrarse al otro lado de la compuerta fue como volver a ser chiquilla y preparar una travesura. Al reunirse se besaron largamente y cuando ella le reclamó con un único gesto que le apagara sus ansias y sus urgencias, gozaron el uno del otro sin importarles ni el frío glacial ni la incomodidad ni los muertos de allí mismo ni los vivos del otro lado de la escotilla. Ella se sintió dueña y señora como nunca de su ser y del ser amado, al ver que su mirada penetraba en él con la misma intensidad telúrica con la que él la embestía.
Calvo René apareció en la cabina, a dos pasos de distancia de Doña Cocó. La abuela fue hacia él con los ojos encendidos por el odio. Él sabía lo que iba a pasar y lo aceptó. A sabiendas que cometía el error más grave de su vida, doña Cocó no se contuvo y sentó en el banco al artista de un revés en la mejilla.
—¡Sucio pervertido! —le escupió a un centímetro de su cara.
Él la miró sin amilanarse y con el sabor metálico de la sangre en la boca. No dijo una palabra, sino que se levantó y pasó por delante de ella para sentarse junto a Taheña, que temblaba de ira.
Cenaron en grupos separados y, salvo las risas ocasionales y los besos y los cariños que se tenían Calvo René y Taheña, no se oía otro ruido que el de los cubiertos de plástico contra el metal de los boles.
Bruna le explicaba a Andrés en voz baja que comprendía lo que había hecho su hermana, porque Taheña era la más carnal de las tres. Ella lo aceptaba y le aclaró que no hubiera sido capaz de hacerlo.
El doctor De Vries había recuperado la conciencia y no quiso cenar. Intentaba seguir durmiendo, pero el dolor del costado se lo impedía tanto como su ansia creciente de venus.
Bosco se dio cuenta de que Sevilla no respiraba cuando dejó el bol en el banco y vio su rostro del color de la cera. Se apresuró a poner el oído sobre el pecho de ella con el corazón encogido. Al notar su frialdad y la falta de latido se incorporó abrumado y sin fuerzas. Exclamó casi sin voz:
—¡Ha muerto! ¡Sevilla ha muerto!
La noticia hizo que el bol se escurriera de las manos de Calvo René; al recogerlo, Taheña disimuló un suspiro de alivio.
La noticia abrió de golpe los ojos del doctor De Vries. La muerte de Sevilla era lo último que se podía esperar porque, si no mejoraba, era de esperar una agonía larga y penosa a pesar de la morfina. Entonces cayó en la cuenta: una sobredosis. Doña Cocó se aseguraba el sitio en el salvavidas eliminando primero a los que no se podían defender. Por esa regla de tres, él era el siguiente. Atemorizado, mintió:
—No se podía hacer nada por ella. Tan solo que tuviera la mejor muerte posible, dadas las circunstancias.
—Ha sufrido poco —dijo Taheña con un suspiro—. Como el pobre David.
—No es justo que mueran personas como ella —añadió doña Cocó.
Se hizo un silencio pesado. Andrés se espantó de sí mismo porque sintió ser el causante de las muertes de tanto pensar que debía matar a alguien. La fortaleza de su espíritu se había ido desbaratando a lo largo de su charla con Bruna. Aquella muchacha tan encantadora le había dejado una huella tan profunda que se sentía absolutamente incapaz de sacrificarla.
De improviso, se oyó un golpe seguido de un chirrido ominoso en el techo de la nave.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó doña Cocó, asustada, mirando al techo.
—Polvo estelar —dijo Bosco al momento con la mirada tensa, clavada en el techo de la cabina—. Creo que nos hemos metido en una nube de polvo.
—¿Nos pasará lo de antes? —replicó la abuela al momento.
—Espero que no.