13. Tercer día
Conforme pasaba el tiempo, el placer que sentía Calvo René al dibujar las notas de su reinterpretación de La Balsa del Medusa fue sustituido por unas ganas incontenibles de orinar. No se atrevía a pasar por la cabina auxiliar en la oscuridad por temor a los muertos del pasillo pero, cuando ya no pudo aguantarse más, pensó que con muertos o sin ellos tenía que ir al baño o llegaría al día siguiente con los pantalones mojados.
Andrés se despertó en la noche de la nave. Tenía el brazo dormido, atrapado entre los de Bruna. Lo sacó con cuidado y lo movió sintiendo un hormigueo desagradable. Al poco rato, Bruna se lo abrazó en sueños otra vez llevándoselo al pecho, justo donde lo tenía antes de sacarlo. Andrés se dejó vencer por el sueño con resignación amorosa, pero antes de dormirse alcanzó a ver a Calvo René que se levantaba del banco, se desperezaba y se iba hacia el aseo.
En la cabina auxiliar había desaparecido el calor de los radiadores y solo estaba encendida al fondo una luminaria tenue y amarilla. El pasillo estaba mucho más frío y le pareció muy oscuro, hasta el punto de no distinguir con claridad entre el suelo y el cadáver de Sevilla.
Cuando cerró la escotilla vio aún menos. La carne se le puso de gallina porque sus terrores de infancia se hicieron tan reales que tuvo la sensación de poder tocarlos. Estuvo a punto de volverse atrás; sin embargo, respiró hondo y se obligó a continuar. Lo hizo a tientas y con mucho cuidado, pero un poco más allá, apoyó el pie izquierdo en blando y, al retirarlo, perdió el equilibrio y se apoyó en el túmulo.
La morgue se desbarató como un ser vivo que quisiera atraparle. El cuerpo de Svetlana Gutsu se deslizó por encima del cadáver del nuncio y por debajo de los restos de la oficial Wilson, de tal manera que la mano delicada pero yerta y fría de la pianista pareció cobrar vida y coger la de Calvo René como para guiarle al Más Allá.
Este, al sentir el contacto helado, soltó un alarido de terror e intentó apartarse, pero ya era tarde. Estaba en mala postura y la morgue se desmoronó de forma que el cadáver congelado de la oficial Wilson, colocado encima del de Gutsu, y tieso y duro como una piedra, cayó con todo su peso sobre su pierna en posición forzada y arrastró a Maraini al suelo. A continuación se le vinieron encima los cadáveres de Helena Haass y Yin Hong, y fue el golpe seco del cuerpo grueso de esta última lo que le rompió la rodilla.
El artista aulló de dolor y de miedo atrapado bajo el peso de los cadáveres. Nadie oyó su grito. El alarido se le cortó en seco cuando vio los ojos del bebé en la penumbra, abiertos y clavados en los suyos, y su boca abierta con la lengüita asomada como anunciando su muerte.
A pesar del dolor de su rodilla intentó arrastrarse y desembarazarse de la trampa de piernas, manos y pliegues de ropa en la que estaba trabado, pero apenas logró moverse. Se quedó quieto y mudo, paralizado por la angustia pura de estar bajo las bocas abiertas y mudas de los que habían sido sus compañeros de naufragio.
Alguien entró en la cabina auxiliar y en su primer paso tropezó con las piernas del cadáver de Svetlana Gutsu y cayó sobre la montaña de cuerpos bajo la que estaba Maraini.
Calvo René chilló otra vez espantado por el movimiento del grupo de cadáveres porque le confirmaba el terror de su vida: que las Sombras de la Muerte cobraban vida en los muertos para llevarse a los vivos cuando a estos les llegaba la hora. Por primera vez en su vida adulta se puso a rogar por su alma a la Virgen María.
El rezo entrecortado de la profunda y viril voz del artista le situó en la penumbra entre la confusión de piernas, brazos y ropa. Su cabeza y su cuello resaltaron inconfundibles al reflejar la única y triste luz amarillenta del pasillo. Tenía la cabeza en una postura extraña, con el cuello deprimido y la barbilla levantada.
Calvo René nunca llegó a darse cuenta de que le partían el cuello de un pisotón salvaje y brutal, porque rezaba su último Avemaría absolutamente inmóvil y aterrado más allá de la razón.
En el amanecer del período nocturno, Blonda ya estaba despierta. Se iba a levantar para ir al aseo, pero Doña Cocó se adelantó. La abuela se puso en pie con ímpetu militar y se fue hacia la cabina auxiliar. Blonda suspiró con resignación y se quedó donde estaba.
La anciana abrió la compuerta de acceso al pasillo y, al poner el pie dentro del pasillo, pisó en blando. Vio que estaba pisando el cadáver de la colona grande y que los muertos y las bolsas estaban esparcidos por el suelo. Se dijo que tenían que deshacerse de los cadáveres porque aquello no podía seguir así. A ella no le asustaba pasar por delante de los muertos o pisarlos, pero no le parecía cristiano pasar por delante de un cementerio para ir al baño.
Anduvo hacia la puerta del retrete haciendo equilibrios. Le contrarió haber entrado antes de que pudiera notarse la calefacción.
Taheña se despertó con frío e inmediatamente echó en falta a su hombre. Imaginó que estaba en el baño hasta que vio salir a Doña Cocó de la cabina auxiliar.
Taheña le preguntó secamente si había visto a Calvo René y ella le contestó que no y que tampoco se había cruzado con él. La muchacha miró hacia la mesa de mandos, sobre la que dormía Bosco con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados y luego se fijó a lo largo de los bancos, por si estaba con alguien. Se levantó.
Cuando abrió la escotilla para entrar en la cabina auxiliar tuvo una sensación inexplicable de fatalidad. Un instante después entrevió en el suelo la bata estampada de color verde y el reflejo de la luz en la cabeza inconfundible de Calvo René bajo el brazo de Yin Hong. Su alarido fue tan fuerte que hasta Bosco fue despertado por el grito.
Con una fuerza insólita, Taheña apartó los cuerpos que cubrían el de Calvo René sin dejar de gritar su nombre. En esos momentos le vino a la mente la conversación con Blonda, la muerte a destiempo de Sevilla, la bofetada que la abuela le había dado a Calvo y el rostro de David. El nombre del asesino se le apareció claro en la mente.
Sollozando en una marea de dolor, de pena, de odio y de ira, le dio la vuelta al cuerpo y bajó con cariño los párpados de los ojos espantados de su amado. Le besó los fríos labios y se quedó quieta un instante. Luego se levantó con lentitud, decidida a eliminar con sus propias manos a la matadora de su hombre.
Blonda, al oír el grito de su hermana por la escotilla abierta se levantó inmediatamente y llegó a ver su gesto decidido y la muerte en la mirada de Taheña. No acertó a decir nada y se apartó para dejarla pasar. Sacudió con fuerza a Bosco que, contrariamente a lo que era de esperar, ya estaba medio despierto.
Sin decir una sola palabra, Taheña se lanzó sobre doña Cocó chillando como una fiera. Agarró a la anciana por el cuello y la empujó contra el respaldo del banco con todas sus fuerzas, multiplicadas por el odio, el rencor y la desesperación.
Doña Cocó se aferró con el desespero del último aliento a las muñecas de Taheña, pero los dedos de la muchacha le hundían la nuez sin remedio. La sorpresa que causó la brutalidad sañuda de Taheña fue tan bestial y primitiva que nadie pudo reaccionar hasta pasados unos segundos.
Andrés cogió las manos de Taheña con todas sus fuerzas para separarlas, pero los dedos se habían hundido tanto en el cuello de doña Cocó que no era posible cogerlos por separado. Entonces, la soltó y le dio una patada seca en la corva derecha. La pierna de la joven se dobló y la chica soltó su presa al caer al suelo entre los bancos del pasillo. Entonces Andrés y Bruna se echaron encima de ella para inmovilizarla.
Bosco se despertó del todo y vio en el pasillo unas figuras intentando inmovilizar a Taheña. La chica no dejaba de patalear, chillar y morder. En ese momento, Benedictus le gritó:
—¡Déjalos! ¡No te muevas!
Y casi a la vez, Blonda le pidió:
—¡Ayúdales!
Andrés apenas podía evitar los mordiscos y los golpes de Taheña. Finalmente, en uno de los forcejeos, el adolescente la aturdió de un golpe y Taheña dejó de pelear el instante justo que el joven necesitó para reducirla como había hecho otras veces al pelear con sus hermanos.
Blonda se llevó al otro extremo de la cabina a doña Cocó. La mujer estaba lívida y apenas podía respirar. La anciana miraba a Taheña con odio y rechazó de malos modos la ayuda de Blonda. Esta se encogió de hombros y se dio media vuelta. Para entonces, Bosco había cogido el cinturón de la bata de Taheña y le había atado las manos a la espalda.
Bruna descubrió el cuerpo sin vida de Calvo René y chilló desde la cabina auxiliar:
—¡Calvo René está muerto! ¡Los muertos están todos por el suelo!
Doña Cocó se ahogaba con una tos seca que casi no la dejaba respirar y aun así intentó decir algo pero no pudo.
Bruna salió de la cabina pálida y temblando. Dijo:
—Parece un accidente. Los muertos le cayeron encima y le partieron el cuello.
Al oírla, doña Cocó intentó contestarle pero solo le salió un silbido afónico:
—¡Yo no sé nada! ¡Estaba durmiendo!
—¡Es verdad! —la apoyó el doctor De Vries—. Llevo horas despierto y doña Cocó no se movió hasta esta mañana.
Andrés aventuró desde el otro extremo del banco:
—Se habrá resbalado.
—Sí. Debió de ser eso —dijo Bruna—. ¡Pobrecito!
Bosco les miró como si estuvieran locos.
—¡Qué decís! ¡Mirad su nuca! ¡Ella lo mató! —Taheña acusaba a gritos a doña Cocó—. ¡Tú lo mataste como mataste al niño y a Sevilla! ¡Nos odias por lo que hicimos ayer! ¡Calvo lo sabía! ¡Me advirtió y no le hice caso! —y se echó a llorar.
—¡¿Estás loca?! ¡Dormí toda la noche! —replicó la anciana, señalando al médico—. ¡Él lo ha dicho!
—¡Asesina! ¡Lo mataste porque me amaba!
Blonda se acercó a ella y la miró a los ojos:
—Fue un accidente, Taheña. Un accidente muy desgraciado, ¿sí?
—¡No! ¡No ha sido un accidente! ¡Lo mató ella porque estaba celosa! ¡Como con David! ¡Como Sevilla! ¿No te das cuenta? ¡Mata por celos, por envidia! ¡Tú serás la siguiente!
—Ha sido un accidente, aquí nadie ha matado a nadie —insistió Blonda.
—¿Es que no has visto su mirada? ¡Sabía que lo iban a matar! —Y a continuación Taheña comenzó a llorar, primero en silencio y luego con sollozos cada vez más fuertes.
Doña Cocó, lívida, se sentó junto a la escotilla de la esclusa para vigilar quién se le acercaba y para estar bien lejos de Taheña.
El doctor De Vries temblaba de miedo. Alguien les estaba eliminando uno a uno y no era absolutamente cierto que él hubiera estado despierto desde hacía horas, sino que había estado en un duermevela. Le pareció que doña Cocó no se había movido de allí, pero no podía estar seguro.
Andrés se levantó del banco y entró en el pasillo. Mientras miraba el cadáver de Calvo René oyó que alguien se le acercaba por detrás. Era Bruna. Más allá del cuerpo del artista estaba el bulto de ropa con el cadáver de David. Ella lo cogió del suelo y Andrés le dijo:
—Deberíamos hacer algo para que descansen en paz. ¿No crees?
—Enviarlos con Dios al espacio —le respondió ella con tristeza.
Andrés asintió. Tenía las manos frías y estuvo a punto de pedirle que le devolviera los guantes, pero no lo hizo por no parecer descortés. Salieron y tras hablar con Bosco y con Blonda, decidieron que era el momento de honrar a los muertos. Los pondrían en la esclusa, luego cerrarían la compuerta interior y cuando abrieran la exterior, el aire al salir expulsaría los cadáveres al vacío.
Bruna pidió rezar en voz alta el Padrenuestro por los difuntos, como había hecho con David. Taheña tuvo un ataque de nervios al saber que iban a deshacerse de los muertos. Cuando se calmó le pidió a Blonda que la desatara porque quería despedirse de Calvo René.
Doña Cocó, la viva imagen de la desconfianza, desde el otro extremo del pasillo no le quitaba el ojo de encima a Taheña. Cuando vio que la desataban protestó a gritos, pero Blonda no le hizo caso. Una vez libre, Taheña desapareció en la cabina auxiliar.
El traslado de los muertos se hizo después de comer para que Taheña tuviera tiempo de velar el cadáver de Calvo René. Taheña se había abrazado a su cadáver y solo después de mucho insistir, Bosco consiguió que comprendiera que tenía que dejarlo marchar.
En el viaje en el que transportaron su cuerpo, Taheña les ayudó entre lágrimas, cuidando de la rodilla rota del cadáver con delicadeza, como si este pudiera sentirla. Ella se quedó en el recinto mínimo de la esclusa abrazada a Maraini, llorando en silencio sin hallar el momento de acabar de despedirse.
Continuaron apilando los cuerpos lo mejor y más dignamente que pudieron, con la amenaza de que no cupieran. Cuando dieron por acabado el trabajo, se pusieron en fila en el pasillo.
Doña Cocó no se había movido de su lugar durante el proceso y no parecía que se fuera a mover. Antes de irse al final de la fila, Bosco le indicó el botón que debía apretar para que se cerrara la compuerta interior y se abriera la exterior.
Bruna comenzó a rezar un Padrenuestro. Bosco, detrás de Blonda, preguntó en voz alta si estaban todos preparados. Una voz se elevó por encima de las que acompañaban a Bruna en la oración y dijo:
—Sí.
Bosco le hizo una seña a doña Cocó y esta apretó el botón.
Taheña había perdido la noción del tiempo y del espacio. Solo tenía en la mente el recuerdo de las sonrisas que no volvería a ver, de las manos que no la tocarían otra vez y de los ojos brillantes que nunca brillarían más con la emoción de verla feliz. El pensamiento se le iba con tristeza tanto hacia lo que fue como hacia lo que podía haber sido.
Agradecía que la dejaran estar a solas para despedirse. Oyó a lo lejos que Bosco preguntaba si estaban preparados y ella se dijo a sí misma que nunca estaría preparada para separarse de ese hombre. Cuando levantó la cabeza y abrió los ojos a la penumbra, oyó el amén del Padrenuestro en la voz de Bruna y al instante comprendió horrorizada que la habían olvidado en el interior de la esclusa.
Su alarido de alerta se confundió con el ruido del cierre de la escotilla interior. A continuación se abrió la que daba al vacío. El aire de la esclusa salió con violencia y Taheña fue despedida al Universo abrazada al cuerpo de Calvo René.
Al aguantar instintivamente el aire de los pulmones en el vacío, estos se dilataron dentro de su pecho debido a la diferencia de presión con tal violencia que el aire que contenían se abrió paso por la fuerza hasta su boca y su nariz. El dolor fue tan cruel que la consciencia de Taheña se nubló con el sufrimiento. Antes de congelarse para toda la eternidad, la trilliza llegó a ver las esferitas rojas de sangre que salían de su boca y su nariz, junto con restos de tejido rojo de los pulmones mezclado con pedacitos grises de sus bronquios.