9. Segundo día
A la mañana siguiente, David estaba muerto.
Bruna se arrodilló junto a De Vries con el niño en brazos. El anciano salió de súbito del sueño de venus ensordecido y completamente desorientado por los gritos de la muchacha en su oído. Sin embargo, el dolor agudo en el costado le recordó al instante dónde estaba, con quién y por qué.
Bruna le rogaba, le suplicaba y le chillaba y le gimoteaba que hiciera algo que reviviera a David. De Vries levantó por fin la cabeza y miró al niño sin verlo.
—¡Haga algo! —insistió la joven—. ¿Sí?
De Vries permaneció mudo.
—¡Haga algo viejo inútil! —le chilló Bruna.
El médico balbuceó:
—Muerte súbita —luego hizo un gesto de desdén con la mano, cerró los ojos y su cabeza cayó de nuevo sobre el banco con un golpe seco.
Bruna soltó un grito largo y desgarrador. Taheña se acercó para consolarla, pero ella la apartó para entregar el niño a doña Cocó y abrazarse a ella.
Después de las primeras lágrimas de Bruna, doña Cocó le devolvió el cadáver, le dijo algo al oído y se apartó con la excusa de atender al doctor De Vries.
La trilliza se quedó en pie y sola en el pasillo, encorvada como una anciana, con la mirada fija en el rostro cerúleo de David. Entonces, Andrés se acercó a Bruna y la animó a sentarse con él.
A pesar de los llantos y de los ayes repetidos una y otra vez, y de los silencios fúnebres y crueles, el muchacho se mantuvo al lado de Bruna realmente entristecido por ella y a la vez sorprendido porque no esperaba que la muerte del bebé fuera la señal que estaba esperando. Desde su punto de vista, el niño hubiera debido estar vivo ya que no había tenido tiempo de pecar, pero se le ocurrió que quizá lo había matado él ya que, de no haberse dormido en su guardia, tal vez Bruna hubiera estado despierta y David no hubiera muerto.
Andrés oyó la confesión de Bruna, que apretaba contra ella el cadáver del bebé. Se acusaba de la muerte del niño porque estaba dormida cuando el niño más la necesitaba. Su mea culpa fue tan intenso y genuino que Andrés acabó absolutamente seguro de que ella había sido la responsable de la muerte de David y que merecía pagar por ello. Se sintió pleno de fuerza moral y de razón para cumplir con su misión de soldado de Dios y le dio gracias por haberle enviado una señal tan clara.
Bosco despertó, no por los gritos de Bruna sino por la incomodidad del banco. Blonda le explicó lo que había pasado. Cuando vio que el bebé tenía los labios azulados y le asomaba la punta de la lengua entre los labios, se preguntó extrañado: ¿Lo han asfixiado?
Lo último que esperaba doña Cocó era que Andrés se ofreciera para consolar a Bruna y que ella aceptara al muchacho como confidente. Se volvió en redondo. El grupo se había dividido. Andrés y Bruna estaban cerca de la esclusa y los otros se habían reunido en el otro extremo, cerca de Sevilla y del androide. La anciana se sentó a mitad de camino entre unos y otros en un gesto para ignorarles y por eso no vio el abrazo protector del artista a Taheña.
Calvo René había decidido proteger a Taheña, a Sevilla y a sí mismo de doña Cocó porque estaba seguro de que la abuela había asesinado al bebé. La noche anterior se había hecho el dormido y había visto cómo sacaba a David de los brazos de Bruna con un sigilo tan malévolo e impresionante que lo había dibujado en su cuaderno.
Entonces pensó que la mujer lo cogía en un arranque de ternura, pero ahora no tenía dudas; la criatura había sido un intruso para doña Cocó y ella lo había eliminado antes de que el hijo de una pianista muerta se interpusiera entre ella y su nieta.
Se sintió fuerte y útil imponiéndose el compromiso de cuidar de las mujeres. Sentir el cuerpo joven y firme de Taheña apretado contra el suyo le dio aún más fuerzas.
Él mismo se había sorprendido de la intensidad de sus sensaciones cuando la trilliza le abrazó la cintura y apoyó la cabeza en su muslo para dormir. Entonces él dejó que su mano reposara encima de su cuerpo joven y se dijo que esa chica tenía algo especial. A partir de ese momento, su recuerdo y su pena por Yamila habían empezado a convertirse en sombras de su memoria.
En el insomnio de la noche anterior, Calvo René se había preguntado por qué apreciaba tanto a esa muchacha cuando solo hacía unas horas que la conocía. Se dijo que quizá era porque tenían un sentido del humor parecido, quizá porque ella le admiraba como artista o por un poco de todo eso. Siguiendo su impulso, la rodeó con el brazo y le dio un beso fugaz en la mejilla. Como respuesta, ella se apretó aún más contra él.
Taheña olvidó por unos momentos la tragedia de su hermana porque quería que el abrazo de Maraini fuera eterno. Nunca había sentido tanta calidez y tanto cariño en un gesto tan simple; ni con su padre ni con su madre. El olor corporal de Calvo, el color de su piel, su fealdad extraordinaria y su sensibilidad habían hecho que no hubiera tenido en la noche otro pensamiento que no fuera él.
Ahora, aun estando perdida en mitad del Universo nunca se había estado tan segura de lo que quería: estar siempre a su lado. Y si eso molestaba a su abuela, tanto mejor.
—¿Me prestas tus guantes? —le preguntó Bruna a Andrés, frotándose las manos—. ¡Las tengo heladas!
El muchacho se los quitó de inmediato y se los dio. Ella le entregó al niño para ponérselos. Andrés cogió el cadáver recordando el día que le presentaron a su hermana recién nacida. Luego, con lágrimas en los ojos, Bruna cogió el cuerpo de David de sus manos y lo envolvió con cariño en los jerséis sobrantes de las colonas. Jamás olvidaría el susurro de doña Cocó cuando le devolvió el cuerpo de David:
—Para ya niña, que ni siquiera es tu hijo.
Ella misma quiso dejarlo donde los otros muertos y no pidió que nadie la acompañara. No obstante, Andrés la siguió y, sin decir palabra el resto, salvo Calvo René y Bosco, fue tras ellos.
Cuando estuvieron solos, el artista tomó a Bosco por el brazo y le dijo:
—Creo que la vieja asesinó al niño. ¿Te fijaste en sus labios? Lo asfixió. Anoche vi como se lo cogía a Bruna mientras estaba dormida —Calvo René calló que había dibujado a la mujer con el niño en brazos para no mostrar el dibujo pornográfico que había hecho de Taheña en la misma página.
Bosco levantó una ceja:
—Quizá Bruna lo asfixió sin querer. O se murió como pasa con algunos niños. ¡Yo qué sé!
—Piensa lo que quieras, pero voy mantener a Taheña lejos de la abuela. Yo de ti haría lo mismo con Blonda.
En la cabina auxiliar quedaron hombro con hombro en el pasillo entre los cadáveres y el mamparo del baño. Bruna puso el cuerpo de David junto con la bolsa de los biberones en lo alto de la muralla de cuerpos, tan alta que llegaba a la altura de la vista. Entonces rezó en voz alta un Padrenuestro, no solo por David sino por ellos mismos, dijo, y también por los que habían muerto.
Todos la siguieron en la oración. Con el amén final Andrés se preguntó cuándo volvería allí para rezar un Padrenuestro por el alma de su primera víctima.
Blonda fue con Bosco a buscar el desayuno. Su estómago rugía de hambre desde que estaba despierta.
—¿Por qué lo llamas reactor? —le preguntó Blonda a Bosco, señalando el reactor Melissa—. Solo es una olla.
—Los espaciales lo llamamos así porque es ahí donde se producen las reacciones que hacen crecer las algas.
—¡Ah! —respondió la muchacha—. Ni se me había ocurrido.
Bosco levantó con mucho cuidado la tapa de la olla y se la dio a Blonda. Ella la sostuvo sin saber dónde dejarla.
—¡Cómo pesa! —exclamó. Luego se asomó a mirar.
El puchero estaba lleno de agua hasta la boca y en su interior flotaban unas masas gruesas y carnosas de color entre pardo y gris como filetes sucios recién cortados.
—¿Eso es nuestra mierda reciclada como dice Calvo René? —preguntó con una mueca de asco.
—No. Las algas se abonan con nuestros deshechos y crecen hasta tener este aspecto.
—¿De verdad? —Blonda no le creía una palabra—. No huelen.
—En realidad, las algas no saben a nada y son altamente nutritivas. Los cocineros las preparan de mil maneras con moldes y saborizantes para simular pescado o carne. Nosotros no tenemos nada de eso. ¿Pensabas que comías carne de verdad en El Buen Pastor?
Ella hizo un gesto de repugnancia.
—Cuéntamelo en otro momento. O todavía mejor: no me lo cuentes.
—Te entiendo —le dijo él con una sonrisa—. Te confieso que por muy espacial que seas, nunca te acostumbras a comer esas algas.
Repartieron el contenido del reactor en los boles charlando de lo que harían cuando fueran rescatados. Cuando acabaron, ella le dijo:
—¿Sabes? Me gusta estar contigo.
Andrés y Bruna buscaron de nuevo la intimidad para seguir hablando junto a la mesa de control después de recoger de manos de Blonda los boles con el desayuno. Doña Cocó y el resto del grupo se quedaron en el otro extremo reunidos en torno a la olla. Bosco repartía los boles de comida y cuando le quedaron solo dos, le ofreció uno a Blonda con una sonrisa y se sentó a su lado, junto a la cabeza de Sevilla y frente a la anciana.
—¿El androide no come? —preguntó Calvo René.
—Creo que está totalmente estropeado —le respondió Bosco—. No se ha movido desde ayer.
Taheña, al ver el contenido gelatinoso del bol, dijo señalándolo con la cuchara:
—¡Esta cosa tiene el color del veneno!
—Es lo mejor que tenemos en la cocina, hermanita —contestó Blonda.
—Mejor esto que nada, ¿no os parece? —terció Calvo René—. Al menos no nos matará, por mucho que sea comida de mierda.
Taheña le dirigió una mirada de extrañeza. Él forzó una sonrisa y una disculpa:
—Tengo hambre.
Taheña dijo con tristeza:
—Bruna siempre tenía algo para los niños de los turistas. Las criaturas le gustan mucho —les dijo a punto de meterse la comida en la boca. Después de tragar, añadió—. ¡Puag! ¡Esto no sabe a nada!
—Desde luego tenía mano con David. No sé qué hubiéramos hecho para darle de comer. Le quedaban tres biberones nada más —dijo Blonda.
—Esto es asqueroso —terció Taheña refiriéndose al desayuno. A continuación siguió con lo que apuntaba su hermana—: La verdad es que el crío se portó divinamente y era muy simpático. Lástima que se muriera. A mí también me gustaba.
Bosco apuntó:
—Hay cosas que me resultan difíciles de entender, y la muerte de David es una de ellas. El niño ha muerto aquí, pero hubiera muerto de todos modos en el incendio de no ser porque Svetlana lo rescató del lado de su madre muerta. En algún sitio estaba escrito que debía morir aquí.
—¿Cómo? —Doña Cocó levantó la cabeza sin dar crédito—. ¿No era hijo de la pianista?
—No, y tampoco se llamaba David.
—Bruna medio loca por ese niño, ¡y ni siquiera la muerta era su madre! —rezongó doña Cocó.
—Hace falta mucho valor para hacerse cargo de una criatura en una situación como esta —dijo Blonda y levantó su bol—. ¡Brindo por la pianista! ¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo, pero es igual, ¡por ella! —la secundó Calvo René, y todos alzaron su bol.
Tras el brindis Bosco preguntó:
—¿Los labios azules y la lengua fuera no indican asfixia?
—Quizá, pero también llevaba muerto unas horas, ¿no? Igual los muertos se ponen azules —le contestó Blonda con un gesto de duda—. No sé, hasta ayer nunca había visto un muerto en mi vida y tampoco me fijé en sus labios ni en si sacaba la lengua, la verdad. ¡Vaya! No seas paranoico y no nos agües la fiesta, hombre.
—¡Por David también! —dijo Taheña.
—¡Así sea! —exclamó Calvo René.
Tras un silencio, Blonda dijo:
—Yo creo que la hora de nuestra muerte está escrita en alguna parte, ¿no os parece?
—La mía está escrita para dentro de mucho tiempo —contestó Doña Cocó, muy convencida—. En mi familia todos murieron de viejos.
—Yo debo tener una lista de días reservados pero Dios no se decide conmigo… —observó Calvo René—. ¿Quedan algas? Los que sí tenían escrito el día fueron los otros. Dubroski me caía simpático.
—Era un héroe —le dijo Taheña—. Tendrías que haber visto la discusión que tuvo con la oficial cuando él le dijo que quería salir a buscar supervivientes y que le esperara. Ella quería irse, y casi se sale con la suya.
—Es cierto, Wilson estaba por largarse antes de que acabara el tiempo —apoyó Blonda, y señaló a Bosco y a Calvo René—. Vuestro Dios es difícil de comprender. Vosotros dos sois los únicos supervivientes del esfuerzo de Dubroski.
—¿Vuestro? ¿No es el tuyo? —le preguntó Calvo René.
—Océano no pertenece a ninguna de las Tres Grandes —le contestó Blonda.
Taheña se encogió de hombros:
—Hasta siento que se muriera la charlatana —dijo—. Se llamaba Yin Hong, ¿no?
—Yo lo siento por ella, por Bruna —dijo Calvo René, que hizo una pausa y luego dirigió la mirada al androide para no mirar directamente a doña Cocó—: Pero más lo siento por nosotros.
—¿Piensas que el androide mató a David? —le preguntó Taheña.
—Pienso que el niño no se murió solo —contestó Calvo René—. Alguien lo hizo.
—¡El niño se murió solo! —exclamó doña Cocó—. Eso pasa a veces con los bebés.
—Creo que alguien ayudó a que pasara —le replicó clavando la mirada en ella.
—¿Quiere decir que uno de nosotros es un asesino? —le preguntó doña Cocó—. ¿Por qué me mira así? ¿Me está acusando?
—No estoy acusando a nadie.
—¿Crees de veras que fue esa máquina? —le preguntó Blonda.
—Otras como ella matan personas —afirmó Calvo René, evasivo.
Bosco se le quedó mirando y le dijo:
—Eso es absurdo. Este robot es solo un mensajero, ¿no? Ni soldado ni nada de eso. Matar un bebé no tiene sentido y es una máquina estropeada. Cualquiera se puede dar cuenta de que es un androide.
—Cualquiera como tú, que te enteraste cuando Dubroski lo dijo —le replicó Taheña con sorna—. Parece que no te despertaron del todo el cerebro.
—Quizá no, pero Dubroski se dio cuenta, ¿verdad? —replicó Bosco—. No puede disimular que es una máquina.
Calvo René se levantó del banco y dijo:
—¡Androide! ¿Cómo te llamas?
La máquina se volvió hacia él con una sonrisa y articuló lentamente con un acento extraño:
—Benedictusss.
Todos se volvieron hacia él y Benedictus les ofreció una sonrisa beatífica.
—¿Sabes nuestros nombres? —le preguntó Taheña.
—Mecánica severo mal sí, no sordo.
—¿Nos matarás? —le preguntó Calvo René.
Benedictus cambió a una expresión de disgusto.
—Quaestio morionem…
—¡Habla cristiano! No te hice una pregunta estúpida —Calvo René comenzó a perder la paciencia.
—Te pedicabo —la cara de Benedictus pasó a ser la imagen de la pena.
—¡Vete tú a la mierda! —le gritó Calvo René, colérico.
—Te pedicabo —Benedictus cambió a una cara de muy ofendido.
Doña Cocó le preguntó:
—Máquina. ¿Te puedes desconectar?
—Te pedicabo —le contestó sin mirarla.
—Es evidente —dijo Bosco—. No funciona bien.
Calvo René iba a decir algo cuando Blonda propuso:
—Hay que organizar las guardias en la consola. ¿Quién quiere ser el primero?
—Yo —dijo Bosco.
—Bien. Primero tú. Luego el resto… ¿alguna preferencia o lo echamos a suertes?