Capítulo 17

 

El sábado por la noche llegaron las chicas en tropel. Querían hacerme una despedida, ya que como terminaba mi trabajo el miércoles, no podríamos salir hasta tarde; luego de eso, me iría fuera de la ciudad, por lo que insistieron tanto que no me pude negar. Además, necesitaba un respiro.

 

Llegamos a un lugar muy alegre, lleno de luces, vida, gente y con una música que podía hacer bailar a los muertos.

 

―¿Qué vas a tomar? ―me preguntó Rocío.

 

―Solo bebida, ando en el auto ―contesté.

 

―Pucha (expresión de desilusión) ―suspiró Ana María.

 

―Si, en todo caso, yo nunca tomo, así que no es problema.

 

―Bueno, al menos si quedamos mal, ya tenemos quien nos vaya a dejar ―bromeó Jacqueline.

 

―Ningún problema ―respondí sincera―. Yo las voy a dejar a sus casas, no las voy a dejar tiradas y ebrias ―me burlé.

 

―Siempre venimos ―replicó Sandra riendo―, y nunca nos han tenido que llevar a rastras.

 

―Pero justo hoy  vamos a necesitar que nos lleven porque vamos a tomarnos tu cuota también ―repuso Ana María.

 

Todas echamos a reír, menos Rocío, que solo sonrió, parecía entre molesta y triste. En eso, apareció ante nosotras, Magdalena.

 

―¿Y tú? ―preguntamos a coro.

 

―Vine a acompañarlas, total, ya se me acabó la licencia, se supone que ya puedo volver el lunes.

 

―Ah, entonces no sería necesario que yo vuelva la otra semana ―dije.

 

―No, pues, porque, primero que nada, quiero tomarme más días, pero voy a ir al médico el lunes para pedir más licencia, ¿no te molesta quedarte hasta el viernes?

 

Yo la miré y me encogí de hombros.

 

―No, supongo que no habrá problema por parte de don Roberto.

 

―No, está feliz contigo, hablamos el jueves, no había tenido ningún problema.

 

Sonreí. Si supiera...

 

―¿Y tú? ¿Qué tal estuvo tu mes de reemplazo? ¿Te trató bien el jefe? Por las chiquillas ni te pregunto, se nota que se llevaron bien ―terminó mirándonos a todas.

 

―Sí, don Roberto es un amor ―no mentí.

 

―Y eso que no conociste a su hermano ―se burló―, es soltero, sin compromiso.

 

―Sí, lo conocí, bueno, lo traté algunas veces cuando fue a la oficina o nos encontrábamos, vivimos en el mismo edificio.

 

―Es un amor de hombre ―siguió diciendo―, yo no sé cómo todavía no encuentra una mujer para establecerse.

 

―Tal vez no sepa buscar ―contesté sin pensar.

 

―Sip, es que muchas creen que es solo una billetera andante ―intervino Rocío, mirándome con reproche.

 

―Esa es la lata (lo malo) de ser rico, nunca se sabe si alguien esta con uno por plata o por amor y la otra persona tampoco va a saber si es solo un capricho de niño rico.

 

―Eso es cierto. Lo primero ―aclaró Rocío―, porque quien lo conozca un poco más... al gran jefe me refiero ―agregó sardónica―, sabría que él no es así.

 

―Igual debe haber tenido sus amantes por dinero ―repliqué más sarcástica.

 

―Claro, pero cuando es así, él lo dice y ambos saben a lo que van. Cuando no quiere jugar, cuando quiere ir en serio, también lo dice. A él no le gusta jugar con las personas. Nunca lo ha hecho, y aunque don José Miguel diga que no, son las mujeres las que juegan con él en vez de ser él quien las toma para la jugarreta.

 

Me quedé callada pensando en la última noche cuando estuvimos juntos, cualquiera diría que yo había jugado con él y no fue así. Yo solo quería tener un buen recuerdo y me llevé el peor de todos. Su rechazo.

 

―¡Miranda! ―La voz de Lorenzo me descolocó y me transportó al pasado, al presente y todo se revolvió en mi cabeza.

 

Lo vi acercarse a nuestra mesa con una gran sonrisa falsa. Todo daba vueltas dentro de mí y no era capaz ni de pensar claro ni de reaccionar.

 

―Buenas noches, damas, hermoso ramillete de flores ―saludó con una voz que me estremeció, era como la calma antes de la tormenta.

 

―Buenas noches ―saludó Jacqueline algo cohibida.

 

―Hola ―dijo Ana María, confundida.

 

Ni Rocío ni Magdalena lo saludaron, ambas me miraron.

 

―¿Quién es usted? ―preguntó, de mal modo, Sandra.

 

―Soy Lorenzo Fábregas, amigo de Miranda.

 

―No lo creo, no la veo que se alegre mucho con tu presencia ―expresó con la franqueza que la caracterizaba.

 

―Tal vez por el modo de separarnos, pero estoy seguro que está feliz de verme, ¿verdad, belleza?

 

No contesté, no fui capaz. Quería decirle que se fuera, que no quería nada de él, que era un maldito...

 

―¿Me la prestan un momento? ―consultó.

 

―No ―contestó Rocío sin miramientos.

 

―Vamos, no seas malita, solo serán cinco minutos.

 

―Mira, Lorenzo, a nuestra amiga no te la vas a llevar a ninguna parte, ¿me oíste? ―aclaró Sandra.

 

―¿Y si ella quiere? Porque tú quieres, ¿verdad, cariño? Solo necesito hablar contigo unos minutos, amor.

 

Estuve a punto de ceder, tenía miedo que se enojara y...

 

―Ni aunque ella lo quisiera ―afirmó Magdalena tomando mi mano―. Ella no se va de aquí, menos contigo. Y no es una cosa para prestártela o no. Simplemente no la dejaremos ir contigo.

 

―Creo que esa es una decisión que debe tomar ella ―repuso Lorenzo sin perder la calma exterior.

 

―Pues no en este caso ―espetó Sandra―. Está con nosotras y con nosotras se queda.

 

―Bien, puede que no sea hoy, pero de que te encuentro, te encuentro, belleza, no sé qué les contaste a tus amigas de mí, te entiendo, ya no querías seguir conmigo porque tenías a tu amante de turno, pero no importa, cariño, no importa que me trates como a un perro, te sigo amando y esperando. Sé que tu juventud te hace actuar así, a tontas y a locas, no me importa, estoy dispuesto a esperarte todo el tiempo que sea necesario para que vivas las experiencias que quieras vivir y luego vuelvas a mí, con la certeza que soy y seré el único hombre capaz de amarte, el resto solo te querrá como un juego.

 

―Corta ese discursito barato y cursi ―lo increpó Sandra―. No la vas a convencer.

 

―Y para tu información hay muchos hombres que pueden, y quieren, amarla tal como es. No eres el único hombre sobre la tierra ―agregó Rocío.

 

―Por suerte ―añadió Jacqueline.

 

―Conocemos muy bien a los de tu especie. Ahora fuera de aquí, que estamos celebrando ―ordenó Sandra.

 

―Tú no me hablas así ―amenazó Lorenzo.

 

―Hablo así y ¿qué? ¿Me vas a pegar? ¿Tan cobarde eres que te querrías enfrentar a una mujer como yo? Porque déjame decirte que soy muy capaz de enfrentarme a ti y a diez más. No me das miedo, guevón.

 

Lorenzo lanzó un bufido y me miró amenazante. No dijo nada, dio la vuelta y se fue. Mi corazón latía a mil por hora, parecía que en cualquier momento se saldría de mi pecho y escaparía lejos de mí.

 

―¿Estás bien? ―me preguntó Ana María que se notaba tan asustada como yo.

 

―Sí, gracias.

 

―¡Ay, niña! No quiero que te vayas, pero qué bueno que lo hagas, ese tipo no va a descansar hasta que te atrape de nuevo ―me dijo Sandra.

 

―Yo no quiero volver con él.

 

―¡No debes hacerlo! ―exclamó Rocío.

 

Yo la miré, desde aquel almuerzo donde ella expresó su molestia por el viaje de su jefe, las cosas entre ella y yo estaban algo tirantes, no sé si ella sabía algo o no, aun así, me había defendido. Igual que las demás. Me alegré de haberles contado, si no lo hubiese hecho, ellas no habrían sabido qué clase de persona era Lorenzo.

 

―Gracias, chicas, yo no habría sabido defenderme de él sola ―agradecí desde el corazón.

 

―Para eso estamos ―sonrió Sandra.

 

La velada para mí, desde esa hora en adelante, no fue lo mismo, ya no pude relajarme. De todas maneras, intenté hacerlo y disfrutar de ese último día con mis compañeras.

 

Al terminar, fui repartiéndolas. Rocío fue la última.

 

―¿Puedo hacerte una pregunta? ―me consultó, cuando estacioné fuera de su casa.

 

―Claro ―contesté algo aturdida y nerviosa.

 

―¿Qué pasó entre tú y el gran jefe?

 

―¿Por qué?

 

―Te pregunto, es que... Yo conozco a José Miguel y estoy segura que él se fue por ti.

 

―¿Te dijo algo?

 

―No, él es demasiado hombre para decir nada.

 

―Rocío... ―comencé sin saber continuar.

 

―Mira, José Miguel es un buen hombre con mala suerte. Yo sé que tú le gustas, lo noté desde el primer momento que los vi juntos y le advertí que si no quería nada serio, que no jugara contigo. Creo que debí advertirte lo mismo a ti. Sé, a ciencia cierta, que él está triste, aunque no me diga nada, nos llevamos tan bien que conozco todos sus estados de ánimo.

 

―¿Qué quieres que haga?

 

―Llámalo, dale una oportunidad.

 

―Yo me voy, aunque quisiera, es imposible.

 

―No tienes que irte.

 

―Sí tengo. Ya viste a Lorenzo, ese hombre no descansará hasta encontrarme.

 

―¿José Miguel lo sabe?

 

Bajé la cabeza.

 

―Y supongo que te ofreció hacerse cargo.

 

No respondí.

 

―¿A ti te gusta de verdad él?

 

Asentí con la cabeza.

 

―¿Entonces, Miranda?

 

Un corpulento hombre salió de la casa.

 

―¿Mi marido? ―Rocío se extrañó, yo me asusté.

 

―Se enojó por la hora, lo siento, son más de las dos, debimos llegar más temprano ―apostillé nerviosa.

 

―¡No! No tiene por qué enojarse.

 

El hombre se acercó a mi coche y yo abrí la puerta.

 

―Se van a bajar y van a entrar a la casa ―ordenó sin más.

 

―¡¿Qué?!

 

―Hay un hombre vigilándolas, o las siguió y está detrás de una de ustedes o quiere asaltarlas.

 

Yo miré por el espejo retrovisor.

 

―Es Lorenzo ―musité.

 

―¿Lo conoces? ―preguntó el marido de  mi amiga.

 

―Es su ex, se creía boxeador y practicaba con ella ―explicó Rocío a su esposo.

 

―Ah. ―Sonrió el hombre con ironía―. A esos choritos me los como con limón (dicho que se refiere a enfrentar a alguien que se cree valiente). Entren a la casa.

 

Nos bajamos sin chistar, el marido de mi amiga me pidió las llaves de mi auto. Esperó que cruzáramos la reja y caminó hacia el coche de Lorenzo quien, al verlo avanzar hacia él, echó a andar el automóvil y se fue a toda prisa. El esposo volvió riendo.

 

―Bien cobarde tu ex ―comentó―. ¿Y tú le tienes miedo a ese tipo?

 

No supe qué decir.

 

―¿Sabes defensa personal?

 

Negué con la cabeza.

 

―Entren, esta noche te quedarás aquí. Yo dejaré tu auto en el garaje.

 

Miré a Rocío. Estaba confundida. Mi compañera de trabajo sonrió.

 

―No te asustes, no pasa nada, mi marido sabe de estas cosas.

 

Me tomó del brazo y entramos. Su casa tenía muchos muebles antiguos, pero muy bien conservados. Nos sentamos en el sofá. Rocío me ofreció algo de beber, pero yo decliné su invitación. Poco después llegó el esposo. Me levanté.

 

―Ahora sí, soy Alex, esposo de Rocío ―se presentó a sí mismo con una gran sonrisa.

 

―Hola, soy Miranda ―respondí cohibida.

 

―Disculpa la salida, es que vi ese auto extraño y con tanto robo, hay que tener cuidado y si mi esposita puede estar en peligro,...

 

―No me di cuenta cuando llegó ―me disculpé.

 

―Pero ya se fue y eso es lo importante. Cuéntame, ¿llevabas mucho tiempo con él?

 

―Diez años.

 

No comentó nada, solo levantó las cejas.

 

―Lo dejé hace un mes, cuando entré a trabajar en la empresa donde trabaja Rocío ―expliqué.

 

―O sea, debe andar como león, enfurecido.

 

―Sí, me imagino ―acepté.

 

―¿Le tienes miedo? ―preguntó directo.

 

―Sí, aunque no quiera y me convenza que no es así, que no debería tenerle miedo, le tengo.

 

―¿Por qué no deberías?

 

―No sé, si yo fuera más firme...

 

―¿Alguna vez te defendiste? ―Negué con la cabeza―. ¿Alguna vez hablaste de esto con alguien?

 

Volví a negar y me encogí de hombros.

 

―Solo ahora con las niñas.

 

―¿Te das cuenta que si lo callas le das más poder sobre ti? Lo empoderas porque nadie sabe lo imbécil que es y nadie podrá ayudarte.

 

Una lágrima cayó por mi mejilla. Lo mismo me dijo José Miguel y lo extrañé más que nunca.

 
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