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La voz de los dioses
Jamás había entrado Quetza en los recintos prohibidos del Templo Mayor. Tenía que hacerlo solo, ya que a los guardias no les estaba permitida la entrada. Ciertamente eran pocos los que podían conocer el interior de Huey Teocalli. Cuando estuvo frente a la puerta, no pudo evitar que las piernas le temblaran. Apenas traspuso el pórtico de piedra, se internó en la más espesa de las penumbras. Tiritaba a causa del frío y la perplejidad. Tenía que avanzar tanteando las paredes: reinaba una oscuridad más profunda que la ceguera. De hecho, los bajorrelieves que adornaban los muros sólo podían ser apreciados al tacto. Así, a tientas, se internaba Quetza en la helada casa de los dioses. Después de mucho andar, pudo ver el lejano resplandor de una llama: era el ingreso al primer recinto. Atravesó el dintel que se alzaba apenas por encima de su cabeza y entonces, en aquella media luz, advirtió la inmensidad de ese ámbito. Era aterrador.
En el centro pudo ver la figura gigantesca de Tláloc, el Dios de la Lluvia. Tallado en enormes bloques rojizos de ángulos rectos, mostraba su rostro cubierto por dos serpientes que formaban la nariz y se enroscaban alrededor de los ojos. Las colas de los reptiles, al descender hasta la boca, se convertían en dos enormes colmillos. La llama tenue y vacilante de la antorcha hacía que proyectara unas sombras movedizas que parecían otorgarle vida. El ídolo tenía una altura abrumadora, mucho mayor de lo que imaginaba Quetza. Se hubiese dicho que estaba tallado en piedra; sin embargo, ese material tan sólido como la roca, era una argamasa hecha con los frutos que les otorgaba el Dios con su dádiva de lluvias: semillas y legumbres molidas, religadas con sangre humana. Eso era lo que le confería aquel color rojizo. Tláloc era un Dios exigente: para otorgar lluvias necesitaba de la sangre de los niños. Así lo testimoniaba su cara ungida con huellas rojas. A sus pies estaban los arcones abiertos que contenían centenares de pequeños esqueletos, algunos por completo desmembrados, de aquellos que le habían sido ofrendados. Al frío reinante en la cámara, pintada en distintos tonos de azul, se sumaba el que provocaba el terror. Quetza prosiguió su camino, entró en un pasillo angosto y, a ciegas, avanzó en la penumbra.
Ese estrecho corredor era el que unía, desde el interior, el templo de Tonacatépetl, que guarecía a Tláloc, con su gemelo, el templo de Huitzilopotchtli, Dios de la Guerra y los Sacrificios. Y a medida que Quetza avanzaba en medio de la oscuridad, podía sentir el aliento gélido de la muerte. Nuevamente vio un resplandor. Hacia allí se dirigió, cruzó la entrada y, una vez dentro del recinto, tuvo que cerrar los ojos ante la visión espantosa. Con una magnitud aún superior a la de Tláloc, en el centro del monumental oratorio se alzaba Huitzilopotchtli. Estaba hecho en tres bloques de aquella argamasa pétrea. Sustentado en las pezuñas de sus patas de pájaro, el primer elemento estaba cubierto de plumas talladas en bajorrelieve. En el centro de la efigie se veía la cabeza, una calavera abriendo su boca sedienta de sangre, rodeada por cinco serpientes. Más arriba surgían cuatro manos ofreciendo sus palmas. El bloque superior representaba la cabeza de una serpiente exhibiendo sus fieros colmillos y un par de garras de ave. El conjunto, pese a las múltiples representaciones que contenía, se veía como un único ser compuesto por fragmentos de distintas monstruosidades. Resultaba pavoroso.
Desde la penumbra, una voz ordenó:
—Póstrate ante los pies de tu señor, que de él será tu sangre.