7
Siete deseos
Supo Quetza que Carmen era el nombre con que habían rebautizado en la Mancebía a esa mujer que tenía la piel del color del azafrán. Pero su verdadero nombre era Keiko. Por alguna extraña razón, aquellos hombres blancos no toleraban los nombres ajenos a su lengua y se veían en la obligación de encontrar un equivalente que les resultara familiar. Incluso, Quetza notaba no sin cierta gracia que a él lo llamaban César y a su segundo, Maoni, Manuel. Los nativos encontraban que Carmen se adecuaba a Keiko, nombre que en su tierra, Cipango, significaba «respeto». Y eso fue, exactamente, lo que cautivó al joven jefe de los mexicas. Keiko no parecía proceder como una prostituta, sino como un ángel dispuesto a concederle todo lo que él le pidiera. La niña de Cipango y el joven jefe mexica hablaban con dificultades el idioma de Castilla. Pero se comprendían como si se conocieran desde siempre. Ni siquiera hizo falta que Quetza le rogara que no revelara su secreto. Keiko, según le había adelantado el padre de la Mancebía, esperaba encontrarse con un grupo de asiáticos. Pero no bien los vio, supo que no eran de Cipango ni de Catay ni de las Indias Mayores o las Menores. Keiko advirtió que ni su lengua ni su escritura pertenecían a ninguno de los mundos conocidos. Ella venía del confín oriental del mundo y en su tortuoso viaje hacia el mar Mediterráneo había conocido innumerables reinos. Por otra parte, su trabajo en una ciudad portuaria como Huelva la obligaba a conocer toda clase de gente y de cuantas nacionalidades existían. Ignoraba por qué razón mentía Quetza, pero jamás le pidió explicaciones. La única certeza que tenían ambos era que, desde el momento en que se conocieron, nunca más iban a poder separarse. Mientras el resto de la tripulación saciaba su largo apetito carnal luego de tanto tiempo sin ver mujer alguna, Quetza y Keiko se contemplaban en silencio como si así se aferraran a una patria que les era común: la añoranza.
Sin embargo, ni por un solo día Quetza olvidó a Ixaya. Al contrario: cuanto más se enamoraba de Keiko, pensaba en la felicidad que significaría para todos vivir bajo un mismo techo. Imaginaba su futura casa de Tenochtitlan y la idea del regreso empezaba a acicatearlo con insistencia. Pero aún tenía un largo camino por delante.
Quetza estaba convencido de que Aztlan estaba muy cerca de la isla de Cipango. Además de la belleza de Keiko, de su dulzura y su dócil naturaleza, Quetza veía en ella la materialización de sus propias convicciones. Se había enamorado no sólo de aquella mujer, sino de sus certezas sobre el mundo. Keiko completaba el mapa del universo que imaginaba hacia el Levante y se había convertido en su nueva carta de navegación. Conforme se iban conociendo, cada vez podían comunicarse con mayor fluidez. Así, ella le relataba la historia de su tierra y, a través de sus narraciones, Quetza podía entender el mundo de los hombres blancos, el de los moros y el de los asiáticos. Comprendió que Europa, el Oriente Medio y el Oriente Lejano vivían en una relación tan permanente como conflictiva. Los dominios de los mexicas y sus vecinos del Norte y del Sur eran la pieza que faltaba para completar el mapa del mundo. Sería mejor, se decía Quetza, que su pueblo no entrara en contacto con los hombres blancos; pero sabía que eso era imposible: más tarde o más temprano los españoles o los portugueses, hambrientos de oro, plata, especias y tierras donde expandir sus fronteras, habrían de alcanzar la orilla opuesta del mar. Estaba convencido de que los mexicas debían adelantárseles.
Keiko era la única persona en la que podía confiar en las nuevas tierras. Siete pedidos hizo Quetza al cacique de los hombres blancos: un barco, cuatro caballos buenos —dos machos y dos hembras—, la rueda de un carruaje y unas cuantas semillas de plantas de frutos, flores y hortalizas que le habían resultado exóticas. Y por último, rogó que le dejasen llevarse a Keiko con él. Era un precio bajo para establecer el comienzo de unas relaciones comerciales duraderas y fructíferas. El cacique estuvo de acuerdo; sólo le pidió una cosa a cambio: que le diese el mapa de la ruta que había seguido para llegar desde Catay sorteando el bloqueo musulmán.
Era la única condición. Sólo que Quetza no tenía forma de cumplirla.