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El oráculo de piedra


Menos interesado en los asuntos de la política que en los del conocimiento, al tiempo que continuaba sus estudios, Quetza caía en largas ensoñaciones de las cuales emergía pleno de inventiva. Continuando la obra de su padre, mejoró el sistema de represas para contener el lago cuando, durante las crecidas, inundaba parte de la isla. Siempre desvelado por la navegación, perfeccionó los puentes móviles de la ciudad; aplicando las enseñanzas del viejo Machana, diseñó distintas naves, hasta entonces inéditas. Las embarcaciones de los mexicas eran pequeñas canoas hechas con troncos ahuecados o con juncos entrelazados; en algunos casos se impulsaban por medio de pequeños remos y, en otros, gracias a unas velas tejidas con tallos. Estas balsas y canoas que se utilizaban para la pesca o, sencillamente, para desplazarse entre los canales, podían transportar sólo tres o cuatro personas. Quetza dibujó los planos de unos barcos de dimensiones nunca vistas, que podían albergar más de cincuenta hombres y tenían una bodega para llevar igual peso de pertrechos que de tripulantes. Eran livianos y veloces. La parte inferior, la que sustentaba la nave, estaba hecha con varios troncos ahuecados y unidos entre sí con una técnica semejante a la de la fabricación de las chinampas; la parte superior debía ser de juncos para que la estructura resultara más liviana. Estos barcos tenían fines militares, tanto de ataque como de defensa. La nave, en todo su perímetro, estaba rodeada por una soga que semejaba una baranda pero, en realidad, era una cuerda tensada que servía para disparar flechas; de este modo no era necesario que cada hombre llevara consigo el arco, ya que esta misma balaustrada, que tenía además una guía de caña bajo la cuerda, era un arco gigantesco en sí mismo. Y no solamente podían arrojarse flechas, sino que, entre dos o tres hombres, era posible despedir una lanza con una fuerza capaz de destruir una edificación de madera. Era una verdadera fortaleza flotante.

Estos planos provocaron la admiración de los jefes guerreros aunque nunca fueron construidos, ya que, según creían, jamás iba a existir un enemigo tan grande que hiciera necesaria semejante defensa. Quetza no pensaba de igual forma; sin embargo, sus argumentos en contrario fueron desoídos.

Por aquellos días las campañas militares de los mexicas sufrieron algunos duros reveses. Luego de la conquista del centro de las zonas costeras de Oaxaca, siguió el dominio del territorio de Soconusco, a las puertas mismas del Imperio de los mayas. Sin embargo, en las diversas tentativas de ocupación sufrieron el rechazo y la derrota a manos de los peurépechas, los tlaxcaltecas y los mishtecas. Para completo asombro de Quetza, y alimentando la furia de Tapazolli, el emperador hizo llamar al joven y brillante alumno. Quería su consejo. Si había sido capaz de perfeccionar el más preciso calendario xihuitl, solar y astronómico, debía saber interpretar sus designios mediante el tonalpohualli, el calendario astrológico y adivinatorio.

Mientras era conducido hasta el recinto del monarca, los guardias recordaban a Quetza las reglas de protocolo: por ningún motivo debía mirar el rostro del emperador. Cuando por fin, después de mucho andar por entre los salones del palacio estuvo frente al trono, se inclinó y permaneció en silencio. El rey le habló sin preámbulos: quería saber el porqué de las recientes derrotas. ¿Acaso, le preguntó, no estaban ofrendando suficientes corazones al Dios de la Guerra? Viendo que Quetza guardaba un pensativo silencio, el tlatoani volvió a interrogar: ¿Tal vez fuese que los sacrificados no estaban a la altura de la magnificencia de Huitzilopotchtli? ¿Qué vaticinaba el calendario, qué les deparaba el futuro?

Quetza no se atrevía a dar su opinión. Sin embargo, sentía la obligación de no ocultarle la verdad. Aunque aquella verdad pudiera costarle la vida.

—La respuesta no hay que buscarla en el futuro sino en el pasado —contestó Quetza con humildad pero sin vacilación.

No era necesario consultar ningún oráculo. La afirmación del joven sabio estaba fundamentada en los libros de historia que leía en el Calmécac.

Hacía muchos años, cuando los mexicas que acompañaban a Tenoch fundaron su poblado en aquel islote que parecía inhabitable, quedaron por algunas décadas bajo el dominio de Azcapotzalco, a quien ofrecían sus servicios como soldados a sueldo. Los mexicas, habiendo tomado la sabiduría de los evolucionados pueblos de la región y convertidos en un poderoso ejército, decidieron rebelarse contra su señor, a quien finalmente derrotaron. Así se transformaron en uno de los señoríos más poderosos del valle. En sólo setenta años, con una política militar ofensiva, consiguieron construir el más grande imperio que haya habido en el valle y aún más allá.

Detrás de esta meteórica campaña había un nombre que, luego, se pronunciaría con el tono reverencial de las leyendas: Tlacaélel. Él fue quien volvió a escribir la historia de los mexicas, haciendo destruir los libros hasta entonces sagrados. Fue Tlacaélel quien trocó el orden y la jerarquía de las deidades. En su nuevo panteón, Huitzilopotchtli fue ascendido al mismo pedestal de Quetzalcóatl, Tláloc y Tezcatlipoca. Así instauró los sacrificios humanos permanentes. Pero, tal vez sin proponérselo, creó el germen de su propia destrucción: las Guerras Floridas. Eran éstas batallas artificialmente creadas para los tiempos de paz, hechas con el único propósito de mantener abierta la usina de prisioneros para ofrendar a Huitzilopotchtli. A partir de entonces, el mundo comenzó a girar en torno de los sacrificios humanos y los hombres se transformaron en la mera leña que alimentaba vivo su fuego. De esta manera quedaría sepultada la tradición de los Hombres Sabios, los toltecas, y Quetzalcóatl, Dios de la Vida, sería eclipsado por Huitzilopotchtli, Dios de la Muerte. Era ese fuego el que se estaba devorando a los mejores hombres del Imperio.

El problema no era entonces la insuficiencia de las ofrendas, sino todo lo contrario. Así se lo hizo saber Quetza al emperador. Se lo dijo de forma descarnada, con entera franqueza, sin evasivas ni eufemismos. Pero además le dijo otra cosa a modo de advertencia. Habló sin medir las consecuencias, sin pensarlo; era como si las palabras surgieran de su boca a pesar de su voluntad. Le dijo que el calendario le indicaba algo tan terrible como impronunciable.

—La próxima guerra no será entre hombres, sino entre dioses.

El rey palideció. Sin mirarlo a la cara, Quetza continuó:

—Será preciso dar un paso más allá del lago y de las montañas. El futuro está al otro lado del mar. Si no emprendemos su conquista, el futuro vendrá por nosotros y nos convertirá en pasado —concluyó Quetza.

El emperador guardó silencio. No se atrevió a preguntar más. De todas formas, Quetza tampoco hubiese podido agregar otra cosa. Todo lo que dijo se le impuso de manera misteriosa. Sin embargo, era aquello lo que le decían los astros del nuevo calendario.

Se aproximaban tiempos en los que había que tomar decisiones. Y el emperador debía saberlo.

Quetza había cumplido con su conciencia. Pero antes de abandonar el recinto imperial, aún se atrevió a más:

—Estoy dispuesto, mi señor, a cruzar el mar para ir al encuentro del futuro.