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Los prófugos del viento


La pequeña escuadra compuesta por las dos naves avanzaba resuelta hacia el corazón del Mediterráneo. A su paso, bordearon las islas pertenecientes a la Corona de Aragón y Castilla. Quetza se dijo que tal vez fuera aquel archipiélago una buena cabecera de playa donde establecerse para iniciar las acciones militares. Pero por lo visto no era el primero en pensarlo: al acercarse un poco más a la costa de Ibiza pudo ver claramente unas enormes murallas que defendían el acceso a la isla, serpenteando la colina hasta su cima, sobre la cual se alzaba el castillo. Tan fortificada como Ibiza estaban Mallorca, Menorca y hasta la pequeña Formentera.

Keiko, a medida que avanzaban hacia el Este, no podía despegar la vista de la línea del horizonte, como si esperara ver surgir de pronto las costas de su tierra. Quetza, desde el timón, la contemplaba en silencio y se decía que, tal vez, había emprendido ella aquel viaje sólo para escapar de su destino. Quizá, pensaba, Keiko se había aferrado a él como el naufrago a un resto de madera que quedara flotando luego del desastre. Veía su figura recortada contra el cielo, su cara al viento como un pequeño y delicado mascarón de proa, y entonces intentaba adivinar de qué estaba hecho aquel mutismo. Pero Quetza no dudaba del amor de Keiko. ¿Acaso, él mismo no había salido de Tenochtitlan escapando de las garras sangrientas de Huitzilopotchtli? Huir no significaba abandonar la lucha ni, mucho menos, las convicciones. Su vida, se dijo Quetza, había sido una permanente lucha desde el mismo día en que nació. Era un guerrero valiente y ganó todas y cada una de las batallas: junto a su padre, Tepec, había conseguido escapar del sacrificio y derrotar a la enfermedad y a su implacable verdugo, el sacerdote Tapazolli. Quetza sabía que no tenía derecho a dudar de Keiko. ¿Acaso él mismo no había emprendido la travesía buscando la respuesta a la pregunta por su propia existencia? La búsqueda de las míticas tierras de Aztlan tal vez no tuviese el único propósito de encontrar las raíces del pueblo mexica, sino, quizá, fuese un intento de hallarse con sus propios orígenes. Él no ignoraba que sus verdaderos padres fueron asesinados por las tropas mexicas, ni que el tlatoani al que servía era sucesor del que ordenó matarlos. Sabía que la ciudad que amaba, Tenochtitlan, era la culpable de su tragedia pero también le había dado lo que más quería: a su padre adoptivo, Tepec, a una de sus futuras esposas, Ixaya, y a sus entrañables amigos, los vivos y los que llevaba en la memoria hasta los confines del mundo. Y le había ofrecido la posibilidad de ir hasta donde nadie había llegado. Aunque adoptado, él era un extranjero en Tenochtitlan; aun perteneciendo a la nobleza, llegó a ser un desterrado. Tal vez por eso se sentía cerca de los sometidos, de los esclavos, de los macehuates, de los más pobres. Por esa razón buscaba la unión de los pueblos del valle, porque creía que eran todos hermanos provenientes de Aztlan, que nada los diferenciaba, que Huitzilopotchtli no hacía más que someterlos a guerras inútiles y fratricidas. Y mientras miraba a Keiko, de pie en la cubierta, luchando sola y en silencio contra el destino y la añoranza, más se convencía de que aquel viaje debía hacerse en el nombre del Dios de la Vida. Era consciente de que era aquél el prolegómeno de la más grande de todas las guerras. Pero esa batalla no podría librarse en el nombre de Huitzilopotchtli, sino en el de Quetzalcóatl; de otro modo estaría perdida antes aun de comenzar.

Todo esto pensaba Quetza, cuando, desde lo alto del mástil, uno de sus hombres volvió a gritar:

—¡Tierra!