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El motín de los coyotes
Los sueños de Quetza y su pequeña avanzada se estrellaron de pronto contra los muros de una prisión fría, húmeda y hedionda. Aquellos salvajes tan poco hospitalarios no parecían dispuestos a creer que los extranjeros viniesen de Catay, tal como afirmaban. El comandante mexica hizo prometer a cada uno de sus hombres que no revelarían la verdadera procedencia bajo ninguna circunstancia, ni aunque fuesen sometidos a tormentos. Era preferible que los creyeran piratas a que supieran quiénes eran y de dónde venían. Debían estar dispuestos a morir antes de que esos nativos averiguaran que existía un mundo al otro lado del océano. Tal vez ninguno de ellos hubiese podido cumplir esa promesa antes de emprender la travesía; pero ahora, luego de la hazaña que habían protagonizado, ya no eran los mismos que zarparon. Habían comprobado que la épica no era solamente un género poético que recitaban sus mayores, sino que acababan de escribir, acaso, la página más gloriosa de la historia luego de la fundación de Tenochtitlan. Aquellos mexicas ladrones, asesinos, desterrados, esos huastecas sometidos, humillados, despreciados, se habían convertido en héroes.
Maoni le sugirió a Quetza que, perdido por perdido, organizaran un plan de rebelión y fuga; le hizo ver a su jefe que si habían sido capaces de surcar los mares y superar todas las adversidades que les deparó la travesía, podían doblegar a sus captores como guerreros que eran. Los mexicas habían vivido la mayor parte su vida en una cárcel más sombría que aquélla y los huastecas eran cautivos en su propia tierra hacía mucho tiempo. De manera que nadie podía mostrarse sorprendido, ni menos aún desesperado, ante una circunstancia que le era casi natural. De hecho, todos ellos habían protagonizado revueltas, fugas y motines. Quetza le dijo a Maoni que, bajo otras circunstancias, ya hubiese dado la orden para que se rebelaran, pero le hizo ver a su segundo que los nativos tenían a Keiko de rehén y que ante el menor intento de fuga, sin duda la utilizarían como pieza de cambio para disuadirlos. Entonces, luego de un largo silencio, el más viejo de los tripulantes mexicas dijo lo que todos pensaban: entendían lo que sentía por la niña de Cipango, pero ella no era parte de la tripulación. Él, como capitán de la escuadra, no podía traicionarlos por una mujer. No tenía derecho a supeditar los altos intereses de Tenochtitlan por asuntos sentimentales. Le dijo que los dioses no perdonarían su egoísmo, si, por ir detrás de una muchacha, desobedecía el mandato de su tlatoani. Quetza escuchó con la cabeza gacha. Cuando el subordinado terminó su discurso, el joven capitán se puso de pie y, furioso como nadie lo había visto antes, lo tomó del cuello con una fuerza tal que llegó a levantarlo en vilo. Para que nadie tuviese dudas de que él seguía siendo el capitán y que no estaba dispuesto a tolerar una insubordinación, se dirigió a toda su tripulación mirando alternativamente a cada uno de sus hombres. Con las venas del cuello inflamadas, les dijo que el rescate de Keiko no se trataba de una cuestión sentimental, sino de un asunto militar. Les recordó que si ahora sabían cómo era la Tierra, era gracias a los mapas que había trazado Keiko. La vida de la niña de Cipango no era un capricho de un hombre enamorado, sino una razón de Estado: ella conocía, quizá como nadie, la ruta que conducía al Oriente Extremo y en sus manos estaban las llaves de las míticas tierras de Aztlan, lugar del origen de todos los pueblos del valle de Anáhuac.
Entonces Quetza creyó que era ése el momento de revelar sus planes a la tripulación. Un poco más calmo, pero aún con el pecho convulsionado por la ira, les dijo a todos lo que ni siquiera le había confesado a su segundo, Maoni: no volverían a Tenochtitlan por la misma ruta por la que habían llegado a España, sino que seguirían navegando hacia el Levante; irían hasta Aztlan y harían el mismo camino que hiciera el sacerdote Tenoch para llegar hasta el valle de Anáhuac. Y no podrían hacer la travesía sin la guía de Keiko. De manera que, tal como pedían, dijo Quetza, quizá lo más sensato fuese organizar un plan de fuga, siempre y cuando el propósito último fuese conseguir la liberación de Keiko. No esperó a que sus hombres le manifestaran su acuerdo: era una orden.
Del otro lado de la reja había dos guardias armados con sables, que vigilaban la celda. Ninguno de los mexicas había podido ocultar en sus ropas ni siquiera una punta de obsidiana. Habían sido despojados de cuanta cosa pudiese resultar punzante o contundente: brazaletes, collares y piedras les fueron incautados. Por otra parte, ambos guardias, sentados a más de diez pasos de la reja, estaban fuera del alcance de los presos. Ni siquiera se acercaban para traerles agua y comida: hacían esto arrimando un cuenco y una fuente repleta de pan ácimo y granos con una suerte de pala provista de un mango, equivalente a dos brazos de largo. De modo que los presos estaban completamente inermes y no tenían forma de hacer contacto con los guardias. O al menos, así lo creían los nativos.
Quetza señaló los labios de Tlantli Coyotl, un muchacho muy delgado que tenía una boca desmesurada, y no hizo falta que le hablara para que entendiera el plan: asintió sonriente mostrando su dentadura temible de animal salvaje. Tlantli Coyotl significaba «dientes de Coyote» y no era este nombre metafórico. Para asombro de los desprevenidos, el chico se quitó entera la dentadura superior, que estaba hecha con auténticos colmillos de coyote engarzados en una falsa encía de cerámica, que encajaba sobre la quijada. Quitó dos de los afiladísimos dientes de la cuña, los puso en la palma de su mano y volvió a colocarse el resto de la dentadura. Lo que hizo luego impresionó aún más a quienes no conocían sus secretos: se llevó las manos hacia el soporte del cuello y, a través de un orificio en la piel, comenzó a extraerse, lentamente, el hueso de la clavícula. Cuando lo hubo sacado por completo, los demás pudieron ver que el hueso estaba ahuecado en su centro. Entonces tomó uno de los colmillos y lo introdujo dentro de la falsa clavícula que ocultaba bajo el pellejo, resultando el diámetro de uno perfectamente coincidente con el de la otra. Ahora tenía una mortífera cerbatana. Sólo había que esperar que el guardia que tenía las llaves se acercara un poco para arrimarles agua y comida.
Pasaron varias horas hasta que esto sucedió. El hombre avanzó unos pasos y, a prudente distancia, se detuvo, cargó los víveres en aquella suerte de bandeja y, echando levemente el cuerpo hacia delante, la empujó con el mango. En el mismo momento en que el guardia inclinó el cuerpo, Tlantli Coyotl sopló con fuerza y el colmillo, afiladísimo, se incrustó en medio de la garganta del hombre que, azul de asfixia, cayó cuan largo era. En el preciso instante en que el otro nativo se levantó para auxiliar a su compañero caído, recibió el segundo colmillo cerca de la nuez. El primer tiro fue preciso: al muchacho no le preocupaba su puntería —jamás fallaba—, sino el momento: el guardia no debía caer ni para atrás ni para un costado, sino para adelante, de otro modo no podrían alcanzarlo para quitarle las llaves. Y así sucedió. Estirando mucho los brazos pudieron tomarlo por los cabellos y acercarlo hasta la reja para quitar las llaves que pendían de su cuello perforado por el diente.
Una vez fuera de la celda, tomaron los sables de los guardias y todas las armas que encontraron a su paso. Avanzaron por un corredor y, con la misma llave, abrieron las puertas de las demás celdas liberando a todos los prisioneros nativos. El propósito de soltar a todos los presos era crear la mayor confusión a la hora de salir del edificio, haciendo que, en su huida desordenada, les sirvieran de vanguardia y retaguardia. Tal como supuso Quetza, en el exterior había muchos más guardias custodiando las puertas y, al ver la estampida, la emprendieron con sus armas sin discriminar quién era quién. Así, en medio del tumulto, los mexicas consiguieron escapar entre la multitud de incautos nativos que intentaban fugarse y, sin plan ni método, caían a manos de los soldados.
Ocultos en un pequeño establo en las afueras de Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli, tal el nombre con que Quetza había bautizado a Marsella, el ejército mexica deliberaba sobre el modo en que habrían de rescatar a Keiko del cautiverio del cacique y luego recuperar sus barcos para continuar el periplo hacia las tierras de Aztlan.