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Primera batalla


Fue una lucha heroica. Aquel puñado de hombres armados sólo con espadas, cerbatanas, palos afilados, arcos y flechas construidos con los elementos que encontraron en la campiña, tomó por asalto el palacio del cacique de Marsella. No entraron arrasando ni derribando muros y portones, como hacían los ejércitos cuyas tropas se contaban por miles. Lo hicieron con el sigilo de los felinos y la sutileza de los pájaros. El clan de los caballeros Jaguar y el de los caballeros Águila acababa de posar sus garras silenciosas en el Nuevo Mundo. Fue aquella la primera operación militar del ejército mexica. Tan importante como las armas eran para ellos los atuendos. Un guerrero no sólo debía ser temible: antes, debía parecerlo; sabían que el miedo, para que se instalara en el alma, debía entrar por los ojos. Con cortezas de abetos tallaron las máscaras que cubrían sus rostros. Ennegrecieron sus cuerpos con barro y humo y así, sombras entre las sombras, primero redujeron a los guardias del palacio y luego treparon las altas murallas como felinos y se elevaron como pájaros. Los caballeros Águila saltaban impulsándose con sus lanzas a guisa de pértiga.

Sin que el cacique de Marsella lo sospechara, mientras bebía vino junto al fuego del hogar, rodeado por sus hombres de confianza, la protección del edificio ya había sido sordamente quebrada a merced de los soldados mexicas. Después de haber interrogado sin éxito a Keiko, ante el cerrado mutismo de la muchacha, el cacique decidió que tenía mejores planes para con ella. Poco le interesaba ya saber quién era y de dónde había venido, si era cautiva o cómplice de aquellos ladrones de barcos que, de seguro, ya la habían abandonado luego de huir de la cárcel. Después de todo, Marsella era uno de los puertos con mayor tráfico del Mediterráneo y era frecuente que llegaran toda clase de bandidos desde los lugares más lejanos. Lo único cierto era que aquella niña misteriosa era en verdad hermosa y nadie reclamaba por ella. Y a medida que el vino se iba metiendo en la sangre del cacique, menos le interesaba el enigma y más la certeza de aquella carne joven envuelta en esa piel tersa y exótica. Por otra parte, el cacique se caracterizaba por ser un hombre generoso, siempre dispuesto a compartir los placeres con sus amigos y allegados. Y así, acalorados todos por el fuego y el alcohol, le ordenaron a la niña de Cipango que se desnudara. Pero tuvieron que hacerlo ellos mismos, ya que Keiko se resistió con todas sus fuerzas. Los hombres parecían disfrutar mientras veían cómo se revolvía intentando alejarlos como un pequeño animal acorralado. Procedían con la impunidad que les otorgaba el hecho de creerse protegidos, poderosos y dueños de la vida y de la muerte. Pero ignoraban que el palacio ya estaba invadido. Jugaban como un grupo de gatos con un pobre ratón, pero no sabían que había coyotes al acecho.

En el mismo momento en que aquel grupo de salvajes tenía a Keiko sujeta con los brazos por detrás de la espalda, con la ropa hecha jirones, golpeada e indefensa, en el preciso instante en que estaban por abalanzarse sobre ella, el vitral que adornaba uno de los ventanucos estalló en lo alto y, azorado, el cacique pudo ver cómo un grupo de fantasmas negros volaba sobre su cabeza. Sus secuaces miraban con los ojos llenos de pánico aquellas entidades que parecían venidas del infierno: hombres-pájaros que descendían armados con espadas, seres mitad humano, mitad felino que se descolgaban por las paredes. Uno de los salvajes, a medio vestir, intentó desenfundar su sable, pero no llegó a asomar siquiera de la vaina, cuando su pecho fue atravesado por una flecha. Otro quiso tomar un arcabuz que estaba colgado horizontal sobre el hogar, pero su mano, perforada por una lanza, quedó clavada en la pared. El cacique, con sus delgadas piernas desnudas enredadas entre la ropa, cayó al suelo suplicando clemencia con voz temblorosa. Quetza, detrás de una máscara de caballero Jaguar, pudo ver que el hombre que tenía sujeta a Keiko, la tomó por el cuello amenazando ahorcarla; entonces el capitán mexica saltó desde la ventana, surcó el aire del recinto, se colgó con sus piernas de la araña que pendía del techo y, aprovechando el movimiento pendular, arrebató a Keiko de los brazos del salvaje que, al verse sin pieza de cambio, intentó huir antes de ser alcanzado por el filo de la espada que empuñaba Maoni. El único nativo que había quedado con vida, aterrado pero vivo, era el cacique. Entonces Quetza le ordenó que se pusiera de pie: debían conversar sobre algunos asuntos atinentes al futuro de su reino.