Las polvorientas calles de Kamado estaban llenas con el resonar de roncos gritos, el clang del hierro contra el hierro calentado, los bufidos y el patear de los caballos de guerra, el pisotear de pies enfundados en botas.

Salieron por la puerta sur, escoltados por soldados hasta el puente.

Oscuras masas de cúmulos se estaban apelotonando en el noroeste, avanzando rápidamente hacia el sur. El viento había muerto y el aire estaba cargado y era frío. La húmeda tierra desprendía un vapor blanquecino.

Avanzaron tan rápidamente como pudieron cruzando las planchas de madera, sujetando con las manos las barandillas de cuerda. Ronin miró a la espumosa superficie del agua, lanzando alguna mirada ocasional a las brillantes rocas negras y los escurridizos peces.

Al sur la tierra era parda y árida, como requemada por un intenso calor. A su derecha, casi al norte, se extendía el campamento, con sus hileras de tiendas y brillantes pabellones, filas de caballos atados y brillantes fuegos parpadeantes, como silenciosos insectos, alrededor de los cuales se movían las sombras de los soldados.

El campamento estaba en el borde más cercano de un ondulante prado de alta hierba verde de quizás un tercio de kilómetro de ancho, más allá del cual empezaban los primeros arbustos bajos y amplios y los árboles del bosque que Ronin había visto cuando se aproximaron a la fortaleza. Ahora, mientras se acercaban a la otra orilla, pudo ver que el bosque era inmensamente denso, los troncos de los árboles tan altos y las numerosas ramas tan cargadas de hojas que parecía una pared sólida de verdor.

Los soldados acudieron a su encuentro cuando salieron del puente. Tuolin les ordenó que los llevaran al pabellón del rikkagin Wo. Avanzaron por la alta hierba. Las luciérnagas señalaban el atardecer con diminutos arcos de fría luz. El prado rumoreaba al viento y las cigarras cantaban. Todo estaba sumido en un profundo azul excepto el lejano bosque, envuelto en negras sombras, oscuro e impenetrable.

El pabellón lucía brillantes rayas amarillas y azules, sus paredes de lona estaban inmóviles ahora que la ligera brisa había muerto. Por todo el campamento se estaban encendiendo lámparas. El humo de la madera y el olor de la carne asada eran los aromas dominantes que llegaban hasta ellos.

El interior era cálido y brillante gracias a una multitud de lámparas. Las sombras danzaban a lo largo de las insustanciales paredes mientras los soldados iban y venían, preparándose para la batalla. Un flujo casi constante de mensajeros entraban y salían, depositando y recibiendo mensajes codificados en tiras de papel de arroz.

Tuolin les condujo siguiendo un enrevesado camino a través de la disciplinada confusión hasta un hombre alto que apareció bruscamente en su campo de visión. Tenía el pelo negro, que llevaba largo y suelto, y una boca delgada y fruncida. Su barbilla era prominente. Se volvió y miró a Tuolin cuando se acercaron.

—¡Ah, T'ien! ¿Ha llegado ya Hui con sus tropas?

—Sí, justo antes del anochecer.

—Estupendo. Vamos a necesitar a todos los hombres.

El rikkagin Wo tomó una tira de papel de un mensajero, se apartó unos pocos pasos, más cerca de una luz y más lejos de ellos. Leyó el mensaje, fue a su escritorio y escribió varios caracteres con su pluma de ave. Devolvió la tira de papel al mensajero, que se fue.

Se volvió de nuevo a Tuolin.

—Perdimos otra patrulla esta tarde.

—¿Dónde?

—Al norte. En el bosque.

—¿Cuántos?

—Trece. Sólo regresó uno. —Wo parecía disgustado—. Y no nos sirvió de nada. Deliraba como un lunático.

—¿Qué dijo?

Wo tomó otro mensaje. No alzó la vista.

—No puedo recordarlo. Pregunta a Le'ehu, si quieres. Aunque yo no me molestaría.

Tuolin, a instancias de Ronin, buscó a un individuo bajo y recio con el negro pelo atado en una cola, gruesas mejillas y largos ojos brillantes.

Le'ehu los llevó a un lado, contra la lona, por donde pasaba poca gente.

—Ya se ha ido, el último soldado. —Hizo una pausa, los ojos fijos en Ronin y Kiri.

T'ien le palmeó el brazo.

—Adelante, esos dos no dirán nada de lo que tú digas.

—De acuerdo, es sólo que... —Se frotó el labio superior, que había empezado a sudar—. Al final lo maté, ¿sabes? —Sus brillantes ojos miraron rápidamente a su alrededor—. Quiero decir, se estaba muriendo de todos modos, y me lo suplicó. No podía soportar vivir otro momento, después de lo que había visto...

—¿Qué atacó la patrulla? —preguntó Ronin.

Le'ehu pareció sobresaltarse.

—¿Cómo... cómo lo has sabido? ¿Cómo lo ha sabido, T'ien?

—¿Sabido el qué? —preguntó Tuolin.

—Que fue "algo" lo que atacó la patrulla.

—¿Lo describió el soldado? —preguntó pacientemente el hombre rubio.

—Sí, maldito sea. No dormiré esta noche. Era enorme, con grandes garras y un rostro de pesadilla. Rasgó sus gargantas, dijo.

—El makkon —murmuró Ronin, y Tuolin asintió.

—¿En el bosque?

—Sí. —El hombre intentó tragar saliva—. Sobre el risco del prado, quizás a un kilómetro en este maldito lugar...

Guardaron silencio, esperando a que continuara. Le'ehu miró por encima de sus hombros a las aleteantes sombras a lo largo del otro extremo del pabellón.

—¿Qué más? —dijo T'ien muy suavemente.

—No fue de esa criatura de lo que habló antes de morir. —Las palabras brotaron reluctantes ahora, como si diciéndolas en voz alta pudiera conjurar aterradoras criaturas—. Algo vino en la estela de esa cosa.

—¿Otra? —preguntó Ronin.

La cabeza de Le'ehu se giró con un movimiento brusco.

—¿Otra...? Oh, no. No, era, no sé, algo distinto. Había una girante bruma, dijo, y llovió sangre en la confusión. Sólo tuvo un atisbo...

—¿Y? —alentó Tuolin.

Le'ehu tragó de nuevo saliva.

—Rikkagin..., dijo que fue el Ciervo...

—Oh, vamos —bufó Tuolin.

—Rikkagin, me suplicó que lo matara —dijo el hombre bajo con voz miserable—. No creo que de otro modo...

—El Ciervo es sólo una leyenda, Le'ehu, una simple...

—¿Qué leyenda? —preguntó Ronin.

—Se cuentan muchas historias —dijo Tuolin— acerca del Ciervo. Que es mitad hombre y mitad bestia.

—¿Eso es todo?

Tuolin miró a Le'ehu, que se encogió ante sus palabras.

—Algunos dicen que es el diablo encarnado. Y otros sugieren que en su tiempo fue un hombre, mágicamente transformado, obligado ahora a servir a un cónclave de hechiceros, a luchar contra aquéllos que son realmente los suyos.

—Sea cual sea la verdad —dijo el hombre bajo—, ese soldado creyó haberlo visto —volvió la cabeza— ahí fuera. En el bosque.

Ronin se volvió hacia Tuolin.

—No me importan las leyendas. Mi única preocupación es el makkon. Debo ir a bosque con la primera luz y destruirlo...

Los ojos de Le'ehu se desorbitaron.

—Estás loco, seguro. El Ciervo...

—Cállate —restalló Tuolin—. Ya nos enfrentamos con suficientes monstruosidades reales sin tus pesadillas inventadas. —Volvió su vista hacia Ronin y su tono se ablandó—. No pretenderás ir solo. Te acompañaré.

Ronin negó con la cabeza.

—No podrás ayudarme. Sólo necesito dos hombres que conozcan esta zona. Cuando lo encuentre los enviaré de vuelta.

El hombre alto apoyó una mano en su hombro.

—Amigo mío, he hecho muchas cosas por ti. Te rescaté del mar cuando estabas medio muerto, te introduje en Tenchó. Ahora es hora de que me pagues lo que me debes. Quiero ver por mí mismo a este makkon. —Su presión sobre su hombro se hizo más fuerte—. Debo conocer al enemigo, ¿puedes comprender eso?

Ronin escrutó los ojos cerúleos y asintió.

—Sí, eso es algo que puedo aceptar.

Le'ehu miró del uno al otro y retrocedió unos pasos.

—¡Ambos estáis locos! No podéis...

Un grito ahogado. El resonar de metal contra metal.

Todos se volvieron ante el sonido. Se oyeron botas fuera, luego gritos confusos.

—Rápido —dijo Tuolin—. Fuera.

La profunda oscuridad del masivo bosque parecía haber permeado el prado. Las luciérnagas habían desaparecido. Encima de la ondulante hierba avanzaba una marea de negras sombras.

Avanzaban rápida y silenciosamente, sin el brillo delator del metal. De alguna forma habían atravesado el perímetro del campamento sin que sonara ninguna alarma.

Eran como troncos de árbol, oscuros, con amplios hombros y gruesas piernas. Sus largas barbas y su recio pelo estaban engrasados y aplastados. Sus rostros tenían forma de luna y eran perfectamente planos, como si la evolución hubiera decretado en sus antepasados que las protuberancias de nariz y mejillas y frente eran superfluas. Parecían más criaturas animadas de las pinturas murales del palacio de Kiri que auténticos hombres. Sin embargo eran reales, blandían anchas cimitarras de un metal que no arrojaba reflejos y que era casi negro, con guardas en forma de cazoleta en las empuñaduras.

Detrás de ellos avanzaban otras sombras que se iban solidificando lentamente en la oscuridad, imposiblemente altas y huesudas, con una piel gris pálido, unos rostros desecados y sin carne, unos cráneos brillantes en su desnudez. Esas criaturas avanzaban detrás de sus compañeros guerreros, esgrimiendo cortas y pesadas cadenas que terminaban en esferas de hierro con púas como colmillos. Ronin captó el sonido de su breve sisear en el aire.

Tuolin desenvainó su espada al mismo tiempo que Ronin y Kiri. Todo a su alrededor era confusión y caos mientras los soldados iban en busca de sus armas. Los fuegos oscilaron y se apagaron como bajo la acción de un fuerte viento, aunque el aire estaba tranquilo.

La bruma avanzó, barriendo el prado y penetrando en el campamento, y hubo un hedor asfixiante mientras el enemigo avanzaba, con la primera oleada más allá ya de las impotentes patrullas exteriores. Las cimitarras oscilaban oscuras en silbantes arcos, en una horrible cosecha de pleno verano de hechicería.

Todavía dentro de la larga hierba, los esqueléticos guerreros hacían girar sus cadenas, con sus mortíferas esferas siseando en la noche como langostas, aplastando indiscriminadamente carne y huesos, y los gemidos de los agonizantes se mezclaban con el húmedo golpear y el crujir de la espantosa siega.

Ronin saltó hacia adelante con un grito y su hoja barrió hacia uno y otro lado en poderosos tajos con ambas manos, desgarrando los torsos de los hombres de rostro plano más cercanos a él. Chillaron y retrocedieron, asombrados, y penetró entre ellos, usando ahora golpes oblicuos, cortando en la unión de cuello y clavícula a un guerrero, retirando la espada y, en el mismo movimiento, decapitando a otro.

A su lado llegaron Tuolin y Kiri, segando guerreros como si fueran follaje. Se concentró, avanzando lentamente, con su hoja cantando su feroz canción de muerte, brillando, chorreando sangre. Martilleó contra ellos sin descanso, con el corazón bombeando en su pecho, sus brazos electrificados por el poder de la destrucción que estaba ocasionando, ya no consciente de las visiones y sonidos periféricos de la noche; estaba concentrado, dedicado al ataque, segando cuerpos que se convulsionaban y chorreaban sus calientes líquidos sobre su oscilante forma. Sus músculos ondulaban y brillaban con una fina capa de sudor, salpicado por los chorros de sangre y entrañas de sus enemigos, y sonreía con salvaje deleite. Clavó la espada en un guerrero desde el hombro hasta la caja torácica en un arco descendente, partió la cintura de otro en el final del mismo arco hacia atrás.

Cerca de él, Kiri estuvo a punto de ser desventrada mientras miraba, horrorizada y fascinada. Paró el golpe en el último instante y apartó su rostro de él, dedicándose a su propia tarea.

A sus espaldas oyeron la voz del rikkagin Wo alzarse en una seca orden. Los hombres corrían por todas partes, intentando formar en líneas de defensa, pero parecía inútil; los guerreros avanzaban inexorablemente. La bruma rodó más allá de ellos y por encima de los soldados, haciendo que sus tobillos ardieran por el frío. Y aparecieron más de los cadavéricos guerreros mientras sus compatriotas más bajos caían bajo las espadas de los soldados. Éstos guerreros estaban destruyendo a los hombres del rikkagin con una terrible práctica. Llevaban escudos redondos de hierro además de sus armas, que parecían demasiado pesadas para que cualquier hombre pudiera manejarlas con efectividad, y sin embargo paraban la mayor parte de los golpes de los soldados mientras, con sus otras manos, las esferas llenas de colmillos describían sus prietas órbitas, estallando con terribles impactos.

Ronin se sintió sumergido en una marea oscura, ya no un individuo sino otra pieza a la deriva arrastrada por la corriente. Luchó, y los guerreros cayeron delante de su hoja como trigo ante una guadaña, pero siempre había otros para ocupar el lugar de los caídos, como si con la muerte de cada individuo fueran creados otros dos.

Siguió avanzando, el pie inseguro y resbaladizo a causa de las entrañas de los caídos mientras se encaminaba laboriosamente al prado para enfrentarse a los enjutos guerreros cabeza de muerto. Tuolin y Kiri estaban justo detrás de él. La gran hoja del rikkagin se alzaba y caía, y en su mano izquierda estaba el puñal con empuñadura de esmeralda con el que tajaba y paraba. Por su parte, la emperatriz estaba usando su espada con una consumada habilidad. Su peto brillaba, empapado de sangre y cuajarones, su negro pelo se había deslizado de sus sujeciones y caía ahora a su espalda, un oscuro manto.

Con un enorme arco que rasgó un pecho de barril, Ronin atravesó las últimas líneas de los guerreros de rostro plano y por primera vez en muchos momentos hubo espacio a su alrededor. El inmóvil aire estaba vivo con el siniestro susurro de las esferas. El último de los soldados cayó, la cabeza abierta como un fruto maduro, y miró a los sonrientes rostros en la rodante noche, tan blancos ahora a la semiapagada luz de los fuegos como las pálidas adormideras. Sus hundidos ojos eran agujeros vacíos sin rasgos discernibles de iris o pupila; sus cabezas giraban como engranajes sobre sus espinas dorsales cuando miraban a su alrededor.

Ronin alzó su hoja y atacó rápidamente, dejándola caer en un movimiento rápido a través de la clavícula de uno de los guerreros. El cuello fue seccionado y la cabeza voló de los huesudos hombros. No hubo sangre sino una lluvia de polvo gris que flotó momentáneamente, escupiendo fragmentos de vértebras de su periferia. El decapitado torso siguió avanzando hacia él, el brazo aún alzado, la colmilluda esfera girando, y se vio obligado a esquivar el golpe. Un siseo pasó por encima de él mientras se agachaba y la criatura, estremecida ahora, tropezó sobre sus pies sin nervios y se derrumbó.

En aquel momento sintió un titánico tirón y su hoja salió despedida, rodando al empapado suelo. Se inclinó hacia adelante y casi cayó encima del derrumbado cuerpo. Se volvió, vio a otro guerrero cabeza de muerto agitando hacia atrás la esfera con la que había golpeado su espada. Avanzó sobre él, con la mortífera esfera convertida en una amenazadora noria.

La criatura se echó hacia atrás y la esfera avanzó hacia él con tanta velocidad que sus colmillos rozaron su mejilla incluso pese a su movimiento de retroceso. Se arriesgó a bajar la mirada, vio que estaba demasiado lejos de su espada para arriesgarse a recuperarla, y que el esquelético guerrero estaba dando un rodeo de modo que ahora se hallaba entre Ronin y el arma.

Ronin giró su cuerpo de costado, aguardó el siguiente giro, contando para sí mismo a fin de que el cronometraje fuera perfecto. La esfera brilló cuando avanzó hacia él y la esquivó, contando de nuevo para estar seguro del ritmo. Cronometró su zambullida para que coincidiera con el momento en que su arco la alejaba más de él para concederse la máxima cantidad de tiempo.

Se dejó caer al suelo y rodó hasta el guerrero que acababa de matar, y sus dedos tantearon la húmeda tierra en busca de la cadena y la esfera. La larga hierba hacía difícil localizarla, pero su visión periférica había visto allá donde había caído cuando el guerrero se derrumbó, y ahora la agarró y siguió rodando. Se puso de nuevo en pie y se agachó inmediatamente para eludir la otra esfera.

Un zumbido. El arma del otro estaba trazando un nuevo círculo y Ronin esgrimió su propia esfera, ganando impulso, pero los colmillos se lanzaron contra él sin advertencia previa y sólo tuvo tiempo de alzar reflexivamente su esfera. Las cadenas chocaron, el impulso se apoderó de las esferas y las trabó mientras las cadenas se entrelazaban.

El esquelético guerrero tiró ferozmente y Ronin, desequilibrado, fue lanzado hacia adelante y chocó contra su adversario. La esquelética figura se agachó y lanzó su cabeza contra él, con la boca imposiblemente abierta. Una hilera de amarillos dientes, largos y estropeados, restalló horriblemente ante su rostro, y la esquivó justo a tiempo. Las chasqueantes mandíbulas lo persiguieron mientras intentaba soltarse. Pero liberarse ahora era perder su única arma. Snap, snap. El cuello, largo y flexible, atrajo los diente hacia él una y otra vez.

Sujetando aún la cadena, Ronin alzó su mano izquierda y, cerrado el guantelete de makkon en un puño, lo lanzó hacia arriba a la restallante boca. Fragmentos de dientes rotos llovieron sobre ambos, y Ronin golpeó una vez más y la cosa soltó su arma, alzando su escudo con ambas manos.

Ronin hizo girar la esfera con púas y apuntó. El huesudo cráneo se hundió, todo su lado izquierdo se hizo pedazos, y la cosa se derrumbó sobre sus temblorosas rodillas. Ronin golpeó de nuevo y el guerrero acabó de hundirse mientras sus rodillas se astillaban y los huesos de sus piernas se quebraban.

Entonces Ronin corrió en busca de su espada, dejando caer cadena y esfera; la aferró, y se volvió de nuevo al fragor. Los soldados estaban muriendo bajo el asalto de los guerreros cabeza de muerto.

Oyó gritar a Tuolin y, mirando a su alrededor, localizó al alto rikkagin. Avanzó en su dirección, eludiendo silbantes esferas. Vio a Kiri luchando al lado de Tuolin.

—No podemos resistir contra ellos, Ronin —jadeó el rikkagin mientras clavaba su espada en una esquelética figura—. Me temo que el campamento está perdido. Debemos hallar a Wo y reunir a los hombres restantes y retirarnos a Kamado.

Ronin miró a su alrededor. Los esqueléticos guerreros avanzaban firmemente, y ahora estaban dentro del perímetro de los pabellones. Los gemidos de los agonizantes resonaron en sus oídos mientras se retiraba con Tuolin y Kiri de vuelta a los pabellones, ensartando enemigos a cada paso. Una luz ardió brevemente y vio una tienda estallar en llamas. Hubo gritos de los soldados atrapados dentro.

La noche estaba estriada de amarillo y naranja y el calor danzaba en oleadas, alternando con el frío. La tierra humeaba blanca hasta que no pudieron ver ya sus botas. Kiri resbaló y cayó sobre un cuerpo, su cabeza chocó contra un cráneo, y cuando levantó su rostro su frente estaba negra y brillaba con sangre. Ronin la alzó, con la mano de ella aferrada a su brazo, y siguieron adelante por los estrechos y oscuros caminos entre las paredes de lona, eludiendo las llamas, atacando a los guerreros de rostro plano que bloqueaban su camino. El terreno estaba resbaladizo con viscosos líquidos y cosas blancas que crujían y chapoteaban bajo la suela de sus botas. Más pabellones empezaron a humear y a estallar en llamas.

Justo delante de ellos, la verde pared de lona de un pabellón se hinchó y se rasgó, y tres hombres se tambalearon fuera, cruzando sus espadas. Un guerrero de rostro plano cayó al suelo en mal ángulo y su cuello se partió. Al mismo instante un guerrero cabeza de muerto esgrimió su esfera, aplastando el esternón del soldado, que gimió y se dobló sobre sí mismo.

La hoja de Ronin golpeó con violencia la cabeza del esquelético guerrero, y el delgado cuerpo se estrelló hacia atrás contra el interior del pabellón.

Siguieron adelante, con Tuolin abriendo camino ahora, buscando por entre el frenesí el pabellón amarillo y azul en medio de los horribles restos que sembraban el suelo como hedionda marga.

Estaba ya en llamas cuando lo alcanzaron, láminas de chispas anaranjadas que crujían en la noche. Echaron a un lado las ardientes paredes y entraron, y hallaron al rikkagin Wo sin brazos, con las articulaciones de sus hombros carmesíes. Blancos huesos asomaban rosados por ellas. Un lado de su cabeza era un charco de sangre y materia pulposa. Su rostro estaba intacto.

Tuolin los llevó fuera del incendiado pabellón. Una lluvia de brillantes chispas cayó sobre sus hombros. Fuera, la noche se había calentado. Las llamas crepitaban por todas partes. Corrieron hacia un grupo de guerreros de rostro plano y los atacaron. Retrocedieron ante Ronin y éste fue tras ellos, hacia los incendiados pabellones, y Tuolin se vio obligado a sujetarlo por el hombro y hacerle dar la vuelta. Estaban llegando más guerreros cabeza de muerto.

—Esta noche hemos perdido el campamento, Ronin —dijo—. Tenemos que regresar a la fortaleza.

Salieron del campamento, la tierra de nuevo firme bajo sus pies, y siguieron el negro y desierto camino que conducía al puente. La sangre chorreaba de ellos como lluvia negra. Estaban ateridos y con el corazón enfermo. Camino del puente, los gritos y los crujidos les siguieron como criaturas vivas. No podía oírse ningún otro sonido. Ningún insecto dejaba oír su voz; ningún pájaro llamaba a su pareja.

Había empezado a soplar viento del noroeste, helado, y se aferraba a sus empapadas capas y hacía cantar las cuerdas del puente. Debajo de él el agua seguía discurriendo, pálida, espumeando en la oscuridad, remolineando alrededor de las negras rocas.

Todo estaba tranquilo ahora, y la noche se iluminó cuando pasaron un bosquecillo de altos abetos y la iluminación de las llamas los alcanzó de nuevo. Entraron en el puente. Y Ronin se encontró luchando de pronto contra las sombras que gravitaban grises entre ellos y el refugio de Kamado. Habían estado aguardando a los soldados que se retiraban, emboscados en las sombras a medio camino al otro lado del puente. Sólo la parpadeante luz los había traicionado, y la noche se vio llena bruscamente de nuevo con el zumbar y el sisear de las colmilludas esferas. Un esquelético guerrero golpeó a Tuolin en el costado antes de que tuviera la oportunidad de reaccionar. Ronin oyó su seca exhalación como una sorda explosión mientras esgrimía su espada en un corto arco oblicuo y cortaba la cadena. El rikkagin se aferró su sangrante costado, reclinándose contra las cuerdas guía a lo largo del borde del puente. Sus piernas empezaron a doblarse y la sangre resbaló por entre sus dedos.

Kiri se situó delante del alto hombre, atravesando la guardia de un guerrero y hundiendo su hoja en un estrecho pecho. La cabeza del guerrero osciló sobre su largo cuello y arrojó su escudo contra ella. Golpeó contra su hombro cuando intentó eludirlo y volteó por encima del lado del puente, resonando sordamente en sus oídos. Kiri se tambaleó y bajó unos instantes la guardia, y el herido guerrero lanzó su esfera.

Dos de los guerreros obligaron a Ronin a retroceder, intentando separarlo de los otros dos, pero contraatacó, su hoja destelló blanca, interceptando las dos esferas que llenaban el aire a su alrededor como criaturas voladoras.

Tuolin estaba jadeando, con su rostro convertido en una pálida máscara de dolor. Intentó alzar su hoja. El sudor brotó de su rostro con el esfuerzo.

Cerca de él, Kiri presionó su ataque, rodando para evitar el golpe del guerrero, saltando hacia arriba y golpeando su estómago con las botas. Esgrimió la espada hacia él, utilizando las dos manos, los pies muy separados, alzando el arma desde la altura de la cadera, poniendo toda su energía en sus hombros, a lo largo de sus brazos, con el impulso destellando en la hoja en medio de la noche. Clavó la espada en el cráneo del guerrero, y la hoja descendió hasta la negrura de sus ojos, clavándose finalmente en el paladar. El cráneo se abrió como las dos valvas de una concha, lanzando fragmentos de hueso a todo su alrededor. El cuerpo se dobló y se derrumbó pesadamente.

Entonces se volvió, con ojos llameantes, y con un largo y hermoso tajo de su espada rebanó el torso de uno de los enemigos de Ronin. La cabeza se adelantó mientras Kiri retiraba la espada y la chasqueante boca fue a por ella. Sorprendida, se echó hacia atrás y casi cayó por el resbaladizo borde del puente. Los dientes chasquearon mientras el torso se derrumbaba a sus pies.

Ronin desvió una girante esfera, calculando el tiempo tan perfectamente que la desviada arma terminó su giro a la altura del rostro del guerrero. Mientras se echaba desesperadamente a un lado para eludir su propia esfera, su cabeza se situó directamente en la trayectoria de la hoja de Ronin, y salió volando lejos de su cuerpo en medio de un gris surtidor de huesos y polvo.

Otro cabeza de muerto avanzó hacia Kiri, y ésta rebanó calmadamente sus piernas a la altura de las rodillas. Ronin la vio hacer una mueca en el momento del golpe. Con un segundo movimiento de la espada, envió el cuerpo que se derrumbaba por encima del borde del puente, una ósea confusión que desapareció dando tumbos de la vista. Pero ahora estaba agotada, el golpe del pesado escudo de hiero se estaba cobrando su precio, y permaneció allí de pie, jadeando, apoyada en su espada mientras sus muslos temblaban por la fatiga.

Ronin oyó un gruñido y se dio rápidamente la vuelta, la espada por delante. El último de los esqueléticos guerreros había tomado su cadena cortada y la había enrollado alrededor del cuello de Tuolin, y los plateados eslabones mordían cruelmente su piel. La inconstante luz de las llamas se reflejaba sobre los cuerpos que se debatían, el uno delgado y encorvado ahora, amarillo como un hueso viejo, el otro retorciéndose presa del dolor, oscuro por la sangre que lo cubría. Los ojos del rikkagin estaban desorbitados y sus vacías manos arañaban inútilmente los eslabones de metal que se tensaban contra su garganta. La sangre formaba un charco a sus pies.

Ronin saltó contra la cosa, aferrando sus hombros, intentando separarla de Tuolin. La cabeza osciló y las mandíbulas se abrieron, restallando contra él. Alzó su espada, pero carecía de espacio suficiente para usarla y no podía apartarse y atacar al guerrero con ella por miedo a alcanzar a su amigo.

La cabeza de la criatura serpenteó hacia adelante mientras Ronin se debatía en la duda y aferró la hoja con los dientes, clavándolos tan fuerte que Ronin no pudo soltarla de entre ellos. Mientras tanto seguía apretando la cadena y Tuolin colgaba inerte, ahogándose en sus propias exhalaciones mientras sus pulmones buscaban inútilmente aire. Sus rodillas se doblaron, y el guerrero cabeza de muerto tiró poderosamente de la cadena, y el chirriante sonido de los eslabones al tensarse sonó innaturalmente fuerte en la noche.

Sólo la mano izquierda de Ronin estaba libre, la derecha se hallaba atrapada en la empuñadura de su espada y no se atrevía a soltarla. La alzó, usando el pulgar contra el cuello de su oponente, apretando a través del pequeño espacio debajo de su espada horizontal. Justo encima de la base del cuello, localizó el punto triangular blanco y apretó furiosamente hacia dentro, perforando la garganta. Un gas fétido brotó hacia él y jadeó, volviendo la cabeza, rasgando hacia arriba a lo largo del delgado cuello con su pulgar. Los largos dientes resonaron de nuevo contra el liso metal de su hoja y la presa de las poderosas mandíbulas se aflojó mientras la cosa intentaba recuperar el aliento. Entonces clavó su dedo hacia dentro, utilizando todo el peso de su cuerpo a lo largo de su mano derecha, y el afilado borde de su hoja avanzó ante él, imparable, abriéndose paso a través del cráneo del guerrero.

Ronin apartó el cuerpo a un lado, trabajando frenéticamente en la cadena aún fuertemente apretada alrededor de la garganta de Tuolin. Las huesudas manos se negaban a soltar su presa sobre los eslabones, aunque el cuerpo estaba medio derrumbado sobre el lado del puente. Ronin tiró de los dedos, sin dejar de mirar al crispado rostro del rikkagin. Su piel había adquirido un tono azulado alrededor de sus ojos.

Kiri estuvo entonces a su lado, usando un pequeño cuchillo curvo para atacar los aferrados huesos, cortando a través de los nudillos hasta que fueron separándose uno por uno. Con un duro raspar, los eslabones se deslizaron lentamente hacia atrás mientras Ronin forzaba la cadena liberándola de alrededor del cuello del hombre rubio. Lo sostuvo cuando cayó.

Había empezado a nevar, los grandes copos blandos descendían oblicuamente, cubriendo los cadáveres sobre el puente, sus rostros convertidos ya en máscaras blancas, brillantes al parpadeante resplandor del campamento. Siseaban en las llamas y Kiri se estremeció, pensando en las girantes esferas llenas de colmillos.

Se volvió, sujetando su brazo izquierdo contra su costado, apretado contra él, usando el hueso de la cadera como apoyo de su peso para aliviar el dolor en su hombro.

Ronin envainó su espada y levantó a Tuolin entre sus brazos.

—Ahora, Kiri —dijo, empujándola ante él. Recorrieron a toda prisa la extensión restante del puente y empezaron a subir el camino que se extendía colina arriba hasta Kamado.

Fueron recibidos por soldados que los escoltaron hasta las imponentes murallas, llamando a los guardias de la entrada. Las puertas revestidas de metal se abrieron sólo lo suficiente para dejarles pasar, luego volvieron a cerrarse con un resonante clang.

Hubo un inmediato tumulto a su alrededor. Ronin depositó al rikkagin en manos de sus hombres, con el cuello negro por las terribles marcas, su camisa y sus pantalones chorreando sangre; lo llevaron de inmediato a los barracones. Ronin les siguió, rodeando a Kiri con un brazo mientras ella luchaba contra la inconsciencia. Rechazó la ayuda de los soldados, pero cuando se tambaleó la tomaron de entre sus brazos y dos de ellos la alzaron los escalones que conducían a los barracones y a través de la entrada. Ronin se dejó caer en los escalones, demasiado débil para seguir.

Al cabo de un tiempo un hombre llegó a los barracones y se sentó a su lado.

—Casi murió.

Era alto y de anchos hombres, con pelo canoso y una barba densa pero recortada muy corta. Su nariz era larga y curvada; sus ojos eran negros.

—El médico del propio T'ien está aquí dentro, si necesitas atención.

—Estoy agotado —dijo Ronin—. Eso es todo.

—Quizá será mejor que te vea de todos modos.

Llamó al médico, que salió y gruñó cuando vio a Ronin. Era uno de los que iban a bordo de la nave de Tuolin. Mientras trabajaba, el otro dijo:

—Es una suerte para nosotros que no haya muerto, ¿eh? — Luego, en voz más baja—. ¿Cómo te llamas?

—Ronin.

—Yo soy el rikkagin Aerant.

Ronin reclinó la cabeza contra la baranda de madera. Los antiguos dioses de la guerra, tallados en las columnas, miraban inexpresivamente a la oscuridad.

—Salvaste su vida.

—¿Qué? —Había un escozor a lo largo de sus hombros.

—Tuolin me dijo que tú le salvaste...

—¿Siempre le llamas por su otro nombre?

—Somos hermanos.

Ronin volvió la cabeza.

—No os parecéis en nada. —El médico terminó de fijar los vendajes. Volvió dentro.

—Tuvimos padres diferentes.

—Entiendo. —No pensó en nada.

—Puedo ayudarte.

Ronin se pasó una mano por el rostro.

—¿Cómo?

—Dime lo que ocurrió.

El rikkagin Aerant asintió con la cabeza mientras Ronin relataba los sucesos en el campamento.

—Mejor que Wo haya muerto, de veras. Su mente estaba cerrada a esta guerra; estaba tan acostumbrado a luchar contra los Rojos y las tribus del norte que no podía ver que la guerra había cambiado.

—¿Cómo podía explicar los guerreros que no sangran?

El rikkagin Aerant se encogió de hombros.

—La mente militar puede racionalizar cualquier situación. Carecía de imaginación. —Se sacudió los pantalones—. Es una lástima. Era un buen jefe.

—No estaba preparado para ese ataque.

—No, no lo estaba. Me gustaría saber cómo consiguieron penetrar tan fácilmente el perímetro.

—Tuolin te dijo...

El rostro del hombre era brillante a la luz de la antorcha.

—Sí. He visto estas cosas con las que luchasteis.

—¿Se lo dijiste a Wo?

El rikkagin Aerant rió secamente.

—No se lo dije a nadie excepto a Tuolin, e incluso él... —Sus ojos eran como frío cristal, estaban abiertos y eran agudamente inteligentes—. Ya sabes, ni siquiera los hermanos se quieren todo el tiempo.

—Quería ir conmigo.

—Ahora no lo hará. —Varios centinelas pasaron cerca, y sus botas resonaron contra las paredes de madera. La nieve había dejado de caer por el momento, pero el cielo estaba bajo y el aire era pesado y húmedo—. Es mejor así.

—¿Tú quieres ir?

El rikkagin Aerant volvió la cabeza hacia un lado. Un perro ladró en el siguiente bloque de barracones.

—No lo sé. Pero no importa. Me necesitan aquí. Te enviaré dos Rojos. Nacieron en esta región.

—Está bien.

Se puso en pie; sus ojos eran oscuros e inescrutables mientras miraba a Ronin.

—Quizá vuelvas.

Salió a la lodosa calle.

La nieve caía con suavidad sobre la muralla, ahogando el sonido de las botas altas de los guardias contra la piedra. Chapaleaba a su alrededor, oscureciendo las últimas ascuas que aún brillaban en las cenizas del campamento, una pálida alfombra formando bultos en el suelo, ocultando los cuerpos de los combatientes caídos.

Todo estaba tranquilo en Kamado excepto el crujir de los pasos de algún ocasional grupo de soldados de patrulla. Suaves voces flotaron hasta él por un momento y luego desaparecieron en el sisear de la nieve. Se apretó más la capa alrededor de sus hombros. El dolor estaba disminuyendo allí. Su mente estaba deliberadamente en blanco, no deseaba anticipar.

Vio a Kiri caminando por la muralla, buscándole. La llamó sin palabras.

—¿Cómo está tu hombro?

Ella se sentó a su lado.

—Mejor. El hueso se sabía salido de sitio. Es muy bueno. —Se refería al médico.

Él asintió a la noche.

Ella apoyó una mano en su brazo, la fue subiendo.

—Hay una habitación en los barracones.

—Creo que no.

—Regreso a Sha'angh'sei al amanecer. Tengo que hablar con Du-Sing. Los Verdes y los Rojos tienen que unirse ahora.

—Sí.

—Y tú debes ir al bosque con la primera luz. —Su aliento creaba cálidas exhalaciones blancas contra un lado del rostro de él—. ¿Por qué no?

Él la miró directamente al rostro.

—Has cambiado.

No sabía lo que esperaba ver en ella, pero se sintió sorprendido. Ella pareció humillada, sus mejillas se encendieron.

—Por supuesto. Matsu está muerta. Ahora yo sólo soy media persona, no apta para estar conmigo. —Se levantó y se alejó de él, a lo largo de la blanca escarpa de la alta muralla, y desapareció por unas empinadas escaleras.

El amanecer era un manchón rojo sangre que ardía fríamente a través de un largo desgarrón en las apelotonadas nubes grises, orladas de rosa y perlinas ahora por el este allá donde el hinchado disco ovalado del sol se alzaba con agónica deliberación.

Contempló la luz penetrar en el mundo, por encima de la muralla sur, donde había permanecido toda la larga noche. La nieve había dejado de caer justo antes de la primera luz, este día parecía de alguna forma más natural que el último.

Ronin se puso en pie, inspiró profundamente el helado aire y estiró sus agarrotados músculos. Miró hacia el sur a lo largo del desolado sendero, completamente blanco ahora. Más arriba la nieve era rosada. No pudo distinguir ninguna huella, y el escaso follaje y su ángulo de elevación le indicaron claramente que el camino a Sha'angh'sei estaba despejado.

Bajó a los barracones. Dos hombres bajos con el pelo sujeto en largas colas y negros ojos almendrados le aguardaban pacientemente. Un soldado bajó los escalones con una humeante taza de té. La aceptó agradecido y bebió, saboreando su especiado calor. Declinó el cuenco de arroz.

Kiri estaba ya en los establos. Ensilló en silencio su luma, pasando constantemente su mano por sus flancos. El luma de Ronin bufó y pateó el suelo cuando entró. Flotaba paja en el aire.

Kiri montó en el animal, y éste se agitó en su deseo de partir. Tiró fuertemente de las riendas para mantenerlo en su sitio. El animal llamó al ruano, un quejumbroso adiós empañado por la exultación del viento y el camino, y Kiri tiró de nuevo de las riendas.

Sacó al luma del establo, con Ronin a su lado. Recorrieron las tranquilas calles, con el clop-clop de la montura ahogado por la alfombra de nieve. La cabeza del luma osciló mientras olisqueaba el frío aire, con volutas de humo brotando de sus amplias fosas nasales. Sus orejas se agitaron y Kiri le habló suavemente, una canturreante letanía.

En la puerta sur, él la atrajo hacia sí y besó su mejilla.

—Mátalo —dijo ella en su oído con un sollozo—. Mátalo antes de que yo regrese.

Y clavó los talones de sus botas en los flancos del luma, tirando de las riendas, y el animal saltó a través de las abiertas puertas, un destello azafrán, fuera de la ciudadela, a la gran carretera blanca que conducía al hogar.